Dom
Juan: Quoi? tu prends pour de bon argent ce que je viens de dire, et tu crois
que ma bouche était d'accord avec mon cœur?
Sganarelle: Quoi? ce n'est
pas. Vous ne. Votre. Oh! quel homme! quel homme! quel homme!
Dom Juan: Non, non, je ne
suis point changé, et mes sentiments sont toujours les mêmes
–
Dom Juan, Molière
Mi nombre es Constancio Jiménez
y yo soy un mujeriego. Y hasta hace un rato estaba empapado. De milagro no me
dará una pulmonía. Después del evento que me llevó a empaparme, regresé a mi casa
y me eché sobre el sillón en medio de la oscuridad. Al cabo de un rato me vine
a la computadora a escribir un rato – a escribir mi historia, los múltiples
sucesos que me llevaron a este punto de mi triste vida. Siento que es
necesario, que me la debo. El mundo es un lugar cruel para las almas sensibles
y un fiel sirviente para los sinvergüenzas. Mas no hay peor broma que la que se
le juega a uno mismo. Y si mi vida fuera un tren, por la ventana vería que
delante de mí me esperan puros sinsabores y amarguras. Acepto que es totalmente
mi culpa y que, aunque quisiera, no puedo hacer nada al respecto. Porque al
final mi necedad fue más grande que cualquier consejo que me dieron o que yo
mismo me di… Pero aquí estoy, nunca he dejado de estar y a seguirle. Si quieren
saber de qué hablo, por favor sigan leyendo.
Como dije, soy un mujeriego, pero no un mujeriego cualquiera – soy,
o era, más bien, un mujeriego a nivel legendario. En serio. Sólo necesitan
hablar con amigos o conocidos míos para que se enteren de la fama que tiene el
gran Constancio Jiménez. Y aunque hay muchas historias que circulan por ahí
acerca de mí, yo pienso que son menos de las que realmente sucedieron; es
decir, en mi caso la realidad supera al mito. Sin embargo, lo que importa por
ahora no es mi pasado, sino mi ante-pasado. Porque yo, la verdad, no siempre
fui un donjuán. Yo, aunque no lo crean, en algún punto de mi vida fui una
persona sincera y sentimental – un hombre honesto y de bien – y lo peor de todo
es que fui así en mi niñez y adolescencia. A decir verdad, mi primera memoria
nítida que conservo de la infancia tiene que ver con mi primer amor. Se llamaba
Leticia y la conocí a los seis años, en la escuela preescolar.
Leticia era una niña lindísima,
recién llegada de Sonora, y se sentaba en primera fila. Recuerdo que nuestra
profesora, la profesora Alicia, la felicitaba mucho por su caligrafía y sus
dibujos; era una niña sobresaliente y muy bien portaba. Incluso ahora, tantos
años después, puedo evocarla sentada peinada con colita, su falda azul y su
colita de caballo, mientras el olor a crayones que flotaba en el aire se
mezclaba con el olor a gis del pizarrón. Cuántas horas, cuántos días no pasé
contemplándola desde mi asiento, soñando con el día que fuese mi novia. Un día
durante el receso, el día de su cumpleaños, recuerdo bien, cuando debí verla más linda que nunca, me acerqué para declararle mi amor,
el cual Leticia rotundamente rechazó.
No, me dijo. No, porque a mí me gusta Arnoldo Suárez, y él y yo nos
vamos a casar. En ese momento Arnoldo Suárez, quien por cierto era el chico más
alto y fuerte del salón, se acercó a ella, abrazándola por el cuello, como
diciéndome "Ella me quiere a mí y no a ti, tarado". Yo aún así me
quedé un par de segundos más, viendo a Leticia y a Arnoldo uno al lado del
otro, mirándome fríamente. En aquel instante, debido a mi inocencia, no supe
qué era lo que se formaba dentro de mi pecho como un remolino. Sólo sentí unas
enormes ganas de pegarles a ambos en la nariz, sobre todo a Leticia, y salir
corriendo al baño a llorar. Pero no lo hice, algo en mí me contuvo. Me di la
vuelta y caminé hacia el salón, mientras mis compañeros a ambos lados me
apuntaban con el dedo y se burlaban de mí. Muchos años después comprendí que lo
que había sentido era efectivamente despecho.
Desde entonces, nunca supe por qué, mi vida fue una vida solitaria.
Durante la primaria y secundaria comía solo, jugaba solo, hacía la tarea solo.
Me gustaban muchas chicas, pero jamás intenté acercármeles, mucho menos
seducirlas. Incluso tuve una amiga, Cintia Terrazas, de la cual me enamoré
terriblemente. Se sentaba en la banca frente a mí durante los tres años de
secundaria, debido a nuestros apellidos. Al principio yo tomaba cuidado en no
cruzar palabra con ella o las menores posibles; tanto era mi miedo por las
mujeres y al pintiagudo filo de su rechazo. Pero al paso del tiempo me fui
desenvolviendo inevitablemente y nos volvimos grandes amigos. Ella me tuvo
mucha confianza. Ya que, por ejemplo, me
contaba sus problemas – chicos, calificaciones, padres, amigos, incluso
sexualidad una vez – y yo la escuchaba devotamente. Yo, por otra parte, no le
comentaba nada, incluso a sus reclamos e insistencias de abrirme hacia ella.
Simplemente no quería que supiera nada acerca de mí, menos que me gustaba.
Cintia Terrazas me parecía la mujer más hermosa del mundo y un gran ser humano
pero inalcanzable como nube. Y justo después de graduarnos de secundaria, se
mudó a otro estado, y nunca más volví a saber de ella. Durante seis años desde entonces,
yo cada noche me masturbaba pensando en ella, en su sonrisa y sus pechitos en
desarrollo, sus piernas brillantes descubiertas por la falda escolar.
