lunes, 6 de diciembre de 2010

¿Dónde vas, dónde estuviste?

Para Bob Dylan

Se llamaba Connie. Tenía quince años y el curioso y divertido hábito de estirar el cuello para verse al espejo o para comparar su rostro con ajenos y comprobarse que se veía bien. Su madre, que siempre sabía y notaba todo y que por cierto ya no tener razones para verse a sí misma al espejo, regañaba constantemente a su hija por aquello. Deja ya de verte en el espejo. Pareces tonta, tan embobada en tu reflejo. ¿Quién te crees que eres? No te creas tan bonita, le decía. Ante esto, Connie reaccionaba siempre de la misma manera. Levantaba el ceño, algún vago recuerdo familiar le pasaba por la cabeza y se miraba a sí misma a través de los ojos de su madre: ella había sido bonita alguna vez y reconocía, aún a su pesar, la belleza de Connie. Pero esos días ya habían terminado. Solamente quedaban las viejas fotos en el álbum familiar y su amargura que se deslizaba en forma de reproches hacia su hija.

¿Por qué no limpias tu cuarto, como tu hermana?¿Qué te hiciste en el cabello, diablos, por eso huele tan feo? ¿Insecticida? Te aseguro que tu hermana no usa esas porquerías – eran comentarios comunes para Connie.
Abril, su hermana, tenía 24 y aún vivía con sus papás. Trabajaba como secretaria en la preparatoria a la que iba – y por si fuera poco tenerla en el mismo edificio, era tan insulsa y molesta y dócil que Connie tenía que soportar los elogios hipócritas de su madre y sus tías todo el tiempo. Que Abril hizo esto, que Abril hizo el otro, Abril sabe ahorrar dinero y limpia la casa, lo cual tú no haces, y además cocina muy rico, mientras tú te la mantienes construyendo castillos en el aire. En cuanto a su padre – él trabajaba la mayor parte del día y cuando llegaba a casa lo único que quería era comer, descansar leyendo el periódico e irse a dormir. En realidad no le importaba hablar mucho con su familia, pero sabía muy bien que, como de Connie no la dejaba en paz ni por un momento, su hija quería morirse, que su madre se muriera también, para que ya toda esta monserga terminara. En serio, hay veces que quisiera pegarme un tiro, solía quejarse con sus amigos. Connie tenía este timbre de voz, agudo, seco y hasta cínico, que todo lo que salía de su boca se escuchaba actuado, estuviese jugando o no.

Aunque, entre todo eso, había una cosa buena. Abril de vez en cuando salía con sus amigas – igual de insulsas y dóciles que ella –, por lo cual, cuando Connie quería salir, su madre no podía poner peros. El padre de su mejor amiga, Alfred, se ofrecía llevarlas hasta la ciudad, las dejaba en el centro comercial, adonde ellas paseaban por las tiendas o iban al cine, y las recogía, siempre, a eso de las once. Nunca preguntó qué es lo que hicieron o por qué.

Eran como peces en el agua – daban vueltas en el centro comercial, en sus diminutos shorts y sandalias veraniegas, que siempre chirriaban al pisar el suelo, y sus brazaletes llamativos que tintineaban al moverse; su susurraban cosas al oído y ponían atención si algún chico guapo se cruzaba en su camino. Connie gustaba llamar la atención. Era rubia, de cabello largo, muy bonito, que todo mundo notaba; además, su copete era recto y cortado a la altura de su frente; el resto era lacio y degrafilado; parecía recién haber salido de la estética, siempre. Usaba un abrigo que en casa se arremangaba como suéter y al salir lo acomodaba como saco. Connie era como una moneda; en casa usaba un lado, el otro en el resto del mundo: su manera de caminar, torpe, como de niña pequeña, coqueta, como modelo; su boca, que en casa fruncía y enchuecaba, para salir, la humectaba y pintaba; su sonrisa, burlona y cínica – ja, ja, qué gracioso, madre – era nerviosa y melodiosa fuera de casa. Tal como el tintineo de sus brazaletes.

