viernes, 17 de mayo de 2013

Carta de un poeta a una mujer con la que quedó un pendiente

Marielle,

Desde el momento en que escuché tu nombre, sabía que no debía seguir – que debía dejar las cosas en paz. Tú y yo habíamos terminado desastrosamente, no de la mejor manera para trabajar como colegas en una traducción. Pero mi jefe insistió; yo no podía hacer esa traducción solo en tan poco tiempo, la verdad necesitaba ayuda, y cuando buscó un traductor para colaborar conmigo, esa traductora resultaste ser tú – de todas las mujeres, de todos los lugares, de todos los malditos trabajos posibles, tú. Maldita vida, graciosa ironía. Pensé que podía manejarlo; tú y yo ya éramos adultos. Mi jefe hizo una cita para que yo fuera a hablarte del proyecto, y, si consideraba que estabas apta, trabajaríamos juntos. Te confieso, durante todo el día de ayer estuve debatiéndome en si ir o no ir a la vergonzosa cita.

¿Por qué fui?, te has de preguntar. ¿Por qué ponernos a ti y a mí pero sobre todo a mí en esa situación tan humillante? No te sabría decir. No fue precisamente por el trabajo (yo bien podía hacer esa estúpida traducción yo solo); más bien era algo que tenía que ver con la esperanza. Desde que terminamos tú y yo, muchas han sido las noches en las que he soñado con nuestro reencuentro. Algunas noches imagino que se te queda el carro en plena avenida y que soy yo el único que anda por ahí para orillarme y tú debes aceptar mi inesperada ayuda. Algunas sueño con que una carta tuya llega a mí, pidiéndome verme, saludándome, preguntándome cómo estoy, diciendo que, como el poema de Benedetti, llegó el día en el que me comprendiste que me necesitas. Otras simplemente sueño con besarte, en acariciar el río manso de tu cabello y aspirar el suave aliento antes de besar el papel suave de tus labios sin fin. Y, cuando escuché tu nombre, mil cosas pasaron por mi mente. Pasaron las noches en las que yo sentado de un sillón, al lado del teléfono, esperaba por ti y nunca contestabas. Las veces en las que tú suavemente rechazaste mi beso, cuando me acercaba a ti, y en cambio acercabas la tuya solamente para rozar mis tristes labios y luego alejarte. La vez que me cansé de ti y de tus ausencias, tu falta de compromiso y de lealtad – la carta que te escribí diciéndote que ya no te quería volver a ver. La llamada telefónica que recibí de ti, pidiéndome una explicación, que nunca contesté, y la carta que te envié, con la cola entre las patas, llorando mi tristeza, diciéndote que no fue justo lo que hiciste, recriminándote la falta de cariño y tu exasperación, Marielle, y tu exasperación. Ésa fue la última vez que hablamos. Y luego pensé en si ésta no era una señal del destino, que el viento de nuevo convergía nuestros caminos, y de pronto me imaginé una visita y que al verme comprenderías me regalarías una sonrisa amistosa y me dirías que ansias colaborar junto a mí. Y después, a poco por motivos de trabajo nos seguiríamos viendo, trabajaríamos juntos y una noche se te haría tarde y yo te daría un aventón a tu casa y la invitación a tomar una copa a tu casa y el acercamiento y el amor y Benedetti. Mas no. Fría e indiferente, me diste tus datos, sin ser grosera, claro. No mostraste reacción alguna por tenerme ahí, y al final de la entrevista me dijiste: No te acompaño a la salida porque tengo mucho trabajo.  No te preocupes, te dije, y me diste la espalda al voltear hacia tu computadora para seguir trabajando. Caminé hacia la salida, sintiéndome extrañamente afligido. Llegué al estacionamiento, y me tomó un largo minuto subir a mi carro. Y cuando llegué a mi casa, me tomó una eternidad entrar a mi casa.

Y es que yo – yo tenía que verte, Marielle. Tenía que verte, carajo, tenía que verte. Yo necesitaba gastar mi posibilidad, ir hasta el fondo del pozo, llegar hasta las últimas consecuencias, poner a prueba mi esperanza, porque dicen que la esperanza es lo último que muere. Pero en este caso, Marielle, en tu caso, la esperanza ha sido lo primero que debió morir. Yo debí entender con tus indiferencias, tu adiós, la carta que nunca llegó a mí, que no me querías, que no debía insistir, que debía dejarte ir. No sé si soy muy terco o muy romántico, tal vez ambos, pero debía verlo por mí mismo – porque nadie aprende en cabeza ajena, y por más filosófica que viera la vida, con mayor templanza que te recordara, algo en mí ardía, Marielle, ardía, y tú eras la única capaz de apagar el fuego insoportable dentro de mí. Y cuando salí de tu oficina, sintiéndome el mayor estúpido sobre la Tierra, me sentí afligido, porque tú, como hacía muchos años, allá cuando éramos aún adolescentes y estaba enamorado de ti, me habías despreciado de nuevo. Mi esperanza fue un ruiseñor que murió en vano por darte una rosa roja.

No te reprocho nada, Marielle. Sé que puede parecer que sí, mas no. Nunca me diste el verano, porque nunca prometiste dármelo. Fuiste en mi vida como muchas otras: efímera y distante, como cometa solitario surcando el universo. ¿Qué más te puedo decir? ¿Que no vales la pena, que eres lo peor del mundo? Para nada. Simplemente tu cariño no era para mí, así como mi cariño no era para ti. Y, cargando mi corazón como cachorro abandonado, ahora debo seguir en mi misión de encontrar a quien amar y a quien me ame. Es difícil, sabes, saber que existes sin tenerte; yo siempre he sido un infeliz, un perdedor, un marginal. De pronto llegas tú, respondiendo con un eco el llamado de amor que en algún momento lancé. Y yo te di mi orgullo, te dejé acariciar mi alma tibia de niño. Tú en cambio me diste la puerta cerrada, el resplandor de luz inalcanzable, el silencio.

Y ahora estamos lejos. Y el viento nunca más convergerá nuestros caminos. Yo dejaré de buscarte, y tú por siempre estarás a la distancia, como un muerto. Y de ti me desprendo ahora, como se desprende el pájaro de la rama al emprender el vuelo, para ya nunca más regresar a ti. Adiós, Marielle.


El poeta.