Cuando entré a la preparatoria,
no obstante, las cosas comenzaron a cambiar. Recuerdo que fueron muchas
ocasiones en las que, comiendo o leyendo o escribiendo, chicas del salón se
acercaban a hacerme plática. No sabía por qué. Yo me esforzaba por pasar desapercibido,
pero al final no me dio resultado. Al final del día, regresaba en la noche a su
casa con varias propuestas de chicas para salir, para hacer la tarea juntos,
para ir al cine. Una vez le pregunté a Astrid, la chica que se sentaba a mi
lado, la razón por la cual las chicas del salón se interesaban por mí.
Uy uy, rió. El galán, el galán
Sabes por qué lo digo, dije
cuando vi que Yesenia pasó a mi lado y me sonrió.
Pues es que tienes encanto,
contestó. Hay algo en ti que atrae a las mujeres. Es una pizca de no sé qué;
algo muy escondido que a veces se ve. Es cuestión de que confíes en ti mismo
Ah, respondí. Y esa noche
regresé pensativo a mi casa.
Al día siguiente, justo antes de
entrar al salón de clases, sentí una presencia a mis espaldas. Volteé. Era un
chico nuevo. No sé de dónde había salido; lo único que entendí fue que se había
cambiado de ciudad y que lo inscribieron a mi preparatoria y que desde ahora en
adelante estaría con nosotros durante el resto del semestre. Nunca antes lo
había visto; nunca antes había cruzado palabra con él, y sin embargo, su cara
me parecía familiar. Durante el transcurso del día me enteré que se llamaba
Constancio, igual que yo, y que teníamos la misma edad. Constancio se presentó
al resto de la clase y, antes de que yo o alguno de mis compañeros pudiera
preverlo, aquel chico nuevo, al final del día, ya era una estrella en el salón.
El nuevo Constancio era un imán de mujeres. Hablaba y conocía a
todas las chicas del salón y de otros salones también. Las seducía a todas, y
ellas extrañamente respondían. A cierta hora lo veían hablar con una chica del
primero K y a la hora ya estaba hablando con alguna chica del primero B. Era
desenvuelto y carismático, supongo que atractivo para las mujeres. Sea lo que
sea, él lo sabía y lo usaba para su beneficio. Constancio irradiaba felicidad
cuando estaba cerca de las mujeres. Era su hábitat ideal. Las chicas del salón
lo rodeaban en tropel, y él en el centro, estoy seguro, se sentía el rey del
mundo. Yo no le hablaba, no éramos amigos, pero con el paso del tiempo por
alguna razón comenzamos a hablarnos puesto que por alguna extraña razón decidió
sentarse a mi lado.
Durante este tiempo pude ver que aquel seductor chico y yo teníamos
muchas cosas en común. A ambos nos gustaba la misma música. A ambos nos
interesaba la poesía latinoamericana y los idiomas y el cine francés. Éramos
parecidos físicamente también. Él tenía mi mismo color de piel, mi mismo color
de cabello, caminábamos parecidamente e incluso teníamos el mismo acento al
hablar. Pero nuestro mayor rasgo en común era la mujer. Cada vez que nos
veíamos la mujer era el tema que ocupaba nuestro tiempo. Podíamos hablar por
horas acerca de Yuridia, de Lucía, de Minerva, de Asunción y de otras chicas.
Mira, mira, le dije una vez. Ahí
viene Patricia. No mames, mira sus caderas. Apenas para mí. ¿O qué?, me
preguntó. ¿No le entras?
¡Pues claro que le entraba!,
pensaba. Pero yo la verdad no tenía esas agallas que Constancio parecía tener
respecto a las mujeres; yo no tenia las agallas para ver a las mujeres como
pedazos de carne que pudiera tomar a mi antojo.
Lo que sucede conmigo, me dijo
una tarde a la hora del receso, es que
yo soy un donjuán de nacimiento. A decir verdad, yo desciendo de una
estirpe de mujeriegos y donjuanes. Mis abuelos paterno y materno, Cirilo y
Eusebio, habían sido mujeriegos en sus respectivas juventudes. De chiquito – y
todavía aún de grande – en mi casa han volado por el aire las historias de sus
conquistas y aventuras en sus pueblos natales: que Cirilo se robó a Isabela de
doña Anastasia el día de su boda; que Eusebio provocó que Clarita y el
ingeniero Martín se dejaran; que a Eusebio le querían pegar los hermanos de la
pobre y deshonrada Susanita, que Cirilo ni pase por la calle de las hermanas
Flores porque no se la va a acabar. En fin. Era sólo cuestión de tiempo para
que el interruptor de mi naturaleza de mujeriego se activara. Lo cual sucedió a
los cinco años con mi vecinita de enfrente, Anahí. Sus padres, Rita y Ricardo,
eran buenos amigos de mis padres. Hacían carne asada cada dos o tres semanas y
nos juntaban a mí y a Anahí adentro, en la sala, para que jugáramos. Al poco
tiempo, supongo, Anahí y yo nos hicimos novios. Y cuando digo novios no me
refiero a un par de niños bobos ahí riéndose al tomarse de la mano, no, no – Anahí
era una novia con la cual yo me besaba. De hecho, ahora que recuerdo ese
tiempo, me da risa recordar aquellos tiempos, porque fueron muchas veces en las
que Rita me llevó tomado de la mano a mi casa para entregarme a mi madre y
decirle bien enojada: Toma, Helena, te traigo a Constancio. Se estaba besando
con Anahí en el clóset. ¡Jaja! Quién sabe lo que habrá sentido mi madre en esos
momentos tan vergonzosos. Seguramente hasta rojos se le debieron poner los
cachetes.
