domingo, 31 de mayo de 2015

Ya sé a quién culpar

La bella Karla y el joven Eduardo, quien, a pesar de su edad conservaba, perfecta, una cara de niño, en el bar, hablaban de cine. Era la primera vez que hablaban de cine pero la quinta o quizá la sexta vez que hablaban el uno con el otro. Se habían conocido en una tienda de películas, precisamente, y a Karla le pareció guapísimo el hombre que se disculpaba por haber chocado con ella, y en un dos por tres ya estaban platicando y decidieron intercambiar números telefónicos.

Karla recomendaba la película Chappie, le parecía buenísima, cinco estrellas. Eduardo, en su iPhone, vio que la película tenía críticas no tan buenas. Karla mandó al diablo las críticas y le aseguró que a Eduardo le gustará la película. 
Si no me gusta, sonrió Eduardo, Ya tengo a quién culpar y a quién me regresará el tiempo perdido.
Karla rió y dijo que con gusto aceptaba la apuesta. Por otro lado, si a Eduardo le gustaba, tendría que invitar a cenar a Karla. Trato hecho.

A la semana siguiente, mientras Karla veía la televisión, comenzó a sentirse súbitamente débil y medio hambrienta. El teléfono sonó. Era Eduardo. Después de intercambian los saludos de cortesía, Eduardo fue al grano:

Me dijiste que Chappie estaba buena y que no me iba a arrepentir. La estoy viendo ahorita mismo y no, es mala. Como te dije esa vez, ya tengo a quién culpar y a quién cobrarle el tiempo perdido.
¿Ah sí?, preguntó Karla, coqueta, No me digas, ¿y qué vas a hacer?
Ya lo estoy haciendo, respondió Eduardo.
De pronto, el teléfono descolgado.

Karla, confusa, asfixiada, débil. Se puso de pie y alzó el rostro y se miró al espejo: el cabello comenzó a caerle, Su rostro, súbitamente chupado, no era el suyo sino el de alguien mayor, una anciana. ¡Eduardo!, exclamó Karla. Pero ya era tarde. Eduardo, regocijado en su sillón, cobraba su apuesta, recuperando el tiempo perdido y asegurando su eterna juventud por los años por venir.


El hombre feliz

Enrique Buendía, muchacho infeliz con vida infeliz y trabajo infeliz, pero que guarda un alarido de alegría en el último rincón de su alma. Sobre esto, él sabe. Dejados de lado sus discos de Chopin, blues y baladas, en ocasiones escucha cumbia y el alarido se enciende, amenazando con salir. Enrique se siente estúpido y soso: la gente a su alrededor es también infeliz y por ende frenan y ridiculizan a quien se atreve a ser feliz. Nueva actividad: novia aburrida, con el fin de llenar su aburrimiento, propone clases de cumbia. Intrigado, Enrique acepta. En cuanto entra a la academia, cumbia por doquier. Lo ponen a bailar. Sus pies, curiosamente, reaccionan al baile: se dejan llevar. Al principio frío, luego caliente. Al cabo de un momento, ya está bailando. Enrique es feliz, por primera vez el alarido oculto sale, brinca, brilla, es inefable, no puede dejar de bailar. La felicidad lo embarga, no lo suelta, Enrique no puede controlarla, el alarido es grandísimo y viene desde hondo, Ayuda, dice feliz y sonriente hasta el desfiguro, No puedo – pum. Cae al suelo, todos conmocionados. Viejita por ahí comenta que no es la primera vez que a alguien se le para el corazón de tanta felicidad súbita. Naturalmente, pocos van a su funeral. 

domingo, 17 de mayo de 2015

Carta a Carmen

Carmen:
Seré sincero y directo contigo. Últimamente he sentido, más que pensado, muchas cosas con respecto a ti, y quiero confesar que este viernes en que nos vimos por un momento sentí algo que no había sentido más que solamente una vez en la vida, a los 19 años, cuando conocí a una mujer de la que me enamore mucho y me inspiraba total entrega. Yo no me entrego nunca, Carmen. Soy una roca que nada derrite. Pero en aquel momento con aquella mujer descubrí algo nuevo en mí, angustiante y fascinante al mismo tiempo: un deseo de entrega, de decirlo todo y darlo todo y recibir. En aquella ocasión, terminé decepcionado. Comencé a hablar con ella por Messenger – nos había presentado una amiga en común – y nos hicimos revelaciones y confesiones profundas e íntimas como nunca. De amor, de dolor, de tristeza, de todo. Lo cual era milagroso, teniendo en cuenta que éramos dos personas que nunca se habían visto en la vida y que se conocían desde hace poco por internet. Cuando por fin la vi, tenerla a mi lado me entusiasmaba como a un niño. Espíritus afines. Después de aquella noche, decidió que ya no quería nada conmigo. Muy tarde para mí: yo ya estaba enganchado. Te digo todo esto porque lo mismo que sentí con ella hace tanto tiempo, siento ahora contigo. ¿Qué es este algo que sentí aquella vez y que ahora regresa a mí como un búmeran y quiere salir de mi boca en forma de alarido? Después de mucho cavilar puedo decir que es lo siguiente: es un anhelo adolescente.
Eres alguien que siempre quise para mí pero que por alguna incomprensible razón siempre me eludió. Yo creí que de este algo que siento ya me había curado, que todas mis insatisfacciones ya se habían desinflamado hace años. Pero hablo contigo y de súbito se me presenta la oportunidad de regresar al pasado para recuperar el tiempo y las ilusiones perdidas y hacerlas realidad en el presente. Hay algo en ti que simplemente encuentro irresistible. Algo que me desquicia y me desnuda e impela hacia la muerte pero que al mismo tiempo me entusiasma, como al metafísico que una noche, al final de un túnel, encuentra todas las verdades del mundo. Develas mi cobardía y apuntas a mi pájaro de fuego, prisionero en mí mismo, que anhela salir y volar y desbaratarse en puñados de polvo, para luego revivir con renovados deseos de muerte. Me haces querer quien siempre he querido ser en el fondo de todas mis palabras. Me haces querer ser yo mismo.
            Tengo pareja. Ella tiene un lugar en mi vida. Últimamente no se lo he dado. La verdad, tampoco te lo he dado a ti. Tú me has tomado desprevenido, porque desprevenida casi siempre es la vida y el karma. Yo no soy un patán, Carmen, ni me gusta jugar con los sentimientos de las mujeres. Yo no soy de estar viendo a otras personas a espaldas de nadie ni de tomarme las cosas a la ligera. Pero tengo que hablar. No puedo seguir engañándome ni tampoco puedo quedarme con mi pájaro de fuego que me desborda sólo porque no lo puedo control. Yo no sé siquiera si tú sientes algo remotamente parecido a lo que siento yo o si te gusto más allá de ese sentido amplio de la palabra del que me hablaste, y justo pienso en ti, vaticino el choque, ahora mismo me hago polvo, pero de mí no quedará de mí, ¿sabes? Tienes que saber esto. Que me gustas. 

