miércoles, 24 de diciembre de 2014

El perfil de Ernesto Barrera

Yo siempre había logrado tolerar las opiniones pendejas de los idiotas que me rodeaban, pero, la neta, las redes sociales lo único que lograban era obligarme a forjarme una peor opinión de lo que antes tenía de ellos, a considerarlos aún más imbéciles de lo que antes los consideraba. Tanto Facebook como Twitter lo único que han hecho es darle foro a los pendejos para que griten al mundo sus pendejadas. El problema viene cuando alguien, alguien pensante, en este caso yo, les dice algo: pinche raza, se ofende, y las cosas en el trabajo, casa y escuela, obviamente, se tensan. Pero yo soy Marcia Carbajal, licenciada en sociología graduada con honores, maestra en estudios culturales con tesis que mereció mención honorífica, trilingüe: yo no me iba a quedar con las ganas (con las ganas me he quedado pero de entrar a trabajar adonde realmente pertenezco: a la universidad); por otro lado, tampoco podía darme el lujo de exponerme y soltarles de frente todo lo que he reprimido durante tanto tiempo, acá bien braver. Así que, a las sordas, hice un perfil falso en Facebook, con otro nombre, otra foto, otro sexo inclusive, otra persona pues. Un doble. Ahora, desde la seguridad del perfil de mi doble, podía decirles, a pierna suelta, con respeto, claro está, cuán pendejos me parecían los comentarios que publicaban a diario y en general cuán pendejos me parecían todos en general.

La identidad de mi doble era la siguiente: un bato de 29 años, alto, flaco, barbón, un poco moreno, de ojos cafés y cabello corto, cuya foto encontré en Google. Asiste a la Universidad Técnica de Sumalta, cursa una ingeniería en eléctrica, comprometido desde agosto, con gusto por el Barcelona, Los Simpsons, La Ley y los libros de Dan Brown. Es cristiano, dos sobrinos, odia al PRD y habla poco inglés. Su nombre, Ernesto Barrera. Ninguna razón o fórmula detrás de este nombre; lo vi en el periódico una tarde de domingo, en la sección esa caguengue de Sociales. El nombre me gustó, me pareció verosímil para un personaje que debía pasar por una persona de verdad, y bajo ese nombre lo registré en Facebook. Observación cura: todas esas cosas que gustan a Ernesto siempre me han cagado a mí.

Agregué a todos mis contactos; como esta ciudad es un rancho y todo mundo se conoce, la gente no tiene ningún problema en aceptar la invitación de desconocidos. Al poco tiempo la mayoría me aceptó, y, en menos de una semana, comencé a tirar hate como siempre había querido. Primero fue Rodrigo, mi jefe, un morrito que ni siquiera terminó la carrera pero ya es supervisor de profesores de idiomas en el infierno, es decir, el Colegio Kurubi; luego fue la estúpida de mi prima Laura, la cual desde chica me ha cagado la madre, poco más que mi tía; luego Ale, amiga de Cristal (una de las pocas amigas que tengo), que sufre un complejo de princesa de Disney, la güey. En los tres casos, los comentarios de Ernesto Barrera fueron brutales, crueles e insultantes. Los desenmascaró por completo y los hizo ver como lo que en realidad eran: un manojo de imbéciles mediocres tragacamotes. Estos tres individuos se emputaron tanto que borraron a Ernesto del Facebook a la primera troleada. Yo, en mi cuartucho feo del centro (todavía no vivo donde merezco), me cagaba de la risa, acá, con perversidad, puesto que sólo yo era la dueña de la verdad que nadie más tenía: que era yo la que estaba de todo el troleo.

Era una relación sana la que tenía con Ernesto. Me alivianó. Me permitió sacar todo eso que cargaba dentro y que a veces no me dejaba dormir tranquila, porque neta que ver tantas pendejadas publicadas en Facebook puede llegar a desasosegar a cualquiera. Con frecuencia le mandaba mensajes de cosas e insultos que se me ocurrían para usarlos después, porque no tenía dónde apuntarlos. De vez en cuando me daba por ver su perfil desde el mío – me pasaba hasta horas viéndolo, leyendo sus gustos musicales y televisivos y asombrándome de cuán verosímil me parecía su perfil, la precisión del detalle. Era extraño verme reflejada en ese espejo deformado, que simultáneamente me decía que Ernesto Barrera era yo y al mismo tiempo no lo era.

El problema comenzó cuando Ernesto Barrera me aceptó la invitación al Facebook que le mandé. Uno de esos días, quién sabe por qué, chance por morbo, se la mandé y en friega me aceptó. Su nombre, enseguida de un puntito verde, apareció en el chat, y en chinga loca le hablé por inbox. El bato me saludó como si nada. Luego me dijo, en tono, acá, golpeadón, que nuestra relación, la manera en que yo lo tenía a él, ya no funcionaba, y que desde ahora en adelante cada quien seguiría por su lado. Yo no te debo nada, Marcia, me escribió el cabrón, Ya estuvo suave de que me uses cada vez que se te dé la gana, yo no soy el secretito de nadie, toma tu intento de controlarme, ai nos vidrios. Enseguida, me bloqueó de su chat.

Intente hablar con él pero no me respondió. Ya era tarde. Así como el cisne negro o William Wilson lo hicieron con los suyos, Ernesto Barrera se deshizo de mí, de su creadora. Su doble.

Desde entonces ya no hablamos. Me eliminó de su Facebook; como el bato lo tiene público, de vez en cuando me da por ver los estados que pone. Se ha convertido en un verdadero trol. A cada rato me salen comentarios suyos en los estados de mis amigos y conocidos, y justo cuando pienso yo que ya ha jodido mucho, el bato todavía se las caga más machín aún, acá, sin piedad. Es imparable, nunca se sacia. Casi me da gusto que se la cague a esa pinche bola de pendejos, de no ser porque me da rabia saber sobre él. Y me da rabia saber sobre él, no tanto porque el güey me haya tracionado y dado la espalda, cosa que, no negaré, sí me hizo emputar, sino porque al irse de mi lado se llevó algo que era muy preciado y valioso para mí: el placer de que alguien, por su pendejez, me cague completamente la madre. Maldito imbécil.

sábado, 20 de diciembre de 2014

Momento en el bosque en la noche nevada

Este bosque creo que sé de quién es.
Su casa se encuentra allá en el pueblo.
Él no me verá detenerme aquí
Para ver la nieve caer sobre las hojas.

Para mi potro ha de ser extraño
Detenerse aquí donde no hay granja
Entre los árboles y el lago congelado
En la noche más helada del año.

Él mueve los cascabeles de su arnés
Preguntando si debe haber algún error.
El otro ruido es la brisa simple
Del viento suave y blanco copo.

El bosque es tierno, oscuro y hondo,
Pero tengo promesas que cumplir,
Y pasos que dar antes de dormir,
Y pasos que dar antes de dormir.

jueves, 9 de octubre de 2014

Ayotzinapa

“En México no hay tragedia: todo se vuelve afrenta”.
Así comienza La Región Más Transparente, la primera novela de Carlos Fuentes.
Es importante tener siempre esta frase en mente porque ésta es la realidad mexicana cotidiana. Pero antes habría que preguntarnos qué es la tragedia y qué es una afrenta.

Una tragedia, por ejemplo, en términos quizá simplistas, es el 9/11: Un grupo de terroristas islámicos secuestra un par de aviones, los lanza contra El Pentágono  y las Torres Gemelas y, como resultado, gente inocente muere. Así, sin mayor explicación alguna que el odio del grupo al-Qaeda hacia los Estados Unidos. Nada más.

Sin embargo, para nuestros vecinos esto no fue suficiente: Alguien debe pagar. Por lo tanto, con el apoyo del pueblo norteamericano, se lanzó una Guerra contra el Terrorismo, en parte, para encontrar a los responsables del atentado y hacerlo pagar por las muertes de los inocentes en Nueva York.

Ahora, independientemente de los pormenores políticos (los cuales no se discutirán en este artículo por falta de tiempo), hay que admirar una cosa de esta tragedia moderna norteamericana: La respuesta del pueblo. Aquel terrible atentado, aquel súbito ataque, aquella funesta sorpresa, unió las voluntades de los norteamericanos a través del país en un solo objetivo: Encontrar al culpable o, por lo menos, un chivo expiatorio, para que, como en la tragedia griega, el castigo, o incluso la muerte, de este chivo expiatorio, pagase las muertes de inocentes. ¿Esto fue el caso del atentado del 9/11? Definitivamente. Pagó el culpable (Osama Bin Laden) y hasta los no-culpables (Sadam Husein) junto con mucha gente inocente que también murió en las guerras de Iraq y Afganistán. La gente norteamericano quiso sangre y sangre obtuvo.

Pregunta: ¿Esto sucede en México?

Por supuesto que no. ¿Por qué no? Porque en México “todo se vuelve afrenta”.

¿Qué es afrenta?

