domingo, 31 de mayo de 2015

Ya sé a quién culpar

La bella Karla y el joven Eduardo, quien, a pesar de su edad conservaba, perfecta, una cara de niño, en el bar, hablaban de cine. Era la primera vez que hablaban de cine pero la quinta o quizá la sexta vez que hablaban el uno con el otro. Se habían conocido en una tienda de películas, precisamente, y a Karla le pareció guapísimo el hombre que se disculpaba por haber chocado con ella, y en un dos por tres ya estaban platicando y decidieron intercambiar números telefónicos.

Karla recomendaba la película Chappie, le parecía buenísima, cinco estrellas. Eduardo, en su iPhone, vio que la película tenía críticas no tan buenas. Karla mandó al diablo las críticas y le aseguró que a Eduardo le gustará la película. 
Si no me gusta, sonrió Eduardo, Ya tengo a quién culpar y a quién me regresará el tiempo perdido.
Karla rió y dijo que con gusto aceptaba la apuesta. Por otro lado, si a Eduardo le gustaba, tendría que invitar a cenar a Karla. Trato hecho.

A la semana siguiente, mientras Karla veía la televisión, comenzó a sentirse súbitamente débil y medio hambrienta. El teléfono sonó. Era Eduardo. Después de intercambian los saludos de cortesía, Eduardo fue al grano:

Me dijiste que Chappie estaba buena y que no me iba a arrepentir. La estoy viendo ahorita mismo y no, es mala. Como te dije esa vez, ya tengo a quién culpar y a quién cobrarle el tiempo perdido.
¿Ah sí?, preguntó Karla, coqueta, No me digas, ¿y qué vas a hacer?
Ya lo estoy haciendo, respondió Eduardo.
De pronto, el teléfono descolgado.

Karla, confusa, asfixiada, débil. Se puso de pie y alzó el rostro y se miró al espejo: el cabello comenzó a caerle, Su rostro, súbitamente chupado, no era el suyo sino el de alguien mayor, una anciana. ¡Eduardo!, exclamó Karla. Pero ya era tarde. Eduardo, regocijado en su sillón, cobraba su apuesta, recuperando el tiempo perdido y asegurando su eterna juventud por los años por venir.


El hombre feliz

Enrique Buendía, muchacho infeliz con vida infeliz y trabajo infeliz, pero que guarda un alarido de alegría en el último rincón de su alma. Sobre esto, él sabe. Dejados de lado sus discos de Chopin, blues y baladas, en ocasiones escucha cumbia y el alarido se enciende, amenazando con salir. Enrique se siente estúpido y soso: la gente a su alrededor es también infeliz y por ende frenan y ridiculizan a quien se atreve a ser feliz. Nueva actividad: novia aburrida, con el fin de llenar su aburrimiento, propone clases de cumbia. Intrigado, Enrique acepta. En cuanto entra a la academia, cumbia por doquier. Lo ponen a bailar. Sus pies, curiosamente, reaccionan al baile: se dejan llevar. Al principio frío, luego caliente. Al cabo de un momento, ya está bailando. Enrique es feliz, por primera vez el alarido oculto sale, brinca, brilla, es inefable, no puede dejar de bailar. La felicidad lo embarga, no lo suelta, Enrique no puede controlarla, el alarido es grandísimo y viene desde hondo, Ayuda, dice feliz y sonriente hasta el desfiguro, No puedo – pum. Cae al suelo, todos conmocionados. Viejita por ahí comenta que no es la primera vez que a alguien se le para el corazón de tanta felicidad súbita. Naturalmente, pocos van a su funeral. 