Atte. El adolescente



El hombre sin voz

Omar Corral, estudiante de literatura, siempre callado, ferviente creyente de la siguiente idea: el necio grita, el inteligente opina pero el sabio calla. Prefiere que los demás hagan el ridículo con sus estúpidas y cortas y muchas veces equivocadas opiniones. Algunas veces su participación en algún debate o tertulia o simple plática con amigos puede ser oportuna, un touché, algo admirable o simplemente le hubiera conseguido otro trabajo, una novia o un aumento. Omar se rehúsa a opinar; cabeza llena de palabras y de voces. Pronto, dolores de garganta, se le corta la voz al hablar, se queda afónico, Omar no sabe qué sucede, hasta que decide abrir la boca. Él no anticipa ni nadie que apenas separe los labios, explotará en mil pedazos, liberando de sí un grito hecho de miles de gritos que por cuatro segundos ensordece a toda la ciudad. Omar pasa a la historia como el hombre que dio el grito más ensordecedor del mundo del récord Guinness, cosa que le hubiera satisfecho. Omar, aunque nunca lo externó, siempre quiso ser famoso y escuchado y aplaudido por todo el mundo.    

viernes, 15 de mayo de 2015

El hombre apegado a los bienes materiales

Llévate todo lo que encuentres,
sin mi auto sigo vivo, sin el arma eres una mierda
 – Carjacking, Jorge López Landó

Juan Alberto González García, cuarentón, 4.7 años de sueldo para pagar Escalade negra del año, grandes sacrificios. Gasolina Premium, lavado cada semana y ay de aquel chavillo que se atreva a darle pelotazo jugando futbol en la colonia. Noche en la ciudad: fiesta larga, regreso a casa, espera semáforo en verde. Prende cigarro, pum pum, golpazos en la troca. Voltea asustado. Chavillo junto a la ventana, fusca en la mano, lo apunta directo a la cara. A pesar del temor, cavila: manos en el volante, pie en el acelerador, puede pisarle y jugársela y salir a gorro, es mi troca, me costó un buen, no sean así. Fusca lamiéndole las sienes lo obliga finalmente a bajarse. Chavillos se suben. La troca, quemando llanta, arranca, se pierde en la noche. En casa, llora, maldice, quiere ver arder al mundo. Esposa Haydee observa, la vida vale más que cualquier troca. Juan no acepta, insiste en sentirse agraviado, lastimado, ¡me han quitado mitad de mi vida! Después de un rato, por fin logra conciliar sueño, se despierta a la mañana siguiente sólo para encontrar a su esposa dormida a su lado y ver desaparecidas las extremidades que antes de la troca lo llevaban a todos lados.  

viernes, 8 de mayo de 2015

El hombre inspirado

Jaime Romero, poeta creativamente estreñido. Escribe poesía que para muchos es buena pero que para él es mala. Bueno, no mala. Conflicto. Casi siempre, un sentimiento: no escribe lo que realmente quiere escribir. Sobre todo por las epifanías de grandes poemas. Pero, a la hora de sentarse a plasmarlas, jamás de los jamases coinciden en calidad con aquello que se ha originado en su mente en primer lugar. Psicólogo, recomendación de entrañable amigo Héctor Márquez. Psicólogo le recomienda que escriba todo lo que se le cruce por su cabeza, tenga congruencia o calidad o no. Renuencia. Jaime no gusta de gastar su tinta escribiendo cosas que no abonarán prestigio, inmortalidad o siquiera a ese gran libro de poemas que siempre ha querido escribir. Al final, aceptación. Jaime se sienta a escribir todos los días lo primero que se le viene a la mente: conversaciones fantasmagóricas e ideas raras, sentimientos cursis y malas metáforas. Pero esto cambia cuando se develan traumas de la infancia: miedos, rencores, palabras jamás dichas. Se develan también desamores, odios a los padres, abuelos y hermanos. Se develan memorias que ni siquiera sabía que tenía. Se devela todo y, por consiguiente, Jaime escribe todo. A partir de entonces, sale la verdadera poesía, el lirismo prisionero. Jaime escribe decenas de poemarios, todos con un éxito arrollador. Pero ya no importa el prestigio ni el éxito; ahora lo único que importa es la poesía. Jaime solamente come y duerme y escribe y va al baño: nada más. Cuarenta años más tarde, título de poeta hispanoamericano por excelencia, candidato a Premio Nobel. Héctor Márquez lo visita. Jaime apenas y lo saluda; se encuentra en éxtasis poético. Piensa que por fin dirá lo que siempre ha querido decir, que el lenguaje se ajustará correctamente a su espíritu. Ya mero, ya mero, ya mero, grita Jaime. Héctor voltea, luz intensa, cegamiento. Visión regresa, Jaime no está. Héctor no comprende pero su intuición de poeta le ayuda. Jaime se ha hecho uno con el absoluto. 

jueves, 7 de mayo de 2015

Hombre fisgón

La vecinita tiene un gato, gato que mata por celar
 – Vico C


A Romelia le gusta Gustavo, su vecino del apartamento 15B, y Gustavo también gusta de Romelia, la vecina del apartamento 13ª, y ambos saben sobre la atracción del otro, pero ninguno de los dos se atrevía a decirse las cosas de manera directa, sin tapujos. Romelia desnuda y a veces semidesnuda sobre su cama, con la ventana descubierta; sólo Gustavo puede verla. La ve; ella, de reojo, lo descubre. Aún puerta sin tocar; plan no funciona. Cansada de esperar y caliente hasta más no poder, Romelia invita a cenar a Martín, el vecino del apartamento 17, para generar celos. Ventana de nuevo descubierta. Luz prendida, figuras y sombras. Gustavo se asoma. Romelia presiente mirada sobre ella y su amante en turno. Voltea hacia ventana a Gustavo, piensa que lo encontrara estupefacto, colérico o indignado. Nada de esto. Sorpresa total. Gustavo parte del acto sexual, o por lo menos intenta serlo, al masturbarse, con la mirada fija y sedienta de los dos allá arriba. 