Afrenta es Tlatelolco, es Halconazo, es Acteal, es Atenco, pero no sólo los casos en que el estado tomó medidas letales contra la ciudadanía sino también por los homicidios y las muertes sin resolver: Afrenta es las muertas de Juárez, es el incendio de la Guardería ABC,
la muerte de Marisela Escobedo frente al palacio de gobierno en Chihuahua, la matanza de Salvárcar, la afrenta es una vergüenza, un insulto, una injuria, un escupitajo por parte del estado mexicano a la cara de la sociedad mexicana. Y la sociedad mexicana, indignada e impotente, ¿qué puede hacer, qué hace? Nada. Recibir el escupitajo, nada más, una y otra y otra vez hasta que el estado quiera. Enojarse, solamente. Negar con la cabeza y hasta ahí. Desde luego que hay gente valerosa que trata de hacer valer sus derechos, pero ¿el resto de nosotros? Bien, gracias, ¿y usted qué tal? Escuché una vez a un intelectual mexicano, no recuerdo cuál, decir que hay que tomar las indignaciones de nuestros conciudadanos, es decir, de los otros mexicanos, como propias. Bien lo decía John Donne: “La muerte de cualquier hombre me disminuye, porque soy una parte de la humanidad”. En este caso se debe primero ver en su propia casa: La muerte de cualquier mexicano me disminuye, porque soy mexicano. Sobre todo si esta muerte viene de parte del estado. Pero no. Aparentemente Octavio Paz tuvo y sigue teniendo razón: Estamos solos y entre nosotros existe una brecha enorme que nos separa y nos aísla precisamente como advertía Donne: como una isla. Estamos solos, aparentemente.  Y esta soledad es la que nos heredaron nuestros padres a nosotros, que ellos recibieron de nuestros abuelos, y nuestros abuelos de nuestros bisabuelos, y nuestros bisabuelos de nuestros tatarabuelos, y así ¿desde cuándo? ¿desde siempre, desde nunca? ¿desde los albores de la colonia, la conquista? Quién sabe, pero no importa. Porque injurias como la de Ayotzinapa continuaran mientras conservemos esta alma de teflón que sólo permite que se nos resbale la saliva escupida hasta el suelo cada vez que el estado hace de las suyas. Ya va siendo hora de que pongamos el dedo sobre la llaga y busquemos restaurar orden y armonía en la sociedad pero no buscando tristes chivos expiatorios sino a los verdaderos responsables: apuntar el dedo no temiendo las consecuencias pero juntos, no separados, no solos a nuestra suerte o el azar o el destino o no la intemperie. De otra manera somos cómplices de nuestra propia destrucción, quienes cortamos la soga que separa a la guillotina de nuestras cabezas, quienes nos hundimos las cabezas en el fango de la muerte. De otra manera, la profecía de García Márquez, al final de Cien años de Soledad, terminara por devorarnos: “las estirpes condenadas a cien años de soledad no tienen una segunda oportunidad sobre la tierra”.


domingo, 14 de septiembre de 2014

Instrucciones para perderse de camino a una segunda cita

Por lo menos, algo así

Entonces ¿sí sabes cómo llegar a mi casa?, preguntó Evelyn por celular, ¿No te pierdes?
Sí, respondí yo. Miré mi reloj: 5 40 de la tarde.
¿Sí te pierdes?, preguntó extrañada ella.
No, o sea, sí sé cómo llegar a tu casa, dije yo, Sí recuerdo…
Bueno, respondió Evelyn, Ps aquí te espero
Te hablo en cuanto llegue, dije yo.
Sale pues, dijo ella, y ambos colgamos.

Me embolsé las llaves de mi departamento grotesco y, tras apagar las luces y también la televisión y la cafetera, subí a mi carro para arrancar rumbo a la avenida Revolución, la principal, y más ajetreada, avenida de la ciudad.

Ya en la Revolución, manejé derecho, recibiendo algunos maltratos de otros conductores. Pasado el centro comercial Plaza Nueva, viré hacia la derecha, en una cuchilla, hacia la avenida Rosales, en construcción. En la Rosales manejé todo derecho hasta llegar al semáforo, que estaba en rojo, de la Pérez Morín. Una vez en verde, viraría hacia la derecha y seguirme todo todo derecho hasta llegar al semáforo de la Siete Siglos; de ahí, unos cuantos movimientos, darme la U en un retorno, unas cuantas cuadras más y ya, llegar hasta su frac. Ventaja: Más rápido y menos semáforos.

Semáforo por fin en verde, mejor viré hacia la izquierda. Desconocido el camino de la izquierda para mí pero mi deseo en aquel momento era ver a Evelyn lo más rápido posible, llegar a su casa, dar con la chica que me había dado una segunda cita. Y es que, para mí, en aquel momento, a esas alturas de mi vida, con sinceridad de corazón en la mano, una segunda cita era mucho que decir. Yo siempre había tenido mala suerte con las mujeres; la ciudad nunca me había dado siquiera un dejo de ternura, una caricia de amabilidad. Porque las mujeres que me despertaban en mí un gusto o no me pelaban o me mandaban a la chingada después de la primera cita y las que querían conmigo no me llegaron a gustar lo suficientemente a mí. Llamaba esto el Síndrome del Soneto ese de Sor Juana, al que ingrato me deja busco amante y demás fregaderas. Como sea, mi límite era la primera cita y jamás pude pasar a una segunda. Por eso, que Evelyn, la hermosa y agradable Evelyn, me diera una segunda cita era la excepción a la regla, motivo de celebración, el resquicio hacia la vida nueva, la felicidad, el futuro, carajo. ¿Ya entienden por qué debía llegar lo más rápido posible? Sentía que todo dependía de aquello.

Luego luego pasado el semáforo, entré a una calle, la Prados, pero unos metros más adelante me detuvo un alto. Izquierda o derecha: Tomé la izquierda, hacia una calle curveada, con casas grandes y ostentosas a la derecha, que a su vez me lanzó, sin posibilidad de irme por hacia la derecha, que es adonde yo realmente debía ir, otra vez hacia la izquierda. Me metí a una de esas calles de la derecha, una tal Riachuelo, a ver qué encontraba por ahí. Un buen rato buscando el mentado atajo y nada, nomás hice un espagueti enmarañado con mi recorrido y vueltas. Evelyn aguardándome. Mejor, pensé, regresar hacia el alto de dos direcciones y de ahí irme todo derecho, chance por ahí sí podía llegar. Regresé, pero ahora no encontraba la salida hacia la calle Prados. Chingado, qué onda, me decía, recorriendo cada calle y deteniéndome en sus esquinas para ver si reconocía la calle que en primer lugar había recorrido. Otro buen rato buscando la salida. Mi teléfono sin señal. Por fin encontré la mentada calle Prados, por fin, chingado, ya era hora, órale, a salir de este laberinto. Pero por más que manejaba, no encontraba aquel alto de dos direcciones. El sol poniéndose. Después de varias maldiciones y cambiar de dirección varias veces, desesperado hasta la náusea, me doy la U y le doy todo derecho, así, hasta donde tope. Pero quién sabe cómo no me encuentro ya en la calle Prados, estoy en la calle Bolivia, ¿cuándo giré a la Bolivia? ¿cuándo la Prados dejó de ser la Prados? Ay no sé, me vale madre. Mi celular aún sin señal. Crepúsculo, casi noche. Chingado, Evelyn de seguro toda desesperada. Veo más casas y más calles, pero las calles están más maltratadas, hay más baches, y las casas son más pálidas, tristes, definitivamente no son ostentosas. Parece que estoy en otra zona de la ciudad. Comprendo que le he dado en la dirección opuesta, que yo realmente debí irme en la dirección contraria. AH, grito con furia, y me regreso y le piso a madre y decido irme todo todo derecho, así hasta donde tope, no puede haber ahora pierde, ahora sí chingada madre, y luego, milagro, en serio, casi milagro, encuentro el alto de dos direcciones, pero ¿cómo?, si recuerdo haber pasado por aquí mil veces, increíble, da igual. Ya para entonces ni de chiste pienso en tomar el camino hacia la derecha, me pienso ir por donde siempre, chingue su madre, por ahí debí irme en un principio, maldita sea. ¿Qué onda? En serio, ¿qué onda? El camino por la cual entré en primer lugar viniendo de la avenida no está, de plano no está, es el mismo alto, lo reconozco perfectamente bien, pero la calle que me haría salir hacia la avenida y de ahí a tomar, chingue su madre, el camino de siempre hacia casa de Evelyn, no está. Ay no sé, ni modo, me voy por el camino derecho y después de un súper ratotote de buscar y meterme por calles no encuentro salida alguna: YA QUIERO SALIR. Evelyn toda desesperada, de seguro, CHINGADA MADRE. Me bajo de la camioneta casi en la esquina de la calle Robles, enseguida de una farmacia cerrada. Noche completa, luna llena: No mames, es tardísimo, desde cuándo debí haber llegado. Pienso en buscar a alguien que me dé direcciones específicas, casi casi un mapa, para salirme de todo este embrollo. Sigo el ruido y las luces y por fin doy con una michoacana. Gente comprando, comiendo, platicando. Le pregunto a alguien por cómo salir, no sabe. Le pregunto a otra persona, tampoco sabe. Le pregunto a todas y cada una, no saben, ni idea, ni sé de la avenida de la que hablas, chavo, ¿seguro que eres de aquí? NO MAMEEEEES. Finalmente doy con alguien que me dice cómo salir de este maldito laberinto, un hamburguesero en su puesto callejero, y sí, me dice, a la Pérez de nuevo, está pelada, ponga atención chavo, no me gusta repetir las cosas. Todo es tan complicado, no importa, yo me acordaré. Regreso a madre hacia donde dejé estacionado mi carro, no encuentro la calle, recorro muchas calles, regreso, doy mil vueltas, no la encuentro, CHINGADOOOOOO. Por fin, calle Robles, voy a la esquina. Mi carro no está, la farmacia tampoco, ésta es la calle Robles pero al mismo tiempo no es la calle Robles, es otra calle, otra cosa, Evelyn, EVELYN, EVELYYYYYN.