Esta historia me hizo tanta
gracia, pero al mismo tiempo me pareció tan nostálgica, sin razón aparente, que
lo único que podía hacer era reírme junto a mi amigo. Así que solamente me
limitaba a escuchar a Constancio y verlo seducir mujeres. Aunque eso sí: yo nunca
le permití hacer de las suyas con ellas. Constancio lo único que quería era
jugar con las mujeres, usarlas, manosearlas y luego tirarlas cual ropa sucia. Y
a mí, no sé, no me gustaba esa manera de ver las cosas – me parecía cruel y
egoísta. Así que si podía sabotear que Constancio jugara con una mujer, siempre
lo hice.
¿Cuál es tu problema?, me
preguntó una vez.
No me gusta lo que haces, eso de
jugar con las mujeres. Te dejo coquetear, pero no te permito que les faltes al
respeto o que te aproveches de ellas
Vamos, Constancio, no seas
abuelo, mejor sé como yo
No
Sí. Tú también quieres este tipo
de vida, quieres mujeres a tu lado y lo sabes, pero…
¿Pero qué?
Eso dímelo tú. Mejor vuélvete
como yo. La vida es más fácil cuando la moral te importa un bledo. Aparte,
sabes que si tú no accedes, yo tampoco puedo hacer de las mías…
Mas nunca acepté. Porque yo lo
que deseaba muy en el fondo era una compañera a quien querer, a quien tratar
como una igual. Quería una chica con quien abrir mis sentimientos y hablarle
con sinceridad, directo a los ojos. Suena cursi, lo sé, pero es lo que quería.
Mas el problema con esa
filosofía, me dijo Constancio una tarde antes de salir de clases, es que es
riesgosa – te pueden romper el corazón en segundos. Además, incluso si quieres
cariño, ¡no puedes ir por la vida con el corazón en la mano, en bandeja de
plata! Necesitas estrategia, pensar con la cabeza, y saberte vender
Está bien, te sabes vender,
repliqué. Pero ¿a ti quién te va a comprar? Estás tan absorto en ti mismo, en
obtener lo que quieres, que llegar al corazón de una mujer es el fin, no el
medio
¿El medio para qué?
Pues para que tú sientas algo
Oh por favor
¡Sí! ése es el fin: querer a
alguien
El fin es el placer y punto. Se
chingó
Yo negaba con la cabeza. Nunca
nos entendíamos en ese punto. Sinceramente, yo me preocupaba por Constancio.
Cuando lo invitaba a adoptar mi filosofía, lo hacía por su propio bien, para
que fuera feliz, para que tuviera su consciencia tranquila y pudiese disfrutar
de una relación sana y serena. Respecto a él – yo sé que también se preocupaba
por mi, pero de una manera muy diferente. A Constancio le interesaba que yo
experimentara placer, que me divirtiera. Pero para volverme como él me sugería,
yo tenía que cruzar una línea que no estaba dispuesto a cruzar. Y lo mismo le
pasaba a él respecto a mí: él no pensaba adoptar mi filosofía porque esto
suponía rebajarse – según él – a un nivel que simplemente “no era el suyo”.
Pero ahora, con la perspectiva que los años me han dado, pienso que yo hubiera
sido más feliz de haberle puesto atención a sus consejos. Porque con esa
ingenuidad que me caracterizaba fui a conocer a Renata Pirfidias, la chica más
puta de las putas de todas las reinas putas que he conocido en la vida.
Renata era una chica bonita y simpática del salón de al lado. Cada
vez que llegaba al salón, Renata, sentada en su respectivo salón, me miraba y
me sonreía. Yo no sé qué ejercía aquella chica en mí, pero sentía algo salir
dentro de mi pecho, y creo que por eso yo le contestaba la sonrisa. Mi sonrisa,
me confesó tiempo después Renata, fue lo que primero le gustó de mí. Una tarde de octubre tropezamos
al subir las escaleras, y desde entonces nos hablamos todos los días.
Al poco tiempo comenzamos a hablarnos. Renata me buscaba asiduamente
y yo me dejaba encontrar con facilidad. Un día me confesó que le gustaba. Fue
ella quien me pidió que fuéramos novios, a lo que yo acepté de inmediato.
Estaba feliz, puesto que con el tiempo me enamoré de ella. Y las cartas de amor
que me escribía, los días que entrábamos tomados de la mano a la escuela, las
noches esperando el camión en que me decía que quería estar conmigo por
siempre, los inesperados abrazos que me daba por la espalda eran como flechas
dirigidas directamente hacia el centro de mi corazón. Y por obvias razones
Renata fue la chica que cuidé de Constancio; Constancio me insistía repetidas
veces a serle infiel.
Hazme caso, me solía repetir
muchas veces en la escuela. Ponle el cuerno. Mira a Ana Lucía, a Clarisa, a
Yuridia: ¡diviértete con ellas! ¡cógetelas a todas! Yo te digo cómo hacerle
para conseguir estas mujeres: es cuestión de escucharme, hacerme caso, y
dejarte llevar…
Mas No, fue la respuesta que
siempre le di a mi amigo. Yo amo a Renata y siempre le seré fiel
Constancio siempre se pasó sus
negativas por los pies. Nunca dejó de insistirne. Al principio yo, de nuevo,
trataba de hacerme cambiar de parecer; mas nunca lo logré, así como yo nunca
hacerlo cambiar de parecer a él. Después, sólo lo escuchaba sin pronunciar
palabra. Sobre todo cuando a veces, sentado con Renata afuera de la escuela,
llegaba mi amiguito y antes de irme a la casa me susurraba que Yesenia quería
que lo escuchaba escuchó, pero estas proposiciones poco a poco me comenzaron a
exasperar. Cuando ya me cansó de escucharlo, dejé de frecuentarlo. Constancio
aún así siguió insistiéndome, pero ahora yo lo ignoraba. Actuaba como si él no
existiera. Con el tiempo creo que se dio cuenta que no lo iba a convencer, así
que dejó de insistirme… por lo menos frente a Renata. De vez en cuando, al
tomar el autobús hacia mi casa, Constancio me alcanzaba o me estaba esperando en la parada del camión.
