jueves, 2 de junio de 2011

Tebo

Ojalá y no nos topemos a Tebo, dijo mi madre de camino al aeropuerto.

Mi padre no dijo nada.

Esteban, Tebo, es el borracho de la familia. Primo de mi padre, el abogado Francisco Méndez, comenzó a tomar en la adolescencia, como a eso de los quince. Un día, en las fiestas anuales de Coligüa, el pueblo natal de mi padre, en alguna parte de la Sierra Madre del Sur, probó una cerveza. Desde entonces, Tebo se entregó de lleno a la borrachera, como si entregara aquiescente a las rojas llamas del infierno. Mi padre hablaba de él, condescendiente, como quien habla acerca de un indigente que vio tirado en la. ¡Deja la tomadera!, comentaba que le decía cuando lo veía al ir de visita. ¡Báñate, madura, ponte a trabajar! Pero Tebo no hacía caso. Tal vez porque su cerebro ya estaba muy dañado, como si se hubiera pegado en la cabeza él mismo con un mazo durante años. Y es que mi padre le decía esto porque mi padre había sido muy diferente en su juventud. Mi padre estudió mucho. Quiso hacer algo más trascendente con su vida. Se matriculó en Derecho en la universidad de Janubi, la ciudad más cercana, capital del estado homónimo. Fue el único abogado titulado del pueblo. Se graduó con honores, y emigró a Sumalta, en el noroeste de México, habiéndose casado con Helena, mi madre, una muchacha de un pueblo vecino de Coligüa, Tlaxalpa, que conoció en el camión que los llevaba todos los días a Janubi.

Tu padre se llevó lo mejor de por aquí, solían comentarme mis tíos y mayores cuando venían de visita a Sumalta. Y es que, según ellos, mi madre era la muchacha más bonita que había nacido en las tierras de la Sierra Madre del Sur. De ascendencia francesa, había sacado los ojos de su abuela, claros como dos tazas llenas de miel; y era delgada y alta, como los juncos del río; y su piel blanca, como la migaja del pan. Era pobre, como los demás en Tlaxalpa y en Coligüa, pero aspiraba a algo más, algo que ni toda la Sierra Madre del Sur pudiera ofrecerle. Siempre cuidaba de su vestimenta. Aunque sólo tenía un vestido, lo lavaba y lo cuidaba y lo remendaba cuantas veces fuese necesario. Y siempre olía a perfume de jazmines, según mis tíos. Todo mundo que la veía se quedaba prendido de su belleza y se enamoraban, de la tal Helena, la novia de Francisco, el de Coligüa. Y todos lo admiraban. Porque además se labraba un futuro grande, según ellos. Lo cual hizo, al emigrar a Sumalta. Por eso mismo se casó con tu padre, me comentaban mis tíos. Además de por guapo, comentaba mi madre en tono humorístico. Aunque nunca faltaron los cortejos de parte de otros hombros, y hasta el atrevido que intentó robarle un beso en sus labios rojos como las manzanas que se caían de los árboles de abril. Mi madre siempre les respondió con tremenda bofetada. Incluso Tebo, el borracho, según me contaron, la contemplaba maravillado, con sus ojos perdidos y perturbados por tanto alcohol.

Yo había visto a Tebo solamente una vez. Hace mucho, cuando tenía cinco años, que fuimos de vacaciones. Entró a casa de mis abuelos, a la sala donde estábamos, ebrio. Se tambaleaba, y saludaba jocoso a todo mundo. Mi madre, en cuanto lo vio, me tapó los ojos y me sacó del comedor, como si no quisiera que viera alguna imagen obscena y cruel. Cuando le pregunté quién era aquel señor, me dijo que era un loco, y que nunca debía acercarme a él, porque podría hacerme daño. En cuanto me dijo esto, recuerdo haberme asustado. Un extraño sentimiento creció en mí hacia Tebo. Era un sentimiento de aberración. Ahora lo sé. Mas este sentimiento cambió cuando volví a verlo, 15 años después, cuando mi tía Alicia nos invitó a su boda, y tuvimos que viajar de nuevo hacia Coligüa.

Llegamos a la tarde; mi padre rentó un carro en una agencia con el que fuimos a Coligüa por la larga carretera.

