martes, 21 de mayo de 2013

Urashima Taro y la Princesa del Mar



Hace mucho tiempo vivía en una pequeña aldea de Japón un pescador llamado Urashima Taro, quien vivía con sus padres ya viejos en una pequeña choza, con vista al mar. Todos los días Urashima Taro se levantaba temprano, antes de que saliera el sol, y se iba al mar en su bote de pescar, y regresaba hasta muy tarde. En los días de buena suerte, que no eran muchos, regresaba del mar con canastas llenas de pescados que vendía en el mercado de la aldea.

Un día, mientras caminaba de regreso a casa con una canasta llena de pescados, vio a un grupo de niños que gritaban alrededor de algo que no alcanza a distinguir en la distancia. Se acercó, para ver qué era, y vio que los niños le estaban pegando con piedras y un palo a una tortuga grande y café, tirada bocarriba en la arena.

Oigan, exclamó Taro. ¿Por qué hacen eso? Dejen a la tortuga en paz.
Pero es nuestra, replicó un niño. Nosotros la encontramos. Todos los demás niños asintieron. Urashima Taro, además de buen pescador, era amable y bondadoso. Mejor ¿qué les parece si les doy algo a cambio de la tortuga?, propuso. Los niños, en silencio, aguardaban la oferta. Urashima Taro sacó de su bolsillo diez monedas pequeñas y brillantes, y le dio una a cada a niño. Ahora la tortuga es mía, sonrió. Los niños, el dinero en la mano, saltaron felices, y salieron corriendo hacia la dulcería de la aldea.

Taro volteó a la tortuga y la encaminó hacia el mar. A la próxima será mejor que te quedes en casa, amiguito, le dijo, y la vio entrar el agua hasta perderse. Después, regresó a cenar a casa de sus padres.

Días después Taro se encontraba pescando de nuevo en su bote en la costa; ya se le había olvidado todo lo de la tortuga. En ese instante escuchó una voz que venía del mar y lo llamaba por su nombre: Urashima Taro.

Sorprendido, Taro se incorporó y preguntó ¿Quién es?, mientras volteaba a todos lados. De pronto, sobre la cresta de la ola, vio a la tortuga, quien lo saludó.

Hola, dijo la vieja tortuga. Vengo para agradecerte por haberme salvado el otro día, dijo.
Por nada, respondió feliz Urashima taro. Me da gusto haberte ayudado
Me gustaría hacer por ti esta vez, dijo la tortuga. ¿Qué te parece si te llevo a visitar a la princesa que vive en el Palacio del Mar?
¿La princesa del mar?, exclamó Urashima. ¿Te refieres a la princesa que todo mundo dice que es hermosa y cuyo palacio es el palacio más hermoso de todo el mundo?
Así es, respondió la tortuga. Así que ¿qué dices?
Por supuesto, respondió Urashima Taro. Pero ¿cómo podré visitar el palacio – viajar al fondo del mar?
Eso déjamelo a mí, respondió la tortuga. Sólo súbete a mi caparazón y no te sueltes. Yo soy guardia del palacio; yo te dejaré entrar sin ningún problema.

Urashima Taro saltó al suave caparazón de la vieja tortuga, y ambos partieron hacia el fondo del mar. Taro sintió descender y descender y descender hasta las profundidades del mar azul, pero no se sintió mojado ni le faltó nunca el aire. Parecía como si las olas se abrieran suavemente ante él y la tortuga, haciéndole un camino hacia el palacio. Es como un sueño, pensó Taro, un sueño muy agradable.

No tardaron mucho en llegar al fondo del maro. Taro podía ver peces de brillantes color jugar a las escondidas entre las algas y los corales. Podía ver a las almejas mirarlo tímidas dentro de sus conchas. Y luego Taro vio algo grande y brillante ondulando a la distancia.

¿Es ése el palacio?, preguntó a la tortuga. Es hermoso.
Oh no, respondió la vieja tortuga. Ésa es sólo la entrada.

Ambos fueron hacia la entrada y Taro vio que n pez azul con armadura dorada resguardando la entrada.

Mira a quién he traído, comentó feliz la tortuga. El guardia hizo una suave reverencia a Urashima Taro, quien apenas tuvo tiempo para responderle, ya que en su vista se atravesó el palacio, aún más grande que la entrada, y hecho de piedras de plata y coral. Una hilera de peces dorados resguardaba el palacio.

Urashima-san, dijo la vieja tortuga. Espérame aquí; iré a avisarle a la princesa que ya llegaste. Está ansiosa de verte. La tortuga entró al palacio, mientras Taro seguía viendo el espléndido palacio. Parecía como si las piedras doradas de la puerta le sonrieran con su brillo. Taro apenas y podía creerlo.