El hombre sabio

Otro clasicista, esta vez historiador. Dr. Teodoro Mommsen. Pero también jurista, lingüista (no tan experimentado como Iriarte) y arqueólogo. Libro fundamental: Historia de Roma en tres tomos. Esposa hermosísima, unos dirían que demasiado para el doctor. Alan Defoe, 23 años, poeta callejero y pajero, lo critica públicamente en parque. Doctor indigno de su esposa. El doctor lo ahuyenta, despreciándolo. Defoe, humilde, se ofrece a trabajar como ayudante de su oficina. Sorprendido, el doctor lo recibe. Defoe limpia y ordena la oficina, funge como secretario y hasta hace mandados del hogar. Doctor complacido. Al cabo de tres meses, esposa huye con Defoe. Ni siquiera deja carta. Con ejemplar de la Eneida sobre la mesita de al lado, donde se habla sobre el Caballo de Troya, el doctor aún se pregunta cómo pudo suceder aquello.

El hombre culto

          Octavio Iriarte. Estudiante de filología. Latín, griego y sánscrito y hasta español e inglés medievales. A excepción del español, aprende estos idiomas a través del inglés; los pocos profesores que podían enseñarle estos idiomas son angloparlantes. Sus profesores ven en Octavio Iriarte a un hombre lúcido, sensible y humanista; le enseñan todo lo que saben y pueden. Largos y minuciosos años de estudio, de memorización y apego a las reglas. Luego, graduación. Sus profesores, conmovidos, creen que han dado al mundo a estudiante y ser humano excelente.   
            Boletín especial. Filólogo recién graduado con atroz pasatiempo. Bebe sangre humana. La obtenía de víctimas, a quienes desangraba en la cochera de su casa, para luego tirar sus cuerpos en un río. Había comenzado con perros, gatos y gallinas, luego siguió con caballos, vacas y toros, hasta que una noche le dio por probar la sangre de niño. Luego, sangre de mujer. Al último sangre de hombre. Lo descubrieron cuando fue a tirar el cuerpo de un vagabundo a un basurero. Cárcel. Aún le permiten leer a Cicerón, Píndaro y los vedas. Shakespeare es la única lectura prohibida.

domingo, 26 de abril de 2015

El hombre lujurioso

               El hombre lujurioso, Pedro Acosta, era un hombre que gustaba de coger cada vez que podía, con su esposa, amantes, amigas de la esposa, putas, conocidos, desconocidas, actrices porno, con mujer que se le pusiera enfrente. Pero el problema es que nunca se saciaba; generalmente se venía dos, tres veces para poder medio saciarse bien. Si no fuera porque su cuerpo no le daba para más, el bato podía venirse hasta cinco o siete veces y seguidas, después de las cuales sólo era cuestión del descanso necesario para seguirle dando. El hombre lujurioso nunca se cansaba. Tan así era de lujurioso.
               Esto, desde luego, no quiere decir que no hubiera nada que lo satisficiera: ¡desde luego que lo había! Este algo, en su caso, era la imagen reflejado en el espejo de la mujer con la que estuviera cogiendo. Dicha imagen era lo que más lo encendía de todas las imágenes y todos los actos y todos los fetiches del mundo, inclusive mejor que la pornografía. Por eso es que al hombre lujurioso le gustaba hacerlo en moteles, donde hubiera espejos en los cuales pudiera ver no solamente a la mujer con la que cogiera sino pudiera ver la imagen reflejada de la mujer con la que cogiera. Las venidas con esa imagen en los ojos eran las venidas más gratificantes y placenteras y hasta dulces que había tenido en toda la vida.
               Fue con Jacqueline, la mujer más exquisita que él había visto en la vida – puta de profesión; tetas y culos perfectos, redondos y suculentos, según él – que sucedió lo que les voy a contar. Estaba pues el hombre lujurioso cogiendo a gusto con Jacqueline en el motel Rapid-Inn (rapidín, si se pronuncia rápido) cuando la imagen reflejada en el espejo se desfasó de la verdadera Jacqueline y lo invitó a unírsele con su yo reflejado. El hombre lujurioso apenas y pudo creer aquella imagen pero no le tuvieron que preguntar dos veces: se puso de pie y entró al espejo y en cuanto entró y tocó la imagen reflejada de Jacqueline se vino. Lo único rescatable de aquel inesperado y desconcertante suceso, quizá, fue que Jacqueline, antes de salir de ese cuarto de aquel de motel con el rostro pálido y con su ropa aún en las manos, vio en el rostro de Pedro una placidez que el jamás había conocido en vida.
               Desde entonces cada vez que la gente va a coger a ese cuarto en aquel motel a veces les sorprende que el reflejo de un hombre que nunca está con ellos le da por querer coger con sus propios reflejos. La gente se frikea, y por eso ya nadie va a ese motel: dicen que está embrujado. Y cuando el motel cierre definitivamente, naturalmente lo primero que harán será romper ese espejo. Pobre hombre lujurioso, tan tardado que le fue encontrar el paraíso. 

jueves, 23 de abril de 2015

El hombre fuerte

A René Sánchez, alias El Chiquito, le cagaba la madre que por lo menos una vez por semana allá por su barrio, la Altavista, le pusieron una chinga de aquéllas. Así que le pidió a la Santa Muerte que le tirara paro pa volverse más fuerte, el más fuerte de Sumalta, y la Santa Muerte acedió. Primero, de la noche a la mañana, lo puso bien mamer – El Chiquito era un ñango – y así bien mamer El Chiquito pudo partirles la madre a todos los de la cuadra, al principio, y luego a los de la colonia y todos a sus alrededores. Pero su fuerza de mamer tuvo un límite, y luego luego entraron a escena las fuscas y cuernos de chivo y hasta bombas. Para esto, la Santa Muerte le dio un arma de balas infinitas y con la cual podía partirles la madre a todo el que se le pusiera al tú por tú. El Chiquito hizo precisamente esto, pero al cabo de un rato vio que sus enemigos se multiplicaban y de nuevo regreso a la Santa Muerte. La Santa Muerte ahora lo que hizo fue volverlo de acero, para que no importara cuántos enemigos tuviera, El Chiquito siempre pudiera salir victorioso. Y así fue: El Chiquito le partió la madre a toda la ciudad y ahora era el rey de Sumalta. Pero ahora para continuar como rey de Sumalta, El Chiquito se enfrentó al ejército, porque obviamente el presidente no iba a permitir que alguien que no fuera del gobierno reinara en la ciudad, y por esto el presidente mandó varios batallones y pelotones pero ninguno pudo con El Chiquito. Sólo que para entonces ya se había armado la gorda y ahora El Chiquito se enfrentaba al ejército de todo un país. El Chiquito volvió a pedirle paro a la Santa Muerte, la cual lo hizo crecer de tamaño y le dio a entender que cada día crecería más para poder salvarse de cualquier ataque que le pudieran lanzar. Con este nuevo poder, El Chiquito le partió la madre a todos los ejércitos del país y a los de abajo también. Pero ahora El Chiquito se enfrentaría con todos los ejércitos del mundo, ya que la ONU no permitiría que en México reinara cualquier pelafustán. Así que con un nuevo arranque a El Chiquito le lanzaron bombas, granadas, misiles, proyectiles, balas de inmenso calibre, todo con lo que pudieran atacarlo: El Chiquito al principio resintió estos ataques pero sólo al principio, ya que al cabo de un rato se recuperó debido a su gran tamaño y aunque le tomó días y hasta semanas y creo que meses pudo partirles la madre a todos los ejércitos del mundo. Ahora El Chiquito ya era el hombre más fuerte del mundo y con esa fuerza y tamaño reinaba por siempre y para siempre. Sólo que El Chiquito no dejó de crecer y llegó a ser tan grande y tan alto y tan pesado que la Tierra no lo pudo sostener más y comenzó a caer hasta que la Tierra, de pronto, explotó. 

