jueves, 30 de junio de 2011

Cuento de amor contrariado

Fui una letra de tango
para su indiferente melodía
Quizá la más querida, Julio Cortázar

Marielle y Alberto fueron al cine el viernes por la noche como acordaron durante la semana. Alberto pasó por Marielle después del trabajo. Era la primera vez que estaban a solas. Se conocieron a través de conocidos, y nunca antes habían hablado frente a frente. Lo habían hecho: por computadora, pero por computadora no es lo mismo. Se encontraba nervioso, no lo sabía. Alberto pensaba que, en cuanto le diera la oportunidad, se acostaría ella: ésta fue la razón por la cual la invitó a salir en primer lugar.

Una noche, hablando por computadora, y sin saber cómo, su conversación desembocó en el tema del sexo. Obviamente, tengo esa necesidad, explicó, Marielle. Pero, más que un placer, el sexo era un medio para saber si un hombre es "The One". Marielle suele entregarse con la esperanza de encontrar al hombre indicado para ella, pero ninguno ha resultado serlo. "The One", pensó Alberto. Al parecer Marielle ha visto demasiadas películas Hollywoodenses, tanto que piensa que la vida es una comedia, ésas con príncipe azul al final. Alberto pensó aprovecharse de que Marielle se entregaba tan libremente para tener sexo fácil. Ya que no pensaba enamorarse de ella, además que le parecía absurda e infantil la idea de saber si alguien es "el indicado" a través del sexo.

Esa misma noche Alberto le preguntó si salía con alguien. Marielle respondió que no, pero que había terminado recientemente con Javier. Le comentó que terminaron porque Javier tenía novia. Hace apenas unos días, su novia le llamó por teléfono para preguntarle, llorando, si tenía algo que ver con su novio. Obviamente le respondí que no, pero aún así no dejé de sentirme culpable. ¿Qué te gustó de Javier?, preguntó Alberto. Todo, respondió Marielle. Cómo hacía de algo ordinario, algo extraordinario; su ternura, pero cómo al mismo tiempo le valía madre la vida. Alberto no entendió a qué se refería con Algo ordinario, algo extraordinario, así que le pidió explicar. Con Javier yo veía las nubes y le encontraba formas, explicó. El silencio a su lado no era incómodo, sino… exquisito. ¿Aún lo quieres?, preguntó Alberto. Porque es algo reciente, sí, respondió Marielle.

Vieron una película francesa, muy mala. En el cine, Alberto cambió de posición discretamente varias veces. Al terminar, fueron por unos tragos a un café. Alberto finalmente comprendió que se encontraba nervioso. Marielle no hablaba mucho. Alberto le preguntó por la película. Marielle respondió lo ya sabido, y volteó la mirada hacia la ventana para mirar hacia el cielo. Alberto se sintió incómodo y, sonriendo le pidió disculpas por elegir tan mala película. No te preocupes, respondió Marielle, no es la primera vez que veo una mala película Estas palabras, en vez de reconfortarlo, tuvieron el efecto contrario.

Alberto acompañó a Marielle a su casa. Eran las nueve, no hacía tanto frío, así que optaron por sentarse en una banca de madera de su patio. Para hacerla hablar, Alberto le hizo cosquillas, pero Marielle no respondió a ellas. Sólo se doblaba, y evitaba ser picada, hasta que terminó justo a su lado. Alberto sintió el calor interno de Marielle, y alcanzó a oler su cabello. Súbitamente, Alberto le empujó hacia sus piernas, para que se recargara sobre ellas, inclinó la cabeza y le besó. Alberto sintió sus labios húmedos y calientes. Marielle se incorporó para sentarse sobre las piernas de Alberto, montándolo. Alberto le besó la boca, el cuello, le abrió la blusa y le besó los senos. Intentó acariciarle la entrepierna, pero Marielle se rehusó. .