Pero mi lealtad hacia Renata era inquebrantable, hasta que acaeció la desgracia
y mi vida cambió para siempre.
Era primero de junio y, desde la
graduación yo no había sabido nada de Renata, cosa rara porque no pasaba un día
que no nos habláramos, si quiera por celular. Habíamos tenidos algunas
discusiones últimamente, problemas superfluos, pero todo siempre se arregló al
final. El problema era que a veces Renata no llegaba a nuestras citas o, si
llegaba, lo hacía con una hora, una hora y media, casi dos horas de retraso. A
veces ni siquiera iba y a la siguiente vez que nos veíamos, no me decía nada,
ni siquiera me ofrecía disculpas por esperarla preocupado. A veces sólo sentía
que me daba una explicación básica porque así se lo dictaba su conciencia. Pero
yo nunca le dije ni le pregunté nada. Quedamos de verse el sábado en el parque
de siempre, pero Renata no estaba segura de ir. Le dije que de todas maneras la
esperaría. Mas no fue. Y no me llamó ni el domingo ni el lunes ni el martes.
Intenté llamarla el miércoles mas no le contestó. El jueves, preocupado hasta
los huesos por mi Renata, salí de mi casa en mi busca de mi novia. Hice casi
una hora de recorrido de la parada de autobús hacia su casa. Y duré cuarenta
minutos buscándola porque me dijo que se había cambiado de casa, y yo no sabía
muy bien dónde quedaba la nueva. Cuando la encontré, toqué el timbre durante
quince minutos. Nadie salía. Pero algo me decía que ella estaba ahí…
¿Qué sucede?, le pregunté cuando
salió por fin Renata.
Que lo nuestro ya terminó,
Constancio. Tengo un novio. Es Alfonso, el del salón B. Llevamos tres meses
juntos
Oh, en momento sentí que me
arrancaran un vendaje de los ojos de un zarpazo, y ahora veía al mundo como
realmente era: un lugar totalmente desconocido y oscuro para mí. Que la gente
agrandaba mientras yo me encogía y que en las alturas del monte olimpo me
miraban cual hormiga y se burlaban de mí. Pero el mundo seguía siendo el mismo.
Las nubes, en el cielo, lentas avanzaban. Escuchaba carros pasar a su espalda.
El viento levantaba suavemente mi cabello. Pero Renata había cambiado. Su cabello,
su ropa, el color de su piel y de sus ojos, era igual, mas ya no era la misma.
Ahora era una extraña cruel e indiferente. Toda la fe y esperanza que tenía en
la vida y el mundo desaparecieron como cerillo apagado. Y sin embargo, yo , en
lugar de mandarla a la chingada como debí hacerlo, le rogué. Le rogué, maldita
sea, le rogué.
Renata, le dije, no importa lo
que hayas hecho: ¡vuelve! Mas Renata no me hizo caso, desde luego. Al
contrario: se rió hasta las lágrimas y me cerró la puerta en la cara, no sin
antes tacharme de loco, de tonto, y pedirme, de la manera más amable, que ya no
le buscara por favor, vete por favor ¿sí?, no me ocasiones problemas con mi
pareja, ya sabes por dónde irte. Y ahora sí: ¡pum! Portazo en la cara.
Aquella noche, bajo la lluvia,
yo regresé a mi casa cargando los pedazos rotos de mi corazón entre mis brazos.
Pasaron varias semanas hasta que
decidí salir de la casa con una idea en la mente… Pero cuando salí de la
puerta, esta idea ya me estaba esperando.
Hola, me saludó Constancio. Era
él, frente a mi puerta.
Hola, le respondí sin siquiera
verlo a los ojos
¿Cómo te va?, me preguntó
Pues te diré… Renata me…
Sí, ni me digas. Vine a ver cómo
estabas
Afligido, respondí. Triste. Y
culpable
Culpable ¿por qué?
Pues porque no debí haberte dado
la espalda. Tú has sido el único que me ha apoyado
Ni lo digas, me dijo. Entre
nosotros no ha pasado nada
Sí, pero es que…
Es que nada. En serio. No tienes
que pedir perdón
Suspiré y me dejé caer sobre la
banqueta, pesado como piedra.
Me siento mal, le dijo. Me
siento, me siento…, no encontraba las palabras
…Sucio, avergonzado, dijo
Constancio. ¿Sientes que llevas un estigma en la frente? ¿que todo el mundo
tiene razón para apuntarte por la calle aunque no sepan qué es lo que te sucedió?
Te sientes impotente, te sientes culpable porque cruzaste una línea que no
debías cruzar. Sientes deseos de venganza, mas no hacia la puta esa, sino hacia
ti mismo, por haber permitido una humillación tan ignominiosa
Asentí con la mirada gacha, pero
podía ver que Constancio aún me sonreía. Aún así tuve la sensación de que mi
amigo me estaba reprochando algo. Me hablaba con dureza, como si la falta de
respeto la hubiera sufrido él y no yo, como si la falta de respeto la hubiese
hecho yo y no Renata.
¿Y ahora qué sigue?, me
preguntó.