Camino sin rumbo, entre estas calles que parecen murallas, estos caminos que son como laberintos vivos que se acomodan y reajustan según los ando con mis pasos cansados de viandante extraviado. ¿Dónde estoy? ¿cómo llegué aquí? ¿cómo puedo salir de aquí? Oh, pinche ciudad mía de mi corazón que tanto he amado, ¿por qué no me permites tener siquiera un ínfimo respiro de vida entre toda esta perpetua oscuridad?

domingo, 24 de agosto de 2014

Vida de un suicidio

Desde lo más alto del rascacielos, a mediodía, la hora más ocupada de todas en la ciudad, caía yo, bulto enorme, bulto extraño, en picada como un saco o más bien como un avión kamikaze. Porque eso era precisamente lo que yo era, un kamikaze, es decir, un suicida. No me pondré ahora mismo a explicar por qué quise terminar con mi vida; no es el momento, no tengo el tiempo y sencilla, simplemente, no se me da la gana. Además no entenderían mis razones, con eso de que está de moda ser sano y positivo y vegano y ver la vida con el optimismo con que ven la vida los escritores de libros de autoayuda, simón. El punto es que decidí matarme y lo hice y creo que ya estoy muerto o lo estaré, y aunque desde arriba todo se ve espantosamente real y el aire que en el piso no es más que pura nada llena de esas cosas que nunca importan y de las que nunca nos damos cuenta allá arriba todo es más todo – más grande más vivo y más sincero y aunque justo arriba les dije que no quería decirles por qué me suicidé creo que es inevitable por lo menos decirles que cuando me subí allá arriba, en ese pinche rascacielos de la calle Insurgentes, sentí lo que durante tanto tiempo quise sentir – vida, vida pura, vida latente, corazón no apagado, corazón feliz, corazón incierto, pulsaciones que serían como vómitos u olas de agua de mar, agua blanca y cristalina, llena de fuerza que viene desde el fondo del mundo, la verdadera razón por la que vivimos, para sentir emoción y vértigo e inclusive un poco de náuseas, y ahí estaba yo, viendo todo desde sí lo admito la posición soberbia de quien ya no ve la vida como este regalo envuelto en celofán que uno debe cuidar y no abrir ni exponer ni en las situaciones más deliciosas que comúnmente llaman riesgosas sino como algo mío algo propio algo que no es de nadie más y que se encuentra a mi entera disposición como una bocanada de aire fresco que yo decido si me trago o decido si lo regreso al circuito polifónico del aire, todos viéndome, inclusive ahorita mismo lo veo – todos me ven, asustados, ¿por qué les da tanto miedo la muerte, gente pendeja? ¿es que nunca han presenciado que un bato y no un pájaro se pose en un rascacielos y le grite en un bestial rugido al mundo que uno ya no será más su pendejo y que desde ahora todo lo que se haga se hará bajo no quizá las condiciones de uno porque eso sería imposible, por más que yo quiero sin aire y agua yo no puedo vivir, pero por lo menos puedo decidir si quiero seguir viviendo la vida en la cual necesito aire y agua para continuar? Pendeja pendeja, gente pendeja, no no lo hagas, sí como chingados que no, piensa en tu familia, cuál pinche familia cabrón, tú no sabes nada de mi vida, mi esposa es una actriz perdida que cada noche despierta en una cama distinta y lo peor es que yo pago las cuentas de esas camas y mis hijos unos pinches genios malagradecidos que piensan que porque yo soy un pintor fracasado no valgo madre, así que a la mierda, pum vas me lanzo a la mierda, todo, y mientras yo caía en relámpago hacia la tierra, el piso, asfalto duro y frío y que en cuanto me reciba me hará explotar en un arcoíris no de mil colores sino en mil tonalidades carmesí que vayan desde lo morado hasta lo café, pasando por mil rojos y naranjas que albergo dentro de mí cuerpo, qué bonito vida vida mía qué bonito es ser un arcoíris y estallar para los demás, siquiera darles gusto con mi cuerpo explotando no en el cielo sino en el suelo, a unos cuantos metros de ellos, como fuegos pirotécnicos, sí sí vida mía vida mía, ya pronto me estoy alejando de ti, y recuerdo sí porque en esto también se recuerda todos los instantes de mi vida que se nutrieron por oscuridad y por olvido y que hoy ya nada importan ¿saben por qué? Porque todo mundo me ve me oye me huele casi casi mientras caigo en esto lento y suave irme de la tierra, apagarme como luz luciérnaga errática que se entrega a la oscuridad de no de la noche porque la noche es muy trillada pero sí la oscuridad de algo ¿de qué? No sé, pero oscuridad finalmente, poco a poco, la luz comienza a fallar, a ceder, a apagarse, triste es sí muy triste pero no importa porque mientras sigo cayendo lo veo sí el corazón brillante en medio de la oscuridad mi corazón se acelera se estremece relincha de una felicidad que no le cabe en el pecho y que dice sí éste éste éste es mi momento si señor me estoy acercando oh sí cada vez más puedo saborearlo puedo saborear mi vida toda mi vida en este breve pero bello intensísimo instante lo saboreo y es deliciosa manjar prohibido manjar vedado para mí durante tantos años ¿por qué amor por qué vida mía no pudiste ser como eres ahora? No importa no importa te juro que no importa sólo me lamento que esto no pueda durar más que estos instantes que son como gotas de rio lluvia tormenta rocío río arroyo riachuelo y no fuesen no sé algo así como un mar perpetuo que dure de aquí a la eternidad pero oh sí lo es lo es ya mero estoy cerca del piso lo es este sabor que me acaricia la lengua con soberana ternura me promete que lo será lo será ya no más gotitas chiquitas ni destellos apagados sino la eternidad continúa de esta dicha que jamás alcancé en la oscuridad latente bajo el sol de mediodía adiós adiós oh mierda

Y así es que morí. Mi cuerpo salpicado en sangre, torta ahogada que alguna vez probé en Guadalajara y nunca me gustó. Ojos abiertos, brazos desparramos, ropa que es pura vanidad y no vale lo que me costaron. ¿Dónde estoy, qué hago aquí? ¿Dónde está el corazón fulgurante de la vida que se me prometió? No sé, no me han dicho nada. Espero que cuando incineren mi cuerpo, pueda ver lo que se me prometió, lo que vi antes de morir. Y es que lo tengo muy claro: Prefiero regresar a la vida, es decir, resucitar, que convertirme en algún estúpido fantasma. 

domingo, 17 de agosto de 2014

Breve comentario sobre la vida en la niebla


Debo comenzar diciendo que todo a nuestro alrededor, todo lo que nos acompaña, todo lo que respiramos, es niebla, pura y blanquecina niebla. Y nosotros desde que nos levantamos hasta que nos acostamos , vivimos a diario con este aire espeso que torna borrosos nuestra vida y nuestro mundo y que nos impide ver más allá de tres metros de nuestra distancia, por mucho que nos esforcemos (aunque la verdad nos importa un carajo ver más allá de nuestras narices). Las consecuencias son obvias y casi aciagas: accidentes por doquier, de todo tipo que nos lleva hacia la muerte: tropiezo con banqueta que tiene la bonita consideración de no avisarnos que se encuentra ahí, obstáculo en el pedregoso camino hacia el futuro; el atropellado que no se percató que por donde caminaba era avenida transitada y un carro que tampoco lo vio hasta cuando se bajó y lo encontró bañado en sangre o la señora a quien en lugar de tomar sus pastillas para la depresión, tomó por equivocación la calibre .38 que guardaba justo al lado de su cama y se hizo atravesar la garganta jalando del gatillo (Digo casi aciaga porque a pesar de que infortunada es nuestra realidad de borrosidad perpetua, esperándonos en cada esquina como señalamiento de vialidad, ya estamos acostumbrados). No podemos ver el sol, tampoco podemos ver la luna; el atardecer, ese bello desangramiento en el cielo cuya sangre se extiende hasta el final del crepúsculo, nos está vedado y el amanecer es apenas un callado rumor que nada nos dice sobre el nuevo día más la muerte acompañará nuestro el café caliente del desayuno a las diez de la mañana. La vida en la niebla es, pues, piso incierto, ignorancia de saber de dónde venimos y apenas olfatear el camino incierto hacia dónde vamos.

Pero lo que tenemos, eso sí, es el canto del gorrión. Con exactitud, con una definición clara y absoluta, con una explicación de diccionario ésas que gustan tanto a filólogos y disgustan a los poetas, no puedo explicar lo que es el canto del gorrión. Lo que sí puedo decir es que el canto del gorrión es algo así como el rumor de agua para los que viven en el desierto. En ocasiones, nos encontramos en nuestras casas cuando relampaguea el cielo el canto del gorrión, el cual, surcando por el aire, deja caer sus notas como lluvia, banderitas líquidas que anuncian el término de la guerra. El cielo, oh ese cielo gris e infame, se despeja, se aclara un poco y podemos, ¡es verdad!, respirar el azul terso del cielo y los accidentes aminoran porque ya hemos despertado a nuestro alrededor y podemos rescatar nuestras vidas de los valles profundos de la muerte súbita. No hemos estado lo suficientemente desesperanzados para olvidar el sol. No todos escuchan el canto del gorrión, eso sí, pero para quienes lo hacen el mundo se detiene por un febril, casi pueril, instante y, como papeles arrojados al aire con divertido desprecio, dejan todo por ir a perseguir, extasiados en múltiples orgasmos de boca y oídos y ojos y manos, aquel canto por todo el cielo raso. El gorrión, allá arriba, volando con alas de perfume de oro, parece prometernos con su canto un terreno plácido y armonioso que muchos allá fuera, en ciudades donde no es reina la niebla maldita que nos aprisiona en barrotes invisibles e impalpables, llaman edén. Y a pesar de que sabemos – o más bien, creemos o queremos creer – que atrapar al gorrión será el final la vida como la conocemos y el comienzo de la vida como nos gustaría, como queremos, como soñamos que debe ser, por el sólo hecho de verla ya estamos contentos, esperanzados: la vida tiene un punto, un propósito. Nosotros sabemos que alguien escuchó aquel canto porque por el aire vuela el rumor de perseguidores recorriendo la ciudad, yendo tras algo que no se alcanza a ver pero que es y siempre ha sido y por siempre será.
Triste noticia: Hasta el momento, nunca nadie lo ha podido atrapar.
Yo, créanmelo, una vez lo escuché. Recuerdo con exactitud cada momento de ese inefable día. Recuerdo que estoy aquí, tranquilo en casa, pensando en la pobre Leonora que partió de este mundo y de mi lado por la niebla, cuando, de pronto, un rumor de algo que me levanta la nariz y me acaricia los brazos y se pavonea por mis labios como manjar de dioses griegos.
Lo comprendo: es el gorrión, 
y yo salgo corriendo de mi casa, extasiado, enfebrecido, loco de amor y de música, sintiendo mi cuerpo sometido al preludio del más amplio y líquido orgasmo que he sentido en toda mi maldita vida, sintiendo, no pensando, sintiendo, que de entre todas las promesas que se me hacen del futuro, la vida y aquello que no conozco pero que sé que llaman felicidad, se encuentra también la promesa de la resurrección insólita de mi hermosa Leonora. Y ahí estoy, casi me puedo ver: tonto, niño, ingenuo, persiguiendo el aroma en fa mayor que aún me toca y me embriaga y me colma la nariz del bálsamo de cantos más puro que ha existido en esta ciudad poseída por la niebla. Pero no lo encuentro, no lo alcanzo, por más que estiro las manos, pidiendo que deje de lloverme y más bien me haga uno con la lluvia, no me hace caso. Estoy persiguiendo un eco cuya fuente, una voz, se me aleja cada vez más y más a pesar de mi esfuerzo y mi cansancio, mis pies que si de ser posible podrían brincar hacia lo que yo siento que es el corazón fúlgido de la vida, de todo el universo. Pero no lo alcanzo, y el gorrión se va, su canto poco a poco se apaga, incendio que en lugar de abrasar y arrasar con el bosque, lo nutre y lo torna más frondoso. Una vez más, el canto del gorrión ha sido ignorado. Al cabo de un tiempo, cansado y solo y derrotado, regreso a casa, a la tristeza, a la niebla.