Pero, a veces, en lugar de ir adonde decían, iban al restaurant del otro de la autopista, corriendo entre los carros, donde se juntaban muchachos un poco mayores. El restaurant era esos de pasada, tenía la forma de un cuarto de botella y en el techo se veía un niño de cerámica sosteniendo una hamburguesa. Una noche de verano fueron de nuevo al restaurant, llegaron riendo, jadeando de cansancio – y en ese momento un carro se paró junto a ellas, repentinamente, se abrió la ventana y una voz desde dentro las invitó a dar una vuelta. Era un tipo raro de la escuela que no les agradaba, bah. Pero les subió el ego haberlo rechazado. Llegaron al estacionamiento luminoso, atestado de carros y de moscas, sus caras brillantes, como si hubieran entrado a un templo sagrado e ignoto, que prometía darles esa noche aquello que ansiaban desde hacía tiempo. Se sentaron en la barra y cruzaron sensualmente las piernas, sus finos hombros estaban erectos por la emoción, mientras escuchaban música que le daba el toque final al lugar; era como la música de la iglesia: no fuiste verdaderamente a una música si no escuchaste el órgano en el fondo.

Eddie, un chico alto, se presentó y les habló. Recargó su espalda en la barra y volvió su rostro hacia ellas, como todo un arrogante, e invitó a Connie a comer algo. Ella aceptó y con una mirada de más de mil palabras le dijo a su amiga que se fuera, quien aceptó no sin molestarse. Le dijo que se verían a la hora en que su papá viniera por ellas, en el centro comercial. No me gustaría dejarla sola por más tiempo, Connie dijo, feliz, sin sentir remordimiento. Pero Eddie dijo que no se preocupara, ella la alcanzaría más al rato. De camino a su carro, Connie no evitaba ver las caras sonrientes, los carros relucientes, con una sonrisa que no le cabía en la cara, y que no era precisamente por Eddie o el restaurant finalmente. Era más bien por la música. Aspiró hondo, hasta que sintió sus pulmones llenos de vida, y siguió caminando. Pero en ese momento, sintió una mirada y volteó inconscientemente. Era un chico. Tenía el cabello negro y desordenado. Connie le retiró la mirada al instante y se volvió. Pero aún sentía la mirada del chico en ella, y cuando volteó de nuevo, ahí estaba todavía él, mirándola, estudiándola. Sonrió, bajando la mirada, y cuando la levantó, sus ojos llenos de fuego negro casi calcinaron a los de Connie. Hizo un movimiento hipnótico con los dedos y, con voz suave y tranquila, le dijo Tú serás mía, linda. Connie se volvió al instante. Eddie no había notado nada.

Connie y Eddie estuvieron alrededor de tres horas en el restaurant, donde comieron hamburguesas y bebieron chispeantes coca-colas directo de las botellas. También fueron a caminar al monte, a una milla del restaurante, y después Eddie le dio un aventón al centro comercial, cinco minutos antes que dieran las once. Solamente el cine estaba abierto. Su amiga estaba en la salida, hablaba con un chico que antes había visto. ¿Cómo estuvo la película?, preguntó Connie al acercarse, a lo cual su amiga respondió que Más o menos. El padre de su amiga pasó por ellas, somnoliento pero contento, y ellas se subieron. Pero durante el camino, Connie no dejaba de voltear hacia el centro comercial que cada vez se hacía más chico y más oscuro, su estacionamiento grande ahora vacío, con anuncios y postes que aparecían y desaparecían con cada parpadeo – y sobretodo hacia el estacionamiento del restaurant, donde carros aún daban vueltas y sonaban sus cláxones. Ya no escuchaba la música.

A la mañana siguiente, cuando Abril le preguntó que ¿Cómo estuvo la película?, Connie respondió igual que su amiga.