Antes de irse, Alberto la invitó a salir de nuevo el miércoles. Respondió que tal vez. Alberto volvió a preguntar. Marielle volvió a responder que tal vez. Alberto le preguntó, esta vez serio, ¿Ya no quieres salir conmigo? Pensó que por el fracaso de esta noche, así fue. Estoy bromeando, sí quiero salir. Alberto sonrió entonces, y se despidió besándola. Antes de salir a la calle, se volvió y le dio un último beso.

Pero no salieron ese miércoles; salieron el lunes. Marielle no trabajó ese día, así que fue a la computadora. Alberto estaba en línea, y comenzaron a platicar. Marielle Tengo hambre, dijo, pero no tengo carro para ir a comprar comida: ¿qué te parece si pasas por mí y me llevas a un restaurant? a cambio te invito a comer. Está bien, respondió Alberto feliz. Llegó a su casa en menos de veinte minutos; lo recibió con un beso en la mejilla. Se subieron al carro, fueron a comprar hamburguesas y las llevaron de regreso a su departamento, donde las comieron sentados en el piso de la sala.

Marielle estaba más conversadora que el otro día. Hablaron de caricaturas, de cine y de música. En algún punto de la conversación ¿Crees en el destino?, preguntó Marielle No, respondió Alberto, a decir verdad no hay cosa más detestable en el mundo que la creencia del destino. ¿Por qué?, preguntó Marielle. Creer en el destino implica no creer en el libre albedrío, y no hay nada más detestable que vivir en un universo en el cual no podamos elegir libremente nuestros actos, además nada cae del cielo, todo lo queramos se tiene que salir a buscarlo; esperar que las cosas se acomoden y lleguen mágicamente no sirve nada. No estoy de acuerdo contigo, comentó Marielle, y Alberto sonrió.

Al terminar de comer, Marielle fue a la cocina a tirar la basura a la cocina y a tomar agua. Al regresar, se sentó de nuevo en el piso y estiró su cuerpo, como alfombra. Alberto vio su cuerpo extendido, y se le antojó darle un beso, y lo hizo; Marielle correspondió ese beso. Alberto metió su mano bajo su blusa y sintió su pecho, grande y suave y caliente. Mas Marielle murmuró que no quería hacerlo ahí, sobre la alfombra, en medio de la sala: podía verlos su hermana. Así que se puso de pie, y fue hacia una parte de la sala, oculta tras un librero; se bajó el pantalón y se puso de espalda contra la pared. Alberto la penetró, y comenzaron a hacer el amor. Pero en algún momento, sus cuerpos se zafaron. Alberto intentó penetrarte de nuevo, pero no pudo. Alberto sintió vergüenza de no saber usar su cuerpo ni el de Marielle, quien después de varios minutos de forcejeo, Ya me desesperé, dijo Marielle, y se quitó. Subido su pantalón, fue hacia la sala. Alberto hizo lo mismo. Cuando se puso el sol, Marielle le dijo que ya era hora de irse. Alberto suspiró y aceptó. Salieron al patio. Fue tu pantalón que impidió el movimiento, dijo Alberto como excusa. Marielle respondió Tal vez. Hacía un poco de frío; Alberto la abrazó por la espalda, y comenzó a relatarte el mito de Eco. ¿Te gustó?, preguntó Alberto al terminar. Sí, respondió Marielle, pero ya lo había escuchado. ¿Y por qué no me dijiste nada?, volvió a preguntar Alberto Te veías muy emocionado, respondió ella, y rió. Alberto sintió su risa condescendiente. La volvió a abrazar por la espalda. Le besó la nuca, el cabello y le descubrió un poco la blusa para besarle los hombros y le tocó los senos y acercó sus caderas a su entrepierna con su miembro duro, y metió sus manos por debajo de su pantalón, tocándole desde la cintura hasta las piernas. Alberto observó que si piel estaba fría; Marielle, susurrando, dijo que sí. ¿Te caliento?, preguntó él; ¿Por qué no?, respondió Marielle. Alberto se sentó en el suelo, para que no los viera su hermana, y la invitó a sentarse. Marielle rió de nuevo, y le recordó que ya era hora de partir. Resignado y aún avergonzado, Alberto salió de su casa. Y por primera vez se preocupó de no ser "The One" para ella después de todo.