Llegamos a la noche. Las estrellas brillaban como luciérnagas detenidas en el cielo. Los grillos cantaban escondidos en la tierra, junto a las piedras del camino. Ningún alma pasaba por aquellas calles congeladas en la oscuridad desprovista de latidos. Ni siquiera la del viento. Por lo que las hojas de los árboles no se movían.

Nos alojamos en casa de mis abuelos. Nos fuimos a dormir de inmediato; llegamos cansados, y a la mañana siguiente era la boda de mi tía.

A la mañana siguiente nos levantamos; de día, Coligüa me pareció diferente. Era un pueblito bonito, verdoso y húmedo. Pareciera que las plantas y las hojas de los árboles las hubiese mojado el rocío por la noche, y siempre. A lo lejos, cerros lo rodeaban. Encima de ellos, nubes lentas se extendían por el cielo. Y llovía a cada rato. Aquellas nubes, como pintadas por gises, abrían sus manos de algodón, y dejaban caer una llovizna mansa y tranquila, como murmullo. Algunos hombres pasaban las calles solitarias montados en bicicleta. Aunque no los conociera, ni ellos a mí, siempre saludaban. Buenas tardes.

Comimos en casa de mi tía a la tarde. El pueblo era tan pequeño, que su casa quedaba a una cuadra de la casa de mis abuelos. Y ya para las seis, regresamos a cambiarnos; la ceremonia en la iglesia era a las ocho; la fiesta, a las nueve. Mi padre suspiró en cuanto salimos a la calle. Y es que un atardecer se explayaba sobre el horizonte. Me dijo que ese atardecer era el mismo de su infancia. Y me contó acerca de las tardes en las que iba a cortar alfalfa al campo. Que se iba en la mañana, pasaditas las diez, y regresaba ya cuando el sol estaba por ponerse. Sus brazos cansados, el sudor seco como costra en la frente. Después de bañarse, se cambiaba, y subía al techo para ver esos arreboles trágicos del atardecer. Y suspiró de nuevo. Y yo también.

Nos metimos a bañar por turnos: primero mi madre, luego yo, al último mi padre. Al salir yo, me cambié. Me puse el traje negro que había comprado para esta ocasión. Después, fui a peinarme frente al único espejo de nuestros cuartos. Ahí estaba mi madre, peinándose. Siempre me gustó verla peinarse. El cabello de mi madre es como una cosecha de trigo, y el pasar del peine era como una brisa continua y rítmica, como música ensayada.

Me vio por el espejo, y volteó a verme, complacida.

Qué guapo hijo tengo, exclamó, y se acercó a darme un abrazo.

En eso, salió mi padre del baño. Y le dio una mirada a mi madre.

Qué guapa te ves, flaca, le dijo.

Ambos rieron.

Yo no.

Después de cambiarnos los tres, fuimos a la fiesta a casa de mi tía.

Era una fiesta alegre. Había música, gente y alcohol. Afuera, la oscuridad envolvía el pueblo, como si se lo hubiese tragado. Y algo palpitaba. No sé qué era, pero algo lejano y doloroso. No era del pueblo. Y aquello estrujo mis sentimientos, como quien estruja una camisa. Escuché que gritaron mi nombre; volví a la fiesta.

Me presentaron a una prima de mi padre, Rocío.

¿Él es tu hijo?, preguntó.
Sí, respondió mi padre.
Lo recuerdo de este tamañito, hizo un gesto con sus manos. Y muy risueño. Ahora se ve serio, te ves muy serio, oye. Cambiaste mucho. ¿Qué te hizo cambiar?

Me alcé de hombros, sonriendo.

Me fui a sentar al lado de mi madre. Mi padre hablaba con algunos primos y amigos suyos de la infancia. Era una plática de adultos grandes que tienen algo en común, pensé. Hablan de su trabajo, de los logros que han hecho. Me dan flojera.

En eso llegó Tebo.

Lo recuerdo parecido y diferente al mismo tiempo: más acabado, pero con la misma expresión jocosa de aquella imagen de mi infancia.

¡Primo!, exclamó al ver a mi padre. Se acercó a saludarlo, y lo abrazó. Estaba sobrio. Se unió al grupo en el que estaba mi padre, y comenzaron a hablar. Le comentaron a mi papá que Tebo no estaba solamente sobrio, sino que llevaba ya siete semanas sin probar gota del alcohol. Después de años de beber, por fin se había rehabilitado. Y ya hasta tenía un modesto trabajo como peón en una ranchería en Amilpas, un pueblo cercano.