El hombre enfermo

Jonas Johanssen, médico inglés de la época del Renacimiento, estaba fastidiado de enfermarse a cada rato de gripa, de alergia, del estómago, pero le daba miedo probar métodos alternativos que requerían un mayor esfuerzo. No, decía, Yo lo único que quiero es prescindir de los síntomas, no de la enfermedad. Por esto, Jonas se dio a la tarea de diseñar una pastilla que le permitiera no solamente borrar los síntomas de toda alergia, sino también los síntomas de la gripa, la migraña, el estreñimiento y todos los males físicos que pudiera haber en el mundo, para almacenarlos en su cuerpo, como si el cuerpo fuera un banco de crédito que nunca pasara factura alguna. Día noche y noche y día se dedicó en cuerpo y mente a crear esta pastilla mágica que le hiciera la vida más cómoda (mientras intentaba, también, crear un invento que lo hiciera comunicarse más fácilmente con sus colegas que vivían en Roma, y otro invento que lo ayudara a conservar su carne comestible después de haber matado a la vaca; si no la consumía luego luego, la carne se echaba a perder). Tuvo días pesadillescos en los que no creía encontrar la clave, días en que las pocas fórmulas aprendidas en la escuela por completo le fallaban. Muchas veces quiso dejar todo botado y mejor acostumbrarse a la pena e incómoda situación de ser un hombre que estornudara sus tripas apenas llegara la primavera o tener que batallar para ir al baño. Sólo que un día el hallazgo lo asaltó mientras se encontraba dormido, después de tomarse una pastilla a la que no le tenía mucho pero que al último fue lo suficientemente efectiva como para cortarle el estreñimiento y controlarle la alergia y la gripa y los continuos dolores de cabeza. Jonas se despertó feliz y triunfante y supo que por fin había dado con el hallazgo del siglo y fue el hombre más feliz del mundo. 

Eso sí: al final de su vida, su cuerpo quedó desmoronado y en ruinas debido a lo que los médicos definieron como un vómito que albergaba todos los males que nunca quiso padecer, el cual Jonas jamás se atrevió a expulsar de su cuerpo. Porque ah, casi se me olvida mencionar: también le daba asco vomitar. 

miércoles, 22 de abril de 2015

El hombre afortunado

Guillermo Pérez jamás se había sacado nada en alguna rifa. O ganado dinero a través de un raspadito. Ni tenido suerte en el amor (todas las mujeres le cortaban las alas justo a la hora de la verdad). Así que cuando en el terreno baldío, de esos que abundan en Sumalta, el cual a diario cruzaba para llegar de la parada de autobús a su trabajo, se encontró, por tres días seguidos, dinero tirado en la calle, una moneda de 50 centavos, luego un penny y al última cinco pesos, supo – o más bien, quiso creer – que aquello era un augurio de cambio de suerte. Contador de profesión, tenía el universalmente mediocre empleo de cobrador de dinero, el tipo de persona que ve pasar mucho dinero entre sus manos pero dinero no de su propiedad, y pensó que ahora por fin la fortuna le sonreía, después de haber comprado y leído y memorizado en vano el libro El Secreto, sobre la famosa ley de la atracción, ley que aún no le funcionaba, y le daría aquello que siempre había anhelado: ser rico y exitoso, con fama incluida y una modelo de Victoria Secret también, si se pudiera.

Cosa que así pareció en su debido momento. Ya que, al poco tiempo, perdió su trabajo de cobrador pero sólo para vivir la frase que las cosas pasan por algo y no bien se le terminó su última quince cuando le ofrecieron un empleo con el doble de sueldo que ganaba, más prestaciones, mejores horarios y hasta almuerzo gratis le daban en la cafetería. Guillermo estaba contentísimo, y, les digo, bien suertudote. Porque cada día se iba contento al trabajo, aún tomaba la ruta 5B Universitaria, y de su casa a la parada o la parada al camión, Guillermo se encontraba por lo menos de 10 centavos o un penny americano una moneda. Siempre, todos los días, sin excepción alguna. Amigos suyos que al principio estaban incrédulos, no tuvieron de otra que rendirse ante la verdad arrolladora e inefable que, efectivamente, Guillermo se encontraba dinero en su camino, a sus pies, adonde quiera que fuera y por donde quiera que pasaba. Lo más asombroso de todo: mientras más pasaba el tiempo, mejor le iba en su trabajo: al cabo de unas semanas, ya tenía otro trabajo, con un mucho mejor sueldo que el del anterior trabajo, y ya hasta un carro se podía comprar, sólo que Guillermo no quiso. Él siguió tomando el camión para no perder la oportunidad de encontrar tirada su fortuna en la calle, junto con piedras, botellas vacías y aplastadas y cajetillas gastadas de cigarros mentolados.

Pero algo curioso sucedió. Guillermo dejó de encontrarse dinero en el suelo para comenzar a buscar dinero en el suelo. Ahora caminaba sin despegar su mirada del suelo y ahora, a todo objeto pequeño y brillante y circular, se le lanzaba con un salto de tigre. Todo objeto pequeño y brillante y circular como corcholatas y piedras, tornillos rotos y pedazos de aluminio, tuercas y pilas, es decir, cualquier semejanza con una moneda de verdad. Era como si Guillermo ya no se contentara únicamente con la buena suerte hasta entonces adquirida. No. Quería más: medio paranoico, quería asegurar toda la buena suerte que pudiera, al perpetuar su hallazgo aparentemente fortuito pero divinamente decretado. En consecuencia, su rendimiento en el trabajo cayó, tuvo pérdidas y su jefe inclusive estuvo a punto de correrlo porque no le daba confianza que su empleado cada vez que entrara a la oficina, entrara con la cabeza gacha, viendo hacia el suelo, como si hubiera perdido algo importante.