Quiero algo… Quiero que me
enseñes a ser como tú, me dijo. Quiero ser un mujeriego como tú y que me valga
un pito la vida y que las mujeres me amen, como te aman a ti
Silencio.
¿Estás seguro?, me preguntó.
Sí. Me enseñaría a mí mismo,
pero no tengo el valor. Soy un cobarde. No tengo el corazón frío para ser tan
egoísta
Una vez que aceptes ya no habrá
vuelta atrás. No te lo permitiré…
Está bien, me dijo. Cierra los
ojos. Pon tu mente en blanco, no pienses nada, no digas nada. Escucha lo que
digo. Absorbe cada palabra mía como esponja al agua, de manera que yo hable por
ti, mire por ti, escuche por ti, sienta por ti, DECIDA por ti, hasta que mi voz
se encuentre encima de la tuya y yo ocupe tu lugar.
Y eso hice. Cuando abrí los
ojos, Constancio ya se había ido, pero su voz zumbaba dentro de mi cabeza.
Esa misma noche fui a una
fiesta, invitación de Martín, amigo de la prepa, con Constancio. Me presentó a
Carolina, su hermana. Al principio me fue difícil hablarle, pero poco a poco,
con los consejos de Constancio en mi mente y sus palabras fluyendo a través de
mi boca, comencé a sentirme cada vez más cómodo, como niño que puede montar la
bicicleta solo. Con el vodka, palabras suaves y la música, Carolina terminó
cediendo ante mí y horas después, mientras los demás seguían embriagándose en
el patio, yo le hacía el amor sobre la secadora en el cuarto de lavado. En la
mañana, mientras despuntaba el sol, emprendí el camino de regreso a casa. Me
sentía como un soldado que regresaba de una batalla victorioso. Me sentía
feliz, complacido, lleno de energía. Pero al mismo tiempo muy, muy enojado. Y
me costaba trabajo caminar, como si tuviese el cuerpo dormido y no lo pudiera
controlar del todo…
Los siguientes trece años de mi
vida fueron años de lascivia. Me acosté con un sinfín de mujeres por todas
partes del país. Por mis brazos pasaron chicas de todos los tamaños, colores y
sabores. Me llegué a involucrar con mujeres casadas, solteras, divorciadas y
comprometidas y hasta con una que otra viuda – joven, desde luego. No hubo ni
una mujer – ni una sola – en la que no me haya fijado y a la que al final no me
la haya llevado a la cama. Mi hambre por mujeres no conoció saciedad ni mi
voluntad por darse gusto tampoco. Traté al mundo como si fuese un banquete del
cual yo era el invitado principal y podía elegir a placer lo que más me
gustara.
Algunas veces, las cosas no
resultaron tan fáciles. Porque en el mundo sólo hay dos tipos de mujeres: las difíciles
y las inalcanzables. Y para efectivamente conquistar a las inalcanzables tuve
que emplear el método más rastrero y deleznable que existe en todo el mundo: el
fingimiento de la sinceridad. Hay mujeres muy desconfiadas en el mundo, mujeres
que no abren la puerta de sus sentimientos por el miedo de salir lastimadas.
Obviamente no pude llegar y decirles: Arriésgate conmigo, valgo la pena, confía
en mí: puede que sea verdad, pero hasta no comprobarlo, las promesas de este
tipo son cheques de firmas sospechosas. Así que era necesario que me las ganara
a fuerza de la confianza. Por lo que yo les demostré que era sincero,
vulnerable como cualquier otro ser humano. Les decía que por ellas no me
importaba arriesgar mis sentimientos, porque así era el amor: un riesgo, una
incertidumbre de dulce recompensa, y quién sabe qué otras pendejadas más. Era
tanta mi capacidad histriónica que eventualmente estas mujeres me ofrecieron su
corazón y con éste su cuerpo.
Renté un departamento en el
centro de la ciudad adonde llevaba a todas mis conquistas una, dos – cinco
veces por semana. En cuanto a Constancio y a mí, nuestra relación era de
silencio, casi como si no tuviéramos amistad alguna, más bien como si fuera una
voz dentro de mi cabeza que me decía lo que yo tenía que decir, nada más. Y con
el tiempo ya no fue necesario que me dijera nada, porque todo lo que me podía
decir ya lo había escuchado antes, así que ya sabía cómo reaccionar ante cada
situación. A pesar de esto, ahora que recuerdo esos años, los recuerdo con
nostalgia – fueron muy fructíferos, pero transcurrieron rápido, como agua
cayendo de la regadera. Cómo me hubiera gustado quedarme a vivir en esos años –
congelar el universo para que no fluyera más. Porque fuer durante aquel tiempo
que conocí a Gabriela Suárez.
Un día, antes de salir del
trabajo, Lorenzo, un compañero del trabajo que se había vuelto muy amigo mío,
pasó a mi cubículo y me invitó a una fiesta en su casa. Habrá muchas chicas,
dijo. Yo, desde luego, acepté. Llegamos a la fiesta cuando ya había empezado.
Yo prefería llegar una o dos horas más tarde para no perderme del punto
culminante y evitar el penoso nacimiento de la fiesta. Ya para cuando llegamos,
había muchas chicas desfilando ante mi vista. Nos habían presentado algunas
chicas, María José y Jacqueline, que se me antojaron como compañeras para
terminar la velada. Y ellas, al parecer, sin haberlo confirmado, habían
aceptado mi invitación con sus gestos y actitudes desenvueltas. A las doce de
la noche yo ya estaba a punto de proponerles ir a alguna recámara del piso de
arriba para hacer travesuras, cuando vi algo que cautivó al instante mi
atención. Junto a Lorenzo estaban dos chicas, una de las cuales me llamó
terriblemente la atención. Mas no sabía por qué.
