viernes, 16 de diciembre de 2011

Ya no iremos a vagar

Ya no iremos a vagar
Tan tarde por las noches,
Aunque el amor arda en deseos
Y la luna aún brille enorme.

Pues la daga abre la vaina
Como el alma gasta el pecho,
El corazón pide una pausa
Y el amor final sosiego.

Aunque la noche es para amar
Y el día súbito llega,
Ya no iremos a vagar
Bajo la luna llena.



sábado, 19 de noviembre de 2011

Llora el corazón

Llora el corazón
Cual lluvia en la ciudad
¿Qué es este sopor
Que invade el corazón?

El ruido de la lluvia
En la tierra y los tejados,
Mi pecho se nubla
De oír caer la lluvia

Llora sin razón
En el lánguido corazón
¿Qué? ¿No hay traición?
Duelo falto de razón

Aseguro, es lo peor
El no saber por que
Sin odio y sin razón
Llora el corazón

martes, 25 de octubre de 2011

Mi sueño

Extraña es la imagen que sueño constante,
La ignota mujer que amo y me ama;
La dama no es siempre la misma dama
Mas no siempre es la misma amante.

Porque ella me entiende, mi pecho ahora abierto
Por ella ha cesado de ser un dolor
Y ella a mi frente bañada en sudor
Refresca con llanto de tristes eneros.

¿Es Rubia o morena o rosada? Li ignoro
Su nombre imagino es dulce y sonoro
Igual al de aquellos que en vida perdí.

Su mirada es justa al de las estatuas,
Lejana y tranquila, su voz llega a mí
Muda por siempre, igual que otras tantas.

domingo, 9 de octubre de 2011

Mis sentimientos son siempre los mismos

Dom Juan: Quoi? tu prends pour de bon argent ce que je viens de dire, et tu crois que ma bouche était d'accord avec mon cœur?
Sganarelle: Quoi? ce n'est pas. Vous ne. Votre. Oh! quel homme! quel homme! quel homme!
Dom Juan: Non, non, je ne suis point changé, et mes sentiments sont toujours les mêmes
        Dom Juan, Molière

Mi nombre es Constancio Jiménez y yo soy un mujeriego. Y hasta hace un rato estaba empapado. De milagro no me dará una pulmonía. Después del evento que me llevó a empaparme, regresé a mi casa y me eché sobre el sillón en medio de la oscuridad. Al cabo de un rato me vine a la computadora a escribir un rato – a escribir mi historia, los múltiples sucesos que me llevaron a este punto de mi triste vida. Siento que es necesario, que me la debo. El mundo es un lugar cruel para las almas sensibles y un fiel sirviente para los sinvergüenzas. Mas no hay peor broma que la que se le juega a uno mismo. Y si mi vida fuera un tren, por la ventana vería que delante de mí me esperan puros sinsabores y amarguras. Acepto que es totalmente mi culpa y que, aunque quisiera, no puedo hacer nada al respecto. Porque al final mi necedad fue más grande que cualquier consejo que me dieron o que yo mismo me di… Pero aquí estoy, nunca he dejado de estar y a seguirle. Si quieren saber de qué hablo, por favor sigan leyendo.

Como dije, soy un mujeriego, pero no un mujeriego cualquiera – soy, o era, más bien, un mujeriego a nivel legendario. En serio. Sólo necesitan hablar con amigos o conocidos míos para que se enteren de la fama que tiene el gran Constancio Jiménez. Y aunque hay muchas historias que circulan por ahí acerca de mí, yo pienso que son menos de las que realmente sucedieron; es decir, en mi caso la realidad supera al mito. Sin embargo, lo que importa por ahora no es mi pasado, sino mi ante-pasado. Porque yo, la verdad, no siempre fui un donjuán. Yo, aunque no lo crean, en algún punto de mi vida fui una persona sincera y sentimental – un hombre honesto y de bien – y lo peor de todo es que fui así en mi niñez y adolescencia. A decir verdad, mi primera memoria nítida que conservo de la infancia tiene que ver con mi primer amor. Se llamaba Leticia y la conocí a los seis años, en la escuela preescolar.

Leticia era una niña lindísima, recién llegada de Sonora, y se sentaba en primera fila. Recuerdo que nuestra profesora, la profesora Alicia, la felicitaba mucho por su caligrafía y sus dibujos; era una niña sobresaliente y muy bien portaba. Incluso ahora, tantos años después, puedo evocarla sentada peinada con colita, su falda azul y su colita de caballo, mientras el olor a crayones que flotaba en el aire se mezclaba con el olor a gis del pizarrón. Cuántas horas, cuántos días no pasé contemplándola desde mi asiento, soñando con el día que fuese mi novia. Un día durante el receso, el día de su cumpleaños, recuerdo bien, cuando debí verla más linda que nunca, me acerqué para declararle mi amor, el cual Leticia rotundamente rechazó.

No, me dijo. No, porque a mí me gusta Arnoldo Suárez, y él y yo nos vamos a casar. En ese momento Arnoldo Suárez, quien por cierto era el chico más alto y fuerte del salón, se acercó a ella, abrazándola por el cuello, como diciéndome "Ella me quiere a mí y no a ti, tarado". Yo aún así me quedé un par de segundos más, viendo a Leticia y a Arnoldo uno al lado del otro, mirándome fríamente. En aquel instante, debido a mi inocencia, no supe qué era lo que se formaba dentro de mi pecho como un remolino. Sólo sentí unas enormes ganas de pegarles a ambos en la nariz, sobre todo a Leticia, y salir corriendo al baño a llorar. Pero no lo hice, algo en mí me contuvo. Me di la vuelta y caminé hacia el salón, mientras mis compañeros a ambos lados me apuntaban con el dedo y se burlaban de mí. Muchos años después comprendí que lo que había sentido era efectivamente despecho.

Desde entonces, nunca supe por qué, mi vida fue una vida solitaria. Durante la primaria y secundaria comía solo, jugaba solo, hacía la tarea solo. Me gustaban muchas chicas, pero jamás intenté acercármeles, mucho menos seducirlas. Incluso tuve una amiga, Cintia Terrazas, de la cual me enamoré terriblemente. Se sentaba en la banca frente a mí durante los tres años de secundaria, debido a nuestros apellidos. Al principio yo tomaba cuidado en no cruzar palabra con ella o las menores posibles; tanto era mi miedo por las mujeres y al pintiagudo filo de su rechazo. Pero al paso del tiempo me fui desenvolviendo inevitablemente y nos volvimos grandes amigos. Ella me tuvo mucha confianza. Ya que,  por ejemplo, me contaba sus problemas – chicos, calificaciones, padres, amigos, incluso sexualidad una vez – y yo la escuchaba devotamente. Yo, por otra parte, no le comentaba nada, incluso a sus reclamos e insistencias de abrirme hacia ella. Simplemente no quería que supiera nada acerca de mí, menos que me gustaba. Cintia Terrazas me parecía la mujer más hermosa del mundo y un gran ser humano pero inalcanzable como nube. Y justo después de graduarnos de secundaria, se mudó a otro estado, y nunca más volví a saber de ella. Durante seis años desde entonces, yo cada noche me masturbaba pensando en ella, en su sonrisa y sus pechitos en desarrollo, sus piernas brillantes descubiertas por la falda escolar.

Cuando entré a la preparatoria, no obstante, las cosas comenzaron a cambiar. Recuerdo que fueron muchas ocasiones en las que, comiendo o leyendo o escribiendo, chicas del salón se acercaban a hacerme plática. No sabía por qué. Yo me esforzaba por pasar desapercibido, pero al final no me dio resultado. Al final del día, regresaba en la noche a su casa con varias propuestas de chicas para salir, para hacer la tarea juntos, para ir al cine. Una vez le pregunté a Astrid, la chica que se sentaba a mi lado, la razón por la cual las chicas del salón se interesaban por mí.

Uy uy, rió. El galán, el galán
Sabes por qué lo digo, dije cuando vi que Yesenia pasó a mi lado y me sonrió.
Pues es que tienes encanto, contestó. Hay algo en ti que atrae a las mujeres. Es una pizca de no sé qué; algo muy escondido que a veces se ve. Es cuestión de que confíes en ti mismo
Ah, respondí. Y esa noche regresé pensativo a mi casa.
Al día siguiente, justo antes de entrar al salón de clases, sentí una presencia a mis espaldas. Volteé. Era un chico nuevo. No sé de dónde había salido; lo único que entendí fue que se había cambiado de ciudad y que lo inscribieron a mi preparatoria y que desde ahora en adelante estaría con nosotros durante el resto del semestre. Nunca antes lo había visto; nunca antes había cruzado palabra con él, y sin embargo, su cara me parecía familiar. Durante el transcurso del día me enteré que se llamaba Constancio, igual que yo, y que teníamos la misma edad. Constancio se presentó al resto de la clase y, antes de que yo o alguno de mis compañeros pudiera preverlo, aquel chico nuevo, al final del día, ya era una estrella en el salón.