Justo esto le habían comentado algunos amigos suyos, cuando una tarde de abril, de ésas con mucho viento y tierra, Guillermo buscaba su moneda después de no haber encontrado alguna en todo el día. La buscaba cerca de su trabajo, en un sitio de taxis, por donde transitaban mucha gente y carros, a un lado de una avenida larga y también muy concurrida. De pronto, Guillermo aparentemente perdió la notición de espacio y tiempo y comenzó a caminar rumbo hacia el centro de la avenida, la cual, en ese momento estaba vacía pero no por mucho tiempo. Su búsqueda se había hecho tan intensa que hacia allá lo llevó. Justo cuando el semáforo a varios metros de donde Guillermo daba rienda a su búsqueda se puso en verde, Guillermo vio algo que le pareció una moneda. Decidido, sin aún comprender en dónde se encontraba, caminó hacia aquel objeto pequeño y redondo y brillante. Un carro frenó de súbito frente a él, pero otro carro que cambió de carril no lo vio y pum, screech, silencio, golpe, estruendo, lo sacó volando a varios metros por el aire hasta caer al suelo. Y sí, Guillermo Pérez murió pero murió con una suerte coherente con sus últimos días de vida. Ya que aquel Guillermo salió disparado hacia un puesto de periódicos y, al caer, una cajita llena de monedas que el periodiquero guardaba ahí le cayó encima, bañándolo con monedas, como antes lo había bañado, todo, desde pies hasta cabeza, su propia sangre.

miércoles, 8 de abril de 2015

Mario

Pues te diré, mi carnal el Mario era un bato cuya vida giraba en torno a Facebook. Trabajaba como administrador de redes sociales de una banda de rock local, los Cacos, y siempre se la pasaba posteando, twitteando, platicando por Facebook, subiendo fotos a Instagram, agarrándose a palabras con gente, a todas horas, en todo lugar, incluso en las actividades C: comer, cagar y coger. El bato nunca dejaba Facebook en paz; eran de plano inseparables, como uña y mugre. Luego vino la balacera de la Tecnológico, dos heridos, cinco muertos, y, según mi carnal, él pudo haber sido el sexto, de no ser porque vio en Facebook la publicación de alguien sobre el desmadre que acaecía en la avenida, salvando así su vida. Facebook era como su ventana hacia el mundo, la nariz por la cual respiraba, así de intenso era mi carnal. A mí me desesperaba harto porque vivíamos juntos, éramos roomies y así, y a veces el bato me hablaba desde su cuarto para pedirme que prendiera la cafela o respondiera a la puerta o contestara el teléfono, cosas de ese tipo. Mario, le solía decir de frente, cara a cara, Deja de hablarme por inbox, no manches, me tienes a un lado, me haces sentir como a un fantasma. Pero el bato no capeó la onda y siguió haciendo lo mismo; por mi parte, no insistí más. Mario no era mi hijo, era mi carnal.

Así que supongo que entenderán cómo el bato se debió poner cuando se cayó Facebook, acá, inesperadamente. Sucedió una noche de pronto, y Facebook tardaba mucho en cargarse, retachaba patrás los mensajes, ya no se actualizaba nada en el muro, y al poco tiempo salió el mensaje -

N’hombre, mi carnal se puso como un loco. Bueno, la verdad no se puso como loco, pero se desesperó un bien, Eh carnal, me dijo, No manches, qué le pasa a Facebook, ¿no se carga?, No, ps no se carga, Chingada madre, ¿y ahora?, Y ahora ps a esperar, chavo, qué se le hará, ¿o quieres que le llame al Mark Zuckchingatumadre para que lo arregle en fa o qué?, No ps si puedes, te lo agradecería, No manche, ese. Total, esperamos un ratillo, yo en ese momento platicaba con mi morra, la Lupe, pero al cabo de media hora, también me di por rendido, y mejor me fui a hacer otras cosas. Mi carnal aún aferrado en el Facebook, y ya cuando el bato comprendió que por lo menos durante el resto de la noche el Facebook no iba a regresar, se rindió y mejor se fue a pistear con sus compas, pero estoy seguro que entre pisto y pisto y frajo y frajo, sacaba su cel de su chamarra café – esa chamarra apestosa que siempre usaba cuando salía – para ver si Facebook ya había regresado.

Al día siguiente, como era Semana Santa, mi carnal no fue a trabajar, pero esto le hizo como el viento a Juárez, porque cuando me levanté tempranillo – yo sí tenía que trabajar – y bajé a la cocina pa tomar mi confleis, ¡el bato estaba pegado a la compu! ¿Qué tranza, carnal?, lo saludé, ¿Ya desayunaste? ¡No! El bato aún no había desayunado; había gastado todas sus horas desde que se levantó en preocuparse y ocuparse de que Facebook pronto regresara. Estás de vacas, le dije, No tienes que usar Facebook hasta cuando regreses, además tienes Twitter e Instagram y Whatsapp, así que desconectado desconectado, no estás. Simón, me dijo, Pero mis compas casi no usan Twitter, usan Facebook, respondió, Entonces ellos han de estar igual que tú, dije, Así que mejor salgan al mundo y hagan algo, no sé, algo. Pero mi carnal no hizo caso, muy al contrario. Había horas enteras que dedicaba a presionar la tecla F5 de su teclado, actualizando la página, esperando que en una de ésas, la pantalla cambiara de gris a azul con blanco, pero no, nada, y lo hacía como si el regreso de Facebook fuese algo que dependiera enteramente de él. Bien raro. Luego, mi carnal se ponía bien intenso, bien dramático, bien ansioso, como si lo que sucedía en el mundo y la vida, sus amigos y conocidos, cercanía y lejanía, todo lo consumiera vía Facebook, y ahora que estaba desconectado, era como si el mundo se callara y se congelara en un presente perpetuo de silencio y desierto. Como si la vida, la vida que en verdad contaba y no la otra, esa que se puede desperdiciar, se le escapara, como agua entre las manos, y sucediera acá en un lugar bien lejos de él, y lo desquiciara acá machín. Ahora mi carnal podía leer, podía correr, podía bailar, podía hacer lo que se le diera la gana, tal cual lo había hecho durante toda la vida antes del Facebook, pero no, el bato no podía, era como si la vida sin Facebook fuese la revista aburrida de homeopatía que se lee al esperar al médico, la canción simplona del elevador que se escucha mientras se viaja al piso deseado, algo que hacía sólo para matar el tiempo, porque en realidad lo suyo suyo era estar en otra parte, atender el llamado que le lanzaban desde algún rincón de eso que llaman el ciberespacio. Total, lo dejé hacer lo que él quisiera; finalmente yo no lo iba a hacer cambiar de opinión. Como dije al principio, Mario no era mi hijo; era mi carnal.

