lunes, 2 de septiembre de 2013

Muy poca gente soporta el silencio

Siendo sincero, me caga ir al cine. Hace años que no voy. Cada vez que mis compas me invitan, suelo decir alguna mentirilla, algún pretexto, lo que sea, para escaparme de acompañarlos a la función que quieren ver. No es porque no me gusten las películas. La verdad, disfruto mucho de ellas como cualquier otra persona. Inclusive las disfruto más que los libros… Na, esto último no es cierto. Pero de que las disfruto, las disfruto. Lo que sucede – y tal vez la gente me acuse de neurótico, pero así soy, y qué, no lo puedo cambiar – es que detesto los créditos y la música al final de la función. ¿Por qué? Bueno, será el hecho de que a veces veo alguna película de lo más conmovedora, de ésas que casi hacen llorar, y de pronto, al terminar, una canción estruendosa marca el fin de la cinta, se prenden las luces, aparecen los créditos y todo mundo se larga con la caja de palomitas vacía y sus celulares prendidos y sus bolsas y carteras en la mano. Yo, desde luego, me pongo de pie me dirijo hacia la salida – los empleados del cine dan las gracias, escucho murmullos y bostezos y risas y comentarios y quejas, y no puedo evitar sentirme tonto, estúpido, absurdo, como si por más de hora y media me estuvieran tomando el pelo porque yo, emocionado, me dejé absorber por una historia especial que al final resultó ser mentira. No sé desde cuándo me siento así – no puedo decir que siempre fue así, porque no soy un mentiroso y porque, la verdad, no recuerdo. Creo que me di cuenta de mi neurosis la última vez que fui al cine. 