Aproveché que mis compañías
femeninas habían ido al baño para ir a preguntarle a Lorenzo acerca de la chica
que me había desconcertado.
Se llama Gabriela. Es amiga de
Laura, respondió, la otra chica con la que vengo. ¿Por qué? ¿Te gustó?
Tiene algo, no sé qué es…
Es muy callada; sólo cruzamos
palabra cuando nos presentaron
Ya veo. ¿Cuántos años tiene,
oye?
Dieciocho
¡Dieciocho!
¿Qué tiene?
No mames, Lorenzo, ¡qué haces
tirándole rollo a niñitas de dieciocho años!
Pues ¿qué? Están chidas. Aparte,
sólo le tiro rollo a Laura
Estás enfermo
¡Bah! ¿quieres que te la
presente?
No, olvídalo. Muy chica para mí
Bueno, como quieras
Cuando vi que las chicas
regresaban, regresé con Jacqueline y la otra morra. Y hubo un momento en el que
la vi sonreír por primera vez que, sin saber por qué, sentí unas terribles
ganas de hacerle el amor, de levantarle esa falda de colegiala e introducirme
en ella como gancho y no soltarla nunca. Y repito, sin saber por qué. Porque me
parecía un crimen, una conquista demasiado fácil, pero aún las urgencias, el deseo
por poseerla, eran demasiado. El acto sexual con ella era una imagen
devastadoramente hermosa y placentera: ver sus ojos tímidos y temerosos
mientras, desnuda y de pie, de cabeza a los tobillos, deteniendo mi mirada en
sus pechos, en su sexo, en sus pies de porcelana; imaginar su piel nerviosa
respondiendo a cada tacto mío nerviosamente, como si le diera toques; el suave
quejido que haría al introducirse el primer segundo a ella; sus labios que no
lo besarían, sino se dejarían besar por los míos; su cuerpo que se dejaría
guiar por el mío, como ciego por un perro. Y, como
empujado por una ola, fui y le hablé. La encontré sola, espiando los libros en la
sala de la casa.
Hola, la saludé.
Hola, respondió.
¿Interrumpo?
No. Sólo veía los libros. ¿Yo te
interrumpo a ti?, preguntó tímida.
No, respondí, buscaba a un
amigo, mentí. Arturo, ¿lo has visto?
No. No conozco a nadie aquí,
dijo con cierta inocencia en la voz, y yo sonreí.
Le pregunté si alguno le llamaba
la atención, de libros, me refiero. Me dijo que sí, tomando uno con la mano.
Ese libro era Suave es la Noche de Scott Fitzgerald. Me dijo que no había leído
nada de él, pero que se lo recomendaron porque era muy bueno. Le dije que le
gustaría y ella me preguntó que si ya lo había leído. Asentí.
Scott Francis Fitzgerald es uno
de mis escritores favoritos, dije. Already with thee! tender is the night: Ése
es el verso de donde toma el título Fitzgerald. Es un poema de John Keats, un
poeta romántico inglés
Gabriela volteó impresionada
hacia mí. No sabía, me dijo. Parecía impresionada. Me preguntó que cómo sabía
que de aquel verso de Keats tomó Fitzgerald el título.
Porque lo dice en la obra,
respondí. Mira, préstamelo. Aquí sale el epígrafe. ¡Ya estoy contigo! Suave es
la noche… Aunque está en español
Gabriela me vio, impresionada, y
aceptó sentarse a platicar conmigo.
Hablamos durante largo rato
aquella fiesta acerca de libros, de música, de cine; tuvimos, me dijo Gabriela
tiempo después, una conversación muy plena. En algún punto de la charla vi que
Gabriela tenía una M rayada con pluma en su pierna.
¿Qué significa esa M?, pregunté.
Maldita, respondió.
¿Por qué maldita?
Porque puedo ser bien perra
Le dije que no lo parecía y ella
sólo se me quedó viendo a los ojos. Al cabo de unas horas me dijo que ya se
tenía que ir, porque su amiga debía regresar su carro temprano.
¿O papá te regaña?, sonreí.
Sí, murmuró. Pude notar que sus
mejillas se sonrojaban. Le dije que estaba bien, que había sido un gusto
conocerla y que sería lindo toparla otro día.
Mejor dame tu correo electrónico
y así hablamos, me dijo.
Perfecto, pensé. Esta chica va
que vuela para mi cama. Gabriela me apuntó su correo electrónico en una
servilleta y nos despedimos. Adiós, dijo Gabriela. Y antes de irse, volteó su
cabeza sobre sus hombros, mirándome mientras seguía caminando. Yo regresé
contento a la casa.
Desde entonces Gabriela y yo hablábamos
en línea casi todos los días. Conversábamos por chat de cosas rutinarias, la
escuela y el trabajo, pero yo siempre cuidaba de hacer un acercamiento directo
y agresivo. Como una noche recuerdo que me preguntó que qué hacía y yo le
respondí que pensaba en ella: así, a las peladas. Gabriela no me contestó
durante cinco minutos hasta que le volví a hablar. Es que me apenó tu
comentario, me dijo. Pero ¿te gustó?, pregunté. Sí…, respondió. Gabriela poco a
poco comenzó a confiar en mí, a decirme que yo le gustaba, le atraía muchísimo,
que pensaba en mí todas las noches antes de dormir y que quería conocerme. Incluso
una noche tuvimos una conversación muy erótica. Te quiero hacer el amor, le
escribí. Y yo quiero que me lo hagas, respondió. Quiero hacértelo bocabajo,
boca arriba. Quiero sexo oral. Y te haré uno bien rico, respondió Gabriela.