Más o menos así pasó la primera semana de vacaciones; mi carnal gravitando alrededor de la computadora o el cel, sin despegarse un solo momento, y yo pidiéndole que tocara el suelo, que regresara al mundo real, pero siempre para pura pérdida. Para entonces Facebook ya había regresado un día, no recuerdo cuál, pero sólo para volverse a ir. Supongo que los batos de Facebook pudieron hacerlo regresar un poco, pero no lo pudieron sostener por mucho. N’hombre, mi carnal, por su parte, andaba pero mega picadote, atento a cada movimiento de la inerte red social, no separándose de la compu o el cel en cambio de que, como papá que abandonó a su familia en plena madrugada, regresara en cualquier momento, picándole F5 al teclado ya sin siquiera esperar a que el Facebook regresara, algo así como un tic nervioso, no sé. Una noche llegué a casa del jale con comida para hacer tacos de carne asada. Llegué con un buen de bolsas en las manos, pero era como si no hubiera llegado, porque mi carnal ni enterado se dio, y no fue hasta cuando le di un bachoncillo pa que se dejara de mermas, que agarró la onda. Eh, bato, le dije, Traje pa cenar tacos, ayúdame a lavar la verdura, ándale. Pero mi carnal no me ayudaba. Llegará en cualquier momento, me dijo. Pero no regresará, respondí yo, Sólo porque tú le estés picando a cada rato.

Como yo no me iba a quedar con hambre nomás porque el bato no me iba a ayudar, me fui a la cocina para hacerme los tacos yo solo.

Sólo que el constante teclear in crescendo de la F5 traspasaba la pared de la cocina que me taladreaba el cerebro. En ese momento me imaginé a mi carnal bien serio, bien clavado, viendo fijamente a la pantalla, concentrado como si estuviera en el momento de su vida y, a medida que más picaba la tecla F5, más se acercaba ahí, adonde él quería estar, adonde él pertenecía, adónde durante por una semana había intentado regresar. En eso Ahh, lo escuché gritar. No fue un gritó acá mortal, fue más bien un grito de mordedura de hormiga. Bien pude seguir en la cocina, pero por algo quise salir a ver qué había pasado.

No encontré nada. La silla estaba vacía aunque la computadora, con Facebook, el cual ya había regresado. Llamé a mi carnal, pero mi carnal no respondió. Bah, qué raro.

En eso, me llegó una notificación al celular.

Era de mi carnal.

Qué onda, carnalito, me dijo, Sorry haberte asustado.

¿On tás, Mario?, pregunté.

Aquí en el Facebook, respondió, Dentro del Facebook. No sé cómo pasó, sólo pasó...

Ya veo, respondí, ¿Algún día regresarás?

Nel, no creo, dijo, Pero no te agüites, estoy bien, estoy a todo dar, me siento en la zona, como dicen, pero no te agüites, carnal, seguiremos en touch, te lo prometo, ¿simonkis?, al rato vengo, voy a explorar.

Ps vas, respondí, Está bien.

Cerré la conversación.

Ésa fue la última vez que vi a mi carnal el Mario. Desde entonces nos hablamos casi todos los días, casualón el asunto. De vez en cuando postea cosas, videos musicales, pensamientos, cosas que se le ocurren. A veces, lo admito, me agüito, pero luego recuerdo que está donde siempre quiso estar. Lo único que me hace ruido es si allá en donde está tienen la necesidad de cotorrear como nosotros - mi carnal y yo le llamamos cotorrear al acto de tener sexo. No le pregunto nada pa no verme metichón, pero quién sabe. Quizá al rato le formule la pregunta.

 

miércoles, 28 de enero de 2015

El Perfil de Alberto Cortés

Yo siempre había logrado tolerar las opiniones pendejas de los idiotas que me rodeaban, pero, la neta, las redes sociales lo único que lograban era obligarme a forjarme una peor opinión de lo que antes tenía de ellos, a considerarlos aún más imbéciles de lo que antes los consideraba. Tanto Facebook como Twitter lo único que han hecho es darle foro a los pendejos para que griten al mundo sus pendejadas. El problema viene cuando alguien, alguien pensante, en este caso yo, les dice algo: pinche raza, se ofende, y las cosas en el trabajo, casa y escuela, obviamente, se tensan. Pero yo soy Marcia Carbajal, licenciada en sociología graduada con honores, maestra en estudios culturales con tesis que mereció mención honorífica, trilingüe: yo no me iba a quedar con las ganas (con las ganas me he quedado pero de entrar a trabajar adonde realmente pertenezco: a la universidad); por otro lado, tampoco podía darme el lujo de exponerme y soltarles de frente todo lo que he reprimido durante tanto tiempo, acá bien braver. Así que, a las sordas, hice un perfil falso en Facebook, con otro nombre, otra foto, otro sexo inclusive, otra persona pues. Un doble. Ahora, desde la seguridad del perfil de mi doble, podía decirles, a pierna suelta, con respeto, claro está, cuán pendejos me parecían los comentarios que publicaban a diario y en general cuán pendejos me parecían todos en general.

La identidad de mi doble era la siguiente: un bato de 29 años, alto, flaco, barbón, un poco moreno, de ojos cafés y cabello corto, cuya foto encontré en Google. Asiste a la Universidad Técnica de Sumalta, cursa una ingeniería en eléctrica, comprometido desde agosto, con gusto por el Barcelona, Los Simpsons, La Ley y los libros de Dan Brown. Es cristiano, dos sobrinos, odia al PRD y habla poco inglés. Su nombre, Luis Luis Alberto Cortés. El nombre me gustó, me pareció verosímil para un personaje que debía pasar por una persona de verdad, y bajo ese nombre lo registré en Facebook. Observación cura: todas esas cosas que gustan a Luis Luis Alberto siempre me han cagado a mí.

Agregué a todos mis contactos; como esta ciudad es un rancho y todo mundo se conoce, la gente no tiene ningún problema en aceptar la invitación de desconocidos. Al poco tiempo la mayoría me aceptó, y, en menos de una semana, comencé a tirar hate como siempre había querido. Primero fue Rodrigo, mi jefe, un morrito que ni siquiera terminó la carrera pero ya es supervisor de profesores de idiomas en el infierno, es decir, el Colegio Kurubi; luego fue la estúpida de mi prima Laura, la cual desde chica me ha cagado la madre, poco más que mi tía; luego Ale, amiga de Cristal (una de las pocas amigas que tengo), que sufre un complejo de princesa de Disney, la güey. En los tres casos, los comentarios de Luis Luis Alberto Cortés fueron brutales, crueles e insultantes. Los desenmascaró por completo y los hizo ver como lo que en realidad eran: un manojo de imbéciles mediocres tragacamotes. Estos tres individuos se emputaron tanto que borraron a Luis Luis Alberto del Facebook a la primera troleada. Yo, en mi cuartucho feo del centro (todavía no vivo donde merezco), me cagaba de la risa, acá, con perversidad, puesto que sólo yo era la dueña de la verdad que nadie más tenía: que era yo la que estaba de todo el troleo.

