Enrique Buendía, muchacho infeliz con vida
infeliz y trabajo infeliz, pero que guarda un alarido de alegría en el último
rincón de su alma. Sobre esto, él sabe. Dejados de lado sus discos de Chopin,
blues y baladas, en ocasiones escucha cumbia y el alarido se enciende,
amenazando con salir. Enrique se siente estúpido y soso: la gente a su
alrededor es también infeliz y por ende frenan y ridiculizan a quien se atreve
a ser feliz. Nueva actividad: novia aburrida, con el fin de llenar su
aburrimiento, propone clases de cumbia. Intrigado, Enrique acepta. En cuanto
entra a la academia, cumbia por doquier. Lo ponen a bailar. Sus pies,
curiosamente, reaccionan al baile: se dejan llevar. Al principio frío, luego
caliente. Al cabo de un momento, ya está bailando. Enrique es feliz, por
primera vez el alarido oculto sale, brinca, brilla, es inefable, no puede dejar
de bailar. La felicidad lo embarga, no lo suelta, Enrique no puede controlarla,
el alarido es grandísimo y viene desde hondo, Ayuda, dice feliz y sonriente
hasta el desfiguro, No puedo – pum. Cae al suelo, todos conmocionados. Viejita
por ahí comenta que no es la primera vez que a alguien se le para el corazón de
tanta felicidad súbita. Naturalmente, pocos van a su funeral.