Nunca lo he hecho pero quiero que me enseñes. Gabriela tenía novio, Carlos, un
chico de su edad, pero a mí no me importaba que fuera mujer ajena, y al parecer
a ella tampoco – hablábamos como si no tuviera novio. Y yo estaba realmente
complacido. Solamente era cuestión de tiempo para que Gabriela estuviera lista
para mí. Sin embargo, una noche recibí un correo electrónico de ella, el cual
decía lo siguiente.
Siento algo por ti, escribió. A
Carlos no lo quiero, él sólo me hace daño, y yo a él, pero tú eres todo lo que
he deseado hasta ahora. Hablando contigo me siento viva, protegida. Mis papás
se están divorciando, el nacimiento de mi hermana no salvó su matrimonio, y me
siento tan triste, tan sola. Cómo desearía tener tu edad, ser más grande, y
poder darte lo que mereces, estar a tu altura. Cuando supe que Carlos me fue
infiel, fue horrible. No pude soportarlo. Me dolió mucho. Sentí que un hoyo me
crecía en el pecho, fue tan doloroso… Lloré toda la noche. Sé que estoy muy
chica para decir esto, pero si supieras cuánto he sufrido en mi vida, si
SINTIERAS cuánto he sufrido… Tú eres mi alivio aunque me das miedo, porque
siento que juegas conmigo y eso me lastima…
Cuando leí esto me imaginé a
Gabriela sentada en un rincón oscuro, abrazando sus piernas, sufriendo, como
conejo maltratado. Mi mano se acercaba a ella, y ella, ignorante de mis
verdaderas intenciones, temerosa se asomaba para que la acariciara. Me pareció
que lo que estaba a punto de hacer era deleznable: en el fondo estaba a punto
de corromper a una chica. Pero qué diablos, dije, manos a la obra.
¡Qué!, exclamé. ¡Qué rayos…!
Y al instante, Gabriela
respondió: Tienes razón. Estamos yendo muy rápido. Necesito pensar las cosas,
estoy muy confundida
Pero ¡qué chingados haces!, le
grité a Constancio. ¿Por qué le dices eso? ¡pero qué te…!
Tranquilo, contestó. La verdad,
esto va muy rápido. Gabriela se puede asustar
Pero ¿qué dices? Ya la tenía en
la cama, ¡y la dejaste ir! Me arruinaste una conquista
Tranquilo, Constancio, sé lo que
estoy haciendo. Esta chica caerá, no tienes nada de qué preocuparte. Le dije
exactamente lo que tú le hubieras dicho, ¿o no?
Sí…
¿Entonces? Tranquilo. Sólo quise
jugar con ella un poco – de hecho, quiero jugar con ella. Permíteme escribirle.
Le escribiré lo que debe escribírsele
Bueno…
Y desde entonces Constancio le
escribía notas en línea a Gabriela que me parecían totalmente absurdas y fuera
de lugar. Gabriela, le escribió una noche, no quiero jugar contigo, tú también
eres un alivio para mí. Porque tú eres como una gota de agua de manantial, y yo
he estado bebiendo de un charco de agua sucia durante mucho tiempo. Siempre
quise decirle algo a Constancio al respecto, pero siempre se me adelantó.
Tranquilo, me decía, esta chica caerá; es sólo cuestión de tiempo. Parecía tan
cínico y aburrido al decirme eso, como si fuera algo muy tonto u obvio, que yo
no decía nada – sólo lo dejaba escribir. Aunque algo en sus mensajes no me
convencían del todo. No sé qué era; era algo elusivo, que se escondía detrás de
las letras. Pero la seguridad de Constancio, sus declaraciones de ser el más
grande mentiroso del mundo, me dejaban convencido. Pasaron tres meses y
Gabriela aún no era mía. Constancio había pasado todo este tiempo dándole
largas al encuentro, según mi punto de vista. Y cada vez que le hacía notar
esto, me decía, bostezando – siempre bostezando –, que iba en buen camino, que
Gabriela era difícil, pero no un problema. Que su reacción era de esperarse.
Que lo único que había que hacer por ahora era escribirle mensajes de amor para
demostrarle que realmente ella era amada y respetada.
Sin embargo, una vez, cuando le
escribí diciéndole, cínicamente, que deseaba verla desnuda en mi cama el
viernes por la noche, Gabriela me dijo: No. Tengo novio. Ya no insistas. Adiós.
Y se salió del chat.
Mierda, pensé. Estoy en apuros.
Para recuperar a esta chica, debo hacer algo extraordinario: algo que le
compruebe que aún está interesada en mí. Pero como no tengo ni su dirección ni
su número de teléfono, no sé qué hacer. Paciencia; mientras me desbloquea,
pensaré.
Sin embargo, cada vez que
llegaba del trabajo, me sentaba en el escritorio dispuesto a trabajar, y me
daba cuenta que Constancio le había mandado mensajes de amor a Gabriela:
Gabriela, le escribió, por favor háblame, te amo, te deseo, quiero estar junto
a ti.
Gabriela por su parte respondió
que ya no le insistiera, que estaba feliz, que yo le había hecho mucho daño y
que era mejor que ya no habláramos. Tu necedad es grande, escribió Constancio,
es cuestión nomás de romperla. Cuando Gabriela finalmente me desbloqueó de sus
conversaciones, intenté improvisar una táctica, la estaba seguro que iba a dar
resultados.
Confío en ti, Constancio. No
quiero que me digas nada ni que me metas en problemas con Ángel (su nuevo
novio), ¿entendido?