La próxima vez que se vieron Marielle se quitó el pantalón completamente. Hablaron de zombis por un rato, pero Alberto tenía en mente una sola cosa. Comenzaron a besarse en medio de la sala, y de nuevo fueron hacia atrás del librero. Sus cuerpos encajaron perfectamente. Alberto lo observó, y Marielle soltó una risita. Fue delicioso. Era la primera vez que Alberto disfrutaba hacer el amor. Otras experiencias le habían parecido insulsas, razón por la cual tardaba tanto en terminar. Incluso llegó a temer que estaba bloqueado psicológicamente, que cualquier experiencia le sería inapetente. Pero con Marielle no fue así. Alberto gozaba tanto, que en su vehemencia se incorporó hasta quedar frente a su cara, y quiso quitarle la blusa, mas ella no quiso, y en cambio le susurró No hagas tanto ruido. Alberto ya estaba por venirse, cuando sintió que ella se vino primero. Alberto liberó la última descarga, cuando ella ya había exhalado su último suspiro de gozo.

Hablando por teléfono días después, Alberto le comentó a Marielle acerca de algo que nunca le había comentado antes a nadie: De cómo de chiquito las niñas se burlaban de él por su pierna chueca que, ya de grande, se operó. Le dijo que le apodaron "El cumbias", por arrastrar la pierna y doblarla mucho y caminar como carreta apoyada sobre una rueda floja. Marielle guardó silencio durante toda su conversación. Al terminar, Alberto sintió un peso menos de encima, y se sintió más cercano a Marielle.

En cierta ocasión, conversando por computadora, Marielle le envió un video, un fragmento de una película española: una chica abre la puerta de su departamento para que un chico entre y se siente frente a ella, y lee el siguiente texto: ¿Por qué te quiero en 65 palabras? Es tan simple…, dijo Marielle. Sí…, le dio la razón Alberto. En realidad no le había gustado; le pareció simple pero nada poético ni nada especial. Por su parte, Alberto le mandó un video de Julio Cortázar recitando el capítulo siete de Rayuela. ¿Por qué me envías esa mierda?, preguntó Marielle. Alberto se desconcertó, y ¿Te molestó?, preguntó. Es que Javier solía recitarme eso. ¿El capítulo siete de Rayuela? Sí…, respondió Marielle. Alberto se incomodó mucho. Quiso cambiar de tema, y preguntó si Marielle tomaría alguna pastilla para evitar contratiempos. En tono de burla, Marielle respondió que sí.

Alberto y Marielle no hablaron durante dos semanas; él había hecho un viaje corto a la capital. En cuanto pudo, lo primero que hizo fue marcarle para invitarla a salir. ¿Hibernaste o qué?, preguntó Marielle. Alberto dio la razón de su ausencia. Por alguna razón Alberto sintió que debió dar razón de su ausencia. Está bien, dijo Marielle, pero no respondió su invitación. Alberto la reiteró, y hubo un gran silencio. Alberto esperaba lo peor.

Las decisiones no se compran, se hacen, sé que no es el mejor momento para decirlo, pero debo hacerlo. Si es nuestro destino vernos de nuevo, lo haremos. Alberto sintió algo estrujarse en su pecho, y sintió enormes ganas de gritarle que No es cierto, Hollywood es pura mierda, las cosas no son tan fáciles en la vida, si nos alejamos ahorita, las cosas entre ellos no se acomodarán después, realmente no se acomodarán. Pero no lo hizo, y colgó.

Alberto y Marielle siguieron conversando por computadora durante un par de semanas más. Pero lo único que ella hacía era hablar de Javier. Marielle decía que extrañaba a Alguien, que quería ver a Alguien, y que lamentaba mucho no tener a alguien como ese "alguien". Alberto sintió estas palabras como tórridos escupitajos a la cara. Por último, Marielle dijo Es insoportable extrañarlo. Alberto, humillado y doliente, Preguntó ¿Quieres dejar de extrañarlo? Marielle rió. Me atrapaste, no lo sé.