Fue hace cuatro años, el estreno de 500 Days of Summer (Debo decir que la película no me gustó del todo y en ocasiones se me hizo sosa, pero, oigan, fue 2x1, qué pues, cómo dejar pasar una oferta así). Hacia el final de la película, yo estaba conmovido hasta las lágrimas (Na, tampoco esto es cierto, pero sí pude empatizar con Tom, el protagonista) y “Mi nombre es Tom”, dice el protagonista, presentándose con una chica morena y guapa. “Soy Autumn”, contesta la chica: acto seguido, la película comienza con la banda sonora, bajan los créditos, se prenden las luces y todo mundo se empieza a largar. ¿Qué?, me pregunté. ¿Es neta? ¿Pagué cincuenta pesos para que al final me digan que todo esto fue mentira? No mamen, chinguen a su madre – yo no vuelvo a pagar para que al final me digan que todo fue ficción. Oh, desde luego que yo sé que es ficción, y que en algún momento la historia tendrá que terminar y yo, por ende, tendré que regresar a mi trabajo como operador de teléfonos bilingüe y a mi solitario departamento habitado únicamente por mí y un gato que me encontré maullando una noche de intensa lluvia – pero a veces no me gustaría que no me lo recordaran. Aquella vez fui con Abril, una chica que, aunque me gustaba mucho, nunca me peló. Después de aquella ida al cine, tuvimos un par des citas más – un restaurante japonés y una ida al circo, si pueden creerlo. Al último me dijo que no, que prefería estar sola, lo cual es muchísimo peor que me diga que le gustaba alguien más, porque al decirme que prefiere estar sola que estar conmigo, me está diciendo que la soledad es mejor compañía que yo. Chida tu onda, morra, hasta luego. En fin. Como les decía: sí, hace cinco años que no voy al cine y hace cinco años que no salgo con nadie. Lo que sí hago, y casi siempre, es, en el trabajo, en mis horas de comida, en lugar de ir a alimentarme como todo mundo, aprovechar para quedarme en mi cubículo y admirar a Mayra, la chica de cabello chino y pantalones ajustados que parece nunca notarme a pesar de que llevamos trabajando codo a codo, lado a lado, durante los últimos tres años. Muchas veces regreso a mi casa en el camión con su recuerdo perfumado en la mente y con la ilusión de verla una noche, siquiera una, en mi cama, con tanga y liguero negro, tacones y cabello suelto, dispuesta, lujuriosa, a entregarse a mí. De la misma manera, de vez en cuando voy al cine – solamente a la entrada. Veo los estrenos en la cartelera, checo los horarios de las funciones, me informo sobre las críticas y los protagónicos, y muchas noches, al salir de trabajar, libre por fin de los grilletes de la cerda empresa capitalista que me chuparía las tripas si es que las tripas tuviesen valor alguno, me dirijo al cine, resuelto a de una maldita vez comprar un boleto para cualquier película, la que sea, me da igual, señorita, usted dígame cuál empieza ya y yo compro el boleto, yo lo compro, qué pues, no soy pobre, así tengo la cara – pero nunca compro nada. Siempre me quedo solo, afuera de la sala, viendo las luces brillantes del edificio, sorprendiéndome cada vez más por el alto precio de los productos de la cafetería, los cuales cuestan tan caros como si los hubiera hecho Dios. Total. A veces hay películas que por su publicidad me arrancan un suspiro y casi me arrastran a verlas. Están ahí, justo al alcance de mi mano, a veces parecen llamarme desde la oscuridad de una sala, desde la palidez de un cartel afuera de un centro comercial. Pero nunca le hago caso, nunca respondo a ese llamado hueco que lanza como un grito mudo desde donde quiera que esté. Siempre lo dejo pasar todo, como dejo pasar a Mayra cada vez que camina a mi lado con nadie a su lado. Está soltera (hasta donde yo sé), y yo bien podría llenar ese espacio, si es que ella quisiera llenarlo, desde luego. Hay días en que me siento tan valiente o tan estúpido como para acercarme hacia ella, quitarle el auricular de la cabeza (amablemente, por supuesto), olvidar que el mundo y los demás existen y simplemente decirle: sabes qué, chava, quiero contigo, ¿se arma o qué? Na, desde luego no le diría esto – le diría algo amable, algo dulce, algo que ella quisiera escuchar. Pero cada vez que llego al trabajo y la veo radiante, hermosa, como si estuviera hecha a mano, me ganan mis aprensiones, me entran mis dudas y termino mandando todo al carajo. Mi valor languidece mientras se petrifica por todo mi cuerpo el monstruo terrible de mi miedo al fracaso. Total, hay muchas Mayras en el mundo, hay muchos días en la vida, así como hay muchas películas estrenándose en el año, y yo en cualquier momento puedo decidirme a ir finalmente. Hay mucho tiempo, y yo solamente tengo 33 años.

Pero a veces no puedo evitar pensar que si solamente alguna película fuese diferente, si solamente algún cine me hiciera una promesa, yo iría. Solamente si cuando se terminara la función, y la sala siguiera en perpetua oscuridad en lugar de iluminarse, si todo se quedara en silencio en lugar de ruido, si solamente todos nos pusiéramos de pie, callados, y camináramos mudos, como si recién hubiéramos presenciado un milagro o un funeral – solamente si la jodida película no me recordara que es mentira y que, como un hilo, me dejara arrastrar algo de la fantasía con la cual está hecha para regresarme con ella a mi casa, a mi vida – solamente si pudiera empalmar la ficción en la realidad, mi realidad, solamente en ese momento yo regresaría al cine. Me presentaría a la taquilla para pagar de nuevo un boleto para alguna función. Solamente si esto sucediera, yo quizá podría invitar a Mayra. Pero no creo que eso vaya a pasar. No porque mi idea sea muy descabellada (aunque para ciertas personas lo puede ser). Es sólo que, innegablemente, la gente involucrada en la producción de alguna cinta necesita crédito, los actores y el equipo necesitan que sus nombres aparezcan en la pantalla, y nadie se va a poner a leer tantos nombres e información en un hueco sonoro. Me da la impresión: muy poca gente soporta el silencio.