Ella, su amiga y a veces otra chica, iban varias veces al mes al restaurant, mientras que se quedaba en casa el resto de las vacaciones de verano, siendo objeto de los insultos y ataques de su madre, y evocando los muchos chicos que había conocido ahí. Pero la cara de todos esos muchachos se derretían como plastilina para formar una sola cara – que más que caras formaban algo así como una idea, un sentimiento, conceptos encontrados que se mezclaban con música y el siempre romántico clima del verano. Su madre, como siempre, reventaba el globo de sus sueños y la regresaba a la vida real, diciéndole cosas que tenía que hacer o preguntándole por la chica Pettinger.

Oh, esa ñoña, no sé, mamá, no sé, contestaba Connie. Ella siempre se distinguía de las demás chicas y marcaba una línea invisible pero gruesa entre ella y el tipo de chicas que ella consideraba así, y como su madre no quería preguntar más, se conformaba con la respuesta. A veces sabía que era cruel al ser tan parca con su madre. Después de todo, ella no era lo que se quedaba en casa todo el tiempo, en pijamas y tosiendo, quejándose de ella con Abril. Y todo era lo mismo, siempre. Si se mencionaba a Abril, era para halagarla, pero si se mencionaba a Abril, era para reprobarla. No era que su madre no la amara por envidia, pero había ciertamente una distancia entre ellas, una consciencia de que cuando una era dinamita la otra era una mecha, y viceversa. Había veces que no, cierto. Por ejemplo, bebiendo café, después del desayuno, uno las veía y casi eran amigas – pero de pronto algo pasaba, volvían a su continuo estado conflictivo, y todo estallaba de nuevo.

Un domingo Connie se levantó a las 11 de la mañana – su familia no era de ir a la iglesia – y lo lavó de manera que se secara el resto del día, bajo el sol. Sus padres y hermana fueron invitados a una carne asada e la casa de la tía Anne, pero Connie no quiso ir, pensó que se aburriría, y lo dijo sin pronunciar palabra; su madre lo entendió con sólo verle los ojos. Quédate sola, pues, contestó su madre con desprecio. Connie se echó sobre la silla del jardín y los vio desaparecer en la carretera, la calva cabeza de su padre, su manejar despacio a la raya de la línea blanca del asfalto, su madre, con esa cara de molestia inamovible, y la pobre Abril, vestido como si fuese ir a una carne asada dentro de una iglesia, en donde no hay moscas ni niños pequeños gritando por todos lados. Connie se acostó mientras veía al sol de reojo, dejándose acariciar por sus rayos, como si fueran manos tiernas y la acariciaran por todo el cuerpo, lenta, muy lentamente, evocando la noche anterior, el chico, su amabilidad, su ternura, no de la manera que le gusta a Abril, pero dulce, atento, como se ve en las películas o se imagina por canciones; y cuando abrió los ojos apenas y sabía dónde se encontraba, en el patio de enfrente, con el césped bien cortado y una valla de madera con arbolitos a su alrededor, el cielo azul de nubes blancas, quieto, quieto. Las tejas del techo, que ya tenían tres años de haberse puesto, le parecían viejas después de tanto observarlas. Trataba de mantenerse despierta.

Hacía mucho calor. Prefirió entrar a la casa, encendió la radio y se echó en su cama para relajarse. Sus tennis en el suelo, escuchó durante una hora y media el programa Domingo es aún fin de semana, cada canción que pasaron, cantándolas a todo pulmón, sonriendo por la canción de Bob Dylan que ciertos chicos dedicaron a un par de chicas.

Connie se dejaba llevar por esa alegría que latía con su corazón y crecía a cada beat de la música que salía de la radio y volaba en el aire como pluma maleable, aspirando y respirando de manera que su pecho se inflaba y desinflaba, pero siempre terminaba por inflarse.

Al cabo de un momento, escuchó un carro acercarse a la casa. Se sentó de un golpe, pensativa, porque ciertamente no podía ser su padre – no tan temprano. Escuchó cómo las piedras de la calle crujían con el pasar lento de las llantas, hasta que se detuvo; Connie fue hacia la ventana. Era un carro desconocido. Pero lo vio viejo, una carcacha, pintado de un color dorado que, por los rayos de sol, no resaltaba nada. Su corazón latía; en todo el día se había arreglado, así que, pensando en que hacer, se acomodaba, con cierta torpeza, el cabello con los dedos. El carro sonó cuatro veces su claxon, casi como un saludo de siempre hacia Connie.