Era una relación sana la que tenía con Luis Luis Alberto. Me alivianó. Me permitió sacar todo eso que cargaba dentro y que a veces no me dejaba dormir tranquila, porque neta que ver tantas pendejadas publicadas en Facebook puede llegar a desasosegar a cualquiera. Con frecuencia le mandaba mensajes de cosas e insultos que se me ocurrían para usarlos después, porque no tenía dónde apuntarlos. De vez en cuando me daba por ver su perfil desde el mío – me pasaba hasta horas viéndolo, leyendo sus gustos musicales y televisivos y asombrándome de cuán verosímil me parecía su perfil, la precisión del detalle. Era extraño verme reflejada en ese espejo deformado, que simultáneamente me decía que Luis Luis Alberto Cortés era yo y al mismo tiempo no lo era.

El problema comenzó cuando Luis Luis Alberto Cortés me aceptó la invitación al Facebook que le mandé. Uno de esos días, quién sabe por qué, chance por morbo, se la mandé y en friega me aceptó. Su nombre, enseguida de un puntito verde, apareció en el chat, y en chinga loca le hablé por inbox. El bato me saludó como si nada. Luego me dijo, en tono, acá, golpeadón, que nuestra relación, la manera en que yo lo tenía a él, ya no funcionaba, y que desde ahora en adelante cada quien seguiría por su lado. Yo no te debo nada, Marcia, me escribió el cabrón, Ya estuvo suave de que me uses cada vez que se te dé la gana, yo no soy el secretito de nadie, toma tu intento de controlarme, ai nos vidrios. Enseguida, me bloqueó de su chat.

Intente hablar con él pero no me respondió. Ya era tarde. Así como el cisne negro o William Wilson lo hicieron con los suyos, Luis Luis Alberto Cortés se deshizo de mí, de su doble. Su creadora.

Desde entonces ya no hablamos. Me eliminó de su Facebook; como el bato lo tiene público, de vez en cuando me da por ver los estados que pone. Se ha convertido en un verdadero trol. A cada rato me salen comentarios suyos en los estados de mis amigos y conocidos, y justo cuando pienso yo que ya ha jodido mucho, el bato todavía se las caga más machín aún, acá, sin piedad. Es imparable, nunca se sacia. Casi me da gusto que se la cague a esa pinche bola de pendejos, de no ser porque me da rabia saber sobre él. Y me da rabia saber sobre él, no tanto porque el güey me haya traicionado y dado la espalda, cosa que, no negaré, sí me hizo emputar, sino porque al irse de mi lado se llevó algo que era muy preciado y valioso para mí: el placer de que alguien, por su pendejez, me cague completamente la madre. Maldito idiota.


Bromas a Christian

Ahorita ha de importarle un carajo porque tiene novio, está feliz y toda la cosa, pero lo de Christian comenzó con Karla y Fanny, como siempre, la segundó. Cosa rara meterse con Christian porque con quienes se metían Karla y Fanny eran personas, generalmente mujeres, igual o más odiosas que ellas, y Christian por otro lado era pura dulzura, pura buena vibra. Quizá fue por eso, su aura blanca, que Karla y Fanny le traían tirria: no podían ver algo limpio sin luego luego querer escupirle lodo. No sé pero el caso es que después de dudarlo un poco – y dudaron porque veían el calibre de lo que se disponían a hacer – decidieron seguir adelante con el plan.
Pasarse por un bato, ése era su plan. Un bato que agregara a Christian por Facebook y le tirara rollo y la enamorara por inbox. Un dia en casa de Karla (era en casa de Karla donde ideaban todas las diabluras que luego aplicaban) con una cuenta falsa de Hotmail crearon a Leonardo Hernández, un bato de 20 años, dos años mayor que Chistian, rockerón, skater, flaco y alto y medio paliducho, de cabello largo y rubio, cuyo perfil encontraron en Sonora o Tabasco, algno de esos dos. Vampiresco el chavo. El chavo tenía un tatuaje de dragón en su brazo derecho y usaba pantalones entubados negros y tenis nike rojo con azul celeste. En el cachete izquierdo, con Photoshop, le dibujaron un triángulo de lunares. Llenaron el perfil de Leo Hernández con las fotos de aquel otro bato y ya, eso fue todo. Enseguida, agregaron a Christian y comenzaron a tirarle rollo.
Christian, pobre ingenua, no se las olió. Aceptó a Leo y le creyó de inmediato eso de que era de la ciudad y conocía a sus conocidos y era amigo de algunos de sus amigos. Christian inclusive vio una foto en la que sale con varios de sus amigos. Chida. Para esto: Christian podía ser todo lo simpática que nosotros quisiéramos, pero tirarle rollo era otra cosa. Según varios amigos y conocidos, nunca capeaba ni se dejaba caí. He aquí la perversidad Karla y Fanny: conocían a Christian, concebían la personalidad que según sus propias palabras le gustaban en los hombres y sin un atisbo de consciencia este conocimiento usaron en su contra.
Primero la hicieron reír machín. La cotorreaban sobre todo, cualquier cosa, lo que les viniera la cabeza. Eran mujeres, sabían lo que le da risa a otra mujer, todo fue como cotorrear con otra amiga, claro, cuidando de mantener el humor no tan femenino, para que Christian en lugar de pensar que hablaba con un chavo sensible y cotorrón pensara que hablaba con alguien del otro bando. Christian se sintió identificada de inmediato. Después de las bromas, los elogios. Tienes, le decían estas chavas a Christian, ojos hermosos, labios hermosos, sonrisa hermosa toda tu toda tú eres hermosa. Christian nunca respondió seriamente a estos halagos, siempre se reía y le volteaba la tortilla, pero Karla y Fany tampoco eran tontas, ellas sabían lo que muchos hombres ignoran: que no importa que los elogios no tengan una reacción instantánea en la mujer y que se sientan de inmediato halagadas; el punto es continuar con los elogios hasta que el agua del río agrieta la piedra. Cosa que así sucedió; al cabo de un par de semanas de asedio constante, Christian por fin se permitió sentirse halagada y se permitió sentirse halagada porque ya comenzaba a decir a Leo que le parecía lindo y le encantaba las cosas que le decían, nunca he conocido a alguien tan cariñoso como tú, neta, yo sé que no nos conocemos mas que por aquí pero, neta neta lo que se dice neta jaja, me lates, me lates mucho un buen y quisiera conocernos. Ya fregamos, seguramente pensaron estas chavas al leer aquel mensaje. La reunión sería en el centro comercial Plaza Mayor, en la banquita frente a la estética Marrakech, a un lado del cine. La hora, una y media.
La avenida enseguida de Plaza Mayor estaba en construcción; por eso Fanny llegó a la una y quince, quince minutos después de lo acordado con Karla. Enseguida, del sur de Plaza Mayor se dirigieron al norte, al pasillo de los baños y teléfonos públicos desde donde podían espiar perfecta y sigilosamente a Christian, la banca acordada estaba cerca de ahí y qué bueno que llegaron antes y no después porque enseguida del pasillo vieron a Christian, muy bonita, caminar de norte a sur. Morbo. Karla y Fanny apenas podían contener las ganas de salir corriendo y escupirle a Christian en la cara la verdad, que todo había sido una broma, un teatrito montado por ellas, una farsa en la que ella sin saberlo era la protagonista, pero que no se agüitara, porque al fin y al cabo todas somos amigas  y qué es una broma entre amigas, nada de qué preocuparse, todo casual, tranquilón el asunto, no te fijes. El plan era acercarse en cuanto Christian, cansada y desilusionada y chance con el corazón roto, hiciera ademán de irse; por eso había que aguardar. Mientras tanto, cada chavo que de lejos prometía ser Leo pero que al acercarse resultaba no ser Leo, era como un trago de algo dulce y embriagante que Karla y Fanny saboreaban hasta la última gota. Así pasaron muchos chavos, todas ilusiones disparadas al vuelo. Luego, ola de gente viniendo de sur a norte. Tanta, que perdieron de vista a Christian por un segundo y cuando la encontraron la vieron platicando con un chavo alto y flaco y paliducho, de cabello largo y se veía agitado, como si hubiera corrido largo rato. Enseguida, Christian vio a estas chavas en la boca del pasillo y se paró a saludarlas. Presentó a Leo y Leo las saludó como quien saluda a los recién conocidos, es decir, como si nunca las hubiera visto, pero estas chavas sí reconocieron el triángulo de lunares en su cachete izquierdo y el tatuaje de dragón en el brazo derecho. De camino a la parada de autobuses también propusieron verse mañana, idearían diabluras y bromas que sí prosperaran, igual comprendieron que en la vida se volverían a hablar, mucho menos verse, pero pensar en lo que sea era mejor que la imagen de aquellos dos caminando con las manos entrelazadas como un nudo.


