jueves, 9 de octubre de 2014

Ayotzinapa

“En México no hay tragedia: todo se vuelve afrenta”.
Así comienza La Región Más Transparente, la primera novela de Carlos Fuentes.
Es importante tener siempre esta frase en mente porque ésta es la realidad mexicana cotidiana. Pero antes habría que preguntarnos qué es la tragedia y qué es una afrenta.

Una tragedia, por ejemplo, en términos quizá simplistas, es el 9/11: Un grupo de terroristas islámicos secuestra un par de aviones, los lanza contra El Pentágono  y las Torres Gemelas y, como resultado, gente inocente muere. Así, sin mayor explicación alguna que el odio del grupo al-Qaeda hacia los Estados Unidos. Nada más.

Sin embargo, para nuestros vecinos esto no fue suficiente: Alguien debe pagar. Por lo tanto, con el apoyo del pueblo norteamericano, se lanzó una Guerra contra el Terrorismo, en parte, para encontrar a los responsables del atentado y hacerlo pagar por las muertes de los inocentes en Nueva York.

Ahora, independientemente de los pormenores políticos (los cuales no se discutirán en este artículo por falta de tiempo), hay que admirar una cosa de esta tragedia moderna norteamericana: La respuesta del pueblo. Aquel terrible atentado, aquel súbito ataque, aquella funesta sorpresa, unió las voluntades de los norteamericanos a través del país en un solo objetivo: Encontrar al culpable o, por lo menos, un chivo expiatorio, para que, como en la tragedia griega, el castigo, o incluso la muerte, de este chivo expiatorio, pagase las muertes de inocentes. ¿Esto fue el caso del atentado del 9/11? Definitivamente. Pagó el culpable (Osama Bin Laden) y hasta los no-culpables (Sadam Husein) junto con mucha gente inocente que también murió en las guerras de Iraq y Afganistán. La gente norteamericano quiso sangre y sangre obtuvo.

Pregunta: ¿Esto sucede en México?

Por supuesto que no. ¿Por qué no? Porque en México “todo se vuelve afrenta”.

¿Qué es afrenta?

Afrenta es Tlatelolco, es Halconazo, es Acteal, es Atenco, pero no sólo los casos en que el estado tomó medidas letales contra la ciudadanía sino también por los homicidios y las muertes sin resolver: Afrenta es las muertas de Juárez, es el incendio de la Guardería ABC,
la muerte de Marisela Escobedo frente al palacio de gobierno en Chihuahua, la matanza de Salvárcar, la afrenta es una vergüenza, un insulto, una injuria, un escupitajo por parte del estado mexicano a la cara de la sociedad mexicana. Y la sociedad mexicana, indignada e impotente, ¿qué puede hacer, qué hace? Nada. Recibir el escupitajo, nada más, una y otra y otra vez hasta que el estado quiera. Enojarse, solamente. Negar con la cabeza y hasta ahí. Desde luego que hay gente valerosa que trata de hacer valer sus derechos, pero ¿el resto de nosotros? Bien, gracias, ¿y usted qué tal? Escuché una vez a un intelectual mexicano, no recuerdo cuál, decir que hay que tomar las indignaciones de nuestros conciudadanos, es decir, de los otros mexicanos, como propias. Bien lo decía John Donne: “La muerte de cualquier hombre me disminuye, porque soy una parte de la humanidad”. En este caso se debe primero ver en su propia casa: La muerte de cualquier mexicano me disminuye, porque soy mexicano. Sobre todo si esta muerte viene de parte del estado. Pero no. Aparentemente Octavio Paz tuvo y sigue teniendo razón: Estamos solos y entre nosotros existe una brecha enorme que nos separa y nos aísla precisamente como advertía Donne: como una isla. Estamos solos, aparentemente.  Y esta soledad es la que nos heredaron nuestros padres a nosotros, que ellos recibieron de nuestros abuelos, y nuestros abuelos de nuestros bisabuelos, y nuestros bisabuelos de nuestros tatarabuelos, y así ¿desde cuándo? ¿desde siempre, desde nunca? ¿desde los albores de la colonia, la conquista? Quién sabe, pero no importa. Porque injurias como la de Ayotzinapa continuaran mientras conservemos esta alma de teflón que sólo permite que se nos resbale la saliva escupida hasta el suelo cada vez que el estado hace de las suyas. Ya va siendo hora de que pongamos el dedo sobre la llaga y busquemos restaurar orden y armonía en la sociedad pero no buscando tristes chivos expiatorios sino a los verdaderos responsables: apuntar el dedo no temiendo las consecuencias pero juntos, no separados, no solos a nuestra suerte o el azar o el destino o no la intemperie. De otra manera somos cómplices de nuestra propia destrucción, quienes cortamos la soga que separa a la guillotina de nuestras cabezas, quienes nos hundimos las cabezas en el fango de la muerte. De otra manera, la profecía de García Márquez, al final de Cien años de Soledad, terminara por devorarnos: “las estirpes condenadas a cien años de soledad no tienen una segunda oportunidad sobre la tierra”.