La tortuga regresó al cabo de unos instantes y le pidió que lo siguiera. Ambos entraron por la puerta de plata y coral y caminaron por un pasillo hecho de piezas doradas que daban hacia el palacio. La princesa, con sus doncellas, lo aguardaban de pie.

Bienvenido al Palacio del Mar, Urashima Taro, dijo la princesa. A Taro le pareció que la voz de la princesa era como el tintineo de pequeñas campanas de plata. Siéntete como en tu casa – es increíble, eres tan apuesto, dijo. Ven, sígueme, te mostrare todo el palacio

Taro abrió la boca, queriendo responder algo, pero de su boca no salió nada. La princesa comprendió esto, así que se limitó a sonreír y lo encaminó hacia un pasillo decorado con blancas y suaves perlas.

Llegaron a un comedor en cuyo centro había una grande y hermosa silla frente con una mesa. Urashima Taro pensó que la silla debía ser del rey. Pero Toma asiento, sonrió la princesa. Debes tener hambre después de tan largo viaje. Taro se sentó, y al instante las doncellas de la princesa aparecieron de ambos lados con toda la comida exquisita que a él se le pudiera ocurrir. Mientras comes, dijo la princesa, mis doncellas y yo bailaremos y cantaremos para ti. El cuarto de pronto se llenó de voces y de cantos. Urashima Taro no comía; miraba fija y enamoradamente a la princesa.

Esto debe ser un sueño, pensó Urashima Taro. Pero cuando la princesa se acercó y le dio un beso y sintió los labios suaves y húmedos de la princesa, comprendió que no era un sueño. Al terminar el baile, la princesa lo condujo hacia un cuarto que parecía estar hecho todo de hielo y nieve; había perlas cremosas y diamantes rosados por doquier. Aquí la princesa y Urashima Taro se quedaron solos, y sobre un lecho tan suave como una nube, hicieron el amor una y otra vez hasta que se quedaron dormidos, desnudos y fatigados, uno en los brazos del otro.

Al despertar, la princesa lo condujo hacia otro cuarto, enorme y vacío. ¿Qué te parecería ver todas las estaciones del año, amor mío?, susurró en el oído de Taro. Oh, me encantaría, respondió el pescador. Una puerta que daba al este se abrió; Urashima vio nubes rosas y rojas y grades árboles que la brisa suave mecía como una cuna. Escuchaba el ruido de pájaros amarillos volar por el cielo azul. Esto es primavera, exclamó Taro. La princesa lo condujo hacia la puerta sur de la habitación. Cuando se abrió, Taro vio girasoles flotar suavemente sobre un estanque de agua verde, el chirrido flojo de los grillos a lo lejos. Esto es verano, murmuró Taro. La princesa ahora lo condujo hacia la puerta oeste del cuarto y abrió la puerta, y Taro vio árboles de maple y hojas verdes y amarillas mecerse en el aire, como había visto en su aldea cada año en el otoño. Y cuando la princesa abrió la última puerta, Taro sintió una brisa helada cortarle suavemente la piel. Tembló, y vio caer copos de nieve desde nubes del cielo gris. Cubrían con una capa fina todos los techos de las casas y las copas altas de los árboles, como azúcar. Ahora ya he visto todas las estaciones del año, dijo Taro.

La princesa de nuevo lo condujo hacia el comedor, donde de nuevo comieron y bailaron y cantaron, y de nuevo fueron al cuarto de nieve donde hicieron el amor hasta fatigarse, Taro recorriendo el hermoso cuerpo de la princesa como recorriera el palacio. Así estuvo viviendo en el palacio tres meses, hasta que un día sintió un remordimiento al recordar a sus padres y se sintió triste.

¿Qué pasa?, le preguntó la princesa. ¿Por qué tan triste?
Mis padres, respondió. Los echo de menos, ya es hora de que me vaya
Pero ¿regresarás, verdad?, preguntó la princesa.
Claro que regresaré, respondió Taro.
Antes de que te vayas, dijo la princesa, quiero darte algo, y le dio un pequeño joyero con pequeñas joyas incrustadas en él. Si algún día deseas regresar, continuó la princesa, llévate este joyero, pero nunca, nunca lo abras, ¿de acuerdo?
De acuerdo, respondió Taro. Lo prometo

Taro y la princesa se abrazaron, se despidió de todos y partió hacia su aldea, en la espalda de la vieja tortuga. La princesa y sus doncellas le decían adiós con la mano, hasta que Taro las perdió de vista. Los peces de colores los siguieron hasta que poco a poco comenzaron a dar la vuelta y regresar al fondo del mar. No pasó mucho tiempo hasta que Taro comenzó a divisar la costa donde se encontraba su aldea y su casa y sus padres. Se bajó en la playa, la cálida arena blanca en sus pies.