domingo, 18 de enero de 2015

Última carta de un poeta a su primera novia

Renata:
Porque ausente estoy de ti, te escribo ahora y no te hablo. En agosto próximo ya serán ocho años desde la última vez que te vi, la tarde en que partiste indignada de mi casa; desde entonces, ignoro todo sobre tus pasos. ¿Qué haces, dónde estás? Lo ignoro, ignoro todo, te ignoro a ti, trama inconclusa. Si supieras que te escribo estas líneas tantos amores después, quizá te reirías: ha pasado tanto tiempo, no fue ni un año, éramos unos niños, ya no hay nada más de qué hablar entre tú y yo. Sin embargo, lo hay.
Amor amor, Renata. Tú fuiste mi primer amor. A mis dieciséis años sólo blancas nubes cruzaban por mis cielos sin lindes, pero hasta entonces el pájaro del beso jamás se había posado sobre la rama de mi boca y sobre cintura de canela vertí mi sangre maldecida y virgen. Fue tu pecho la lluvia que resquebrajó el páramo de mi boca. Me diste ilusión que creí que se eternizaría al instante. Pero en el saco mágico de tus horas lejanas aguardabas para mí traición y abandono. Hay alguien más, dijiste, Nos iremos de Janubi y comenzaremos una familia – ya no me busques más. Cielo detenido. Te pedí explicaciones; soberbia, las refrenaste de su vuelo. No le debo explicaciones a nadie, fueron tus últimas palabras. Después de mucho insistir, exasperada, te diste la media vuelta y comenzaste a caminar. El horizonte te tragó cuando mis ojos ya no te tocaban.
Amor y niñez te di, Renata; por eso necesitaba un limpio adiós para irme de nosotros y llevar mi ilusión purgada a otras tierras. Pero de ti me llevé ensuciada mi ilusión y con ella partí hacia el terremoto: me fui de nuestra Janubi y regresé a mi Sumalta, y después de cuatro despidos, emigré a Francia, no resultó como esperaba. Luego, me fui a Nueva York, regresé a Sumalta con la cola entre las patas. Mis tentativas de amor, se las tragó el fracaso. Yo también he regalado de mi saco mágico la traición y el abandono. Soy la prolongación de tu ignominia. Y así, ingenuo y desorientado, he tratado de vivir como si lo nuestro fue el paraje que hace años dejé atrás, pero yo me alejé de ti queriéndote sin saberlo y el pasado irresuelto es el presente que se repite como incansable obstinación hasta que asalte la muerte o el cansancio – lo que sea que llegue primero. Todos estos años he sido un planeta, gravitando sobre mi propio eje. Mis pies se mueven, el mundo se mueve, cada día al verme al espejo me veo menos niño y más alejado de aquello que éramos nosotros, mi vida se me polifurca, Renata, se me va de mí mismo como un ciego, pero todos los caminos se retuercen y confunden y convergen en el mismo punto donde todo comenzó y quebró al unísono: tú. En un breve y terrible instante, esa tarde que hoy más bien parece fábula o mito, me he detenido. No conforme, te dedico mis noches en vigilia perpetua al formularme las preguntas eternas, plantearme los enigmas imposibles: ¿Qué sucedió contigo – por qué lo hiciste – dónde estás? Sin hallarme respuestas, me quedo dormido con tu nombre aleteando entre mis labios.
            Bastabastabasta. Fuiste la tierra donde germinó mi amor adolescente y encendidas he mantenido mis noches por si algún día apareces en la penumbra de la tarde o si el viento del sur me escupe al suelo tus huellas, pero fútil ha resultado mi ventana abierta. El tiempo que te he dado es el corazón que ya no soporta más latidos y por mi ventana abierta ha goteado la basura hedionda del mundo. Necesito sellar mi ventana con tu absolución o la mía o de quien sea, ya no importa, no importa nada, no importan nosotros, no importa el que fui contigo. Sé que será difícil vivir ya sin mis entrañas rellenas de tu imagen, has sido la material vil hecha aurora, hecha poesía, pero ni el canto más nítido de mi poesía logra embrujarme más que la tristeza de mi noche por siempre por ti ya siempre  encendida.
Adiós, Renata. Que te diga que fuiste aurora de fulgor falso es lo que me dicta mi orgullo herido, pero mi orgullo es falso, siempre ha sido falso. Aun siento amor de ti, y ahora iré por mis caminos que ya no buscan más tus huellas – pero aun siento amor de ti. Nada lo borra, nada lo quita, nada lo hace nada. El amor es amor y es amor.
Adiós, Renata. No sé qué más decirte. Adiós.
El poeta.