“En México
no hay tragedia: todo se vuelve afrenta”.
Así
comienza La Región Más Transparente,
la primera novela de Carlos Fuentes.
Es
importante tener siempre esta frase en mente porque ésta es la realidad
mexicana cotidiana. Pero antes habría que preguntarnos qué es la tragedia y qué
es una afrenta.
Una
tragedia, por ejemplo, en términos quizá simplistas, es el 9/11: Un grupo de
terroristas islámicos secuestra un par de aviones, los lanza contra El
Pentágono y las Torres Gemelas y, como
resultado, gente inocente muere. Así, sin mayor explicación alguna que el odio
del grupo al-Qaeda hacia los Estados Unidos. Nada más.
Sin
embargo, para nuestros vecinos esto no fue suficiente: Alguien debe pagar. Por
lo tanto, con el apoyo del pueblo norteamericano, se lanzó una Guerra contra el
Terrorismo, en parte, para encontrar a los responsables del atentado y hacerlo
pagar por las muertes de los inocentes en Nueva York.
Ahora,
independientemente de los pormenores políticos (los cuales no se discutirán en
este artículo por falta de tiempo), hay que admirar una cosa de esta tragedia
moderna norteamericana: La respuesta del pueblo. Aquel terrible atentado, aquel
súbito ataque, aquella funesta sorpresa, unió las voluntades de los
norteamericanos a través del país en un solo objetivo: Encontrar al culpable o,
por lo menos, un chivo expiatorio, para que, como en la tragedia griega, el
castigo, o incluso la muerte, de este chivo expiatorio, pagase las muertes de
inocentes. ¿Esto fue el caso del atentado del 9/11? Definitivamente. Pagó el
culpable (Osama Bin Laden) y hasta los no-culpables (Sadam Husein) junto con
mucha gente inocente que también murió en las guerras de Iraq y Afganistán. La
gente norteamericano quiso sangre y sangre obtuvo.
Pregunta:
¿Esto sucede en México?
Por
supuesto que no. ¿Por qué no? Porque en México “todo se vuelve afrenta”.
¿Qué es
afrenta?
Afrenta es
Tlatelolco, es Halconazo, es Acteal, es Atenco, pero no sólo los casos en que
el estado tomó medidas letales contra la ciudadanía sino también por los
homicidios y las muertes sin resolver: Afrenta es las muertas de Juárez, es el
incendio de la Guardería ABC,
la muerte
de Marisela Escobedo frente al palacio de gobierno en Chihuahua, la matanza de
Salvárcar, la afrenta es una vergüenza, un insulto, una injuria, un escupitajo
por parte del estado mexicano a la cara de la sociedad mexicana. Y la sociedad
mexicana, indignada e impotente, ¿qué puede hacer, qué hace? Nada. Recibir el
escupitajo, nada más, una y otra y otra vez hasta que el estado quiera.
Enojarse, solamente. Negar con la cabeza y hasta ahí. Desde luego que hay gente
valerosa que trata de hacer valer sus derechos, pero ¿el resto de nosotros?
Bien, gracias, ¿y usted qué tal? Escuché una vez a un intelectual mexicano, no
recuerdo cuál, decir que hay que tomar las indignaciones de nuestros
conciudadanos, es decir, de los otros mexicanos, como propias. Bien lo decía
John Donne: “La muerte de cualquier hombre me disminuye, porque soy una parte
de la humanidad”. En este caso se debe primero ver en su propia casa: La muerte
de cualquier mexicano me disminuye, porque soy mexicano. Sobre todo si esta
muerte viene de parte del estado. Pero no. Aparentemente Octavio Paz tuvo y
sigue teniendo razón: Estamos solos y entre nosotros existe una brecha enorme
que nos separa y nos aísla precisamente como advertía Donne: como una isla.
Estamos solos, aparentemente. Y esta
soledad es la que nos heredaron nuestros padres a nosotros, que ellos
recibieron de nuestros abuelos, y nuestros abuelos de nuestros bisabuelos, y
nuestros bisabuelos de nuestros tatarabuelos, y así ¿desde cuándo? ¿desde
siempre, desde nunca? ¿desde los albores de la colonia, la conquista? Quién
sabe, pero no importa. Porque injurias como la de Ayotzinapa continuaran
mientras conservemos esta alma de teflón que sólo permite que se nos resbale la
saliva escupida hasta el suelo cada vez que el estado hace de las suyas. Ya va
siendo hora de que pongamos el dedo sobre la llaga y busquemos restaurar orden
y armonía en la sociedad pero no buscando tristes chivos expiatorios sino a los
verdaderos responsables: apuntar el dedo no temiendo las consecuencias pero
juntos, no separados, no solos a nuestra suerte o el azar o el destino o no la
intemperie. De otra manera somos cómplices de nuestra propia destrucción, quienes
cortamos la soga que separa a la guillotina de nuestras cabezas, quienes nos
hundimos las cabezas en el fango de la muerte. De otra manera, la profecía de
García Márquez, al final de Cien años de
Soledad, terminara por devorarnos: “las estirpes condenadas a cien años de
soledad no tienen una segunda oportunidad sobre la tierra”.