Una vez Marielle le escribió que Sabes hablar bonito, pero no sabes bailar al ritmo de la lluvia. Alberto sintió esto como una razón por la que no se quedó con él, y Respondió que sí sé "bailar bajo la lluvia", nada más que tú no me diste la oportunidad para demostrarlo. Marielle, oye, respondió, tranquilo, es la letra de una canción. Alberto, nervioso, rió, y dijo que lo sabía, que bromeaba. Marielle dijo que estaba bien, y le pidió la dirección del restaurante donde compraron hamburguesas. Alberto mintió, diciendo que no la recordaba, y que lo sentía.

Otro día Marielle le mandó un mensaje para decirle que Anoche soñé contigo, tenías el cabello muy corto, y eso es todo lo que tengo que decirte. Otra ocasión le escribió que Extraño que no te rieras de las cosas que yo consideraba graciosas. Alberto respondió que si lo extrañaba, era culpa de su estúpida e inmadura culpa. Marielle respondió que tenía razón.

Comenzaron a hablarse de nuevo. Alberto esperaba que las cosas volvieran a ser como antes. Se había enamorado de Marielle. Pero ella, para variar, le dijo que Quiero tener en mi vida a alguien con quien tener una compatibilidad intelectual, física y emocional pura, pero oh, espera, sí, espera, ya, ya lo tengo, conozco a alguien así, ¡sí! pero tiene novia. Alberto no soportó esto, y le recriminó su crueldad en la cara: ¡De qué mierda estás hablando!. De quien hablo es un amigo, eh. Pero a Alberto no le importó; aún así le pareció cruel lo que Marielle había escrito. ¿Te parece cruel que no te corresponda?. No, respondió Alberto, lo que me parece cruel es que entre nosotros haya algo, que tú lo sepas, y que aún así, con cruel ambigüedad, me sueltes comentarios como ése, que son casi como insultos. No, no es cierto. No le dijo eso. En realidad no supo cómo responder su pregunta; tenía las palabras adecuadas, que ardían por salir, pero no tuvo el valor ni la sintaxis para decirlas. Así que le colgó, esta vez para no volver a levantarte el tubo.

Se volvieron a ver una noche un año después. Alberto estaba sentado en el fondo del camión, leyendo. De pronto, volteó y vio a Marielle subirse y pagar el pasaje. Alberto sintió un desagradable golpe en el pecho, un súbito y caótico nerviosismo, y el corazón comenzó a latirle rápida y fuertemente. Bajó la mirada rápidamente. Recordó aquello que Marielle le dijo en esa lejana ocasión: que si era su destino verse, se verían. Sonrió con tristeza por la ironía de las palabras en su presente situación. Marielle se sentó al fondo del camión, a dos asientos de Alberto, dándole la espalda. Solamente cuando ella hizo la parada, antes de levantarse, se volvió y se volvió y le dio una última mirada. Alberto se percató de esto, pero se contuvo y no se volvió. Tres paradas después Alberto se bajó. Le dio las gracias al chofer al bajarse, y caminó hacia su casa ladridos lejanos de perros desconocidos.

jueves, 2 de junio de 2011

Tebo

Ojalá y no nos topemos a Tebo, dijo mi madre de camino al aeropuerto.

Mi padre no dijo nada.