Fue hacia la cocina y se acercó, lentamente, a la puerta; después corrió la puerta mosquitera, sus dedos gordos apenas y se asomaban a la entrada. Había dos chicos en el carro y, de un golpe, reconoció al conductor – cabello negro y desordenado, que parecía peluca. Él le sonreía.
Llegué temprano, ¿Verdad?
¿Quién demonios te crees que eres?, preguntó Connie, alzando la voz.
Te dije que serías mía, linda – ¿Recuerdas?
Pero si ni siquiera sé quién eres.

Connie hablaba esforzadamente, cuidando de no mostrar interés o alegría, mientras él hablaba rápido y en un tono… mágico, ésa es la palabra. Detrás de él, vio al otro chico, examinándolo con atención. Era apuesto y tenía el cabello café, con un bucle que le colgaba la frente. Sus patillas le daban un aspecto de rudeza y vergüenza al mismo tiempo, pero no se molestó en responderle a Connie la mirada. Ambos usaban lentes oscuros. El del conductor eran metálicos y reflejaban todo.

¿Quieres dar un paseo?, preguntó.
Connie ocultó su sonrisa y dejó que su cabello le cayera por encima de un hombro. Coqueteaba.
¿No te gusta mi carro? Lo acaban de pintar. Oye
¿Qué quieres?
Eres linda.
En apariencia, desdeñó el comentario mientras alejaba las moscas de la puerta.
¿No me crees?
Mira – ni siquiera te conozco, ¿Estamos de acuerdo?
Si es por la radio – Elías tiene uno… ¿Ves? El mío se rompió. Y alzó el hombro de su amiga y le mostró la pequeña radio; Connie escuchaba la música. Era el mismo programa que hasta hace unos minutos escuchaba.
¿Bob Dylan?, preguntó.
Es el mejor. Lo escucho todo el tiempo.
No está mal.
Oye – ese tipo es el mejor, ¿Entiendes? Sabe usar las manos.

Connie se sonrojó porque no podía saber qué y cómo miraba el chico, debido a los lentes. Y aún no sabía si le gustaba o si era en el fondo un idiota, así que dio un paso hacia atrás y deslizo la puerta del mosquitero. Preguntó, alzando mucho la voz, ¿Qué está pintado en tu carro?
¿No sabes leer?, y abrió la puerta, cuidadosamente, como si ó la puerta, cuidadosamente, como si ésta se fuera a caer. Y, paso a paso, con mucho cuidado, esforzándose en pisar firmemente, sus lentes reflejando la puerta con Connie en el centro. Es mi nombre, sonrió. Miguel Amigo, estaba escrito con letras negras por toda la puerta. La sonrisa del chico parecía, pensó Connie, como la sonrisa de las calabazas de Halloween, sólo que con lentes oscuros. Oh, qué grosero. Mi nombre es Miguel Amigo, sí, ése es mi nombre de verdad, y voy a ser tu amigo, cariño. Éste que viene conmigo es Oscar Elías, es medio tímido, así que no esperes que salga. Elías puso la pequeña radio en su hombro, para poder escuchar mejor; parecía jugar con ella. Y estos número que ves aquí son un contraseña, linda, permíteme explicarte. Y leyó los números 33, 19, 17 y alzó las cejas, esperando la reacción de Connie, pero ésta no reaccionó del todo. Una parte de la puerta tenía una abolladura profunda; leyó, escritas sobre éstas, las palabras UNA LOCA MUJER CHOCÓ AQUÍ. Connie no pudo evitar reírse. Miguel Amigo se complació por su risa, y la vio de pies a cabeza, una vez más. La otra puerta tiene mucha más cosas – ¿Quieres venir a verlas?
No
¿Por qué no?
¿Y por que sí?
¿No quieres ver las cosas que tiene el carro? ¿No quieres ir a pasear?
No sé
¿Por qué no?
Tengo cosas que hacer
¿Como qué?
Cosas.

