miércoles, 2 de febrero de 2011

Carta a una joven suicida

I cannot take them with me down to Sheol,
Nor shall we descend together to the dust
Job 17, 13-16

There is a light that never goes out
– Morrisey

Joven. Amiga. Daniela. Prefiero llamarte Daniela. Nunca te lo he dicho, sabes, pero me fascina tu nombre. Debe ser por la d, por la n y por la l: sonidos alveolares, placenteros al pronunciar. ¿Te digo algo? Llueve allá afuera. Las gotas golpetean con insistencia la ventana; el cielo ruge como si tuviese hambre; la noche se ve borrosa y dispersa, oculta tras toda esa caída de agua oscura. ¿La escuchas? No creo. Has de estar nadando en ese mar de agua negra y muerta, escuchando otros sonidos, más intensos y atractivos que la lluvia melancólica, junto a otras compañías más prometedoras y peligrosas que la mía. Yo, mientras tanto, en esta noche oscura en mi playa solitaria y triste alejada de tu mar, te escribo la razón por la cual me marcho de tu vida. Tal vez te tome por sorpresa. Y lo siento.

Qué triste es para mí decirte esto, Daniela. Ser precisamente yo, quien ansía tanto tu compañía. Quien se encuentra al lado del teléfono cada día esperando tu llamada, anhelando tu voz, el día en que finalmente te pueda ver después de estar tanto tiempo separados porque, según tú, no tienes tiempo para verme. Pero todo para qué. Para que semanas después te vea en el más sucio y vulgar de los antros de la ciudad, completamente drogada, bailando entre las obscenas luces verdes y rojas y parpadeantes, vomitando tus intestinos en el bote de basura, bailando de nuevo, vomitando de nuevo, apoyándote sobre las paredes grises y gastadas, apenas y reconociéndome, diciéndome, con los ojos cerrados, que estás drogada, que te sientes mal, que te quieres morir, un ratito solamente, quince minutos, poco tiempo, para apagar el dolor de tu cuerpo, el dolor que tú misma te infliges, al que tú misma te expones, porque hacer esto por una semana entera duele y cansa y entristece. Quédate, me invitas. Ahora sí cuídame – llévame a mi casa, acaríciame. Cuéntame cuentos, recítame poemas, así lento, lento, como sólo tú lo sabes hacer, dime que soy bonita, hoy no me siento bonita, me siento horrible, dime que soy bonita, no quiero llorar, quédate conmigo, mira, vamos a buscar a un amigo, él tiene pastillas, una para ti, una para mí, luego vamos a mi casa y te quedas a dormir, qué dices eh, quédate conmigo. Quito tus brazos de mi espalda y caminé en dirección opuesta a la tuya. ¿Qué pasa? ¿adónde vas?

Ah Daniela, mi Daniela, yo no te acompañaré en tu viaje a ese mar. No puedo. Ni contigo ni con nadie. Solamente puedes ir tú y quien quiera irse contigo. Debe haber muchos dispuestos a acompañarte. Lo sé. Eres hermosa. Cuántos no te seguirían, hipnotizados por tu belleza, como ratones al flautista de Hamelin, para lanzarse al vacío hacia adonde tú te lanzas diario. Pero yo no. Yo sólo te puedo acompañar hasta la orilla del barranco. Y después regresarme con mi dolor por donde vine, en dirección opuesta a la tuya. Porque si me voy contigo, incluso para salvarte, esta vez sí me ahogaría. Ya que una vez estuve a punto de ahogarme, sabes. No solamente tenemos en común el gusto por Neruda. Nunca te lo he dicho, porque no me gusta recordar aquellos tiempos. Pero es verdad. Aquel mundo caótico y convulsivo, yo miré y toqué. Toqué y probé. Probé y tragué. Solamente que al final creo que tragué demasiado. Tanto, que hasta se me olvidó saborear aquello que me metía al cuerpo, por lo que estropeé mi apetito para siempre. Y una tarde, por casualidad, atrapé mi reflejo en el espejo, y me vi cansado y triste y enfermizo. Fue cuando comprendí que ya no solía nadar como pez en esas aguas, sino que flotaba como tú, como náufrago, aferrándome a la gastada y frágil tabla de mi cuerpo, abusado y acabado por tanta decadencia. Y así estuve durante mucho tiempo, sin rumbo ni destino ni esperanza, consciente de mi desvarío. Hasta que, quién sabe cómo o por qué, por alguna razón, comencé a nadar en dirección contraria. Y no sin mucho esfuerzo llegué a la orilla de una playa firme, una isla pequeña y desierta. Me puse de pie y comencé a caminar, haciendo cada día un gran esfuerzo por mantenerme de pie y seguir caminando.