El nuevo Constancio era un imán de mujeres. Hablaba y conocía a todas las chicas del salón y de otros salones también. Las seducía a todas, y ellas extrañamente respondían. A cierta hora lo veían hablar con una chica del primero K y a la hora ya estaba hablando con alguna chica del primero B. Era desenvuelto y carismático, supongo que atractivo para las mujeres. Sea lo que sea, él lo sabía y lo usaba para su beneficio. Constancio irradiaba felicidad cuando estaba cerca de las mujeres. Era su hábitat ideal. Las chicas del salón lo rodeaban en tropel, y él en el centro, estoy seguro, se sentía el rey del mundo. Yo no le hablaba, no éramos amigos, pero con el paso del tiempo por alguna razón comenzamos a hablarnos puesto que por alguna extraña razón decidió sentarse a mi lado.

Durante este tiempo pude ver que aquel seductor chico y yo teníamos muchas cosas en común. A ambos nos gustaba la misma música. A ambos nos interesaba la poesía latinoamericana y los idiomas y el cine francés. Éramos parecidos físicamente también. Él tenía mi mismo color de piel, mi mismo color de cabello, caminábamos parecidamente e incluso teníamos el mismo acento al hablar. Pero nuestro mayor rasgo en común era la mujer. Cada vez que nos veíamos la mujer era el tema que ocupaba nuestro tiempo. Podíamos hablar por horas acerca de Yuridia, de Lucía, de Minerva, de Asunción y de otras chicas.
Mira, mira, le dije una vez. Ahí viene Patricia. No mames, mira sus caderas. Apenas para mí. ¿O qué?, me preguntó. ¿No le entras?
¡Pues claro que le entraba!, pensaba. Pero yo la verdad no tenía esas agallas que Constancio parecía tener respecto a las mujeres; yo no tenia las agallas para ver a las mujeres como pedazos de carne que pudiera tomar a mi antojo.
Lo que sucede conmigo, me dijo una tarde a la hora del receso, es que  yo soy un donjuán de nacimiento. A decir verdad, yo desciendo de una estirpe de mujeriegos y donjuanes. Mis abuelos paterno y materno, Cirilo y Eusebio, habían sido mujeriegos en sus respectivas juventudes. De chiquito – y todavía aún de grande – en mi casa han volado por el aire las historias de sus conquistas y aventuras en sus pueblos natales: que Cirilo se robó a Isabela de doña Anastasia el día de su boda; que Eusebio provocó que Clarita y el ingeniero Martín se dejaran; que a Eusebio le querían pegar los hermanos de la pobre y deshonrada Susanita, que Cirilo ni pase por la calle de las hermanas Flores porque no se la va a acabar. En fin. Era sólo cuestión de tiempo para que el interruptor de mi naturaleza de mujeriego se activara. Lo cual sucedió a los cinco años con mi vecinita de enfrente, Anahí. Sus padres, Rita y Ricardo, eran buenos amigos de mis padres. Hacían carne asada cada dos o tres semanas y nos juntaban a mí y a Anahí adentro, en la sala, para que jugáramos. Al poco tiempo, supongo, Anahí y yo nos hicimos novios. Y cuando digo novios no me refiero a un par de niños bobos ahí riéndose al tomarse de la mano, no, no – Anahí era una novia con la cual yo me besaba. De hecho, ahora que recuerdo ese tiempo, me da risa recordar aquellos tiempos, porque fueron muchas veces en las que Rita me llevó tomado de la mano a mi casa para entregarme a mi madre y decirle bien enojada: Toma, Helena, te traigo a Constancio. Se estaba besando con Anahí en el clóset. ¡Jaja! Quién sabe lo que habrá sentido mi madre en esos momentos tan vergonzosos. Seguramente hasta rojos se le debieron poner los cachetes.

Esta historia me hizo tanta gracia, pero al mismo tiempo me pareció tan nostálgica, sin razón aparente, que lo único que podía hacer era reírme junto a mi amigo. Así que solamente me limitaba a escuchar a Constancio y verlo seducir mujeres. Aunque eso sí: yo nunca le permití hacer de las suyas con ellas. Constancio lo único que quería era jugar con las mujeres, usarlas, manosearlas y luego tirarlas cual ropa sucia. Y a mí, no sé, no me gustaba esa manera de ver las cosas – me parecía cruel y egoísta. Así que si podía sabotear que Constancio jugara con una mujer, siempre lo hice.
¿Cuál es tu problema?, me preguntó una vez.
No me gusta lo que haces, eso de jugar con las mujeres. Te dejo coquetear, pero no te permito que les faltes al respeto o que te aproveches de ellas
Vamos, Constancio, no seas abuelo, mejor sé como yo
No
Sí. Tú también quieres este tipo de vida, quieres mujeres a tu lado y lo sabes, pero…
¿Pero qué?
Eso dímelo tú. Mejor vuélvete como yo. La vida es más fácil cuando la moral te importa un bledo. Aparte, sabes que si tú no accedes, yo tampoco puedo hacer de las mías…

Mas nunca acepté. Porque yo lo que deseaba muy en el fondo era una compañera a quien querer, a quien tratar como una igual. Quería una chica con quien abrir mis sentimientos y hablarle con sinceridad, directo a los ojos. Suena cursi, lo sé, pero es lo que quería.
Mas el problema con esa filosofía, me dijo Constancio una tarde antes de salir de clases, es que es riesgosa – te pueden romper el corazón en segundos. Además, incluso si quieres cariño, ¡no puedes ir por la vida con el corazón en la mano, en bandeja de plata! Necesitas estrategia, pensar con la cabeza, y saberte vender
Está bien, te sabes vender, repliqué. Pero ¿a ti quién te va a comprar? Estás tan absorto en ti mismo, en obtener lo que quieres, que llegar al corazón de una mujer es el fin, no el medio
¿El medio para qué?
Pues para que tú sientas algo
Oh por favor
¡Sí! ése es el fin: querer a alguien
El fin es el placer y punto. Se chingó

Yo negaba con la cabeza. Nunca nos entendíamos en ese punto. Sinceramente, yo me preocupaba por Constancio. Cuando lo invitaba a adoptar mi filosofía, lo hacía por su propio bien, para que fuera feliz, para que tuviera su consciencia tranquila y pudiese disfrutar de una relación sana y serena. Respecto a él – yo sé que también se preocupaba por mi, pero de una manera muy diferente. A Constancio le interesaba que yo experimentara placer, que me divirtiera. Pero para volverme como él me sugería, yo tenía que cruzar una línea que no estaba dispuesto a cruzar. Y lo mismo le pasaba a él respecto a mí: él no pensaba adoptar mi filosofía porque esto suponía rebajarse – según él – a un nivel que simplemente “no era el suyo”. Pero ahora, con la perspectiva que los años me han dado, pienso que yo hubiera sido más feliz de haberle puesto atención a sus consejos. Porque con esa ingenuidad que me caracterizaba fui a conocer a Renata Pirfidias, la chica más puta de las putas de todas las reinas putas que he conocido en la vida.

Renata era una chica bonita y simpática del salón de al lado. Cada vez que llegaba al salón, Renata, sentada en su respectivo salón, me miraba y me sonreía. Yo no sé qué ejercía aquella chica en mí, pero sentía algo salir dentro de mi pecho, y creo que por eso yo le contestaba la sonrisa. Mi sonrisa, me confesó tiempo después Renata, fue lo que primero le gustó de mí. Una tarde de octubre tropezamos al subir las escaleras, y desde entonces nos hablamos todos los días.

Al poco tiempo comenzamos a hablarnos. Renata me buscaba asiduamente y yo me dejaba encontrar con facilidad. Un día me confesó que le gustaba. Fue ella quien me pidió que fuéramos novios, a lo que yo acepté de inmediato. Estaba feliz, puesto que con el tiempo me enamoré de ella. Y las cartas de amor que me escribía, los días que entrábamos tomados de la mano a la escuela, las noches esperando el camión en que me decía que quería estar conmigo por siempre, los inesperados abrazos que me daba por la espalda eran como flechas dirigidas directamente hacia el centro de mi corazón. Y por obvias razones Renata fue la chica que cuidé de Constancio; Constancio me insistía repetidas veces a serle infiel. 

Hazme caso, me solía repetir muchas veces en la escuela. Ponle el cuerno. Mira a Ana Lucía, a Clarisa, a Yuridia: ¡diviértete con ellas! ¡cógetelas a todas! Yo te digo cómo hacerle para conseguir estas mujeres: es cuestión de escucharme, hacerme caso, y dejarte llevar…
Mas No, fue la respuesta que siempre le di a mi amigo. Yo amo a Renata y siempre le seré fiel

Constancio siempre se pasó sus negativas por los pies. Nunca dejó de insistirne. Al principio yo, de nuevo, trataba de hacerme cambiar de parecer; mas nunca lo logré, así como yo nunca hacerlo cambiar de parecer a él. Después, sólo lo escuchaba sin pronunciar palabra. Sobre todo cuando a veces, sentado con Renata afuera de la escuela, llegaba mi amiguito y antes de irme a la casa me susurraba que Yesenia quería que lo escuchaba escuchó, pero estas proposiciones poco a poco me comenzaron a exasperar. Cuando ya me cansó de escucharlo, dejé de frecuentarlo. Constancio aún así siguió insistiéndome, pero ahora yo lo ignoraba. Actuaba como si él no existiera. Con el tiempo creo que se dio cuenta que no lo iba a convencer, así que dejó de insistirme… por lo menos frente a Renata. De vez en cuando, al tomar el autobús hacia mi casa, Constancio me alcanzaba o  me estaba esperando en la parada del camión. Pero mi lealtad hacia Renata era inquebrantable, hasta que acaeció la desgracia y mi vida cambió para siempre.