Miguel Amigo rió como si Connie hubiera dicho algún buen chiste. Se pegó en los muslos. Su postura era extraña, pensó Connie, se recargaba en el carro como si, de lo contrario, se fuese a caer. Alto, definitivamente no era. De espaldas, tan sólo le llevaría dos o tres centímetros de ventaja a Connie – parado de puntas. A Connie le gustó cómo iba vestido – de la manera que todos los chicos que le gustan se visten: pantalones negros de mezclilla, entallados; botas puntiagudas; un cinturón ajustado a su cintura que mostraba qué tan en forma se encontraba; una playera blanca con cuello v que mostraba sus marcados hombros y brazos. Connie pensó que tal vez trabajaba en un taller de carrocería, levantando cosas pesadas, o algo por el estilo. Incluso su cuello se veía musculoso. ¿Y su cara?… Su cara le era conocida, por alguna razón: el mentón y las mejillas sombreadas, porque no se había afeitado en un par de días, la nariz aguileña y olfateadora, como de sabueso, y Connie fuese su presa, y de pronto rió sarcásticamente.

Connie, cariño, no eres sincera conmigo. Éste es tu día libre, para ir a pasear conmigo y lo sabes; al cabo de un instante rió sarcásticamente. Connie entendió el sarcasmo.
¿Cómo sabes mi nombre?, preguntó con sospecha en la voz.
Es Connie
Tal vez, tal vez no.

Yo sé quién es mi Connie, dijo, moviendo su dedo. Y por fin lo recordó totalmente. Era el chico del restaurant, aquella vez, y se sonrojó de nuevo cuando pensó en cómo casi se le fue el aire cuando pasó a su lado – qué tanto debió gustarle a él. Él parecía recordarla de siempre. Elías y yo venimos desde muy lejos para pasar por ti, dijo. Él se puede sentar atrás, ¿Qué te parece? ¿Te gustaría?

¿Dónde?
¿Dónde qué?
¿Dónde vamos?

Miguel Amigo la vio fijamente. Se quitó los lentes. Lo primero que Connie notó fueron sus ojearas pero en lugar de oscuras eran blancas, totalmente blancas. Sus ojos eran como piezas rotas de lentes, que veían con complacencia. Él sonreía. Era como si ir a pasear con Connie, no importando dónde, era lo que había esperado toda la vida.
Vamos a pasear, Connie querida.
Nunca dije que ése era mi nombre
¿Y qué? Yo sé cuál es y todo acerca de ti. No se movía en absoluto; recargaba aún su cuerpo en la puerta. Te vi, me gustaste mucho, lindura, y averigüé todo de ti – como que tus papás y hermana mayor se fueron a un lado, sé cuál, y por cuánto tiempo estarán ahí – y también sé dónde y con quién estabas anoche, tu mejor amiga… Se llama Betty, ¿No?
Hablaba con una voz pequeña y suave, como si estuviera cantando cierta canción. Su sonrisa prometía asegurar que todo estaría bien. Mientras tanto, Elías aún se encontraba en el carro; subió el volumen de la radio; no le importaba escucharlos.
Elías se sienta atrás, dijo, e hizo un movimiento y un gesto, como diciendo que Elías no contaba y que no se preocupara por él.
¿Quién te dijo todo eso?
Mira, Connie: Betty Schultz, Tony Fitch, Jimmy y Nancy Pettinger, dijo cantando. Raymon Stanley y Bob Hutter
¿Los conoces?
Conozco a todo mundo
Sí, claro: tú no eres de por acá.
Claro que sí
¿Ah sí? ¿Y por qué no te he visto antes?
Claro que me has visto. Y miró hacia sus botas, como si se hubiera ofendido. Es que no te acuerdas.
Si te hubiera visto, te recordaría.