Y por esa orilla he estado caminando solitario hasta el día de hoy.

Por tal razón tú y yo estamos tan lejos a pesar de estar tan cerca. De otro modo yo me hubiese quedado contigo aquella noche. Y en lugar de acostarme todas las noches en la arena, escuchando las tristes olas del mar en calma, estaría contigo, amándote, queriéndote como nunca entre toda esa niebla espesa de muerte. Sí. Lo sé. Lo presiento. Ahora mismo incluso estamos juntos, vomitando de placer, despreocupados del amanecer y del mañana, poseídos como sátiros desenfrenados. Mas seguirte es lanzarme de nuevo a ese vacío, a ese mar, que en lugar de hidratarme y darme vida, me chuparía poco a poco, para al final escupir mis restos sin respeto. Al final ¿quién nos rescata a ambos?

Además, no puedo ver cómo te suicidas. No puedo ver cómo poco a poco te secas como árbol en otoño No puedo. Sería un espectáculo cruel y abominable. Una tragedia presenciada en persona, no leída en libros. No lo soportaría. Y tampoco te puedo pedir que te quedes. No me escucharás. Y si lo haces y vinieras conmigo, nuestro simulacro de idilio termina en su fecha de caducidad. Tú tratas de conformarte con lo que mi playa te dé, probablemente. Mas eso no sacia tu apetito. Y cada tarde, al llegar a casa, te encuentro sonriendo, sí, pero forzadamente, como si tu boca fuese un reloj cuyos engranes están a  punto de reventar. E intranquila, aburrida, gastas tus atardeceres, anhelando la vida luminosa que sólo ese mar te puede dar. Lo nuestro termina cuando regrese a casa y te encuentre, con las maletas en el piso, aduciendo un Te quiero, pero no puedo, lo siento, me tengo que ir, adiós. O tal vez ni te encuentre siquiera. Puede que sólo haya una nota pegada en el refrigerador o mecanografiada arriba de la mesa.