Pero quién sabe. Puede que en algún momento – oh cómo lo espero cercano, cómo lo espero temprano – el gorrión venga de nuevo y quizá esta vez yo lo escuche de nuevo, después de tantos años de vivir aquí donde nadie nos ve, ni siquiera nosotros mismos porque para nuestros espejos no somos más que fantasmas, y lo persiga y lo alcance y me vaya con él adonde quiera llevarme, para dejar atrás toda esta vida donde la niebla nos come poco a poco a pesar de que nadie pueda sentir las mordidas que nos hacen cada día menos nosotros y más cadáveres. Y hasta aquel sublime momento no queda de otra más que aguantar, tener paciencia, aguardar el día en que por fin conozcamos, siquiera por un efímero y frágil instante, a eso que creo no equivocarme en llamar simplemente Dios.



lunes, 7 de julio de 2014

Como un vistazo al infinito

En la camioneta, de camino a mi casa, pensé que, si por mí hubiera sido, Minerva y yo nos vemos así por el resto de la vida: dos veces por semana en el departamento que le puse hasta bien entrada la madrugada, para luego regresar a mi casa, a mi familia, mi esposa e hijos adolescentes que cada vez tienen los ojos más rojos de tanta droga que se meten, los perdidos. Pero cuando pronunció aquellas palabras, Guadalupe o yo, y vi en sus ojos arder ese misterio que nada tenía que ver con aquel poema de Machado, supe que hablaba en serio. Algún mosco le debió picar; últimamente había visto mucho esas novelas en las cuales las amantes no se dejan y reclaman el lugar que les corresponde. Quién sabe. Con sus maletas hechas en el suelo, ¿qué decidía yo?

Tampoco lo supe. Llevaba quince años de matrimonio con Lupe y desde un tiempo para acá no me apeteció nada verla. Ni tocarla. Ni hablarle, siquiera. Mucho menos hacerle el amor. A decir verdad, tenerla cerca me producía congoja. Me deprimía. Así que cada vez que tuve oportunidad de alejarme de su lado para irme con otras mujeres, lo hacía. Podía decirlo con todas sus letras: Yo ya no amaba a mi esposa. Muchas veces soñé con dejarla y vivir plenamente con alguna amante digna de mí. Ahora, con Minerva, la tenía. ¿Cuál era el problema? ¿Qué me detenía?

Oscar Wilde tenía razón: el matrimonio es un mal hábito y aun así uno inclusive lamenta la pérdida de un mal hábito porque son parte esencial de nuestra personalidad. No sé si Guadalupe era un mal hábito o no, lo más seguro es que sí, pero, siendo franco, no imaginaba mi vida sin ella. No imaginaba mi vida sin ella dándome el periódico y el café cargado en las mañanas ni los besos de buenas noches antes de dormir ni su bonito detalle de comprarme una corbata para las fiestas y reuniones sociales que tanto me persiguen como dueño de una exitosa firma de abogados. Madre de mis hijos, Guadalupe me ayudó a construir mi pequeño imperio de la nada; siempre me apoyó, jamás me dejó solo, a pesar de mis desaires.

Minerva no aceptó excusa alguna – parecía muy decidida. Y la verdad es que yo tampoco imaginaba mi vida sin ella: era bella y ambiciosa, inteligente y salvaje en la cama. Llegó a trabajar a la firma hacía un par de años y, aunque al principio tuve mis dudas respecto a sus intenciones – siendo el jefe máximo, nunca dejan de revolotearme alrededor las moscas muertas –, con el tiempo supe que era sincera y que en verdad me quería, como yo a ella. Si estaba obligado a elegir, entonces no había duda qué lado de la moneda elegiría. Ni hablar. Llegué a mi casa y hablé con Guadalupe. Mis hijos no estaban.

Lo último que vi de Guadalupe antes de que se afantasmara fue su triste sonrisa, ésa con la que siempre recibió las noticias pesarosas. Me quedé solo en medio de esa gigantesca casa. Llamé a Minerva, quien, contenta, me pidió regresar lo antes posible para celebrar: haría mi pasta favorita y me lo serviría con mi vino favorito. Triste y lento, hice mis maletas y salí de ahí. Al voltear, la casa desapareció.

Una idea por mi cabeza. De un brinco, corrí hacia la camioneta y manejé hasta el departamento de Minerva a toda velocidad. La puerta abierta. ¿Minerva, mi amor?, pregunté. No obtuve respuesta. No había nadie. En la cocina, platos vacíos enseguida de una vela llameante. Minerva, como Guadalupe hacía unos instantes, también había desaparecido.

Apocado, salí del departamento pero no quise ver cómo se afantasmaba hasta no quedar nada; sólo aguanté ver el hueco donde hasta hacía unos instantes había estado el que se supone que sería mi nuevo hogar. Caminé hacia la calle y, en medio de aquel atardecer morado con naranja, sentí lo que siento al ver una pintura que vi hace años: una sabana enorme donde sólo hay pasto raso y cielo azul sin lindes y en medio un hombre diminuto que es casi un puntito negro en todo el cuadro. Algo así como un breve vistazo al infinito.  

miércoles, 2 de julio de 2014

México ante el Mundial 2014

La Selección Mexicana ha perdido. Unos culpan al árbitro; otros a Robben, quien admitió que Rafa Márquez no cometió ninguna falta. Yo por un momento culpé a Rafa porque no hay que hacer cosas malas que parezcan peores. Sea la culpa de quien sea, en primer lugar, a esta tragedia no hay que encontrarle chivo expiatorio: Nos guste o no, estamos fuera del mundial y a él nada ni nadie nos va a regresar. En segundo lugar, tanto el árbitro como Márquez o Robben no son las razones por las cuales nos eliminaron del mundial, sino otras.

Después del partido de Croacia, el infame Enrique Peña Nieto, en llamada telefónica, felicitó a El Piojo Herrera por los resultados de la Selección y hasta le pidió que los llevara a la final.

Ahora, ¿esto era posible?

En términos de calidad, la Selección se encontraba en excelente forma; las victorias contra Camerún y el empate que supo a Victoria son Brasil fueron la prueba. Aun así, la Selección, por lo menos en este mundial, no hubiera llegado a la final. De haberle arrebatado la victoria a Holanda, algo hubiera sucedido en cuartos de final que habría llevado al mismo resultado. No por calidad sino por actitud.

En el mundo, ciertas selecciones, ciertos países, (seguramente los victoriosos, los acostumbrados a ganar) entran al mundial con un objetivo claro: Ganar la copa. ¿Por qué? Porque pueden, porque quieren, porque trabajan para ello. No solamente es cuestión de talento; para algunos países la victoria es el final de un sendero al cual, a pesar de las dificultades, se puede llegar. Por contraste, México, tanto Selección como afición, entramos al mundial no con el objetivo de aquellos países sino con otro, menor: Romper con nuestra historia. Trascenderla. Escapar de este círculo vicioso de jugar como nunca y perder como siempre. Por lo menos llegar a cuartos de final. Demasiado frustrante es para todos saber y hasta oler y palpar el poderío del equipo nacional y que aun así que los resultados palpables y cuantitativos no reflejen la calidad deportiva que se deja mundial con mundial en el campo de juego. Cada país y equipo es distinto de los demás. Algunos arrastran historias y situaciones particulares que posiblemente no se repitan con otros equipos. En el caso de México, la imposibilidad de pasar a cuartos de final es la historia que llevamos a cuesta como sombra. En este mundial, con este equipo, con este portero y director técnico, se vislumbraba, acaso, un futuro distinto, la excepción a la regla de la historia, una victoria que no parecía tan ilusoria como en ocasiones llegamos a pensar. Entonces, ¿cuál fue el problema?

No fui el único en notarlo; algunos comentaristas expertos han observado que, una vez anotado el primer gol de México, el equipo se confió y se creyó ganador cuando aún no era el momento adecuado. Cedió el balón a un rival que, a diferencia de la Selección respecto a la victoria, jamás cantó derrota y a pesar de los minutos que cada vez eran menos nunca dejó de trabajar por su victoria. La cual consiguieron: Un error defensivo y una injusticia de parte de un árbitro, de ésas que abundan en el futbol y la vida misma, convirtió a la Selección mexicana, a esa selección la que goleó a Croacia, a la que jugó tú a tú con Brasil, equipo legendario y que además tenía la presión de salir victorioso al ser anfitrión, a la que contaba con el Muro Ochoa, en un Titánic futbolístico – un barco poderoso que, según tripulación y capitán, no podía ser hundido ni por Dios y que al último logró hundir un pequeño iceberg que, de haberse evitado, no era para tanto. Después del primer gol anotado por Dos Santos, México pactó su derrota sin saberlo: Ya habían perdido; aún no estaban conscientes de ello. El primer gol del equipo holandés fue el iceberg que a lo lejos se asomaba; el segundo fue el choque. El desesperado intento por parte de la Selección de anotar el gol del empate en los últimos minutos fue tan fútil como intentar sacar el agua de un barco que se hundiría en cuestión de minutos. Hablando sobre un amor de fricción, el poeta español Gustavo Adolfo Bécquer escribió: “Tú eras el huracán y yo la alta / torre que desafía su poder: ¡Tenías que estrellarte o abatirme!... / ¡No pudo ser!”. Pues bien: México confiado y Holanda aguerrido, éste tenía que ganar y aquél perder: No pudo ser.

