La bella Karla y el joven Eduardo, quien, a
pesar de su edad conservaba, perfecta, una cara de niño, en el bar, hablaban de
cine. Era la primera vez que hablaban de cine pero la quinta o quizá la sexta
vez que hablaban el uno con el otro. Se habían conocido en una tienda de
películas, precisamente, y a Karla le pareció guapísimo el hombre que se
disculpaba por haber chocado con ella, y en un dos por tres ya estaban
platicando y decidieron intercambiar números telefónicos.
Karla recomendaba la película Chappie, le
parecía buenísima, cinco estrellas. Eduardo, en su iPhone, vio que la película
tenía críticas no tan buenas. Karla mandó al diablo las críticas y le aseguró
que a Eduardo le gustará la película.
Si no me gusta, sonrió Eduardo, Ya tengo a
quién culpar y a quién me regresará el tiempo perdido.
Karla rió y dijo que con gusto aceptaba la
apuesta. Por otro lado, si a Eduardo le gustaba, tendría que invitar a cenar a
Karla. Trato hecho.
A la semana siguiente, mientras Karla veía
la televisión, comenzó a sentirse súbitamente débil y medio hambrienta. El
teléfono sonó. Era Eduardo. Después de intercambian los saludos de cortesía,
Eduardo fue al grano:
Me dijiste que Chappie estaba buena y que
no me iba a arrepentir. La estoy viendo ahorita mismo y no, es mala. Como te
dije esa vez, ya tengo a quién culpar y a quién cobrarle el tiempo perdido.
¿Ah sí?, preguntó Karla, coqueta, No me
digas, ¿y qué vas a hacer?
Ya lo estoy haciendo, respondió Eduardo.
De pronto, el teléfono descolgado.
Karla, confusa, asfixiada, débil. Se puso
de pie y alzó el rostro y se miró al espejo: el cabello comenzó a caerle, Su
rostro, súbitamente chupado, no era el suyo sino el de alguien mayor, una
anciana. ¡Eduardo!, exclamó Karla. Pero ya era tarde. Eduardo, regocijado en su
sillón, cobraba su apuesta, recuperando el tiempo perdido y asegurando su eterna juventud por los años por
venir.