Era primero de junio y, desde la graduación yo no había sabido nada de Renata, cosa rara porque no pasaba un día que no nos habláramos, si quiera por celular. Habíamos tenidos algunas discusiones últimamente, problemas superfluos, pero todo siempre se arregló al final. El problema era que a veces Renata no llegaba a nuestras citas o, si llegaba, lo hacía con una hora, una hora y media, casi dos horas de retraso. A veces ni siquiera iba y a la siguiente vez que nos veíamos, no me decía nada, ni siquiera me ofrecía disculpas por esperarla preocupado. A veces sólo sentía que me daba una explicación básica porque así se lo dictaba su conciencia. Pero yo nunca le dije ni le pregunté nada. Quedamos de verse el sábado en el parque de siempre, pero Renata no estaba segura de ir. Le dije que de todas maneras la esperaría. Mas no fue. Y no me llamó ni el domingo ni el lunes ni el martes. Intenté llamarla el miércoles mas no le contestó. El jueves, preocupado hasta los huesos por mi Renata, salí de mi casa en mi busca de mi novia. Hice casi una hora de recorrido de la parada de autobús hacia su casa. Y duré cuarenta minutos buscándola porque me dijo que se había cambiado de casa, y yo no sabía muy bien dónde quedaba la nueva. Cuando la encontré, toqué el timbre durante quince minutos. Nadie salía. Pero algo me decía que ella estaba ahí…
¿Qué sucede?, le pregunté cuando salió por fin Renata.
Que lo nuestro ya terminó, Constancio. Tengo un novio. Es Alfonso, el del salón B. Llevamos tres meses juntos
Oh, en momento sentí que me arrancaran un vendaje de los ojos de un zarpazo, y ahora veía al mundo como realmente era: un lugar totalmente desconocido y oscuro para mí. Que la gente agrandaba mientras yo me encogía y que en las alturas del monte olimpo me miraban cual hormiga y se burlaban de mí. Pero el mundo seguía siendo el mismo. Las nubes, en el cielo, lentas avanzaban. Escuchaba carros pasar a su espalda. El viento levantaba suavemente mi cabello. Pero Renata había cambiado. Su cabello, su ropa, el color de su piel y de sus ojos, era igual, mas ya no era la misma. Ahora era una extraña cruel e indiferente. Toda la fe y esperanza que tenía en la vida y el mundo desaparecieron como cerillo apagado. Y sin embargo, yo , en lugar de mandarla a la chingada como debí hacerlo, le rogué. Le rogué, maldita sea, le rogué.

Renata, le dije, no importa lo que hayas hecho: ¡vuelve! Mas Renata no me hizo caso, desde luego. Al contrario: se rió hasta las lágrimas y me cerró la puerta en la cara, no sin antes tacharme de loco, de tonto, y pedirme, de la manera más amable, que ya no le buscara por favor, vete por favor ¿sí?, no me ocasiones problemas con mi pareja, ya sabes por dónde irte. Y ahora sí: ¡pum! Portazo en la cara.
Aquella noche, bajo la lluvia, yo regresé a mi casa cargando los pedazos rotos de mi corazón entre mis brazos.
Pasaron varias semanas hasta que decidí salir de la casa con una idea en la mente… Pero cuando salí de la puerta, esta idea ya me estaba esperando.
Hola, me saludó Constancio. Era él, frente a mi puerta.
Hola, le respondí sin siquiera verlo a los ojos
¿Cómo te va?, me preguntó
Pues te diré… Renata me…
Sí, ni me digas. Vine a ver cómo estabas
Afligido, respondí. Triste. Y culpable
Culpable ¿por qué?
Pues porque no debí haberte dado la espalda. Tú has sido el único que me ha apoyado
Ni lo digas, me dijo. Entre nosotros no ha pasado nada
Sí, pero es que…
Es que nada. En serio. No tienes que pedir perdón
Suspiré y me dejé caer sobre la banqueta, pesado como piedra.
Me siento mal, le dijo. Me siento, me siento…, no encontraba las palabras
…Sucio, avergonzado, dijo Constancio. ¿Sientes que llevas un estigma en la frente? ¿que todo el mundo tiene razón para apuntarte por la calle aunque no sepan qué es lo que te sucedió? Te sientes impotente, te sientes culpable porque cruzaste una línea que no debías cruzar. Sientes deseos de venganza, mas no hacia la puta esa, sino hacia ti mismo, por haber permitido una humillación tan ignominiosa
Asentí con la mirada gacha, pero podía ver que Constancio aún me sonreía. Aún así tuve la sensación de que mi amigo me estaba reprochando algo. Me hablaba con dureza, como si la falta de respeto la hubiera sufrido él y no yo, como si la falta de respeto la hubiese hecho yo y no Renata.
¿Y ahora qué sigue?, me preguntó.
Quiero algo… Quiero que me enseñes a ser como tú, me dijo. Quiero ser un mujeriego como tú y que me valga un pito la vida y que las mujeres me amen, como te aman a ti
Silencio.
¿Estás seguro?, me preguntó.
Sí. Me enseñaría a mí mismo, pero no tengo el valor. Soy un cobarde. No tengo el corazón frío para ser tan egoísta
Una vez que aceptes ya no habrá vuelta atrás. No te lo permitiré…
Está bien, me dijo. Cierra los ojos. Pon tu mente en blanco, no pienses nada, no digas nada. Escucha lo que digo. Absorbe cada palabra mía como esponja al agua, de manera que yo hable por ti, mire por ti, escuche por ti, sienta por ti, DECIDA por ti, hasta que mi voz se encuentre encima de la tuya y yo ocupe tu lugar.
Y eso hice. Cuando abrí los ojos, Constancio ya se había ido, pero su voz zumbaba dentro de mi cabeza.

Esa misma noche fui a una fiesta, invitación de Martín, amigo de la prepa, con Constancio. Me presentó a Carolina, su hermana. Al principio me fue difícil hablarle, pero poco a poco, con los consejos de Constancio en mi mente y sus palabras fluyendo a través de mi boca, comencé a sentirme cada vez más cómodo, como niño que puede montar la bicicleta solo. Con el vodka, palabras suaves y la música, Carolina terminó cediendo ante mí y horas después, mientras los demás seguían embriagándose en el patio, yo le hacía el amor sobre la secadora en el cuarto de lavado. En la mañana, mientras despuntaba el sol, emprendí el camino de regreso a casa. Me sentía como un soldado que regresaba de una batalla victorioso. Me sentía feliz, complacido, lleno de energía. Pero al mismo tiempo muy, muy enojado. Y me costaba trabajo caminar, como si tuviese el cuerpo dormido y no lo pudiera controlar del todo…

Los siguientes trece años de mi vida fueron años de lascivia. Me acosté con un sinfín de mujeres por todas partes del país. Por mis brazos pasaron chicas de todos los tamaños, colores y sabores. Me llegué a involucrar con mujeres casadas, solteras, divorciadas y comprometidas y hasta con una que otra viuda – joven, desde luego. No hubo ni una mujer – ni una sola – en la que no me haya fijado y a la que al final no me la haya llevado a la cama. Mi hambre por mujeres no conoció saciedad ni mi voluntad por darse gusto tampoco. Traté al mundo como si fuese un banquete del cual yo era el invitado principal y podía elegir a placer lo que más me gustara.

Algunas veces, las cosas no resultaron tan fáciles. Porque en el mundo sólo hay dos tipos de mujeres: las difíciles y las inalcanzables. Y para efectivamente conquistar a las inalcanzables tuve que emplear el método más rastrero y deleznable que existe en todo el mundo: el fingimiento de la sinceridad. Hay mujeres muy desconfiadas en el mundo, mujeres que no abren la puerta de sus sentimientos por el miedo de salir lastimadas. Obviamente no pude llegar y decirles: Arriésgate conmigo, valgo la pena, confía en mí: puede que sea verdad, pero hasta no comprobarlo, las promesas de este tipo son cheques de firmas sospechosas. Así que era necesario que me las ganara a fuerza de la confianza. Por lo que yo les demostré que era sincero, vulnerable como cualquier otro ser humano. Les decía que por ellas no me importaba arriesgar mis sentimientos, porque así era el amor: un riesgo, una incertidumbre de dulce recompensa, y quién sabe qué otras pendejadas más. Era tanta mi capacidad histriónica que eventualmente estas mujeres me ofrecieron su corazón y con éste su cuerpo.

