Yo
siempre había logrado tolerar las opiniones pendejas de los idiotas que me
rodeaban, pero, la neta, las redes sociales lo único que lograban era obligarme
a forjarme una peor opinión de lo que antes tenía de ellos, a considerarlos aún
más imbéciles de lo que antes los consideraba. Tanto Facebook como Twitter lo
único que han hecho es darle foro a los pendejos para que griten al mundo sus
pendejadas. El problema viene cuando alguien, alguien pensante, en este caso
yo, les dice algo: pinche raza, se ofende, y las cosas en el trabajo, casa y
escuela, obviamente, se tensan. Pero yo soy Marcia Carbajal, licenciada en
sociología graduada con honores, maestra en estudios culturales con tesis que
mereció mención honorífica, trilingüe: yo no me iba a quedar con las ganas (con
las ganas me he quedado pero de entrar a trabajar adonde realmente pertenezco:
a la universidad); por otro lado, tampoco podía darme el lujo de exponerme y
soltarles de frente todo lo que he reprimido durante tanto tiempo, acá bien
braver. Así que, a las sordas, hice un perfil falso en Facebook, con otro
nombre, otra foto, otro sexo inclusive, otra persona pues. Un doble. Ahora,
desde la seguridad del perfil de mi doble, podía decirles, a pierna suelta, con
respeto, claro está, cuán pendejos me parecían los comentarios que publicaban a
diario y en general cuán pendejos me parecían todos en general.
La
identidad de mi doble era la siguiente: un bato de 29 años, alto, flaco,
barbón, un poco moreno, de ojos cafés y cabello corto, cuya foto encontré en
Google. Asiste a la Universidad Técnica de Sumalta, cursa una ingeniería en
eléctrica, comprometido desde agosto, con gusto por el Barcelona, Los Simpsons,
La Ley y los libros de Dan Brown. Es cristiano, dos sobrinos, odia al PRD y
habla poco inglés. Su nombre, Luis Luis Alberto Cortés. El nombre me gustó, me
pareció verosímil para un personaje que debía pasar por una persona de verdad,
y bajo ese nombre lo registré en Facebook. Observación cura: todas esas cosas
que gustan a Luis Luis Alberto siempre me han cagado a mí.
Agregué
a todos mis contactos; como esta ciudad es un rancho y todo mundo se conoce, la
gente no tiene ningún problema en aceptar la invitación de desconocidos. Al
poco tiempo la mayoría me aceptó, y, en menos de una semana, comencé a tirar
hate como siempre había querido. Primero fue Rodrigo, mi jefe, un morrito que
ni siquiera terminó la carrera pero ya es supervisor de profesores de idiomas
en el infierno, es decir, el Colegio Kurubi; luego fue la estúpida de mi prima
Laura, la cual desde chica me ha cagado la madre, poco más que mi tía; luego
Ale, amiga de Cristal (una de las pocas amigas que tengo), que sufre un
complejo de princesa de Disney, la güey. En los tres casos, los comentarios de Luis
Luis Alberto Cortés fueron brutales, crueles e insultantes. Los desenmascaró
por completo y los hizo ver como lo que en realidad eran: un manojo de
imbéciles mediocres tragacamotes. Estos tres individuos se emputaron tanto que
borraron a Luis Luis Alberto del Facebook a la primera troleada. Yo, en mi
cuartucho feo del centro (todavía no vivo donde merezco), me cagaba de la risa,
acá, con perversidad, puesto que sólo yo era la dueña de la verdad que nadie
más tenía: que era yo la que estaba de todo el troleo.
Era una
relación sana la que tenía con Luis Luis Alberto. Me alivianó. Me permitió
sacar todo eso que cargaba dentro y que a veces no me dejaba dormir tranquila,
porque neta que ver tantas pendejadas publicadas en Facebook puede llegar a
desasosegar a cualquiera. Con frecuencia le mandaba mensajes de cosas e
insultos que se me ocurrían para usarlos después, porque no tenía dónde
apuntarlos. De vez en cuando me daba por ver su perfil desde el mío – me pasaba
hasta horas viéndolo, leyendo sus gustos musicales y televisivos y asombrándome
de cuán verosímil me parecía su perfil, la precisión del detalle. Era extraño
verme reflejada en ese espejo deformado, que simultáneamente me decía que Luis Luis
Alberto Cortés era yo y al mismo tiempo no lo era.
El
problema comenzó cuando Luis Luis Alberto Cortés me aceptó la invitación al
Facebook que le mandé. Uno de esos días, quién sabe por qué, chance por morbo,
se la mandé y en friega me aceptó. Su nombre, enseguida de un puntito
verde, apareció en el chat, y en chinga loca le hablé por inbox. El bato me
saludó como si nada. Luego me dijo, en tono, acá, golpeadón, que nuestra
relación, la manera en que yo lo tenía a él, ya no funcionaba, y que desde
ahora en adelante cada quien seguiría por su lado. Yo no te debo nada, Marcia,
me escribió el cabrón, Ya estuvo suave de que me uses cada vez que se te dé la
gana, yo no soy el secretito de nadie, toma tu intento de controlarme, ai nos
vidrios. Enseguida, me bloqueó de su chat.
Intente
hablar con él pero no me respondió. Ya era tarde. Así como el cisne negro o
William Wilson lo hicieron con los suyos, Luis Luis Alberto Cortés se deshizo
de mí, de su doble. Su creadora.
Desde
entonces ya no hablamos. Me eliminó de su Facebook; como el bato lo tiene
público, de vez en cuando me da por ver los estados que pone. Se ha convertido
en un verdadero trol. A cada rato me salen comentarios suyos en los
estados de mis amigos y conocidos, y justo cuando pienso yo que ya ha jodido
mucho, el bato todavía se las caga más machín aún, acá, sin piedad. Es
imparable, nunca se sacia. Casi me da gusto que se la cague a esa pinche
bola de pendejos, de no ser porque me da rabia saber sobre él. Y me da rabia
saber sobre él, no tanto porque el güey me haya traicionado y dado la espalda,
cosa que, no negaré, sí me hizo emputar, sino porque al irse de mi lado se
llevó algo que era muy preciado y valioso para mí: el placer de que alguien,
por su pendejez, me cague completamente la madre. Maldito idiota.