Guillermo Pérez jamás se había sacado nada
en alguna rifa. O ganado dinero a través de un raspadito. Ni tenido suerte en
el amor (todas las mujeres le cortaban las alas justo a la hora de la verdad).
Así que cuando en el terreno baldío, de esos que abundan en Sumalta, el cual a
diario cruzaba para llegar de la parada de autobús a su trabajo, se encontró,
por tres días seguidos, dinero tirado en la calle, una moneda de 50 centavos,
luego un penny y al última cinco pesos, supo – o más bien, quiso creer – que
aquello era un augurio de cambio de suerte. Contador de profesión, tenía el
universalmente mediocre empleo de cobrador de dinero, el tipo de persona que ve
pasar mucho dinero entre sus manos pero dinero no de su propiedad, y pensó que ahora
por fin la fortuna le sonreía, después de haber comprado y leído y memorizado
en vano el libro El Secreto, sobre la
famosa ley de la atracción, ley que aún no le funcionaba, y le daría aquello
que siempre había anhelado: ser rico y exitoso, con fama incluida y una modelo
de Victoria Secret también, si se pudiera.
Cosa que así pareció en su debido momento.
Ya que, al poco tiempo, perdió su trabajo de cobrador pero sólo para vivir la
frase que las cosas pasan por algo y no bien se le terminó su última quince cuando
le ofrecieron un empleo con el doble de sueldo que ganaba, más prestaciones,
mejores horarios y hasta almuerzo gratis le daban en la cafetería. Guillermo estaba
contentísimo, y, les digo, bien suertudote. Porque cada día se iba contento al
trabajo, aún tomaba la ruta 5B Universitaria, y de su casa a la parada o la
parada al camión, Guillermo se encontraba por lo menos de 10 centavos o un
penny americano una moneda. Siempre, todos los días, sin excepción alguna.
Amigos suyos que al principio estaban incrédulos, no tuvieron de otra que
rendirse ante la verdad arrolladora e inefable que, efectivamente, Guillermo se
encontraba dinero en su camino, a sus pies, adonde quiera que fuera y por donde
quiera que pasaba. Lo más asombroso de todo: mientras más pasaba el tiempo,
mejor le iba en su trabajo: al cabo de unas semanas, ya tenía otro trabajo, con
un mucho mejor sueldo que el del anterior trabajo, y ya hasta un carro se podía
comprar, sólo que Guillermo no quiso. Él siguió tomando el camión para no
perder la oportunidad de encontrar tirada su fortuna en la calle, junto con
piedras, botellas vacías y aplastadas y cajetillas gastadas de cigarros
mentolados.
Pero algo curioso sucedió. Guillermo dejó de encontrarse dinero en el suelo para comenzar a buscar dinero en el
suelo. Ahora caminaba sin despegar su mirada del suelo y ahora, a todo objeto
pequeño y brillante y circular, se le lanzaba con un salto de tigre. Todo objeto
pequeño y brillante y circular como corcholatas y piedras, tornillos rotos y
pedazos de aluminio, tuercas y pilas, es decir, cualquier semejanza con una
moneda de verdad. Era como si Guillermo ya no se contentara únicamente con la
buena suerte hasta entonces adquirida. No. Quería más: medio paranoico, quería asegurar toda la
buena suerte que pudiera, al perpetuar su hallazgo aparentemente fortuito pero
divinamente decretado. En consecuencia, su rendimiento en el trabajo cayó, tuvo
pérdidas y su jefe inclusive estuvo a punto de correrlo porque no le daba confianza
que su empleado cada vez que entrara a la oficina, entrara con la cabeza gacha,
viendo hacia el suelo, como si hubiera perdido algo importante.
Justo esto le habían comentado algunos
amigos suyos, cuando una tarde de abril, de ésas con mucho viento y tierra,
Guillermo buscaba su moneda después de no haber encontrado alguna en todo el
día. La buscaba cerca de su trabajo, en un sitio de taxis, por donde transitaban
mucha gente y carros, a un lado de una avenida larga y también muy concurrida.
De pronto, Guillermo aparentemente perdió la notición de espacio y tiempo y comenzó
a caminar rumbo hacia el centro de la avenida, la cual, en ese momento estaba
vacía pero no por mucho tiempo. Su búsqueda se había hecho tan intensa que hacia
allá lo llevó. Justo cuando el semáforo a varios metros de donde Guillermo daba
rienda a su búsqueda se puso en verde, Guillermo vio algo que le pareció una
moneda. Decidido, sin aún comprender en dónde se encontraba, caminó hacia aquel
objeto pequeño y redondo y brillante. Un carro frenó de súbito frente a él,
pero otro carro que cambió de carril no lo vio y pum, screech, silencio, golpe,
estruendo, lo sacó volando a varios metros por el aire hasta caer al suelo. Y
sí, Guillermo Pérez murió pero murió con una suerte coherente con sus últimos
días de vida. Ya que aquel Guillermo salió disparado hacia un puesto de
periódicos y, al caer, una cajita llena de monedas que el periodiquero guardaba
ahí le cayó encima, bañándolo con monedas, como antes lo había bañado, todo,
desde pies hasta cabeza, su propia sangre.