Renté un departamento en el centro de la ciudad adonde llevaba a todas mis conquistas una, dos – cinco veces por semana. En cuanto a Constancio y a mí, nuestra relación era de silencio, casi como si no tuviéramos amistad alguna, más bien como si fuera una voz dentro de mi cabeza que me decía lo que yo tenía que decir, nada más. Y con el tiempo ya no fue necesario que me dijera nada, porque todo lo que me podía decir ya lo había escuchado antes, así que ya sabía cómo reaccionar ante cada situación. A pesar de esto, ahora que recuerdo esos años, los recuerdo con nostalgia – fueron muy fructíferos, pero transcurrieron rápido, como agua cayendo de la regadera. Cómo me hubiera gustado quedarme a vivir en esos años – congelar el universo para que no fluyera más. Porque fuer durante aquel tiempo que conocí a Gabriela Suárez.

Un día, antes de salir del trabajo, Lorenzo, un compañero del trabajo que se había vuelto muy amigo mío, pasó a mi cubículo y me invitó a una fiesta en su casa. Habrá muchas chicas, dijo. Yo, desde luego, acepté. Llegamos a la fiesta cuando ya había empezado. Yo prefería llegar una o dos horas más tarde para no perderme del punto culminante y evitar el penoso nacimiento de la fiesta. Ya para cuando llegamos, había muchas chicas desfilando ante mi vista. Nos habían presentado algunas chicas, María José y Jacqueline, que se me antojaron como compañeras para terminar la velada. Y ellas, al parecer, sin haberlo confirmado, habían aceptado mi invitación con sus gestos y actitudes desenvueltas. A las doce de la noche yo ya estaba a punto de proponerles ir a alguna recámara del piso de arriba para hacer travesuras, cuando vi algo que cautivó al instante mi atención. Junto a Lorenzo estaban dos chicas, una de las cuales me llamó terriblemente la atención. Mas no sabía por qué.

Aproveché que mis compañías femeninas habían ido al baño para ir a preguntarle a Lorenzo acerca de la chica que me había desconcertado.
Se llama Gabriela. Es amiga de Laura, respondió, la otra chica con la que vengo. ¿Por qué? ¿Te gustó?
Tiene algo, no sé qué es…
Es muy callada; sólo cruzamos palabra cuando nos presentaron
Ya veo. ¿Cuántos años tiene, oye?
Dieciocho
¡Dieciocho!
¿Qué tiene?
No mames, Lorenzo, ¡qué haces tirándole rollo a niñitas de dieciocho años!
Pues ¿qué? Están chidas. Aparte, sólo le tiro rollo a Laura
Estás enfermo
¡Bah! ¿quieres que te la presente?
No, olvídalo. Muy chica para mí
Bueno, como quieras
Cuando vi que las chicas regresaban, regresé con Jacqueline y la otra morra. Y hubo un momento en el que la vi sonreír por primera vez que, sin saber por qué, sentí unas terribles ganas de hacerle el amor, de levantarle esa falda de colegiala e introducirme en ella como gancho y no soltarla nunca. Y repito, sin saber por qué. Porque me parecía un crimen, una conquista demasiado fácil, pero aún las urgencias, el deseo por poseerla, eran demasiado. El acto sexual con ella era una imagen devastadoramente hermosa y placentera: ver sus ojos tímidos y temerosos mientras, desnuda y de pie, de cabeza a los tobillos, deteniendo mi mirada en sus pechos, en su sexo, en sus pies de porcelana; imaginar su piel nerviosa respondiendo a cada tacto mío nerviosamente, como si le diera toques; el suave quejido que haría al introducirse el primer segundo a ella; sus labios que no lo besarían, sino se dejarían besar por los míos; su cuerpo que se dejaría guiar por el mío, como ciego por un perro. Y, como empujado por una ola, fui y le hablé. La encontré sola, espiando los libros en la sala de la casa.

Hola, la saludé.
Hola, respondió.
¿Interrumpo?
No. Sólo veía los libros. ¿Yo te interrumpo a ti?, preguntó tímida.
No, respondí, buscaba a un amigo, mentí. Arturo, ¿lo has visto?
No. No conozco a nadie aquí, dijo con cierta inocencia en la voz, y yo sonreí.
Le pregunté si alguno le llamaba la atención, de libros, me refiero. Me dijo que sí, tomando uno con la mano. Ese libro era Suave es la Noche de Scott Fitzgerald. Me dijo que no había leído nada de él, pero que se lo recomendaron porque era muy bueno. Le dije que le gustaría y ella me preguntó que si ya lo había leído. Asentí.
Scott Francis Fitzgerald es uno de mis escritores favoritos, dije. Already with thee! tender is the night: Ése es el verso de donde toma el título Fitzgerald. Es un poema de John Keats, un poeta romántico inglés
Gabriela volteó impresionada hacia mí. No sabía, me dijo. Parecía impresionada. Me preguntó que cómo sabía que de aquel verso de Keats tomó Fitzgerald el título.
Porque lo dice en la obra, respondí. Mira, préstamelo. Aquí sale el epígrafe. ¡Ya estoy contigo! Suave es la noche… Aunque está en español
Gabriela me vio, impresionada, y aceptó sentarse a platicar conmigo.

Hablamos durante largo rato aquella fiesta acerca de libros, de música, de cine; tuvimos, me dijo Gabriela tiempo después, una conversación muy plena. En algún punto de la charla vi que Gabriela tenía una M rayada con pluma en su pierna.
¿Qué significa esa M?, pregunté.
Maldita,  respondió.
¿Por qué maldita?
Porque puedo ser bien perra
Le dije que no lo parecía y ella sólo se me quedó viendo a los ojos. Al cabo de unas horas me dijo que ya se tenía que ir, porque su amiga debía regresar su carro temprano.
¿O papá te regaña?, sonreí.
Sí, murmuró. Pude notar que sus mejillas se sonrojaban. Le dije que estaba bien, que había sido un gusto conocerla y que sería lindo toparla otro día.
Mejor dame tu correo electrónico y así hablamos, me dijo.
Perfecto, pensé. Esta chica va que vuela para mi cama. Gabriela me apuntó su correo electrónico en una servilleta y nos despedimos. Adiós, dijo Gabriela. Y antes de irse, volteó su cabeza sobre sus hombros, mirándome mientras seguía caminando. Yo regresé contento a la casa.

Desde entonces Gabriela y yo hablábamos en línea casi todos los días. Conversábamos por chat de cosas rutinarias, la escuela y el trabajo, pero yo siempre cuidaba de hacer un acercamiento directo y agresivo. Como una noche recuerdo que me preguntó que qué hacía y yo le respondí que pensaba en ella: así, a las peladas. Gabriela no me contestó durante cinco minutos hasta que le volví a hablar. Es que me apenó tu comentario, me dijo. Pero ¿te gustó?, pregunté. Sí…, respondió. Gabriela poco a poco comenzó a confiar en mí, a decirme que yo le gustaba, le atraía muchísimo, que pensaba en mí todas las noches antes de dormir y que quería conocerme. Incluso una noche tuvimos una conversación muy erótica. Te quiero hacer el amor, le escribí. Y yo quiero que me lo hagas, respondió. Quiero hacértelo bocabajo, boca arriba. Quiero sexo oral. Y te haré uno bien rico, respondió Gabriela. Nunca lo he hecho pero quiero que me enseñes. Gabriela tenía novio, Carlos, un chico de su edad, pero a mí no me importaba que fuera mujer ajena, y al parecer a ella tampoco – hablábamos como si no tuviera novio. Y yo estaba realmente complacido. Solamente era cuestión de tiempo para que Gabriela estuviera lista para mí. Sin embargo, una noche recibí un correo electrónico de ella, el cual decía lo siguiente.