Adiós, viejo amigo, dijo Taro a la tortuga. Has sido muy bueno conmigo y nunca te olvidaré.
Adiós, Urashima respondió la tortuga. Espero vernos de nuevo algún día. Se dio la media vuelta y lenta comenzó a nadar hasta sumergirse de nuevo en el agua.

De vuelta en la playa, Taro se encontraba ansioso de regresar a su casa y ver a sus viejos y amados padres. Corrió hacia su casa con el joyero debajo del brazo, mirando el rostro de todos que encontraba a su paso. Quiso saludarlos a todos, pero ningún rostro era conocido; todos eran nuevos para él. Llegó al lugar donde estaba su casa, pero no encontró nada. Su casa ahora era un espacio vacío donde crecían plantas verdes y largas. Taro no podía creer lo que veía. ¿Qué pasó?, se preguntó desesperado. ¿Dónde está mi casa y mis padres? Volteó a la derecha, y una señora muy anciana caminaba hacia él.

Disculpe, la llamó Urashima Taro. ¿Usted sabe lo que sucedió con la casa de Urashima Taro?
¿Urashima Taro?, repitió la señora. No, lo siento, ese nombre no me suena
Debe de, replicó Urashima. Solía vivir justo aquí
Déjeme ver, suspiró la anciana, su rostro pensativo. Ah sí, ya me acordé, exclamó. Es una leyenda – Urashima Taro era un pescado que un día fue al mar a pescar y ya nunca regresó. Dicen que se ahogó. Sucedió hasta trescientos años. Esa leyenda me la solía contar mi bisabuela cuando era yo muy niña.
¡Trescientos años!, exclamó Taro, sus ojos abiertos hasta la locura. No puede ser…
Pero como dije, dijo la anciana. Eso sucedió hace trescientos años - ¿cuál es la importancia ahora? La anciana siguió su camino.

Entonces fue cuando Urashima Taro comprendió: tres meses en el palacio fueron realmente trescientos años. Por eso ya no está mi casa, ni papá y mamá, murmuró triste.

En ese instante recordó el pequeño joyero que le había regalado la princesa. Pensó que dentro habría algo que le ayudaría a salir de su triste situación. Taro la abrió, rompiendo la promesa que le hizo a la princesa. Un humo blanco lo envolvió, que no lo dejaba ver. Al esfumarse el humo, Taro vio sus manos y eran las manos de un viejo. Se tocó la cara, y sintió arrugas duras en la piel. En ese momento comprendió que ahora tenía los trescientos años que no había envejecido en el palacio. Recordó la promesa a la princesa, y supo que ya nunca más podría visitar el Palacio del Mar. Se echó al suelo, triste, derrotado y viejo.

Pero quién sabe, tal vez algún día la tortuga regrese del mar y ayude otra vez a su amigo Urashima Taro.






Basado parcialmente en el cuento Urashima Taro and the Princess of The Sea de Yoshiko Uchida y en Urashima Taro the Fisherman – traducido por Royall Tyler, parte de su antología Japanese Tales


viernes, 17 de mayo de 2013

Carta de un poeta a una mujer con la que quedó un pendiente

Marielle,

Desde el momento en que escuché tu nombre, sabía que no debía seguir – que debía dejar las cosas en paz. Tú y yo habíamos terminado desastrosamente, no de la mejor manera para trabajar como colegas en una traducción. Pero mi jefe insistió; yo no podía hacer esa traducción solo en tan poco tiempo, la verdad necesitaba ayuda, y cuando buscó un traductor para colaborar conmigo, esa traductora resultaste ser tú – de todas las mujeres, de todos los lugares, de todos los malditos trabajos posibles, tú. Maldita vida, graciosa ironía. Pensé que podía manejarlo; tú y yo ya éramos adultos. Mi jefe hizo una cita para que yo fuera a hablarte del proyecto, y, si consideraba que estabas apta, trabajaríamos juntos. Te confieso, durante todo el día de ayer estuve debatiéndome en si ir o no ir a la vergonzosa cita.

