Jaime Romero, poeta creativamente
estreñido. Escribe poesía que para muchos es buena pero que para él es mala. Bueno,
no mala. Conflicto. Casi siempre, un sentimiento: no escribe lo que realmente
quiere escribir. Sobre todo por las epifanías de grandes poemas. Pero, a la
hora de sentarse a plasmarlas, jamás de los jamases coinciden en calidad con
aquello que se ha originado en su mente en primer lugar. Psicólogo, recomendación
de entrañable amigo Héctor Márquez. Psicólogo le recomienda que escriba todo lo
que se le cruce por su cabeza, tenga congruencia o calidad o no. Renuencia.
Jaime no gusta de gastar su tinta escribiendo cosas que no abonarán prestigio,
inmortalidad o siquiera a ese gran libro de poemas que siempre ha querido
escribir. Al final, aceptación. Jaime se sienta a escribir todos los días lo
primero que se le viene a la mente: conversaciones fantasmagóricas e ideas
raras, sentimientos cursis y malas metáforas. Pero esto cambia cuando se
develan traumas de la infancia: miedos, rencores, palabras jamás dichas. Se
develan también desamores, odios a los padres, abuelos y hermanos. Se develan
memorias que ni siquiera sabía que tenía. Se devela todo y, por consiguiente,
Jaime escribe todo. A partir de entonces, sale la verdadera poesía, el lirismo
prisionero. Jaime escribe decenas de poemarios, todos con un éxito arrollador.
Pero ya no importa el prestigio ni el éxito; ahora lo único que importa es la
poesía. Jaime solamente come y duerme y escribe y va al baño: nada más.
Cuarenta años más tarde, título de poeta hispanoamericano por excelencia,
candidato a Premio Nobel. Héctor Márquez lo visita. Jaime apenas y lo saluda;
se encuentra en éxtasis poético. Piensa que por fin dirá lo que siempre ha
querido decir, que el lenguaje se ajustará correctamente a su espíritu. Ya
mero, ya mero, ya mero, grita Jaime. Héctor voltea, luz intensa, cegamiento.
Visión regresa, Jaime no está. Héctor no comprende pero su intuición de poeta
le ayuda. Jaime se ha hecho uno con el absoluto.