Te creo. La miró fijamente de nuevo. Sonreía. Y acompañaba el ritmo de la canción que Elías escuchaba con los dedos, uno detrás del otro. Connnie le retiró la mirada para mirar el carro. La pintura era tan brillante que hasta le lastimaba la vista. Leyó de nuevo el nombre, Miguel Amigo. Y del otro lado de la puerta, las palabras, curiosamente familiares, Vamos a ver OVNIS. Fue una expresión popular del año pasado, pero no de éste. La leyó varias veces como si contuvieran un mensaje que ella debía saber, pero que aún no descifraba.
¿Qué piensas?, exigió saber Miguel Amigo. No te preocupes por despeinarte.
No es eso.
¿Crees que manejo mal?
¿Cómo lo sabría?
Vaya, eres una chica difícil. ¿Por qué? Si soy tu amigo. Te mostré mi marca al caminar.
¿Qué marca?

Miguel Amigo dibujó una X en el aire, apuntándola. Cuatro metros de distancia entre ellos. Después volvió a recargarse en el carro, sin moverse, y sin intención de volverse a mover. Connie no abría la puerta mosquitera, quieta en su postura, escuchando la música de su propia radio y la de Elías, al unísono. Volvió a mirar a Miguel Amigo. Ella reconocía todo de él, sus pantalones de mezclilla que acentuaban sus muslos y piernas y las grasosas botas puntiagudas y la camisa blanca, e incluso su sonrisa vagamente familiar, esa que usan los chicos que prefieren hablar a través de ella, en lugar de palabras. Connie reconocía todo esto y también la manera en la que hablaba, como cantando, un poco burlona, bromeando, pero seria y melancólica, y también reconocía el seguimiento de ritmo que hacía con sus dedos, uno detrás del otro, de la música detrás de él. Pero estas cosas no llegaron de golpe, sino poco a poco; y no pasaron por el intelecto; era más bien una intuición.
Oye – ¿Cuántos años tienes?

Se le borró la sonrisa de la cara. Connie concluyó que ya no era un chico, era mayor – unos treinta, incluso más. Al pensar esto, su corazón latió con preocupación.
Qué pregunta tan tonta. ¿No ves que soy de tu edad?
Qué mentira
Bueno – un poco mayor. Tengo dieciocho.
¿Dieciocho?, preguntó dudándolo.

Sonrió de nuevo para asegurárselo, de oreja a oreja. Pero esta vez Connie percibió unas líneas alrededor de su boca, parecían arrugas. Sus dientes eran grandes y blancos, como de caballo. Y sonreía tanto que sus ojos parecían salirse de la órbita y vio también qué tan anchas eran sus pestañas, de un negro metálico. Después, abruptamente, pareció avergonzarse, y volteó su cabeza hacia Elías. Ese tipo está loco, le dijo a Connie. ¿No lo ves? Es todo un personaje. Elías aún escuchaba a su amigo. Sus lentes oscuros ocultaban sus ojos y lo que podía estar pensando. Usaba una camisa de botones, naranja, desabotonada hasta la mitad del pecho, que no era tan musculoso como Miguel Amigo. Usaba un collar de picos, pero justo alrededor del mentón, como si lo estuviera protegiendo de algo. Jugaba con la pequeña radio y la acercaba a su oreja, pero lentamente, y parecía tomar el sol, sentado en el carro.

Es medio extraño, dijo Connie.

Oye – Connie dice que eres medio extraño, ¡Medio extraño!, exclamó Miguel Amigo. Chasqueó los dedos para que Elías le pusiera atención, quien levantó el rostro por primera vez. Y Connie se asustó de nuevo al ver que Elías tampoco era un muchacho; era apuesto también, no estaba rasurado, sus facciones eran duras, por la edad, pero limpias, lampiñas, como la cara de un bebé de cuarenta años. Connie sintió marearse por esta imagen y lo miraba aún para ver si algo en su cara le podía quitar el susto, hacerla una cara común. Elías movía los labios, diciendo algo, pero Connie no lo escuchaba.
Mejor váyanse, dijo Connie, la voz quebrada.