¿Por qué fui?, te has de preguntar. ¿Por qué ponernos a ti y a mí pero sobre todo a mí en esa situación tan humillante? No te sabría decir. No fue precisamente por el trabajo (yo bien podía hacer esa estúpida traducción yo solo); más bien era algo que tenía que ver con la esperanza. Desde que terminamos tú y yo, muchas han sido las noches en las que he soñado con nuestro reencuentro. Algunas noches imagino que se te queda el carro en plena avenida y que soy yo el único que anda por ahí para orillarme y tú debes aceptar mi inesperada ayuda. Algunas sueño con que una carta tuya llega a mí, pidiéndome verme, saludándome, preguntándome cómo estoy, diciendo que, como el poema de Benedetti, llegó el día en el que me comprendiste que me necesitas. Otras simplemente sueño con besarte, en acariciar el río manso de tu cabello y aspirar el suave aliento antes de besar el papel suave de tus labios sin fin. Y, cuando escuché tu nombre, mil cosas pasaron por mi mente. Pasaron las noches en las que yo sentado de un sillón, al lado del teléfono, esperaba por ti y nunca contestabas. Las veces en las que tú suavemente rechazaste mi beso, cuando me acercaba a ti, y en cambio acercabas la tuya solamente para rozar mis tristes labios y luego alejarte. La vez que me cansé de ti y de tus ausencias, tu falta de compromiso y de lealtad – la carta que te escribí diciéndote que ya no te quería volver a ver. La llamada telefónica que recibí de ti, pidiéndome una explicación, que nunca contesté, y la carta que te envié, con la cola entre las patas, llorando mi tristeza, diciéndote que no fue justo lo que hiciste, recriminándote la falta de cariño y tu exasperación, Marielle, y tu exasperación. Ésa fue la última vez que hablamos. Y luego pensé en si ésta no era una señal del destino, que el viento de nuevo convergía nuestros caminos, y de pronto me imaginé una visita y que al verme comprenderías me regalarías una sonrisa amistosa y me dirías que ansias colaborar junto a mí. Y después, a poco por motivos de trabajo nos seguiríamos viendo, trabajaríamos juntos y una noche se te haría tarde y yo te daría un aventón a tu casa y la invitación a tomar una copa a tu casa y el acercamiento y el amor y Benedetti. Mas no. Fría e indiferente, me diste tus datos, sin ser grosera, claro. No mostraste reacción alguna por tenerme ahí, y al final de la entrevista me dijiste: No te acompaño a la salida porque tengo mucho trabajo.  No te preocupes, te dije, y me diste la espalda al voltear hacia tu computadora para seguir trabajando. Caminé hacia la salida, sintiéndome extrañamente afligido. Llegué al estacionamiento, y me tomó un largo minuto subir a mi carro. Y cuando llegué a mi casa, me tomó una eternidad entrar a mi casa.

Y es que yo – yo tenía que verte, Marielle. Tenía que verte, carajo, tenía que verte. Yo necesitaba gastar mi posibilidad, ir hasta el fondo del pozo, llegar hasta las últimas consecuencias, poner a prueba mi esperanza, porque dicen que la esperanza es lo último que muere. Pero en este caso, Marielle, en tu caso, la esperanza ha sido lo primero que debió morir. Yo debí entender con tus indiferencias, tu adiós, la carta que nunca llegó a mí, que no me querías, que no debía insistir, que debía dejarte ir. No sé si soy muy terco o muy romántico, tal vez ambos, pero debía verlo por mí mismo – porque nadie aprende en cabeza ajena, y por más filosófica que viera la vida, con mayor templanza que te recordara, algo en mí ardía, Marielle, ardía, y tú eras la única capaz de apagar el fuego insoportable dentro de mí. Y cuando salí de tu oficina, sintiéndome el mayor estúpido sobre la Tierra, me sentí afligido, porque tú, como hacía muchos años, allá cuando éramos aún adolescentes y estaba enamorado de ti, me habías despreciado de nuevo. Mi esperanza fue un ruiseñor que murió en vano por darte una rosa roja.

No te reprocho nada, Marielle. Sé que puede parecer que sí, mas no. Nunca me diste el verano, porque nunca prometiste dármelo. Fuiste en mi vida como muchas otras: efímera y distante, como cometa solitario surcando el universo. ¿Qué más te puedo decir? ¿Que no vales la pena, que eres lo peor del mundo? Para nada. Simplemente tu cariño no era para mí, así como mi cariño no era para ti. Y, cargando mi corazón como cachorro abandonado, ahora debo seguir en mi misión de encontrar a quien amar y a quien me ame. Es difícil, sabes, saber que existes sin tenerte; yo siempre he sido un infeliz, un perdedor, un marginal. De pronto llegas tú, respondiendo con un eco el llamado de amor que en algún momento lancé. Y yo te di mi orgullo, te dejé acariciar mi alma tibia de niño. Tú en cambio me diste la puerta cerrada, el resplandor de luz inalcanzable, el silencio.