Siento algo por ti, escribió. A Carlos no lo quiero, él sólo me hace daño, y yo a él, pero tú eres todo lo que he deseado hasta ahora. Hablando contigo me siento viva, protegida. Mis papás se están divorciando, el nacimiento de mi hermana no salvó su matrimonio, y me siento tan triste, tan sola. Cómo desearía tener tu edad, ser más grande, y poder darte lo que mereces, estar a tu altura. Cuando supe que Carlos me fue infiel, fue horrible. No pude soportarlo. Me dolió mucho. Sentí que un hoyo me crecía en el pecho, fue tan doloroso… Lloré toda la noche. Sé que estoy muy chica para decir esto, pero si supieras cuánto he sufrido en mi vida, si SINTIERAS cuánto he sufrido… Tú eres mi alivio aunque me das miedo, porque siento que juegas conmigo y eso me lastima…
Cuando leí esto me imaginé a Gabriela sentada en un rincón oscuro, abrazando sus piernas, sufriendo, como conejo maltratado. Mi mano se acercaba a ella, y ella, ignorante de mis verdaderas intenciones, temerosa se asomaba para que la acariciara. Me pareció que lo que estaba a punto de hacer era deleznable: en el fondo estaba a punto de corromper a una chica. Pero qué diablos, dije, manos a la obra.
¡Qué!, exclamé. ¡Qué rayos…!
Y al instante, Gabriela respondió: Tienes razón. Estamos yendo muy rápido. Necesito pensar las cosas, estoy muy confundida
Pero ¡qué chingados haces!, le grité a Constancio. ¿Por qué le dices eso? ¡pero qué te…!
Tranquilo, contestó. La verdad, esto va muy rápido. Gabriela se puede asustar
Pero ¿qué dices? Ya la tenía en la cama, ¡y la dejaste ir! Me arruinaste una conquista
Tranquilo, Constancio, sé lo que estoy haciendo. Esta chica caerá, no tienes nada de qué preocuparte. Le dije exactamente lo que tú le hubieras dicho, ¿o no?
Sí…
¿Entonces? Tranquilo. Sólo quise jugar con ella un poco – de hecho, quiero jugar con ella. Permíteme escribirle. Le escribiré lo que debe escribírsele
Bueno…
Y desde entonces Constancio le escribía notas en línea a Gabriela que me parecían totalmente absurdas y fuera de lugar. Gabriela, le escribió una noche, no quiero jugar contigo, tú también eres un alivio para mí. Porque tú eres como una gota de agua de manantial, y yo he estado bebiendo de un charco de agua sucia durante mucho tiempo. Siempre quise decirle algo a Constancio al respecto, pero siempre se me adelantó. Tranquilo, me decía, esta chica caerá; es sólo cuestión de tiempo. Parecía tan cínico y aburrido al decirme eso, como si fuera algo muy tonto u obvio, que yo no decía nada – sólo lo dejaba escribir. Aunque algo en sus mensajes no me convencían del todo. No sé qué era; era algo elusivo, que se escondía detrás de las letras. Pero la seguridad de Constancio, sus declaraciones de ser el más grande mentiroso del mundo, me dejaban convencido. Pasaron tres meses y Gabriela aún no era mía. Constancio había pasado todo este tiempo dándole largas al encuentro, según mi punto de vista. Y cada vez que le hacía notar esto, me decía, bostezando – siempre bostezando –, que iba en buen camino, que Gabriela era difícil, pero no un problema. Que su reacción era de esperarse. Que lo único que había que hacer por ahora era escribirle mensajes de amor para demostrarle que realmente ella era amada y respetada.

Sin embargo, una vez, cuando le escribí diciéndole, cínicamente, que deseaba verla desnuda en mi cama el viernes por la noche, Gabriela me dijo: No. Tengo novio. Ya no insistas. Adiós. Y se salió del chat.
Mierda, pensé. Estoy en apuros. Para recuperar a esta chica, debo hacer algo extraordinario: algo que le compruebe que aún está interesada en mí. Pero como no tengo ni su dirección ni su número de teléfono, no sé qué hacer. Paciencia; mientras me desbloquea, pensaré.
Sin embargo, cada vez que llegaba del trabajo, me sentaba en el escritorio dispuesto a trabajar, y me daba cuenta que Constancio le había mandado mensajes de amor a Gabriela: Gabriela, le escribió, por favor háblame, te amo, te deseo, quiero estar junto a ti.
Gabriela por su parte respondió que ya no le insistiera, que estaba feliz, que yo le había hecho mucho daño y que era mejor que ya no habláramos. Tu necedad es grande, escribió Constancio, es cuestión nomás de romperla. Cuando Gabriela finalmente me desbloqueó de sus conversaciones, intenté improvisar una táctica, la estaba seguro que iba a dar resultados.
Confío en ti, Constancio. No quiero que me digas nada ni que me metas en problemas con Ángel (su nuevo novio), ¿entendido?
Está bien, respondí. Yo quiero ser tu amigo y después a ver qué pasa
¡No, no! ¡Nada de a ver qué pasa!: no va a pasar nada. Estoy enamorada de Ángel, entre tú y yo no va a pasar nada
Pero Gabriela, tú dijiste que me querías
Eso ya pasó
No creo que haya pasado tan rápido; tenemos una conexión, ¿recuerdas?
… Mira, te digo algo: termino con Ángel y soy tuya, ¿trato hecho?
Trato hecho
Pero a la siguiente semana Gabriela me bloqueó de nuevo de su conversación, porque Constancio le escribió: extraño hablar como antes, perdona todo el mal que te hice. Como no tenía su número de teléfono ni dirección de casa y escuela, Constancio no podía dar con ella ni yo.
Cuando me desbloqueó de nuevo, tres meses después, pensé: es ahora o nunca. Gabriela me dijo que tenía novio, que lo amaba mucho, que le era leal y que no quería problemas. Que lo nuestro ya había pasado. Yo no vi esto como un obstáculo, así que seguí insistiéndole en lo mucho que yo la deseaba y cómo ella me deseaba en realidad, a pesar de todas las negativas que me daba. Pero ni esto resultó.

Cuando acepté hablar de nuevo contigo, me dijo finalmente Gabriela, fue porque creí que no habría ningún problema. Está bien, me dije a mí misma. Le hablaré, seremos amigos, nada de sentimientos, nada de la misma mierda de antes. Pero si no me reprochas mi falta de amor hacia ti, no tenemos nada de qué hablar. Y no me interesa hablar contigo de otras cosas. No te lo tomes tan personal, no lo es. Simplemente no tengo ganas de gente en ese momento. No tengo ganas de que me digas hermosa, que quieras ir a verme bailar, que me hablas de nuestro pasado. No tengo qué lidiar con esto
¿Por Ángel?
¿Por qué por él?
¡Ya no insistas!
Yo llegué antes que él
Qué importa eso; lo amo
Y tú a mí
PARA NADA
Por lo menos un poco
No
Te gusta que te reproche
No
Lo disfrutas
No
Entonces ¿por qué dices que si no te reprocho tu desprecio, no tenemos nada de qué hablar? Te gustan mis reproches. Cuando termines con Ángel, tú y yo estaremos juntos
Dios, ¿por qué chingados no entiendes QUE NO? que NO-ME GUS-TA. Entiéndelo de una buena vez. Cómo jodes, neta. Eres un mosquito zumbando a mi alrededor. Por favor, déjame en paz
Gabriela, yo te amo
ME VALE MADRE. Y Créeme: si yo llegara a terminar con Ángel, tú serías lo último que pasaría por mi mente. Es más, no pasarías en absoluto por mi mente. Entiende que no quiero nada contigo. Nada. NA-DA. Ni un romance, ni una amistad, ni conversaciones esporádicas, ni reproches estúpidos de algo que ni me acuerdo: NADA. Entiende esto, o no volverás a saber de mí
Si tan seguro estás de que te amo y las pendejadas que dices, dijo Gabriela, volveré a ti, ¿no? Así que déjame en paz. Y se desconectó del chat y me bloqueó.

Demonios, dije dándole un golpe al teclado con mis puños cerrados, esta chica ya está perdida. No importa lo que diga, ya no caerá. Se me fue la oportunidad. Pero durante los siguientes siete meses Constancio le escribió varios correos electrónicos a mis espaldas; algunos decían: Sólo quiero verte para hablar, eso es todo, quieras y durante el tiempo que tú quieras. Otro día Constancio le dijo entendía lo que era sufrir la infidelidad y comenzó a relatarle un suceso que nunca esperé que le relatara a nadie. Pero el mensaje más grosero que le pudo haber escrito en toda la puta vida fue: No me exilies de tu vida, por favor, incluso háblame como amigo. no importa si me bloqueas de tu vida: yo siempre te querré y siempre te buscaré.
Cuando vi este mensaje, sabía que Constancio había cruzado el límite. No, no, esto es inaceptable, le dije, es el colmo de la humillación. Tengo que ponerle un alto a esta situación. Decidí encararlo de una vez por todas al pendejo ese. Sabía que salía a caminar cada noche para despejarse, según él, de la situación de Gabriela. Así queme puse de pie y lo seguí hasta a calle. Era de noche y llovía. Vi una silueta oscura a lo lejos, en medio de la calle, y hasta ahí lo seguí.
¡Constancio!, le grité. Regresa, maldito, ¿Por qué haces esto? Te odio. Lo seguí. Pero cuando llegué adonde estaba su sombra, ya no había nadie. Un charco de agua estaba en la calle. Bajé la mirada y vi a Constancio reflejado en el charco, a mis espaldas, mirándome a los ojos.
¿Por qué crees que lo hago?, me preguntó sardónicamente. De pronto, un carro pasó por encima del charco y me mojó. Cuando volteé no había nadie, el reflejo de Constancio y el mío diluyéndose en uno solo, el mismo estúpido reflejo enamorado que era, sí, el mío.