¿Qué? Oh, pero cómo, exclamó Miguel Amigo. Venimos por ti, hasta aquí, para ir a pasear. Es domingo. Hablaba con la misma voz del locutor que Connie escuchaba. Es la misma voz, pensó. El día aún no termina. ¿Ves? Y cariño, no importa dónde estuviste anoche, ahorita estás con Miguel Amigo – ¡que no se te olvide! Sal ya, dijo con una voz y tono diferentes. Más suave, como si el calor por fin le afectara.
No. Tengo cosas que hacer.
Oye
Mejor váyanse
Nos iremos contigo
No me hagas reír.

Connie, no juegues conmigo. En serio, no juegues, dijo inmóvil. Después rió sarcásticamente. Su puso los lentes en la cabeza, cuidadosamente, como si en verdad usara una peluca, y los ajustó detrás de sus orejas. Connie lo miró fijamente, de nuevo sintió marearse, y también miedo, y por un momento le vista le falló, y vio que el carro ondulaba con los parpadeos, y por alguna razón pensó que quien se encontraba frente a ella había, sí, manejado por la avenida, pero desde un lugar desconocido, que él pertenecía a un lugar desconocido y que todo acerca de él, incluso la música, eran mitad verdad, mitad mentira.
Si mi papá llega y te ve
No vendrá. Está en una carne asada.
¿Cómo sabes eso?

Está en casa de la tía Anne. Y ahorita mismo están…mm… están tomando coca colas. Sentados en círculo, en el patio, dijo vagamente, casi cerrando los ojos, como si pudiera ver hasta donde se encontraba la casa de la tía Anne. Después la imagen se volvió más nítida y añadió con énfasis, Sí, están sentados en círculos. Ahí está tu hermana en su vestido azul, usando tacones altos, pobre idiota – nada que ver contigo, hermosa. Ahora tu madre le ayuda a una mujer gorda con el maíz, lo limpian – desbaratan.
¿Cuál mujer gorda?, preguntó Connie, casi gritando.

¡Yo qué voy a saber! No conozco cada mujer gorda del planeta, rió.
Debe ser la señora Hornsby… ¿Quién la invitó?, se preguntó a sí misma. Se sentía como si su mente se desprendiera de su cuerpo. Le costaba respirar.

Está muy gorda. No me gustan gordas. Me gustan como estás tú, hermosa, dijo con sonrisa lánguida. Se miraron directamente a los ojos durante unos segundos a través de la puerta mosquitera. Después, dijo con suavidad Ahora, esto es lo que haremos: Vas a salir y te subirás al carro; te sentará enfrente, Elías atrás – al diablo con Elías, ¿O no? Ésta no es su cita. Ésta es mi cita. Tú eres mi cita. Eres mi amada, hermosa.

¿Qué? Estás loco

Sí, eres mi amada, yo soy tu amado. Tal vez no te acuerdes pero lo es. Yo lo sé. Sé todo acerca de ti. Además: la mejor parte es que no hay nadie mejor que yo, nadie más amable. Siempre cumplo mis promesas. Te diré otra cosa: siempre soy lo mejor de lo mejor al principio. Te abrazaré tan bien que después no pensarás en irte o hacer algo más porque sabrás que no podrás. Yo entraré a ti, donde nada es secreto, y te rendirás ante mí y me amarás.

¡Cállate, estás loco! Se alejó de la puerta. Se tapó los oídos con las manos, como si estuviera escuchando algo espantoso, algo que no debía escuchar. La gente no dice esas cosas, estás loco, estás –. Su corazón había latido tanto, sin parar, que parecía un globo a punto de estallar dentro de su pecho. Volvió a mirar afuera y de nuevo vio a Miguel amigo. Dio un paso al frente y después se detuvo. Casi se cae. Pero, como un ebrio experimentado, mantuvo su balance. Parecía temblar dentro de sus botas y se sostuvo de una de las vallas.
Cariño, ¿Me escuchas?
¡Lárguense ya!
Cariño, sé buena, escucha
Llamaré a la policía.

Tembló de nuevo y maldijo, pero de manera que Connie no escuchara. Pero después de que dijo Dios mío, calló de golpe y rió con sarcasmo. Sonrió de nuevo. Connie miraba esa sonrisa, ahora rara, como si estuviera sonriendo debajo de una máscara. Toda su cara era una máscara, pensó Connie, ajustada desde su cuello hasta su frente. Como si se hubiera olvidado de cubrir su cuello.