Y ahora estamos lejos. Y el viento nunca más convergerá nuestros caminos. Yo dejaré de buscarte, y tú por siempre estarás a la distancia, como un muerto. Y de ti me desprendo ahora, como se desprende el pájaro de la rama al emprender el vuelo, para ya nunca más regresar a ti. Adiós, Marielle.


El poeta.

miércoles, 15 de mayo de 2013

Carta a una joven suicida



Nor shall we descend together to the dust
 – Job 17

Daniela. Nunca te lo dije antes, pero me fascina tu nombre. Ha de ser por la d y la n y la l. Sonidos alveolares, placenteros al pronunciar.

Te dejé dormida sobre tu cama hace dos noches, y a la mañana siguiente no me encontraste. No dejé ni un recado ni nada; simplemente partí, viendo la sangre del ruiseñor embarrada en la calle.  Es por eso que te escribo ahora. Quiero decirte que aquella noche que pasamos juntos fue la última vez que nos veremos. Desde ahora en adelante tú y yo caminaremos separados. Ya no contestaré los mensajes que me mandes cada semana. Tampoco acudiré a tu casa cada mes como ha sido hasta ahora. Ya no te buscaré más ni me permitiré ser encontrado por ti. Lo que hemos tenido, si es que es algo, si es que tiene nombre, se ha acabado. Sé que esta carta te puede tomar por sorpresa, y lo siento.

Daniela, yo todo este tiempo he estado esperando por ti – por tu llamada, por tu voz, algo, lo que sea, que me arroje de nuevo hacia tu puerta para verte siquiera un par de horas. Pero tu sangre es un caballo desbocado. Todas las noches sales a la ciudad a beber agua muerta de estanques luminosos. Abres tus venas, para que serpientes te alimenten con veneno dulce, mientras deliras soñando con horizontes ya perdidos. Y mientras tanto, el ruiseñor que vuela por tus cielos vuela y llora por la espina que se le encaja en el corazón. A veces recibo una llamada a mitad de la madrugada, y eres tú quien me está llamando. Yo contesto, y te escucho sollozar desde el otro lado de la línea. Me dices que te sientes abatida y triste y quisieras morir siquiera un minuto, sólo uno, para callar tu cuerpo hambriento que ruge dentro de ti. Yo te recuerdo que te quiero, y tú me pides que te lo susurre al oído, mientras ambos abrimos nuestras venas a la noche.

Y yo no puedo seguir con esto, Daniela. Ni por ti ni por nadie. Nunca te lo he dicho, no me gusta recordar aquellos días, pero mi sangre también fue un caballo desbocado. Un día probé, y al final creo que probé demasiado. Pero no podía vivir así por siempre, y una noche caí como cometa herido hasta mi desengaño. Me puse de pie, y hasta hoy de pie he estado. Si te sigo, sería como arrojarme de nuevo hacia la nada. ¿Quién me sacaría esta vez? Yo todo este tiempo sólo he visto cómo te marchitas, cómo te deshojas, cómo te secas. Y es cruel, doloroso, insoportable. Porque yo te quiero, y quisiera que solamente a mí me dieras tu sangre y tus amaneceres, y que respondieras únicamente al llamado de mi boca que como ola se abre para darte un beso. Tampoco puedo pedirte que cambies, porque no lo harías – por lo menos por mí. Y si lo hicieras, Daniela, ¿por cuánto tiempo sería? ¿Cuánto tiempo habría hasta tu adiós? Cada mañana me iría de ti con la amenaza de tu partida, y no tardaría mucho para que yo regrese una tarde y te encuentre con tus maletas en el suelo o una nota pegada en la pared. No. Tu boca sólo atiende el llamado del vino y la jeringa y el hartazgo.

Mas todo termina. Y un día escucharás al ruiseñor muriendo cada noche durante su vuelo. Y la noche se vaciará de estrellas y de luna. Y el mundo enmudecerá de luces, y con el silencio llegará tu desengaño. Y hasta entonces debemos separarnos.

Hasta entonces debemos separarnos. Y yo me iré de tu lado, y con mi anhelo te irás a tus relieves. Mas en la lejanía del cariño ausente soñaré con tu locura. Espero que tu desengaño venga pronto, y que en la oscuridad que se aproxima alcances a ver la luz de mi recuerdo, y que regreses, amor, y que regreses a mí dorada como un sueño. Que yo, paciente como un faro, te esperaré hasta el día en que decidas volver a mi lado.