domingo, 17 de mayo de 2015

Carta a Carmen

Carmen:
Seré sincero y directo contigo. Últimamente he sentido, más que pensado, muchas cosas con respecto a ti, y quiero confesar que este viernes en que nos vimos por un momento sentí algo que no había sentido más que solamente una vez en la vida, a los 19 años, cuando conocí a una mujer de la que me enamore mucho y me inspiraba total entrega. Yo no me entrego nunca, Carmen. Soy una roca que nada derrite. Pero en aquel momento con aquella mujer descubrí algo nuevo en mí, angustiante y fascinante al mismo tiempo: un deseo de entrega, de decirlo todo y darlo todo y recibir. En aquella ocasión, terminé decepcionado. Comencé a hablar con ella por Messenger – nos había presentado una amiga en común – y nos hicimos revelaciones y confesiones profundas e íntimas como nunca. De amor, de dolor, de tristeza, de todo. Lo cual era milagroso, teniendo en cuenta que éramos dos personas que nunca se habían visto en la vida y que se conocían desde hace poco por internet. Cuando por fin la vi, tenerla a mi lado me entusiasmaba como a un niño. Espíritus afines. Después de aquella noche, decidió que ya no quería nada conmigo. Muy tarde para mí: yo ya estaba enganchado. Te digo todo esto porque lo mismo que sentí con ella hace tanto tiempo, siento ahora contigo. ¿Qué es este algo que sentí aquella vez y que ahora regresa a mí como un búmeran y quiere salir de mi boca en forma de alarido? Después de mucho cavilar puedo decir que es lo siguiente: es un anhelo adolescente.
Eres alguien que siempre quise para mí pero que por alguna incomprensible razón siempre me eludió. Yo creí que de este algo que siento ya me había curado, que todas mis insatisfacciones ya se habían desinflamado hace años. Pero hablo contigo y de súbito se me presenta la oportunidad de regresar al pasado para recuperar el tiempo y las ilusiones perdidas y hacerlas realidad en el presente. Hay algo en ti que simplemente encuentro irresistible. Algo que me desquicia y me desnuda e impela hacia la muerte pero que al mismo tiempo me entusiasma, como al metafísico que una noche, al final de un túnel, encuentra todas las verdades del mundo. Develas mi cobardía y apuntas a mi pájaro de fuego, prisionero en mí mismo, que anhela salir y volar y desbaratarse en puñados de polvo, para luego revivir con renovados deseos de muerte. Me haces querer quien siempre he querido ser en el fondo de todas mis palabras. Me haces querer ser yo mismo.
            Tengo pareja. Ella tiene un lugar en mi vida. Últimamente no se lo he dado. La verdad, tampoco te lo he dado a ti. Tú me has tomado desprevenido, porque desprevenida casi siempre es la vida y el karma. Yo no soy un patán, Carmen, ni me gusta jugar con los sentimientos de las mujeres. Yo no soy de estar viendo a otras personas a espaldas de nadie ni de tomarme las cosas a la ligera. Pero tengo que hablar. No puedo seguir engañándome ni tampoco puedo quedarme con mi pájaro de fuego que me desborda sólo porque no lo puedo control. Yo no sé siquiera si tú sientes algo remotamente parecido a lo que siento yo o si te gusto más allá de ese sentido amplio de la palabra del que me hablaste, y justo pienso en ti, vaticino el choque, ahora mismo me hago polvo, pero de mí no quedará de mí, ¿sabes? Tienes que saber esto. Que me gustas. 

Atte. El adolescente



El hombre sin voz

Omar Corral, estudiante de literatura, siempre callado, ferviente creyente de la siguiente idea: el necio grita, el inteligente opina pero el sabio calla. Prefiere que los demás hagan el ridículo con sus estúpidas y cortas y muchas veces equivocadas opiniones. Algunas veces su participación en algún debate o tertulia o simple plática con amigos puede ser oportuna, un touché, algo admirable o simplemente le hubiera conseguido otro trabajo, una novia o un aumento. Omar se rehúsa a opinar; cabeza llena de palabras y de voces. Pronto, dolores de garganta, se le corta la voz al hablar, se queda afónico, Omar no sabe qué sucede, hasta que decide abrir la boca. Él no anticipa ni nadie que apenas separe los labios, explotará en mil pedazos, liberando de sí un grito hecho de miles de gritos que por cuatro segundos ensordece a toda la ciudad. Omar pasa a la historia como el hombre que dio el grito más ensordecedor del mundo del récord Guinness, cosa que le hubiera satisfecho. Omar, aunque nunca lo externó, siempre quiso ser famoso y escuchado y aplaudido por todo el mundo.    

viernes, 15 de mayo de 2015

El hombre apegado a los bienes materiales

Llévate todo lo que encuentres,
sin mi auto sigo vivo, sin el arma eres una mierda
 – Carjacking, Jorge López Landó

Juan Alberto González García, cuarentón, 4.7 años de sueldo para pagar Escalade negra del año, grandes sacrificios. Gasolina Premium, lavado cada semana y ay de aquel chavillo que se atreva a darle pelotazo jugando futbol en la colonia. Noche en la ciudad: fiesta larga, regreso a casa, espera semáforo en verde. Prende cigarro, pum pum, golpazos en la troca. Voltea asustado. Chavillo junto a la ventana, fusca en la mano, lo apunta directo a la cara. A pesar del temor, cavila: manos en el volante, pie en el acelerador, puede pisarle y jugársela y salir a gorro, es mi troca, me costó un buen, no sean así. Fusca lamiéndole las sienes lo obliga finalmente a bajarse. Chavillos se suben. La troca, quemando llanta, arranca, se pierde en la noche. En casa, llora, maldice, quiere ver arder al mundo. Esposa Haydee observa, la vida vale más que cualquier troca. Juan no acepta, insiste en sentirse agraviado, lastimado, ¡me han quitado mitad de mi vida! Después de un rato, por fin logra conciliar sueño, se despierta a la mañana siguiente sólo para encontrar a su esposa dormida a su lado y ver desaparecidas las extremidades que antes de la troca lo llevaban a todos lados.  