Me desplomé al suelo, riéndome de mí mismo. Era inútil seguirlo negando. Me había enamorado de Gabriela. Quise jugar con ella, pero me salió el tiro por la culata. Me ha tratado cual vil trapo sucio y probablemente lo siga haciendo. Porque en la vida quise jugar a ser un mujeriego, un patán cínico y frío y sin sentimientos, pero con Gabriela descubrí que en el fondo sigo siendo un sentimental, no he cambiado en absoluto y mis sentimientos son siempre los mismos

domingo, 25 de septiembre de 2011

Soneto 130

Eres tan injusta, justo como son,
Aquellos cuya beldad crueles torna,
Puesto que sabes que a mi corazón
Tú eres la más preciosa y rara joya.
Sin embargo, hay quienes dicen
Que tu rostro no vale ni un leve suspiro.
La fuerza no tengo para desmentirles,
Aunque me lo jure yo a mí mismo.
Y para que sepas que es cierto el juramento
Más de mil gemidos, pensando en tu hermosura,
Son la mejor prueba que tu piel oscura
Es lo más hermoso bajo el firmamento.
Porque en nada eres tan cruel más que en tu lujuria,
Pero es solamente esto lo que se te acusa.

martes, 20 de septiembre de 2011

Deseos de pintar

Infeliz tal vez el hombre, pero infeliz el artista afligido por el deseo.

Yo ardo de pintar aquella mujer que se me aparece raramente y que huyó de pronto, como una hermosa cosa lamentable detrás del viajero arrastrado por la noche. ¡Cuánto tiempo ha pasado desde que ella desapareció!

Ella es hermosa, más que hermosa; ella es sorprendente. En ella el negro abunda: y todo lo que ella inspira es nocturno y profundo. Sus ojos son dos cuevas donde vagamente brilla el misterio, y su mirada ilumina como un rayo. Porque es una explosión en las tinieblas.

La compararía a un sol negro, si pudiera concebirse un astro negro que derramara luz y dicha. Pero ella más bien hace pensar en la luna, que sin duda la ha marcado con su temible influencia; no en la luna blanca de amor, semejante a una novia fría, mas en la luna siniestra, embriagadora, flotando en el fondo de una noche tormentosa, empujada por las nubes acechantes; no en la luna apacible, discreta, ésa que visita el sueño de los hombres puros, sino la luna arrancada del cielo, vencida y sublevada, que los brujos tesalienses hacen bailar sobre la hierba aterrada.

En su pequeña fuente se encuentra la voluntad tenaz y el amor hacia la presa. Sin embargo, debajo de aquel rostro inquietador, donde la nariz respira lo ignoto, lo imposible, estalla, con una gracia que no puedo explicar, la risa de una boca hermosa, y roja, y blanca, y deliciosa, que hace soñar el milagro de una soberbia flor abrirse en un terreno volcánico.

Hay mujeres que inspiran ganas de conquistarlas o disfrutarlas; pero ella provoca las ganas de morir lentamente debajo de su mirada.

lunes, 19 de septiembre de 2011

Un hemisferio en tus cabellos

Déjame respirar por mucho, mucho tiempo, el olor de tus cabellos, y hundir en él mi rostro, como hombre encantado por el agua de una fuente, y agitarlos con la mano como pañuelo perfumado, para sacudir recuerdos bellos en el aire.

¡Oh si tú pudieras mirar lo que yo miro! ¡Si pudieras sentir lo que yo siento! ¡Entender lo que yo entiendo al mirar tu cabello! Mi alma surca el cielo de su perfume como el alma de otras gentes viajan, por ejemplo, con la música.

Tus cabellos guardan un sueño, lleno de velámenes y arboladura; tus cabellos guardan grandes mares en los que la espuma es más azul y más profunda, y donde el aire mismo es perfumado por frutas y hojas y la piel humana.

En el océano de tu cabello, yo entreveo un puerto formidable de cantares melancólicos, de hombres felices de todas partes del mundo y barcos de todas formas, cortando sus finas y complejas arquitecturas debajo de un cielo inmenso donde se extiende una eterna calidez.

En las caricias de tu pelo, yo encuentro la languidez de largas horas pasadas en un diván dentro de la cámara de un bello barco, mecidos ambos por el balanceo imperceptible del puerto, entre jarrones de flores y agua fresca.

En la chimenea de tu cabello, yo alcanzo a respirar el olor del tabaco y del opio y del azúcar; en la noche de tu cabello, yo veo el resplandor infinito del azul tropical; y, en los ríos aterciopelados de tu cabello, yo me embriago de los humos del alquitrán y el almizcle y del azul licor de coco.

Entonces, pues, permíteme morder durante mucho tiempo tus trenzas, largas y negras. Porque cuando yo muerto tus cabellos elásticos y rebeldes, siento alimentarme de bellos y lejanos recuerdos.

lunes, 12 de septiembre de 2011

Erato

Mas, con voluble giro,
Huyó la mano hasta el corazón lejano,
Y el beso, que volaba tras la mano,
Rompiendo el aire, se volvió suspiro.
Metamorfosis, Luis G. Urbina

Her feelings seemed better fitted for a spirit whose habitation is the earthquake and the volcano than for one confined to a mortal body and human lineaments
Mathilda, Mary Shelley

I

Eran las cuatro de la tarde y el poema ya estaba escrito; solamente hacía falta de pasarlo a la hoja. Aunque a veces la mente traiciona y sale con sorpresas. Esa sorpresa resultó ser otro poema, y este mismo poema en otro poema, y aunque parezca inverosímil este último en otro, pero para esta hora el poeta Horacio Vallejo se encontraba cansado y decidió tomar un descanso. Volteó hacia la ventana y vio una luna grande y redonda, se estiró y prendió un cigarrillo. Hacía un poco de frío, así que cerró la ventana, y de nuevo a escribir. Escribir, qué placentero escribir, sobre todo si se escribe poesía. Poesía, qué hermosa es la poesía, sobre todo si se escribe acerca de mujeres. Mujeres, qué hermosas son las mujeres, sobre todo si son como… ¡Viviana! ¡Demonios! Otra vez se le había olvidado que tenía una cita con ella. Habían quedado de verse en un restaurant a las siete y ya eran las once veinte. Mierda, no era posible. Ya habían sido siete veces en el mes que le había quedado mal a su novia. Viviana había sido muy comprensiva porque sabía que Horacio se encontraba trabajando, pero aún así la tristeza en sus ojos era irreversible. Aún así, el poemario que se encontraba escribiendo era lo mejor que había hecho hasta ahora. Inclusive sus amigos artistas y poetas y personas no muy literarias le habían dicho que los poemas eran una obra genial. Suspiró. Sabía que no podía seguir así. Sabía que no podía continuar lastimando a Viviana. La inspiración poética lo había raptado totalmente y lo había hecho su esclavo; el hálito que le había infundido a su mente no podía dejarlo pasar así de la nada, por más que quisiera a Viviana. Debía elegir entre su poesía o su novia, y no podía ser tan egoísta en elegir a las dos. Sobre todo teniendo en cuenta que Viviana era la mujer más apasionada y sensible que había conocido hasta ahora. Ya fuese amar o reír o sufrir, Viviana lo hacía con una pasión que Horacio muchas veces pensó no era de este mundo. Cuando él y Viviana hacían el amor hasta la cama misma – ¡no! –, hasta el piso mismo temblaba por la conmoción de sus cuerpo enganchados. Cuando reía, reía con una fuerza que hasta a Horacio le infundía vida, ganas de vivir. Su risa era como un arcoíris que iluminaba el cielo de la tarde. Muchos poemas escribió Horacio inspirado por aquella risa. Y cuando añoraba, oh cuando añoraba, Viviana parecía sufrir un anhelo que sólo podía terminar en la muerte. La primera vez que Horacio había faltado a su cita, fue a buscarla a su departamento y la encontró sentada, casi desfallecida, en el piso junto a la cama, viendo la ventana y suspirando, que hasta sintió la culpa pegándole en el pecho. Estaba pálida y se miraba más delgada. Lo que más odio en la vida, le dijo Viviana una vez, es echar de menos a alguien. Lo odio. Tengo todo este amor para dar y no lo puedo dar. Qué hermosa eres, dijo Horacio, pero tú no tendrás la necesidad de extrañarme, porque siempre estaré a tu lado. Viviana sonrió y lo abrazó. Es por eso que debía hablar con ella lo antes posible, debía terminar con ella lo antes posible.

Buscó un reloj un cajón (Horacio había escondido desde hacía tiempo todos los relojes de su casa para no molestarlo). Vio: eran las once y media. Si se apresuraba podía llegar a casa de Viviana en treinta minutos y hacerle entender que ya no se podía a pesar del amor, a mí también me duele, no lo hagas más difícil, adiós adiós.

Ya iba de salida cuando sintió una brisa fresca en la puerta, así que mejor regresó por una chamarra. Y de paso lavarse la cara, y de paso cambiarse de ropa. En realidad sería mejor bañarse; desde hace una semana que no salía del estudio de su departamento, todo este tiempo escribiendo. Al poco tiempo salió del baño, sacó de su guardarropa un pantalón y una camisa y una chamarra negra. Tragó saliva. A Viviana le gustaba mucho esa chamarra negra. Con su sonrisa lujuriosa y mirada picaresca, muchas veces corrió hacia él, presa de su satírico instinto, para arrancarle de un zarpazo, junto al resto de la ropa, la chamarra y luego tirarlo al suelo y hacerle el amor con una dulzura estrambótica de mujer enamorada, que hasta hacían temblar el piso por la conmoción caótica de sus cabalgatas eróticas.