Esteban, Tebo, es el borracho de la familia. Primo de mi padre, el abogado Francisco Méndez, comenzó a tomar en la adolescencia, como a eso de los quince. Un día, en las fiestas anuales de Coligüa, el pueblo natal de mi padre, en alguna parte de la Sierra Madre del Sur, probó una cerveza. Desde entonces, Tebo se entregó de lleno a la borrachera, como si entregara aquiescente a las rojas llamas del infierno. Mi padre hablaba de él, condescendiente, como quien habla acerca de un indigente que vio tirado en la. ¡Deja la tomadera!, comentaba que le decía cuando lo veía al ir de visita. ¡Báñate, madura, ponte a trabajar! Pero Tebo no hacía caso. Tal vez porque su cerebro ya estaba muy dañado, como si se hubiera pegado en la cabeza él mismo con un mazo durante años. Y es que mi padre le decía esto porque mi padre había sido muy diferente en su juventud. Mi padre estudió mucho. Quiso hacer algo más trascendente con su vida. Se matriculó en Derecho en la universidad de Janubi, la ciudad más cercana, capital del estado homónimo. Fue el único abogado titulado del pueblo. Se graduó con honores, y emigró a Sumalta, en el noroeste de México, habiéndose casado con Helena, mi madre, una muchacha de un pueblo vecino de Coligüa, Tlaxalpa, que conoció en el camión que los llevaba todos los días a Janubi.

Tu padre se llevó lo mejor de por aquí, solían comentarme mis tíos y mayores cuando venían de visita a Sumalta. Y es que, según ellos, mi madre era la muchacha más bonita que había nacido en las tierras de la Sierra Madre del Sur. De ascendencia francesa, había sacado los ojos de su abuela, claros como dos tazas llenas de miel; y era delgada y alta, como los juncos del río; y su piel blanca, como la migaja del pan. Era pobre, como los demás en Tlaxalpa y en Coligüa, pero aspiraba a algo más, algo que ni toda la Sierra Madre del Sur pudiera ofrecerle. Siempre cuidaba de su vestimenta. Aunque sólo tenía un vestido, lo lavaba y lo cuidaba y lo remendaba cuantas veces fuese necesario. Y siempre olía a perfume de jazmines, según mis tíos. Todo mundo que la veía se quedaba prendido de su belleza y se enamoraban, de la tal Helena, la novia de Francisco, el de Coligüa. Y todos lo admiraban. Porque además se labraba un futuro grande, según ellos. Lo cual hizo, al emigrar a Sumalta. Por eso mismo se casó con tu padre, me comentaban mis tíos. Además de por guapo, comentaba mi madre en tono humorístico. Aunque nunca faltaron los cortejos de parte de otros hombros, y hasta el atrevido que intentó robarle un beso en sus labios rojos como las manzanas que se caían de los árboles de abril. Mi madre siempre les respondió con tremenda bofetada. Incluso Tebo, el borracho, según me contaron, la contemplaba maravillado, con sus ojos perdidos y perturbados por tanto alcohol.

Yo había visto a Tebo solamente una vez. Hace mucho, cuando tenía cinco años, que fuimos de vacaciones. Entró a casa de mis abuelos, a la sala donde estábamos, ebrio. Se tambaleaba, y saludaba jocoso a todo mundo. Mi madre, en cuanto lo vio, me tapó los ojos y me sacó del comedor, como si no quisiera que viera alguna imagen obscena y cruel. Cuando le pregunté quién era aquel señor, me dijo que era un loco, y que nunca debía acercarme a él, porque podría hacerme daño. En cuanto me dijo esto, recuerdo haberme asustado. Un extraño sentimiento creció en mí hacia Tebo. Era un sentimiento de aberración. Ahora lo sé. Mas este sentimiento cambió cuando volví a verlo, 15 años después, cuando mi tía Alicia nos invitó a su boda, y tuvimos que viajar de nuevo hacia Coligüa.

Llegamos a la tarde; mi padre rentó un carro en una agencia con el que fuimos a Coligüa por la larga carretera.

Llegamos a la noche. Las estrellas brillaban como luciérnagas detenidas en el cielo. Los grillos cantaban escondidos en la tierra, junto a las piedras del camino. Ningún alma pasaba por aquellas calles congeladas en la oscuridad desprovista de latidos. Ni siquiera la del viento. Por lo que las hojas de los árboles no se movían.

Nos alojamos en casa de mis abuelos. Nos fuimos a dormir de inmediato; llegamos cansados, y a la mañana siguiente era la boda de mi tía.