Los mexicanos, tanto Selección como afición, por lo menos en cuestión de futbol, soñamos y soñamos mucho: Como el genial y desdichado Bécquer, somos románticos por excelencia. Quizá a fuerza de tanto soñar hemos degenerado nuestro romanticismo en fatalismo, y nos hemos conformado con soñar con un mejor papel en el campeonato mundial en lugar de trabajar para ello. Quizá de anhelos y no de hechos hemos preferido nutrirnos. Quizá nos hemos encariñado tanto con el camino que olvidamos al destino, y en lugar de ir hacia la luz para tomarla, nos quedamos en la oscuridad albergando el anhelo tan bello de soñar con el día en que tomemos ese punto brillante que nos espera en la salida. ¿Las victorias de la primera eliminatoria nos parecieron demasiado grandes que la siguiente acaso fue muy chica? O quizá sea como Juan Villoro dice en su columna “Fuimos a toda madre”: “La Selección nacional enfrentó a Holanda sin miedo, pero se temió a sí misma. Asustada de lo que había logrado, cedió la iniciativa… Sólo cuando superemos este complejo seremos capaces de salir del laberinto de la soledad para merecer la extraordinaria frase de Miguel  Herrera: “¡Somos a toda madre!””. Quizá a la frontera de la tierra de la victoria, esa patria anhelada, no nos atrevimos a ir por más: No supimos canjear nuestro anhelo, nuestros sueños tan grandes y conocidos, por algo real y tangible. Es posible que nos sucedió lo que a Jay Gatsby: cuando Daisy Buchannan aceptó marcharse con él y dijo a su esposo Tom que no lo amaba: No contó que habría un rebote, un búmeran del pasado que desharía todos sus planes como fuego al papel. Y, como narra Nick Carraway respecto a Gatsby: “Había recorrido un largo camino antes de, llegar a su prado azul, y su sueño debió haberle parecido tan cercano que habría sido imposible no apresarlo. No se había dado cuenta de que ya se encontraba atrás de él, en algún lugar allende la vasta penumbra de la ciudad, donde los oscuros campos de la república se extendían bajo la noche”.

No se había dado cuenta de que ya se encontraba atrás de él.

“Un ganador nunca supera una derrota, pero un perdedor nunca supera una victoria”, dice un dicho cuyo autor desconozco. Éste es el caso de México. El camino hacia la victoria futbolística es largo y la Selección Mexicana, a pesar de su preparación y desempeño, no ha dado todos los pasos que realmente lo conducirán hacia la victoria. Pero ha dado algunos; uno importante: Creer que se puede vencer. Sugiero el segundo paso: Ser buenos ganadores; acostumbrarse a la victoria. Con esto no me refiero a ser autocomplacientes y dormirse en los laureles, sino tener en cuenta que la victoria no es como lo sugerí arriba: una patria fija que una vez encontrada se le ha encontrado de por vida, sino que es como un pájaro migrante que debe apresársele constantemente porque, una vez capturada, al día siguiente indudablemente huirá de nuestras manos. Cuando aprendamos esto, otro será nuestro destino. 

lunes, 16 de junio de 2014

Algunas reflexiones sobre la rima XI de Bécquer

¿Qué es poesía?, dices mientras clavas
en mi pupila tu pupila azul.
¿Qué es poesía? ¿Y tú me lo preguntas?
Poesía... eres tú.

Hace poco me encontraba releyendo este poemita, la rima XI de Gustavo Adolfo Bécquer. Por un momento no dejé de pensar en ella porque, de pronto me inquietó, ya que lo que dice es, en realidad, profundo, cabrón, a pesar de la brevedad del poema. ¿Por qué? Leído esta rima de Bécquer, de pronto me llegaron los dos primeros versos del famosísimo soneto XVIII de mi Will Shakespeare, que también hacía poco leí, que dicen lo siguiente: “¿Por qué tengo que compararte a un día de primavera / Tú eres más hermosa y más placentera” (Traducción libre). A pesar de que ambos poemas halagan a la mujer (supongamos que a quien ambos poemas se dirigen es una es mujer) a la que interpelan directamente, ambos son distintos. Ya que la voz poética del soneto de Shakespeare sugiere el uso de una fórmula bastante copiada en la poesía: Comparar a la mujer con algo bello en la naturaleza; en el caso del soneto Shakespeare, un día de primavera. En otros casos, por ejemplo, las mujeres se comparan a las flores, el rojo de sus labios al coral, sus cabellos al oro, y esas cursilerías. Sin embargo, el poema de Bécquer hace exactamente lo opuesto, y es por esto que me gusta: En lugar de comparar al mundo o la naturaleza o el universo o la vida a la mujer, para tratar de comunicar qué tan bella es ella, dice lo contrario: El mundo o la naturaleza o el universo o la vida más bien son los que se parecen a la mujer. Es decir, el chingonzaso de Bécquer no dice: Tus ojos son como el cielo sino todo lo contrario: El cielo son como tus ojos. La mujer es el punto de referencia, y mundo y naturaleza, si poseen algo de belleza, puedan llegar quizá a ser dignos de ser comparadas con las características de la amada del poema. Miren nomás, qué calidad, qué aseveración tan contundente: Tú no me recuerdas al mundo; el mundo me recuerda a ti: Eres el todo, la fuente inacabable de inspiración; de ti se desprende toda metáfora e imagen y hasta música, de ti se desprende la poesía. Esta idea me recuerda a un pasaje de la novelita El Cartero de Neruda:

¡Metáforas, hombre!
—¿Qué son esas cosas?
El poeta [es decir, Pablo Neruda] puso una mano sobre el hombro del muchacho.
—Para aclarártelo más o menos imprecisamente, son modos de decir
una cosa comparándola con otra.
Mario se llevó la mano al corazón [y dijo:]
Usted cree que todo el mundo, quiero decir todo el mundo, con el viento, los mares, los árboles, las montañas, el fuego, los animales, las casas, los desiertos, las lluvias…
—… ahora ya puedes decir «etcétera».
—… ¡los etcéteras! ¿Usted cree que el mundo entero es la metáfora de algo?
Neruda abrió la boca, y su robusta barbilla pareció desprendérsele del rostro.
—¿Es una huevada lo que le pregunté, don Pablo?
—No, hombre, no.
—Es que se le puso una cara tan rara.
—No, lo que sucede es que me quedé pensando.

Este diálogo, propongo, entabla a su vez otro diálogo con la rima XI de Bécquer, porque, sí, buena pregunta, ¿qué tal si el mundo es la metáfora de algo más? ¿Qué tal si el mundo es la metáfora de la mujer?

Platón no gustaba para nada de la poesía; argumentaba que este mundo, el mundo en que vivimos, es la copia de un mundo allá afuera, más perfecto, más ideal, que éste. Esto no se le hacía nada bien. Y la poesía, por otro lado, para Platón es la copia de este mundo en que vivimos, de por sí ya imperfecto, lo cual la hace lo que le sigue de peor. Difícil el Platón, y sin embargo Bécquer con este poema hace algo parecido (es decir, hablar de mundos imperfectos y perfectos) pero a la inversa: Pone al mundo en que vivimos en un plano superior y a la poesía (a la mujer) en un plano superior. "Poesía eres tú". Bécquer sabía de lo que hablaba, el cabrón. Hurra por él

sábado, 14 de junio de 2014

Mensaje hallado en una cajetilla de cigarros

Mi nombre no importa (por lo menos, por ahora); lo que importa es lo que soy (y lo que soy definiré más adelante). La pregunta urgente es, más bien, dónde anido. Y anido, pues, solo, en este morada de andamiajes oscuros e indescifrables y pasillos interminables cuya solución únicamente yo conozco, dentro del mundo pero al mismo tiempo alejado de él. Ignoro por qué me encuentro aquí; ignoro si se debe al azar o designo de los dioses o ese mentado ente ubicuo que llaman destino (el cual, dicho sea de paso, me parece una aberración, porque yo creo en el libre albedrío y yo soy dueño absoluto de mi destino, excepto que yo, a diferencia de muchos, sí estoy destinado para la grandeza; en esto el hado sí existe y me tiene un camino ya trazado: el de la grandeza). Lo cierto es que un conflicto me supone estar aquí porque, ahora sí, ¿quién soy yo? Soy, en pocas palabras y para no exagerar, un ser grandioso, hermoso, excepcional, brillante, un ser dotado de mil y un dones y talentos y aptitudes para la vida, una estrella radiante enviada a la tierra única y exclusivamente para brillar. Esto que les digo no digo por vanidad o arrogancia (detesto a las personas que se dan ínfulas de lo que no son), en resumidas cuentas, no por subjetividad, sino todo lo contrario: Objetividad. El único compañero perpetuo que tengo aquí en mi morada es el espejo, el cual me refleja verdades objetivas que, me gusten o no, las quiera o no, allí están. Además, brillar es lo de menos. Soy de la firme convicción de que se me ha enviado a la vida tocado por los dioses, o lo que sea que me haya creado (porque yo sé que existe un creador), para el mejoramiento del mundo.

Por tal razón, imaginen cuán triste es mi situación, ésta de encontrarme aquí, encerrado en mi morada, mientras el mundo, ése al que vine a ayudar, a enriquecer, el cual, despreciable e ingrato, ignora mi existencia, y sigue girando inconsciente de que yo, alguien como yo, existe, sin tener el lugar que le corresponde. En cambio, a manos llenas su estima y adoración regalan a imbéciles y pelmazos que no poseen ni la mitad del talento que yo en una mano, sin escatimar. Tontos, ingenuos, ciegos estúpidos. No sé quién es peor: Ustedes los farsantes que, autocomplacientes, se congratulan por hacer cosas en realidad mediocres pero que al ojo experto dejan mucho que desear o ustedes los patéticos inocentes que se dejan comprar al no ser capaces de ver más allá de sus narices, o sea, a mí. Yo sé esto porque nuestros mundos colindan y noches enteras paso en vigilia observando con lupa estudiosa lo que sucede en el mundo exterior. Estoy muy al tanto de lo que sucede afuera de morada.