Está bien, respondí. Yo quiero
ser tu amigo y después a ver qué pasa
¡No, no! ¡Nada de a ver qué
pasa!: no va a pasar nada. Estoy enamorada de Ángel, entre tú y yo no va a pasar
nada
Pero Gabriela, tú dijiste que me
querías
Eso ya pasó
No creo que haya pasado tan
rápido; tenemos una conexión, ¿recuerdas?
… Mira, te digo algo: termino
con Ángel y soy tuya, ¿trato hecho?
Trato hecho
Pero a la siguiente semana
Gabriela me bloqueó de nuevo de su conversación, porque Constancio le escribió:
extraño hablar como antes, perdona todo el mal que te hice. Como no tenía su
número de teléfono ni dirección de casa y escuela, Constancio no podía dar con
ella ni yo.
Cuando me desbloqueó de nuevo,
tres meses después, pensé: es ahora o nunca. Gabriela me dijo que tenía novio,
que lo amaba mucho, que le era leal y que no quería problemas. Que lo nuestro
ya había pasado. Yo no vi esto como un obstáculo, así que seguí insistiéndole
en lo mucho que yo la deseaba y cómo ella me deseaba en realidad, a pesar de
todas las negativas que me daba. Pero ni esto resultó.
Cuando acepté hablar de nuevo
contigo, me dijo finalmente Gabriela, fue porque creí que no habría ningún
problema. Está bien, me dije a mí misma. Le hablaré, seremos amigos, nada de
sentimientos, nada de la misma mierda de antes. Pero si no me reprochas mi
falta de amor hacia ti, no tenemos nada de qué hablar. Y no me interesa hablar
contigo de otras cosas. No te lo tomes tan personal, no lo es. Simplemente no
tengo ganas de gente en ese momento. No tengo ganas de que me digas hermosa,
que quieras ir a verme bailar, que me hablas de nuestro pasado. No tengo qué
lidiar con esto
¿Por Ángel?
Sí
¿Por qué por él?
¡Ya no insistas!
Yo llegué antes que él
Qué importa eso; lo amo
Y tú a mí
PARA NADA
Por lo menos un poco
No
Te gusta que te reproche
No
Sí
Lo disfrutas
No
Entonces ¿por qué dices que si
no te reprocho tu desprecio, no tenemos nada de qué hablar? Te gustan mis
reproches. Cuando termines con Ángel, tú y yo estaremos juntos
Dios, ¿por qué chingados no
entiendes QUE NO? que NO-ME GUS-TA. Entiéndelo de una buena vez. Cómo jodes,
neta. Eres un mosquito zumbando a mi alrededor. Por favor, déjame en paz
Gabriela, yo te amo
ME VALE MADRE. Y Créeme: si yo
llegara a terminar con Ángel, tú serías lo último que pasaría por mi mente. Es
más, no pasarías en absoluto por mi mente. Entiende que no quiero nada contigo.
Nada. NA-DA. Ni un romance, ni una amistad, ni conversaciones esporádicas, ni
reproches estúpidos de algo que ni me acuerdo: NADA. Entiende esto, o no
volverás a saber de mí
Si tan seguro estás de que te
amo y las pendejadas que dices, dijo Gabriela, volveré a ti, ¿no? Así que
déjame en paz. Y se desconectó del chat y me bloqueó.
Demonios, dije dándole un golpe
al teclado con mis puños cerrados, esta chica ya está perdida. No importa lo
que diga, ya no caerá. Se me fue la oportunidad. Pero durante los siguientes
siete meses Constancio le escribió varios correos electrónicos a mis espaldas;
algunos decían: Sólo quiero verte para hablar, eso es todo, quieras y durante
el tiempo que tú quieras. Otro día Constancio le dijo entendía lo que era
sufrir la infidelidad y comenzó a relatarle un suceso que nunca esperé que le
relatara a nadie. Pero el mensaje más grosero que le pudo haber escrito en toda
la puta vida fue: No me exilies de tu vida, por favor, incluso háblame como
amigo. no importa si me bloqueas de tu vida: yo siempre te querré y siempre te
buscaré.
Cuando vi este mensaje, sabía
que Constancio había cruzado el límite. No, no, esto es inaceptable, le dije,
es el colmo de la humillación. Tengo que ponerle un alto a esta situación.
Decidí encararlo de una vez por todas al pendejo ese. Sabía que salía a caminar
cada noche para despejarse, según él, de la situación de Gabriela. Así queme
puse de pie y lo seguí hasta a calle. Era de noche y llovía. Vi una silueta
oscura a lo lejos, en medio de la calle, y hasta ahí lo seguí.
¡Constancio!, le grité. Regresa,
maldito, ¿Por qué haces esto? Te odio. Lo seguí. Pero cuando llegué adonde
estaba su sombra, ya no había nadie. Un charco de agua estaba en la calle. Bajé
la mirada y vi a Constancio reflejado en el charco, a mis espaldas, mirándome a
los ojos.
¿Por qué crees que lo hago?, me
preguntó sardónicamente. De pronto, un carro pasó por encima del charco y me
mojó. Cuando volteé no había nadie, el reflejo de Constancio y el mío
diluyéndose en uno solo, el mismo estúpido reflejo enamorado que era, sí, el
mío.
Me desplomé al suelo, riéndome
de mí mismo. Era inútil seguirlo negando. Me había enamorado de Gabriela. Quise
jugar con ella, pero me salió el tiro por la culata. Me ha tratado cual vil
trapo sucio y probablemente lo siga haciendo. Porque en la vida quise jugar a
ser un mujeriego, un patán cínico y frío y sin sentimientos, pero con Gabriela
descubrí que en el fondo sigo siendo un sentimental, no he cambiado en absoluto
y mis sentimientos son siempre los mismos