Se paró frente al espejo y comenzó a vestirse. Pero algo en su reflejo cuando se abotonaba la camisa lo hizo voltear hacia el espejo. Dios, qué es eso. Por debajo de su cuello y por todo el pecho vio marcas, muchas marcas, pequeñas y circulares, parecidas a los moretones, pero rojas y mucho más marcadas. Se bajó el pantalón y las marcas seguían hasta sus piernas y muslos. Pensó que serían ronchas, producto de exponerse al sol, ya que había escrito todo el día sentado al lado de la ventana por donde siempre entraba el sol. Tal vez su piel era delicada, pensó. No le dio mucha importancia; a un amigo suyo, un poeta extrañamente fallecido en la cúspide de su carrera artística, Fernando Catulo, le había acontecido algo parecido por andar filosofando todas las tardes en un parque sin muchos árboles.

Terminó de cambiarse y salió de su casa; un taxi casualmente cruzaba la calle, y lo abordó. A la Jacinto Benavente y Colima, por favor. El taxi arrancó. Dios, no sabía qué decir ni cómo. Es tan difícil usar la espada, como dice ese poema de Oscar Wilde. Pero tendría que hacerlo. No sabía con qué valor, pero tendría que hacerlo. El taxi se detuvo en un semáforo rojo. Volteó hacia la ventana. Había gente alegre en los cafés y caminando tranquilas por las calles, justo como a Viviana le gustaban los cafés y caminar. Suspiró. Todo aún tenía su huella. El semáforo aún estaba en ojo. Sintió unos extraños golpes en el pecho. La culpa por lo que se disponía a hacer, pensó. Pero ni modo, así tenía que ser.

II

En el velorio de Fernando Catulo, hace poco menos de un año, Horacio filosofaba en la fatalidad de la vida y demás cosas, cuando se percató de la chica sentada en la esquina de la sala. No se movía en absoluto. No hacía ningún gesto ni ningún ruido. No lloraba, no murmuraba. Parecía desvariaba. Su cabeza estaba inclinada como si se encontrara recargada en el hombro izquierdo de algún fantasma. Parecía una bella estatua.

Acercarse a la chica, presentarse, empezar un idilio, amor. Seguramente algunos lo verían como profano o inoportuno o de muy mal gusto; se encontraba en un velorio. Pero no le importó. Fernando, donde quiera que se encontrara, lo comprendería. Nunca fueron íntimos amigos, pero sólo era necesario tratarlo un poco para saber el gusto inconmensurable que tenía por las mujeres; Horacio estaba cortado por la misma tijera. Fernando no hubiera desaprovechado una oportunidad así. Ah Fernando, pensó Horacio, mira si la vida tiene tristes ironías. Fernando le comunicó muchas veces su excéntrico deseo de morir junto, víctima de alguna abominable enfermedad, tuberculosis o algo así, en la cúspide de su carrera artística, como todo un John Keats o un Gustavo Adolfo Bécquer. Y después murió en terribles y extrañas circunstancias.

Afuera llovía. Horacio se puso pie y fue hacia la ventana. Recordó que cuando encontraron a Fernando muerto, también había llovido. A Fernando le gustaba la lluvia, quién sabe si la había visto en su último día en la tierra. Desde hacía tiempo se había encerrado en su departamento, para trabajar en un proyecto poético que sería – le comentaron amigos en común a Horacio – el poemario más trascendental de los últimos años en el mundo de habla hispana. Horacio no lo dudaba. Un mes antes de aquel día, Fernando había leído un par de poemas en una cena que habían hecho en la casa del editor Roberto Uriarte. Los poemas simplemente eran hermosos. El lenguaje, las metáforas, la cadencia: todo era nuevo y fresco y original. Daban la impresión de haber sido trabajados minuciosamente, pero también de que Fernando Catulo pasaba por un período de inspiración que se podía calificar solamente como milagroso.

¿Cómo es que de repente te llegó tanta inspiración?, le preguntó Juvenal Castilla, otro poeta. Tú antes no podía escribir ni un triste soneto
Fernando rió.
No sé, dijo. Simplemente pasó. Una ráfaga de ideas me comenzaron a llegar después de conocer a… No, olvídalo, no nos conocimos mucho, al final ni nos veíamos, aunque ella era tan… No, sí, olvídalo. No sé cómo explicarlo

Un mes después Juvenal fue a visitarlo a su departamento; iba a llevarle una copia de sus propios poemas para que Fernando le diera su visto bueno o malo. Y como la puerta estaba abierta entró. El departamento, dijo después a la policía, estaba oscuro, pero una luz venía del estudio. Fue hacia ella, y encontró al poeta, recargado sobre su escritorio, muerto.

Su muerte había sido insólita. Su cuerpo parecía la encarnación de la más brutal balacera que alguien hubiese visto. Todo su cuerpo estaba perforado de agujeros por donde se le había salido la sangre, mas los forenses no encontraron balas en la autopsia. Los estudios no arrojaron resultados convincentes, ningún médico pudo reconocer el instrumento con que habían matado al poeta. Al final nadie sabía nada. Incluso hubo alguien que se atrevió a decir que murió de varicela, por más absurdo que pareciera. Pero si es que hubieran visto el cuerpo de Fernando, no hubiera parecido tan desquiciado: todos esos agujeros por todos lados, en qué se meten los poetas de ahora, viejo, qué asco.

Como no hubo otro camino que tomar, como no había más testigos ni sospechosos, Juvenal fue el único sospechoso viable para continuar el caso. Lo encerraron y procesaron y hasta ahora sigue en la cárcel, cumpliendo una condena de por vida. A pesar de que hubo testigos a su favor y se defendió la amistad que tenía con Fernando Catulo, él estaba en la escena del crimen, él descubrió el cuerpo y llamó a la policía, si juntaban los testimonios de personas cercanas a ambos poetas todo apuntaba a que Juvenal le tenía envidia que bien pudo transformarse en odio. El caso terminó en tragedia, y el mundo literario se vio envuelto en un escándalo tras la pérdida de dos buenos poetas, uno muerto, el otro en la cárcel leyendo literatura clásica para consolarse de su desdicha.

Horacio regresó a su silla. Volteó hacia la sala, solamente quedaban algunas personas. La chica aún estaba ahí, sentada de la misma manera en que la vio por primera vez. Encendió un cigarro y se acercó a ella.

¿Estás bien?, le preguntó.
La chica pareció regresar en sí y se disculpó.
Sí, estoy bien, gracias
Qué fea muerte, ¿no?
La chica no dijo nada. Tenía la mirada desencajada, y pensaba. Parecía pensar, por lo menos ésa fue la impresión que le dio a Horacio. Que la chica pensaba algo que en su mente no podía acabar de comprender.
No entiendo por qué…, se dijo como a sí misma. No entiendo qué fue…
¿Lo conocías mucho?, preguntó Horacio
Poco, en algún momento. ¿Y tú?
Más o menos. Éramos amigos, pero no íntimos. Y desde que se encerró a trabajar en su proyecto, nos dejamos de ver
Ah…
Tal vez fue como dice ese poema de Coleridge: "And what if all of animated nature / Be but organic Harps… / That tremble into thought, as o'er them sweeps / … one intellectual breeze"?
¿Qué significa?, preguntó la chica, viéndolo a los ojos, con curiosidad.
¿Qué si todos los seres vivos no somos más que Harpas que se tornan pensamientos, mientras una brisa intelectual los hace temblar?
¿Dices esos versos por Fernando?

¿Y por ti no?
No; yo aún no tiemblo, sonrió.
¿Eres poeta?
¿Se me nota mucho?
La chica sonrió.
Me gustan los poetas, dijo. Fernando sonrió.
Me llamo Viviana de la Cruz, mucho gusto
Me llamo Horacio Vallejo, igualmente

III

Horacio y Viviana caminaban por un parque en el otoño; la luna iluminaba el camino por donde aplastaban las hojas al pasar.