A la mañana siguiente nos levantamos; de día, Coligüa me pareció diferente. Era un pueblito bonito, verdoso y húmedo. Pareciera que las plantas y las hojas de los árboles las hubiese mojado el rocío por la noche, y siempre. A lo lejos, cerros lo rodeaban. Encima de ellos, nubes lentas se extendían por el cielo. Y llovía a cada rato. Aquellas nubes, como pintadas por gises, abrían sus manos de algodón, y dejaban caer una llovizna mansa y tranquila, como murmullo. Algunos hombres pasaban las calles solitarias montados en bicicleta. Aunque no los conociera, ni ellos a mí, siempre saludaban. Buenas tardes.

Comimos en casa de mi tía a la tarde. El pueblo era tan pequeño, que su casa quedaba a una cuadra de la casa de mis abuelos. Y ya para las seis, regresamos a cambiarnos; la ceremonia en la iglesia era a las ocho; la fiesta, a las nueve. Mi padre suspiró en cuanto salimos a la calle. Y es que un atardecer se explayaba sobre el horizonte. Me dijo que ese atardecer era el mismo de su infancia. Y me contó acerca de las tardes en las que iba a cortar alfalfa al campo. Que se iba en la mañana, pasaditas las diez, y regresaba ya cuando el sol estaba por ponerse. Sus brazos cansados, el sudor seco como costra en la frente. Después de bañarse, se cambiaba, y subía al techo para ver esos arreboles trágicos del atardecer. Y suspiró de nuevo. Y yo también.

Nos metimos a bañar por turnos: primero mi madre, luego yo, al último mi padre. Al salir yo, me cambié. Me puse el traje negro que había comprado para esta ocasión. Después, fui a peinarme frente al único espejo de nuestros cuartos. Ahí estaba mi madre, peinándose. Siempre me gustó verla peinarse. El cabello de mi madre es como una cosecha de trigo, y el pasar del peine era como una brisa continua y rítmica, como música ensayada.

Me vio por el espejo, y volteó a verme, complacida.

Qué guapo hijo tengo, exclamó, y se acercó a darme un abrazo.

En eso, salió mi padre del baño. Y le dio una mirada a mi madre.

Qué guapa te ves, flaca, le dijo.

Ambos rieron.

Yo no.

Después de cambiarnos los tres, fuimos a la fiesta a casa de mi tía.

Era una fiesta alegre. Había música, gente y alcohol. Afuera, la oscuridad envolvía el pueblo, como si se lo hubiese tragado. Y algo palpitaba. No sé qué era, pero algo lejano y doloroso. No era del pueblo. Y aquello estrujo mis sentimientos, como quien estruja una camisa. Escuché que gritaron mi nombre; volví a la fiesta.

Me presentaron a una prima de mi padre, Rocío.

¿Él es tu hijo?, preguntó.
Sí, respondió mi padre.
Lo recuerdo de este tamañito, hizo un gesto con sus manos. Y muy risueño. Ahora se ve serio, te ves muy serio, oye. Cambiaste mucho. ¿Qué te hizo cambiar?

Me alcé de hombros, sonriendo.

Me fui a sentar al lado de mi madre. Mi padre hablaba con algunos primos y amigos suyos de la infancia. Era una plática de adultos grandes que tienen algo en común, pensé. Hablan de su trabajo, de los logros que han hecho. Me dan flojera.

En eso llegó Tebo.

Lo recuerdo parecido y diferente al mismo tiempo: más acabado, pero con la misma expresión jocosa de aquella imagen de mi infancia.

¡Primo!, exclamó al ver a mi padre. Se acercó a saludarlo, y lo abrazó. Estaba sobrio. Se unió al grupo en el que estaba mi padre, y comenzaron a hablar. Le comentaron a mi papá que Tebo no estaba solamente sobrio, sino que llevaba ya siete semanas sin probar gota del alcohol. Después de años de beber, por fin se había rehabilitado. Y ya hasta tenía un modesto trabajo como peón en una ranchería en Amilpas, un pueblo cercano.