Si puedo salir, entonces, ¿por qué no salgo?, algunos se han de preguntar. Sí salgo, de noche siempre (de día absolutamente no), mas no es por timidez ni incapacidad. Más bien porque prefiero aguardar el día en que yo recorra la tierra con la distinción que desde el nacimiento se me ha prometido, para lo cual necesito, y deseo con fervor, ser encontrado. Yo no puedo darme a conocer porque esto sí es síntoma de vanidad y pretensión y yo estoy por encima de estas actitudes. Además, no. Simplemente no puedo hacerlo. Por eso paso mis días aguardando por ese alguien que sea dueño – o dueña – de la pericia para rasgar los pasillos de mis aposentos hasta dar conmigo y descubrir qué soy yo y llevarme hacia el exterior. Quienes piensen, por prejuicio o temor, que les haré daño, no tienen que temer. A contrario de los rumores malditos y las formas que adopta mi sombra oscura, soy inofensivo. No albergo sentimientos de destrucción hacia ustedes sino puros, vehementes deseos de ser alcanzado, invadido, penetrado. Liberado. Les aseguro que el día en que por fin esto me suceda, todos los terribles pensamientos hacia ustedes y el mundo se esfumarán en un instante. Deseo rendirme ante ustedes.

En ocasiones, por descuido por respuesta a este mensaje, personas – específicamente mujeres – entran aquí. Me ven, las veo, nos encontramos, y por un instante mi salida parece real pero nunca se concreta: Algunas terminan yéndose, para mi pesar; otras se quedan, también para mi pesar. Los primeros casos me llenan de amargura; los segundos de tristeza. No importa; mi fe es grande. Ese día tiene que venir, el día en que yo por fin sea descubierto y visto por lo que soy. Hasta ese entonces mi orgullo y vanidad justificados son monedas de oro depositados en una alcancía que cada momento crece más y que algún día rico me hará. Y ese día, oh, casi puedo saborearlo, será sublime. Justificará este mi encierro, de principio a fin mi existencia. Abro mis ojos gastados por el insomnio y mi imaginación vigorosa cada mañana y los cierro cada noche con esta ilusión dentro de mí.


Este mensaje, que me ha embrujado por leerlo más de cien veces, encontré un día en la calle en que, imaginando mi futuro como poeta, vagaba solitario y triste como siempre.

viernes, 13 de junio de 2014

El Hombre Apresurado

Se apellida Urdapilleta, trabaja en la maquila, y siempre está de un lado a otro, cambiando de sitio a cada momento, sin estarse quieto nunca, en parte porque no sabe, en parte porque no quiere. Por lo general, lugar al que va, llega con ajetreado y apresurado, con ligera tardanza, de 5 a 10 minutos, por lo menos, y 20 o 30 en promedio. Es gerente general de todos los gerentes generales de la maquila CORDE en la ciudad. Hombre ocupado, siempre utiliza su tiempo al máximo. Desayuno, comida y cena en el carro, de camino al trabajo o de regreso a casa; plática con los hijos mientras revisa cuentas del trabajo; y se echa sus polvos con la secre Lorena en su oficina en lo que llegan los otros altos directivos de las sucursales a las juntas de trabajo. Detesta el silencio y cada noche duerme con la tele o radio o computadora encendidas. Las pocas veces en que se queda sin nada qué hacer – por lo general, los domingos – se pone a limpiar la casa (que ya está limpia) o arreglar desperfectos (que no son la gran cosa) o lavar el carro (que ya lavó su hijo, para que se lo preste). Porque, al igual que el silencio, el Sr. Urdapilleta detesta la quietud.

Una tarde, como suele suceder con los ricos de la ciudad, lo levantan. Una suburban negra con cinco encapuchados lo interceptan antes de llegar a su fraccionamiento privado; a punta de calibres .45 lo bajan de la camioneta y lo llevan a una casa abandonada y, vendado de boca y ojos, lo amordazan a unas cadenas en un poste de un cuarto vacío. No se asuste jefe, le dice El Pilas, uno de sus levantadores, No le haremos nada, sólo queremos cobrar el rescate, así que quédese ahí quietecito y verá que no le pasará nada. El Sr. Urdapilleta no tiene miedo – por lo menos, no por el levantón –; lo que tiene es deseos de moverse. Ayúdenme, intenta gritar, Sáquenme de aquí, pero por el pañuelo en la boca no puede decir nada; sólo se mueve y gime y se retuerce y hace ruido. El Greñas, otro de sus levantadores, da golpes en la puerta y pide que se controle, jefecito, no pasa nada. Pero no hace caso; él aún se mueve, tiene que moverse, necesita moverse, no puede estarse quieto, por favor por favor Déjenme salir. Jefecito, dice El Greñas, Contrólese o tendremos que entrar, y usté no quiere que entremos, así que cállese a la verga. Mejor si entran, intenta decir el Sr. Urdapilleta, muévanme, péguenme, lo que sean, por lo que más quieran, todo menos esto todo menos esto todo menos esto. A ver, tú, pinche Greñas, grita El Jefe, Ve y calla a ese pinche cabrón jijo de la chingada ahorita mismo antes de que le meta un plomazo en el hocico por caguengue. El Greñas, irritado, se pone de pie y se dirige al cuarto vacío, abre la puerta y por un segundo ve al Sr. Urdapilleta, el pecho infladísimo, los ojos rojos y desorbitados, desesperado, y luego, pum, explota como flatulencia. Su carne y sesos, sangre y tripas, regado por doquier.

Pobre del Sr. Urdapilleta, caray, lo ha matado la prisa en vez de sus levantadores. Bah, no importa. Porque, a pesar de su familia, por primera vez después de mucho tiempo ya no siente esa prisa, esa necesidad de cambiar de lugar, de moverse de un lado a otro. Y, contraria a toda opinión posterior sobre mí, estoy feliz, estoy mejor que nunca. Los levantadores de todas maneras cobraron el rescate.


miércoles, 21 de mayo de 2014

Muerte, no te ufanes

Muerte, no te ufanes, pues aunque te llamen
Temible y poderosa, tanto no lo eres.
Aquellos a quienes has tumbado
No han muerto aún, ingenua, así como yo, que de pie sigo.
Del lecho al sueño, laxas copias de ti misma,
Fino gozo hay; de ti fluye más vida de la quisieras dar,
Y tarde que temprano los más valientes y robustos a ti van,
A descansar sus huesos, a entregar su espíritu.
Eres tú esclava del destino, de la suerte, de reyes y de infaustos.
Y venenos y guerras y brotes súbitos de peste
Y ricina y conjuros mágicos nos hacen caer más rápido
Y mejor que el triste roce de tu dedo: ¿por qué, pues, el alarde?
Ppasado un sueño corto, en la eternidad despertaremos
Y la muerte será sino un recuerdo; Muerte, muerta acabarás.

martes, 20 de mayo de 2014

Bébeme sólo con tus ojos

Bébeme sólo con tus ojos
Que yo juraré con los míos
O deja un beso en la copa;
Que ya no habré de buscar vino,
Pues la sed que de mí brota
Sólo pide ron divino
Y por el néctar del dios Hebe,
No cambio el tuyo, ahora mío.

Corona te envié llena de rosas,
Y no tanto como ofrenda,
Sino con fe de que contigo
Marchitarse no pudiera
Pero tú sobre ella respiraste
Para regresarla a mi mesa,
Y desde entonces al olerla,
Huele a ti y no a ella




El Durmiente del Valle

Un hoyo verde donde canta un río,
Enganchando, desquiciado, finos rayos de plata,
Ahí donde el sol de la montaña fiera
Irradia: un pequeño valle que hace espuma de luz.

Con la boca abierta y la cabeza desnuda
Y la nuca bañada del fresco barro azul, un joven soldado
Duerme, tendido sobre la nube hecha de hierba, y
Pálido, sobre la cama verde donde la luz llueve.

Los pies sobre el gladiolo, duerme, sonriente,
Como sonríe un niño enfermo que toma su siesta:
Naturaleza: mécelo suavemente, tiene frío.

Los perfumes no cosquillean más su nariz,
Duerme en el sol, su mano sobre su pecho,
Tranquilo, con dos huecos rojos en su costado.


domingo, 11 de mayo de 2014

Parábola del Hombre Hambriento

Fue de noche cuando El Soldado despertó, desnudo, bocabajo. La luna, redonda en el cielo, en silencio llena brillaba. No pudo recordar aquel lugar ni lo sucedido; el oído y el habla, como linternas, totalmente apagados de aquella total oscuridad. Intentó ponerse de pie pero sus brazos, súbitamente desprovistos de fuerza, le fallaron, y cayó al césped. Como un punto negro que manos invisibles, despiadadas, le abrieron el pecho hasta lo insoportable. Ignoró qué era aquel dolor o por qué acaecía, pero no pasó mucho tiempo para comprenderlo. Era, efectivamente, hambre, una terrible y titánica hambre.

Con fuerzas, que sacó de algún lugar, logró ponerse de pie para, desesperado, correr en busca de algo, pero ¿qué? Oscuridad, la vista borrosa, un bulto en el suelo que lo hizo tropezar. Confundido, vio el bulto y la luz de la luna le reveló lo que era aquel bulto: Un cadáver. Asustado, corrió de aquel cuerpo para de nuevo caer en el suelo. Esta vez no es sólo un cadáver; son dos, y al voltear a su alrededor comprendió dónde se encontraba: Un terreno repleto de cuerpos inertes y rotos, desperdigados por doquier. Ahora, recuerda lo sucedido.

La Última Batalla de la Guerra Final.

Él había participado en aquella batalla, como soldado del bando de Los Buenos, el lado que defendía al mundo de Los Invasores, el bando de Los Malos. Y a pesar de la firmeza de los soldados de Los Buenos y la fiereza de Los Malos, ningún bando ganaba – o perdía– del todo. Alternando derrotas y victorias, ambos bandos atascados en el fango del empate se hallaban… hasta aquella aciaga batalla.