Me gusta mucho caminar, dijo Horacio. Sobre todo en estas temporadas. Es muy bello
A mí también, dijo Viviana. Pero más que nada me gusta la lluvia. La lluvia es más bella que el frío
Tienes razón, dijo Horacio. La lluvia es más hermosa que el frío. Cae gota a gota de las nubes, componiendo música con agua. Los relámpagos son un choque de platillos, el cielo funge como director de la orquesta. Dime lluvia, amiga mía, ¿qué me reservas en tu música de agua? ¿Qué tristes cadencias me susurras con las brisas? Si los truenos de octubre te anuncian por los cielos, ¿me esperarás doblando en una esquina? ¿me bañarás cuando salga de la casa? Oh lluvia, amiga mía, ¡cómo quisiera ser una gota de tu alma!
Viviana lo miraba, sonriendo de oreja a oreja.
Vaya, no sé de dónde salió eso, dijo Horacio con la mirada estupefacta. Simplemente sentí algo en el pecho, que necesitaba salir… No es muy bueno, pero de ahí puede salir algo. Estoy emocionado
Me alegro, dijo Viviana.
No, no, realmente estoy emocionado. Hace tiempo que no me llegaba nada a la cabeza. Ésta es la primera vez en mucho tiempo que siento ganas de escribir
Me alegro mucho
Gracias, yo también.
¿Y cuándo me escribirás un poema?
No lo sé, respondió Horacio. Necesito temblar, sonrió.
¿Aún no tiemblas, por mí?
No.
Pues entonces ven, dijo, y se abalanzó sobre el poeta, empujándolo contra la blanca pared de la habitación de su departamento. En el parque, hace un rato, lo besaba con súbita pasión contra un árbol. En la intimidad de las cuatro paredes, lo besaba con una furia de labios hambrientos. Las manos de Viviana tomaron las tuyas y las puso sobre su propia cintura; Horacio sintió estremecerse, y la piel de Viviana le pareció agridulce al tacto. Viviana envolvió con sus brazos de agua el sediento cuello del poeta, mientras Horacio bebía como caballo fatigado el arroyo que Viviana formaba con sus brazos. Bebe, le susurraba, bebe de mí, bebe de mí, como los colibríes beben el néctar de las flores. Bebo, dijo Horacio, bebo de ti, bebo de ti, como el camello bebe el agua de un oasis. Desnúdame, dijo Viviana, desnúdame, que bajo mis ropas, encontrarás el surtidor que escupe mi agua. Te desnudo, dijo Horacio, te desnudo, que bajo tus ropas el agua de tu cuerpo sabe más azul. Viviana besaba a Horacio, lo lamía con su lengua de perro, lo tocaba con sus manos de lince, le quitaba la ropa mientras cada zarpazo rugía como si sus manos tuviesen hambre de su piel. Le quitó el pantalón, la camisa, los zapatos y calcetines, y se montó en él, se montó y cayeron al suelo, cayeron a la alfombra, rodando sobre ella, de noche, de día, día de noche de día, forcejeando ella arriba de él un rato, él arriba de ella otro, riendo y besándose y lamiéndose las entrañas hasta que sus mismos huesos parecían probar la viscosidad de sus salivas. ¿Adónde vas?, preguntó Horacio. Viviana se había zafado de su acto de amor y se subió al escritorio que había en la recámara, los rayos de la mañana la hacían brillar detrás de ella, como un halo. Horacio sintió una semilla dentro de su pecho a punto de explotar, y corrió hacia el escritorio para ver a Viviana como si fuese una diosa en un altar. Viviana le posaba en diversas posturas que agitaban el pecho de Horacio como una botella que ya no podía, ya no podía seguir conteniendo el torbellino de palabras, la lluvia de metáforas, la implosión de lenguaje, inspiración poética. Tomó un cuaderno y una pluma y comenzó a escribir en un frenesí de tinta que salía de su pluma como manguera que chorreara sangre, un líquido conectado directamente con su corazón. Viviana allá arriba en el escritorio continuaba posándole, escultura viva, para que Horacio la estudiara, la admirara, la contemplara, la esculpiera, como fotógrafo que captura a su modelo pero con odas, sonetos y romances, en vez de flashazos y el cincel. Viviana brincó hacia sus brazos, haciéndole tirar su cuaderno, tomó su sexo y se unió de nuevo, brincando y descendiendo, subiendo y bajando, mientras que Horacio se convulsionaba de placer, como paramédico que le provoca choques eléctricos, disputándoselo contra el paraíso, que era donde al soltar su última ráfaga de leche es adonde se había ido para no volver, ya que se sentía, se lo dijo a Viviana feliz y sonriente, como un harpa de vibraciones perpetuas.

IV

Para llegar temprano Horacio decidió tomar un taxi. Se encontraba en un parque de por su casa y tenía una cita con Viviana en un café del centro. Había trabajado toda la mañana y una cita con Viviana le caería bien; necesitaba un descanso. Además de que se sentía culpable por dejarla plantada las últimas tres veces. Es que se había dilatado escribiendo su poesía. Se sentaba en un parque a que diera la hora para ir a verla, pero algo lo absorbía: las hojas de los árboles, el sol que se ponía, algún pensamiento de Viviana que le llegaba a componer sonetos en la mente. En las tres ocasiones había echado a correr al recordar súbitamente a Viviana, pero no la había alcanzado. Se echó la culpa a sí mismo y a los semáforos. Y es que se topaba con semáforos en rojo en cada esquina y avenida que recorría. Antes, pensó, era una delicia esperarlos, porque aprovechaba el tiempo para componer poemas en la mente, y cuando llegaba con Viviana ya tenía uno o dos poemas compuestos. Viviana se alegraba porque Horacio le decía que muchos poemas los había compuesto pensando en ella. Pero, aunque Viviana dijera que comprendiera su trabajo, se le veía en la cara cierta tristeza por no haberse visto el día que quedaron. Pero esta vez llegaría temprano, sí.

Llegó en quince minutos al café, pero cuando entró no vio a Viviana por ningún lado. Pensó que había llegado muy temprano así que decidió esperarla en una mesa. Pidió una copa de vino y la bebió fumando cigarros Camel. Pasó medio hora y no venía. Pasó una hora y tampoco. Pasaron dos horas y Viviana simplemente no aparecía. Horacio no se dio cuenta de las horas que pasaron porque, de nuevo, estaba componiendo un poema en su mente. ¿Qué habrá pasado?, pensó, y fue a hablar por teléfono preguntándole si no iba a venir.

Horacio, nuestra cita era a las seis, pero del día de ayer, dijo Viviana.
¿Qué?
Fue ayer
No es cierto
Pensó. Era jueves: ¡Demonios! Habían quedado el miércoles.
Amor, lo siento, dijo avergonzado.
Sí, está bien, la voz de Viviana apocada en el teléfono.
Podemos, si quieres, ahorita
No puedo; tengo que terminar un reporte para mañana en la oficina. Puedo mañana
Mañana no puedo; seguiré escribiendo
Oh… Entonces ¿cuándo te veo?
Horacio pensó. Realmente tenía mucho trabajo entre manos, y el resto del mes era perfecto para trabajar.
¿Qué te parece el viernes de la próxima semana?
¿Hasta entonces?
Sí, ¿no te gusta?
No, sí, sólo que es mucho tiempo de hoy para verte…
Yo también te quiero ver, hermosa. Sabes, he estado escribiendo muchos poemas acerca de ti. Yo creo que te gustarán. Tengo suficientes para publicarlos
Ah, qué bueno, amor
No suenas muy animada
No, sí, estoy contenta por ti, es sólo que prefiero verte que leer poemas tuyos acerca de mí
El viernes, te lo prometo
Está bien
En la semana te llamo para ver dónde y cuándo
Sale
Te quiero
Te extraño
Y colgaron.

Horacio se sintió extrañamente aliviado: tenía poco más de una semana para dedicársela a su poesía. Salió de la caseta y comenzó a caminar hacia su casa. Y durante el camino sintió extraños cosquilleos en el pecho, que supuso era la culpa por no tener que ver a Viviana durante una semana para poder trabajar.

V

La siguiente vez que alguien supo de Horacio fue cuando lo encontraron muerto al pie del edificio de su departamento. Un inquilino que salió a recoger el periódico vio el cuerpo y avisó a la policía. La investigación que se realizó no arrojó nada. Al parecer murió de un paro cardiaco, lo cual no era muy creíble, ya que Horacio era muy joven y tenía una salud relativamente buena. Investigaron a Viviana, quien se encontraba devastada por la pérdida de su ex novio.

¿Usted lo mató?, le preguntaron en la jefatura de policía.
¡Cómo lo iba a matar!, dijo llorando. ¡Si yo lo amaba, yo lo amaba!

Le creyeron. Por lo menos la coartada que tenía era válida. Eran las cinco de la mañana, dijo una vecina de Viviana, cuando salió a trabajar y escuchó el llanto de Viviana. Entró y la encontró al pie de la ventana, llorando y suspirando, repitiendo el nombre de Horacio. A esa misma hora, dijeron los forenses, el poeta había muerto. Así que ella no podía ser. Viviana no había matado a Horacio. Viviana de la Cruz era inocente

Pero yo, Juvenal Castilla, que cumplo una condena por un crimen que no cometí, sé la verdad. Y sé que aunque Viviana de la Cruz realmente amaba a Horacio Vallejo, como igualmente amaba a Fernando Catulo, tenía mucho que ver con la muerte de ambos. Porque cuando decía a los oficiales en la jefatura de policía, Lo único que hice fue suspirar esa noche, lo único que hice fue llorar y suspirar por Horacio esa noche, Viviana hacía algo más que extrañarlo, Viviana con sus suspiros hacía muchísimo más que solamente extrañarlo.