Pues felicidades, Tebo. Que sigas así, le dijo mi padre, y le dio la mano. Tebo la aceptó, y rió.

¡Foto!, exclamó Alberto, un primo de mi padre, quien tenía una cámara en la mano. Una foto con tu primo, Tebo, le dijeron. Él abrazó a mi padre por el cuello; mi padre sonreía.

¡Pero Tebo!, gritó mi tía Alicia. Quítate el sombrero

¡Ah, sí!, respondió ingenuamente, casi como un niño… Fue a buscar donde guardar su sombrero. Los de alrededor rieron. En ese instante, mi madre se puso de pie y fue y le susurró algo a mi padre.

Déjalo, Helena, le respondió. Ya está sobrio

Tebo regresó al cabo de un instante, y les tomaron la foto. Luis se acercó y les mostró la foto en la pantalla de la cámara. Todos asintieron, complacidos.

↕Eh! ¿qué tal?, dijo Tebo. Los guapos de la familia, eh, primo, rió jocoso.

¡No, Tebo! Tú no, gritó mi madre. Tú no estás guapo, tú estás feo – estás horrible, rió mi madre, como si dijera una broma divertida. Nadie, excepto yo y Tebo, la escuchamos.

Al escuchar esto, el semblante de Tebo mudó en un instante. Su mirada, antes jocosa, ahora parecía estar rota, como cristales. Su cuerpo, antes firme, se retrajo, como perro maltratado que se recula a un rincón. Bajó la cabeza, como si él hubiese dicho o hecho alguna impertinencia. Y se despidió, como si se disculpara por hacer aquello que él nunca hizo. Yo lo vi marcharse, arrastrando los pies, derrotado, acomodando su sombrero sobre su cabeza.

Suspiré.

Y volteé a ver a mi madre. Muchos la felicitaban por lo bonita que se veía. Ella, sonriente, daba las gracias.

Nos fuimos a los tres días, en la mañana. No sin antes una última escena con Tebo.

Desayunábamos en el comedor, cuando Tebo entró. Estaba completamente ebrio. Tambaleaba y hacía aspavientos. Su risa aún era jocosa. Muy parecida al recuerdo que tengo de mi infancia. Abrazaba a mi padre, bailaba con mi abuela, le daba palmadas a mi abuelo. ¡Primo! ¡tía, tío! Los quiero, exclamaba.

En eso vio a mi madre, quien estaba de pie, junto a la estufa. Tebo trató de enderezarse. Se quitó el sombrero y le hizo una reverencia, como si mi madre fuese una reina

Estás en tu casa, le dijo.

Mi madre, en cambio, le pasó una mirada de desagrado, como si estuviese viendo algo repulsivo.

Pobre Tebo, dijo mi abuela. Y yo que creí que ya se había reformado. Quién sabe qué le pasó

Después de guardar nuestras maletas en el carro, salimos a la calle. Tebo estaba ahí, tirado en la calle.

Mi padre sacó el carro y nos subimos y arrancó.

¿Qué tienes?, le preguntó mi padre a mi madre, quien aún tenía ese gesto de repulsión.
¿Fue Tebo?

Mi madre asintió. No sé qué tiene ese hombre que me da asco, comentó

Helena, no seas así. Ay Tebo, pobre hombre…

Yo, que escuchaba esto, comenté Me siento mal

¿Por qué?, preguntó mi padre.

Por Tebo. Siento empatía por ese hombre

Mi madre volteó bruscamente.

Empatía, ¿por qué, Amancio?, preguntó.

No sé, madre, mentí.

Volteé hacia atrás, hacia la calle que dejábamos atrás. Tebo trataba de ponerse de pie; cuando lo hizo, caminaba tambaleándose, con su sombrero puesto, su sonrisa jocosa, su mirada seguramente aún rota, y su alma reculada, como perro maltratado.

Nada de empatía. Tú no tienes nada que ver con ese hombre, dijo.

Ay olvídalo. Mejor hablemos de otra cosa. Por ejemplo, de qué bonita te ves hoy.

Mi madre, sonriente, se volvió.