Pues felicidades, Tebo. Que sigas así, le dijo mi padre, y le dio la mano. Tebo la aceptó, y rió.

¡Foto!, exclamó Alberto, un primo de mi padre, quien tenía una cámara en la mano. Una foto con tu primo, Tebo, le dijeron. Él abrazó a mi padre por el cuello; mi padre sonreía.

¡Pero Tebo!, gritó mi tía Alicia. Quítate el sombrero

¡Ah, sí!, respondió ingenuamente, casi como un niño… Fue a buscar donde guardar su sombrero. Los de alrededor rieron. En ese instante, mi madre se puso de pie y fue y le susurró algo a mi padre.

Déjalo, Helena, le respondió. Ya está sobrio

Tebo regresó al cabo de un instante, y les tomaron la foto. Luis se acercó y les mostró la foto en la pantalla de la cámara. Todos asintieron, complacidos.

↕Eh! ¿qué tal?, dijo Tebo. Los guapos de la familia, eh, primo, rió jocoso.

¡No, Tebo! Tú no, gritó mi madre. Tú no estás guapo, tú estás feo – estás horrible, rió mi madre, como si dijera una broma divertida. Nadie, excepto yo y Tebo, la escuchamos.

Al escuchar esto, el semblante de Tebo mudó en un instante. Su mirada, antes jocosa, ahora parecía estar rota, como cristales. Su cuerpo, antes firme, se retrajo, como perro maltratado que se recula a un rincón. Bajó la cabeza, como si él hubiese dicho o hecho alguna impertinencia. Y se despidió, como si se disculpara por hacer aquello que él nunca hizo. Yo lo vi marcharse, arrastrando los pies, derrotado, acomodando su sombrero sobre su cabeza.

Suspiré.

Y volteé a ver a mi madre. Muchos la felicitaban por lo bonita que se veía. Ella, sonriente, daba las gracias.

Nos fuimos a los tres días, en la mañana. No sin antes una última escena con Tebo.

Desayunábamos en el comedor, cuando Tebo entró. Estaba completamente ebrio. Tambaleaba y hacía aspavientos. Su risa aún era jocosa. Muy parecida al recuerdo que tengo de mi infancia. Abrazaba a mi padre, bailaba con mi abuela, le daba palmadas a mi abuelo. ¡Primo! ¡tía, tío! Los quiero, exclamaba.

En eso vio a mi madre, quien estaba de pie, junto a la estufa. Tebo trató de enderezarse. Se quitó el sombrero y le hizo una reverencia, como si mi madre fuese una reina

Estás en tu casa, le dijo.

Mi madre, en cambio, le pasó una mirada de desagrado, como si estuviese viendo algo repulsivo.

Pobre Tebo, dijo mi abuela. Y yo que creí que ya se había reformado. Quién sabe qué le pasó

Después de guardar nuestras maletas en el carro, salimos a la calle. Tebo estaba ahí, tirado en la calle.

Mi padre sacó el carro y nos subimos y arrancó.

¿Qué tienes?, le preguntó mi padre a mi madre, quien aún tenía ese gesto de repulsión.
¿Fue Tebo?

Mi madre asintió. No sé qué tiene ese hombre que me da asco, comentó

Helena, no seas así. Ay Tebo, pobre hombre…

Yo, que escuchaba esto, comenté Me siento mal

¿Por qué?, preguntó mi padre.

Por Tebo. Siento empatía por ese hombre

Mi madre volteó bruscamente.

Empatía, ¿por qué, Amancio?, preguntó.

No sé, madre, mentí.

Volteé hacia atrás, hacia la calle que dejábamos atrás. Tebo trataba de ponerse de pie; cuando lo hizo, caminaba tambaleándose, con su sombrero puesto, su sonrisa jocosa, su mirada seguramente aún rota, y su alma reculada, como perro maltratado.

Nada de empatía. Tú no tienes nada que ver con ese hombre, dijo.

Ay olvídalo. Mejor hablemos de otra cosa. Por ejemplo, de qué bonita te ves hoy.

Mi madre, sonriente, se volvió.