viernes, 8 de mayo de 2015

El hombre inspirado

Jaime Romero, poeta creativamente estreñido. Escribe poesía que para muchos es buena pero que para él es mala. Bueno, no mala. Conflicto. Casi siempre, un sentimiento: no escribe lo que realmente quiere escribir. Sobre todo por las epifanías de grandes poemas. Pero, a la hora de sentarse a plasmarlas, jamás de los jamases coinciden en calidad con aquello que se ha originado en su mente en primer lugar. Psicólogo, recomendación de entrañable amigo Héctor Márquez. Psicólogo le recomienda que escriba todo lo que se le cruce por su cabeza, tenga congruencia o calidad o no. Renuencia. Jaime no gusta de gastar su tinta escribiendo cosas que no abonarán prestigio, inmortalidad o siquiera a ese gran libro de poemas que siempre ha querido escribir. Al final, aceptación. Jaime se sienta a escribir todos los días lo primero que se le viene a la mente: conversaciones fantasmagóricas e ideas raras, sentimientos cursis y malas metáforas. Pero esto cambia cuando se develan traumas de la infancia: miedos, rencores, palabras jamás dichas. Se develan también desamores, odios a los padres, abuelos y hermanos. Se develan memorias que ni siquiera sabía que tenía. Se devela todo y, por consiguiente, Jaime escribe todo. A partir de entonces, sale la verdadera poesía, el lirismo prisionero. Jaime escribe decenas de poemarios, todos con un éxito arrollador. Pero ya no importa el prestigio ni el éxito; ahora lo único que importa es la poesía. Jaime solamente come y duerme y escribe y va al baño: nada más. Cuarenta años más tarde, título de poeta hispanoamericano por excelencia, candidato a Premio Nobel. Héctor Márquez lo visita. Jaime apenas y lo saluda; se encuentra en éxtasis poético. Piensa que por fin dirá lo que siempre ha querido decir, que el lenguaje se ajustará correctamente a su espíritu. Ya mero, ya mero, ya mero, grita Jaime. Héctor voltea, luz intensa, cegamiento. Visión regresa, Jaime no está. Héctor no comprende pero su intuición de poeta le ayuda. Jaime se ha hecho uno con el absoluto. 

jueves, 7 de mayo de 2015

Hombre fisgón

La vecinita tiene un gato, gato que mata por celar
 – Vico C


A Romelia le gusta Gustavo, su vecino del apartamento 15B, y Gustavo también gusta de Romelia, la vecina del apartamento 13ª, y ambos saben sobre la atracción del otro, pero ninguno de los dos se atrevía a decirse las cosas de manera directa, sin tapujos. Romelia desnuda y a veces semidesnuda sobre su cama, con la ventana descubierta; sólo Gustavo puede verla. La ve; ella, de reojo, lo descubre. Aún puerta sin tocar; plan no funciona. Cansada de esperar y caliente hasta más no poder, Romelia invita a cenar a Martín, el vecino del apartamento 17, para generar celos. Ventana de nuevo descubierta. Luz prendida, figuras y sombras. Gustavo se asoma. Romelia presiente mirada sobre ella y su amante en turno. Voltea hacia ventana a Gustavo, piensa que lo encontrara estupefacto, colérico o indignado. Nada de esto. Sorpresa total. Gustavo parte del acto sexual, o por lo menos intenta serlo, al masturbarse, con la mirada fija y sedienta de los dos allá arriba. 

El hombre sabio

Otro clasicista, esta vez historiador. Dr. Teodoro Mommsen. Pero también jurista, lingüista (no tan experimentado como Iriarte) y arqueólogo. Libro fundamental: Historia de Roma en tres tomos. Esposa hermosísima, unos dirían que demasiado para el doctor. Alan Defoe, 23 años, poeta callejero y pajero, lo critica públicamente en parque. Doctor indigno de su esposa. El doctor lo ahuyenta, despreciándolo. Defoe, humilde, se ofrece a trabajar como ayudante de su oficina. Sorprendido, el doctor lo recibe. Defoe limpia y ordena la oficina, funge como secretario y hasta hace mandados del hogar. Doctor complacido. Al cabo de tres meses, esposa huye con Defoe. Ni siquiera deja carta. Con ejemplar de la Eneida sobre la mesita de al lado, donde se habla sobre el Caballo de Troya, el doctor aún se pregunta cómo pudo suceder aquello.

El hombre culto

          Octavio Iriarte. Estudiante de filología. Latín, griego y sánscrito y hasta español e inglés medievales. A excepción del español, aprende estos idiomas a través del inglés; los pocos profesores que podían enseñarle estos idiomas son angloparlantes. Sus profesores ven en Octavio Iriarte a un hombre lúcido, sensible y humanista; le enseñan todo lo que saben y pueden. Largos y minuciosos años de estudio, de memorización y apego a las reglas. Luego, graduación. Sus profesores, conmovidos, creen que han dado al mundo a estudiante y ser humano excelente.   
            Boletín especial. Filólogo recién graduado con atroz pasatiempo. Bebe sangre humana. La obtenía de víctimas, a quienes desangraba en la cochera de su casa, para luego tirar sus cuerpos en un río. Había comenzado con perros, gatos y gallinas, luego siguió con caballos, vacas y toros, hasta que una noche le dio por probar la sangre de niño. Luego, sangre de mujer. Al último sangre de hombre. Lo descubrieron cuando fue a tirar el cuerpo de un vagabundo a un basurero. Cárcel. Aún le permiten leer a Cicerón, Píndaro y los vedas. Shakespeare es la única lectura prohibida.