A tantos hombres reunidos en un solo lugar nunca vio. Hubo tantos en ambos lados que  no pudo acapararlos a todos con su vista. Hasta entonces había tenido la seguridad de su causa, confiado en la nobleza de su bando; pero al ver a tantos hombres reunidos, de pronto, algo en él sucedió, algo inesperado y nuevo: Dudó de su causa, por primera vez en la vida, y de pronto escuchó la tierra sobre la cual estaba parado sacudirse con telúrica fuerza, como si un terremoto naciera justo debajo de sus pies, y en ese momento escuchó explosiones abrirse a su alrededor y vio humaredas gigantes de polvo y vio cuerpos moverse, cuerpos caer, cuerpos destrozados por los zarpazos inclementes de las balas, cuerpos agujereados por los tanques arrolladores, cuerpos desmembrados cuyas piernas y brazos volaban por el aire para caer al suelo, cuerpos miedosos, angustiados, cuerpos gritando, cuerpos orinándose, cuerpos llorando, cuerpos escupiendo a través de sus poros sudor y sangre, cuerpos explotando, cuerpos orinándose, cuerpos convertidos en lluvia de órganos y tripas, cuerpos deshaciéndose como mazapán, cuerpos muertos acumulándose como piedras sin importancia a su alrededor, cuerpos estorbando el paso que pisaban botas indiferentes para poder escapar. Comenzó a perder el oído, como una luz comida por la oscuridad envolvente; lo último que escuchó fue los motores de una bandada de aviones distantes que se aproximan poco a poco, hacia ellos, hacia todos, dispuestos a arrasar aún más el campo en llamas.

Los ojos de todos en el cielo.
Silencio absoluto
En menos de un segundo, comprendió que todo lo sucedido hasta el momento no es más que el preludio de la muerte, la brisa antes de la llegada del huracán; ahora seguía el horror de los horrores, la destrucción íntegra y completa. Cuando la primera bomba cayó, él salió volando por la explosión y al abrir los ojos y alzarlos al suelo vio otra bomba cayendo hacia donde él se encontraba. Sintió subir de su garganta un grito tan fuerte que al hacer erupción, su garganta explotaría, y deseó volver, darse la vuelta y huir, correr, esconderse, rasgar con sus manos la tierra hasta llegar al fondo y esconderse, salvarse, como todos los demás, pero ya era tarde: la bomba, como hoja de árbol, suave tocó el suelo. El tiempo y la vida se detuvieron por un instante antes de la explosión total. En ese momento sólo pudo articular una palabra antes de que se abriera la explosión: No.

Todo, oscuridad.

Al ver esos cuerpos a su alrededor, se preguntó, sin hallarse respuesta, cómo o por qué sobrevivió. Se preguntó también por qué oído y habla se habían apagado como fósforos. Aterrado, quiso profundizar en esto, pero no pudo: El hambre lo lastima. El Soldado se percata de otro sobreviviente. ¿De qué manera? Ni él lo supo; fue como si lo hubiera olido, sentido a través del aire.

Instintivamente, corrió hacia a aquel sobreviviente, sin saber qué hacer, y lo encuentra falto de pierna y semiinconsciente. Dubitativo, se acerca a él y apenas piensa en tocarlo y poner su mano fría sobre aquel soldado agonizante cuando pasó:

El sobreviviente, muerto.
El Soldado lo tocó y, sin quererlo, lo comió.

Justo en ese momento, la culpa le subiría a la cabeza cuando sintió lo que siente cualquier persona que no ha comido en días después de pasarse varios bocados por la garganta: Satisfacción.

Y, por un breve instante, un llevadero segundo, al hambre apaciguó.

Mas esto no dura por mucho tiempo.

Unos minutos más tarde, más intensa y dolorosa que antes, el hambre regresa, abriéndole el pecho más fuerte y neciamente, hasta lo insoportable. El Soldado, gritó, gritó sin poder gritar realmente, y corre a sus alrededores, en busca de algo. Sintió a un par de sobrevivientes cerca de él – los pudo ubicar con exactitud a cada uno –, pero ahora no tuvo que acercarse a ellos: sólo tuvo que sentirlos a la distancia, se concentra y, a pesar de que sintió remordimiento por quitarles la vida, lo hizo: Los devoró. Los sobrevivientes murieron al instante y Él, agitado y saciado, descansó por un momento. Minutos más tarde, el hambre lo golpea de nuevo. Ahora, siente a los demás sobrevivientes de todo el campo: en total siente a cinco y a los cinco devoró con sólo pensarlo. Lo que en algún momento hubiese sido culpa ahora era una botella pequeña y frágil estrellada contra un muro de concreto, ancho y duro.

A las afueras de una ciudad, una estación gasolinera donde un par de hombres bebían y reían y fumaban. Uno se llevó la botella a la boca cuando lo vio: Un hombre, o por lo menos eso parecía, fijo, como envuelto en una tela oscura, de rostro normal pero que él veía desfigurado.
Parecía un cadáver.
El hombre intentó gritar pero no alcanzó a hacerlo: Él lo devoró, y también al otro hombre y a una prostituta que dormía en el tráiler.
Los hombres cayeron al suelo.
La ciudad frente a Él.

Le tomó un par de horas devorar por entero a la ciudad: Su capacidad para consumir era como un radar que alcanzaba a detectar vida a un rango que se ensanchaba mientras más comía. Primero devoró un sector de la ciudad, uno pequeño, luego otro sector y esta vez alcanzó a devorar a más gente, casi al doble, y luego devoró el resto de la ciudad de una sola mordida. Nadie lo vio venir, nadie lo esperaba, y vacía quedó la ciudad después de Él. No sólo los humanos sino los animales y las plantas, el aire y hasta el suelo mismo se quedaron sin vida.

A partir de entonces, donde hubo gente concentrada, Él se apareció, inmóvil, piedra oscura hecha de sombras, para devorarlo todo. ¿Cómo llegaba? El nunca corrió, ni siquiera lo vieron caminar. Era como si no se moviera, como si fuera más un fantasma que cuerpo. Cosa que así era, porque para entonces nada sentía. La culpa, la tristeza y el remordimiento se convirtieron en estrellas de brillo ínfimo y opaco que se perdían en el firmamento. De vez en cuando miraba hacia el cielo y las veía, pero eran distantes y lejanas.

La humanidad decreció al poco tiempo. Ciudades enteras fueron absorbidas, huecos circulares de muerte se abrieron como debajo de la tierra. Todo fue silencio, poco a poco. ¿Cómo defenderse, cómo prevenirlo? Ni siquiera sabía lo que rondaba la tierra. Algunos ingenuos pensaron que al esconderse debajo de la tierra o al irse a vivir a las cavernas de alguna olvidada montaña, se salvarían, pero esto no fue posible; su hambre fue tan grande que inclusive a ellos pudo encontrar sin dificultad alguna. Los escasos sobrevivientes, esos que comprendieron que algo, o alguien, perseguía la vida para luego devorarla, buscaron sobrevivir al emprender la marcha y estar siempre en movimiento, siempre corriendo. Mas esto no fue posible por mucho posible, porque siempre terminaron por cansarse o al querer alejarse de Él terminaron por caer dentro del rango de su radar, para ser devorados en el momento menos esperado.

Y es que ningún intento fue suficiente para salvarse de ÉlPara entonces él ya no sentía nada que no fuese hambre. Los sentimientos que alguna vez sintió ahora le eran lejanos e incomprensibles, como palabras de un lenguaje desconocido de cuyo origen o existencia ni siquiera escuchó hablar. El hambre era el motor de su existencia, porque vida no era, y toda la vida en la Tierra no era más que alimento que debía parar en el hueco inmenso que guardaba en su pecho, en su tumba gigante que albergaba la muerte de todo y todos.

Y, como era de esperarse, llegó el momento en que la humanidad  dejó por completo de existir, de que todos y cada uno de los humanos en la Tierra fueron devorados. Y una vez comida la raza humana, Él se volvió a los árboles, a los bosques y las selvas, a las tundas y los prados, a los mares y los lagos, los océanos y los riachuelos, a los animales. No le tomó mucho tiempo terminar con todos ellos. Y terminada toda la vida, la Tierra se volvió un cementerio gigante, enorme, un espacio vacío lleno de huecos y muerte silenciosa, muerte oscura, muerte y nada más. Y después de devorar con el pensamiento los últimos gusanos vivos que anidaban los suelos, Él comenzó a devorarse a sí mismo. Él lo sentía mientras su estómago se convulsionaba como suelo en terremoto; mientras, al estar por horas, inmóvil, a las afueras de un bosque pellizcaba su piel para encontrarla más flaca, más enjuta y más de aquello que en algún momento, en los distantes días de su infancia llegó a sentir: tristeza.

Y fue cuando lo comprendió: Él inevitablemente moriría. Sin vida en la Tierra de la que pudiera alimentarse, ya nada lo separaba de la muerte, de la patria de la muerte que lo reclamaba para sí misma. Por un momento sintió miedo y angustia, y quizá eso fue el último gesto de humanidad que tuvo durante mucho tiempo. Lo único que lo consoló fue que, por fin, ya no sentiría aquella terrible, insoportable hambre. Y una noche, también de luna llena, como la que hubo en aquel campo de batalla donde todo comenzó o quizá todo terminó, sintió el fin, sintió que algo duro e impalpable, como un cascanueces hecho de aire, lo comprimía desde la cabeza a los pies, desde adentro y desde afuera. En algún momento perdió la consciencia y en otro dejó de vivir: su cerebro y corazón, como interruptores de luz, se apagaron. Mas el hambre no terminó ahí; al hambre continuó consumiéndolo y encogiéndolo como papel hecho bola, sin mayor remedio, sin mayor respeto. Y dado el último bocado, Él desapareció por completo, de Él no quedó nada, y luego todo fue vacío y soledad y silencio y quietud en la Tierra desierta que nada ni nadie habitaba más.


martes, 22 de abril de 2014

Jubilar la Gramática: Una opinión sobre la propuesta lingüística de Gabriel García Márquez

Gabriel García Márquez ha muerto; sin embargo, nos sobrevive su obra. Pero no escribo esto, amables lectores, para hablar sobre su obra, la cual siempre hay que discutir y releer, sino del pensamiento del propio García Márquez.