Tampoco intento persuadirte ni moralizar ni prevenir; la intención de mi misiva es otra.  . Porque eso, ese mar, esa vida, es lo que quieres, lo que prefieres. Yo soy una de más de esas culpas con las que cargas, ésas que podrás vomitar cuando no aguantes el alcohol en la garganta o cuanto te tomes un par de analgésicos para la cruda. Está bien, yo lo acepto –sé que no necesitas mi permiso ni tampoco yo te lo doy, pero ve. Pero, sabes, en algún momento todo cesará. Ahora vives mal, pero puedes vivir peor; el infierno también tiene escalas. Llegará el punto cuando ya no puedas ni soportar tu cuerpo.
Cuando esto pase no te quedará más que una sola cosa. El recuerdo de mi cariño, brillante como aurora. ¿Lo habrás notado? ¿en mis ojos que brillaban al ver brillar los tuyos? ¿en mi boca que inevitable sonreí al ver sonreír la tuya? ¿mis cartas que lees cuando estás triste? O esa tarde de verano, cuando veíamos nubes, acostados sobre el cofre de mi carro, afuera de tu casa. ¿Recuerdas? yo te decía Aquella nube tiene forma de guitarra. Oye, sí, es cierto, dijiste. Y ésa de tortuga. Es cierto también. Y ésa, desde cierto ángulo, de iguana. No mames, respondiste, ¿de iguana?, reíste, irónica, y yo también. Y ésa, mira, ¿la ves? tiene forma de manos entrelazadas, y entrelacé las nuestras. Comencé a acariciar lentamente tu palma con un dedo, y tú apretaste fuerte la mía; en tu corazón mis palabras habían encendido el petróleo de tu amor. Del amor durmiente, del amor arrollador, del amor de la tierra palpitante. Volteaste tu cuerpo hacia mí. Pusiste tus dedos en mi cintura, metiéndola bajo mi camisa, tocando mi cadera, y atrajiste mi cuerpo hacia el tuyo. Tu dulce boca de labios despintados me recibió como golpe de mar; tu lengua la mía devoraba como a una serpiente indefensa. Metiste tu mano bajo mi pantalón, desabrochando mi cinto, poniendo tus grandes y morenos pechos sobre el mío, tu cabello largo tapándome del sol. Te gusta tomar el control, y te sentí, de un golpe, sobre mí. Pero comprendiste que estábamos afuera de tu casa, a medio día, y que no era el lugar apropiado. Vamos a mi casa, susurraste, y nos bajamos. Me guiaste rápidamente, tomándome de la mano. Entramos a tu casa, agitados y divertidos, en el más delicioso de los silencios. No pude contenerme y en un ímpetu de pasión te empujé contra la pared, y te besé. Aquí no, vamos a mi cuarto, aún susurrabas. Subimos las escaleras de tres saltos. Entramos a tu habitación. Era oscura por las cortinas. Cerraste la puerta tras de ti; tu mirada seria, absorta, fijamente. ¿Por qué tan seria?, pregunté. Hacer el amor es cosa seria, respondiste. Poco a poco fuiste desvistiéndote, frente a mí, tu blusa cayendo sobre los hombros. Mi corazón no explotó porque yo no se lo permití; debía estar vivo para el encuentro de los amantes carnales. Te abalanzaste sobre mí, besándome otra vez la boca, yo la tuya. Abríamos más y más las bocas, como si los labios y los dientes y las lenguas y salivas no fueran suficientes – como si no nos alcanzaran para satisfacer nuestros cuerpos calientes. Te empujé, ahora sí, con furia tersa hacia la cama. Respirabas fuerte, esperando mi venida. Tus ropas se perdieron en la oscuridad, mientras te sentía succionar mi sangre a través mi cuello. Cuando entre mi cuerpo y el tuyo ya no había barrera alguna, nos encajé a ambos por la única y deliciosa ensambladura existente. Emitiste un gemido de dolor dulce que sacudió la cama y mi corazón. Y comenzamos a mecer la cama, suave, luego fuerte, luego suave, luego fuerte, como mano a la cuna, como viento al mar. Tú gemías. Yo también. Gemíamos presos de un placer tierno con corazón de furioso fuego. Móntame por la espalda, yo boca abajo, jadeaste. Sí, jadeé, jugueteando con tu lengua. Mi panorama ahora era tu espalda desnuda, tu cabello oscuro, suelto, cayéndote sobre los hombros, golpeándolos, como pezuñas de caballo a la tierra en plena cabalgata. Aún gemías. Yo no dudé en decirte que me gustaba que gimieras. Tú no dudaste en decirme que te gustaba que te hiciera gemir. No sé en qué momento las bombas de placer de nuestros cuerpos explotaron, una en el cuerpo del otro. Caímos, rendidos, en aquel campo de sábanas blancas, respirando agitados, como guerreros después de una batalla.  Nos besamos durante varios minutos, manoseándonos los sexos, las piernas, los pechos, todo nuestro cuerpo, con todo el respeto con el que se manosea a un sucio amante y compañero, sintiendo el tanque de nuestro cuerpo vacío, pero la sensación de la gasolina caliente fluyendo dulce como azúcar por la sangre. Nos quedamos dormidos y abrazados, mientras yo soñaba con quedarnos así, juntos, y para siempre.

Sí. Claro que lo has notado. Imposible no haberlo hecho. El amor en nuestro es como un sol, cuyo fulgor ninguna luna puede eclipsar, y ningún tiempo puede gastar. Cuando estés triste y sola y doliente, y ya no puedas más, recuerda esto, y búscame. Búscame. Que mi cariño sea un faro en la noche que yo, paciente como un árbol y fiel como bandera, igual escribió Roberto Cantoral, "Por ti estaré esperando / hasta que tú decidas regresar".