Hace poco, compartió en su perfil de Facebook Aristegui Noticias un video titulado Gabriel García Márquez contra la Ortografía complicada del Español, en el cual García Márquez pronuncia un valiente discurso – algunos lo llamarían así – en Zacatecas, durante 1997, en el cual García Márquez básicamente propone “jubilar la ortografía” – es decir, simplificarla. Dice Gabo en el video: “simplifiquemos la gramática antes de que la gramática termine por simplificarnos a nosotros… que al fin y al cabo nadie ha de leer lagrima donde diga lágrima ni confundirá revolver con revólver”.

Desde luego, a Gabo llovieron críticas de parte de gramáticos y lingüistas al respecto, a quienes no agradó la propuesta plantedas en aquel entonces. A propósito de esto, dice Gabo, para el periódico El País, que no esperaba que los gramáticos y lingüistas estuvieran de acuerdo con él, ya que “sería absurdo que los que guardan la virginidad de la lengua estuvieran contra sí mismos”. Desconozco el consenso del público lector sobre esta propuesta. Para muchos – estoy seguro – es buena, porque quizá para el estudiante, con estas “leyes marciales”, el estudiante ordinario termine odiando al idioma, como dice Gabo, y aceptando con gusto y hasta ilusión el argumento de una autoridad literaria y cultural como lo es Gabriel García Márquez. Y hasta cierto punto es entendible: cuán felices serían muchos estudiantes, sobre todo los de pésima o por lo menos mala ortografía, si ya no tuvieran que preocuparse por las excepciones de las palabras graves que sí llevan acentos o escribir crucifixión con c o con s o doble c. Todo sería más feliz: todo mundo escribiendo como se le diera la gana, sin tener al típico profesor especialito que gusta de humillar a los estudiantes faltos de ortografía y recalcarles los iletrados que son. Quizá hasta la escuela llegase a ser divertida. Porque, en el aspecto pragmática de la lengua española, ¿a quién realmente le importa lo que digan los lingüistas y gramáticos, los “señores puristas’, como dice Gabo? Si la comunicación es el destino final y el vehículo para llegar al destino final es el lenguaje y la gramática y ortografía son una serie de vidrios y topes y baches gigantes como los de Ciudad Juárez, ¿por qué, entones, conservar lo inútil y hasta contraproducente?

Ignoro la verdadera intención de García Márquez con este discurso. Algunos críticos, como inclusive su propio biógrafo, Gerald Martin, han visto en Gabo actitudes populistas y demagogas, y al leer aquel discurso pronunciado en Zacatecas durante 1997 me hace preguntarme si el argumento de Gabo no es un argumento, en esencia, demagogo, con el cual Gabo busca darle al público aquello que el público quiere escuchar. Lo que sí sé es que yo no estoy de acuerdo con Gabo – sus argumentos no me convencen del todo. No estoy seguro que la gramática de la lengua española – y en ese sentido, de ninguna lengua – deba reformarse, aunque sea para “bien”, aunque sea para simplificarse y hacer de su uso más fácil, más accesible.  

Y no es que yo sea un purista del lenguaje, como los lingüistas y gramáticos que no están de acuerdo con Gabo: Soy de Ciudad Juárez, es decir, soy de la frontera, y, como todos los que son o han vivido en la frontera saben, en las fronteras lo único real son las barreras físicas y las garitas y los agentes aduanales que exigen visa y pasaporte para cruzar, puesto que, en realidad, artificiosas resultan ser las fronteras, con el lenguaje y sus usos, como bandada de pájaros rebeldes, volando de un lado a otro, importándoles un carajo las normas y políticas nacionales. Y si en el resto del país dicen refresco, aquí decimos soda; y si en el resto del país dicen vulcanizadora, aquí decimos desponchadora; y si en el resto del país ignoran la palabra parquero, que viene de parking (estacionarse, en inglés), aquí parquero es palabra de uso tan común que ignorarla podría interpretarse como señal de ser extranjero. Es decir, yo comprendo que, en el caso particular de Juárez (como en el caso de cualquier idioma en cualquier parte del mundo, inclusive si es frontera o no) la lengua española termina por empaparse de la lengua inglesa, creando así un dialecto único y rico, que responde, como bien dice García Márquez, a las necesidades comunicativas de nuestro siglo y desde luego la región. Inútil y tonto sería ver el lenguaje como la esposa monógama que debe fidelidad, el árbol que nació recto y recto debe crecer hasta el final de los tiempos. No. El lenguaje es un río de caudal poderoso que, indomado e indomable, pasa por donde debe pasar, por donde la historia y la sociedad, ya sea por gusto o azar, capricho o historia, lo lleven, lo conduzcan.

Sin embargo, hay un aspecto que debemos considerar, el cual no tiene tanto que ver con la naturaleza conservadora de las negativas rotundas de los detractores de la propuesta de García Márquez, sino con la naturaleza pragmática e histórica sobre el lenguaje en general, no solamente a la lengua española. En este caso, aludo a Writing: Theory and History of the Technology of Civilization (La Escritura: Teoría e Historia de la Tecnología de la Civilización) de Barry Powel, libro que trata sobre la historia de la escritura. En su libro, Powel, exponiendo el caso del idioma chino, argumenta que por la simplicidad del chino, Wilhem von Humboldt, político y lingüista alemán, clasificó al chino como el arquetipo del lenguaje aislante, a diferencia de lenguajes aglutinantes, como el griego, el latín y el alemán. Según Powel, el esquema de Von Humbodt es, más bien, un modelo evolucionario, en el cual idiomas primitivos, como el chino (según el alemán), mudan hacia idiomas “complejos y avanzados”, como el griego, el latín y el alemán (No hay por qué extrañarse: Von Humboldt vivió durante la época del neoclasicismo europeo, época en la cual distintos académicos y pensadores voltearon hacia el arte e idiomas griegos como los modelos a los cuales sus propios idiomas debían emular; es decir, los modelos perfectos). Los intelectuales chinos que estudiaron en Europa, continúa Powel, comenzaron a juzgar su idioma como inferior, a comparación de las lenguas europeas.  Por esta razón, intentos de reformar el idioma chino y su sistema de escritura surgieron.

Desde luego, titánicas diferencias existen entre el español y el chino, y las propuestas de reformas entre ambos idiomas. Powel acierta al mencionar que reformar o simplificar el sistema de escritura del chino equivaldría a “perder la sagrada y antigua cultura china encontrada en él, representada por él y especialmente las oportunidades para la caligrafía y las afirmaciones de goce estético y superioridad social que justifica la conducta social china”. Esto, evidentemente, no sucede con el español – a la escritura del español, estéticamente – me pareces –, no afecta quitar acentos o escribir vaca con b.

Lo que sí sucede con el chino a través de estas reformas lingüísticas, propone Powel, es la ininteligibilidad.
Powel pone el caso de Mao Zedong, líder de China bajo el Partido Comunista, quien propuso un modelo de caligrafía china. Mao carecía del poder para (descartar) el torpe antiguo sistema de escritura pero con la ayuda de reformistas pudo simplificar la escritura, y en 1956 y 1964 el Partido Comunista china promulgó listas de los caracteres que fueron simplificados al reducir el número de trazos en los signos. El resultado: Dos sistemas de escritura china, mutuamente ininteligibles (291). El resultado fue que el Putonghua, el dialecto de Pekín del mandarín, se estableció como el dialecto oficial detrás del sistema convencional de escritura, “extinguiendo el académico y artificial “idioma” chino clásico” como sistema vivo para la comunicación y expresión simbólicas, como lo fue durante dos mil años”.

Powel termina esta sección del libro con una lección moral. Según él, “debido a que la escritura es convencional, “reformas” traen consigo la pérdida de la legibilidad”. Afirma que “como sistema convencional de escritura, el chino es aberrantemente complejo, pero profesionistas y hasta gente ordinaria pueden y logran dominar sus convenciones, [además] de servir a la humanidad de manera noble”.

Por estas razones, deberíamos preguntarnos si, al igual que los chinos con su sistema de escritura, prescindir de algunos aspectos y características del sistema de escritura del español no crearía otro sistema alterno de escritura, que sea “ininteligible” respecto al otro. ¿Prescindir de algunas convenciones ortográficas, como propone Gabo, traería mejoramientos a la compresión y uso de la lengua española? Finalmente, y a diferencia del chino, prescindir de acentos y letras en el español difícilmente crearía un español escrito totalmente distinto al original. Quizá sí, quizá. Difícil probarlo, fácil imaginarlo, a menos de que tomemos la ruta que Gabo propone y nos adentremos en las misteriosas cavernas de la experimentación lingüística. Gabo tenía razón en una cosa: la lengua española cambiará. De eso que no quepa duda. Y así como nuestro ‘hacer’ fue, en la época medieval, ‘fazer’, quizá en algún futuro evolucione en ‘haser’ o ‘aser’. Algunos podrían decir que nosotros, en los tiempos que corren, somos muy conscientes del idioma, a diferencia del pasado. No caeré en la falacia de desestimar lo que las inquietudes lingüistas de los medievalistas, que, intuyo, fueron las mismas que las nuestras. Sin embargo, nosotros, en los tiempos que corren, tenemos algo con lo cual no contaban los medievalistas: La Real Academia Española, la dizque guardiana del lenguaje y su “buen uso” y preservación. Pienso que el lenguaje debe adaptarse a los impulsos de las personas, pero debido a que el lenguaje, como bien señala Powel, es convencional, y puede que quizá en el intento de simplificar lo complicado, terminemos complicándolo aún más.

Referencias

García Márquez, Gabriel. “Botella al mar para el dios de las palabras”. Mundolatino, 2010.
Consultado el 22 de abril de 2014. Web.
 Powell, Barry B. Writing: Theory and History of the Technology of Civilization. Sussex: Wiley-


Blackwell, 2009. Print.