¿Cariño? Escucha, la cosa es así. Siempre digo la verdad y lo siguiente lo es: No entraré a la casa por ti.
¡Más te vale! Porque llamaré a la policía si lo haces, llamaré a –
Cariño, su voz le partía los tímpanos. No entraré por ti porque tú vas a salir. Y ¿Sabes por qué?
Connie se encontraba casi jadeando. Se volvió a la cocina. Le pareció verla por primera vez, un lugar en el cual antes había estado, pero que esta vez no era suficiente, no la ayudaría en absoluto. Una cortina cubría la ventana de la cocina, tenía más de tres años, y en el fregadero había trastes sucios para que ella los lavara, y la mugre en la mesa estaba tan incrustada que varias pasadas no bastarían para quitarla.

Estás escuchándome, ¿verdad? Oye

Voy a llamar a la policía
En cuanto toques el teléfono – escúchame, Connie – en cuanto lo toques, en ese momento mi promesa queda rota y puedo entrar. ¿Quieres que haga eso?

Connie cerró la puerta y pasó el seguro; sus dedos temblaban. Pero ¿Por qué cerrarla?, preguntó Miguel Amigo amablemente, mirándola directamente. Es sólo una puerta mosquitera; no es nada. Connie vio que una de sus botas estaban en un ángulo aterrador: como si su pie no estuviera en ella. Apuntaban hacia la izquierda totalmente, doblada en el tobillo. Porque cualquiera puede romper esa cosa o vidrio o madera o metal o lo que sea si quiere entrar, quien sea, especialmente Miguel Amigo. Si la casa se incendiara ahorita mismo, saldrías corriendo directo a mis brazos, ¿O no?, único lugar a salvo –en verdad sintiéndome como tu amado y te dejarías de estupideces. Me gustan las chicas tímidas, pero en absoluto las estupideces. Y Connie sintió que estas palabras se pronunciaban con cierto ritmo, lo reconoció como un eco – una chica corriendo hacia los brazos de su novio: una canción del año pasado.

Connie se quedó de pie, en el piso de su casa, mirándolo. ¿Qué quieres?, apenas y susurró. El corazón le seguía latiendo, pero no sabía por qué.
Te quiero a ti, contestó Miguel Amigo.
¿Qué?

Cuando te vi esa noche, dije, sí señor, ella es la indicada. No tuve que buscar más.
Pero mi papá está por regresar. Vendrá por mí. Tenía que lavarme el cabello, hablaba con una voz seca y hueca.
No, tu papi no va a venir y sí, tenías que lavarte el cabello. Ya lo hiciste, para mí. Está perfumado y suave para mí. Te lo agradezco, hermosura, dijo con cierto sarcasmo, pero casi pierde su balance. Tuvo que agacharse un poco para ajustar sus botas. Evidentemente su pie no llegaba hasta la punta de su bota; algo debía tener dentro para que él se apoyara y pareciese más alto. Connie le dio una mirada rápido y después a Elías, pronunciando palabras sin sentido, como si aprendiera a hablar por primera vez. ¿Quieres que le llame por teléfono?
Cállate. ¡Cállate!, ¿Entendiste? ¡Cállate, maldita sea!, gritó Miguel Amigo, su cara estaba roja, tal vez por el enojo, tal vez por la vergüenza de tener que agacharse. Esto no te importa.

¿Q-Qué haces, qué quieres?, preguntó Connie. Si llamo a la policía vendrán por ti, en serio, te arrestarán si –

La promesa era que no entraría por ti a menos que tocaras ese teléfono; pienso mantener esa promesa. Se erguió de nuevo, su espalda recta. Hablaba como el protagonista de una película, diciendo algo importante. Pero hablaba tan alto y ruidoso que aparentaba hablarle a alguien detrás de Connie, alguien que Connie no veía. No hice planes en vano de venir a esta casa que no es la mía ni la tuya – vine para llevarte conmigo, para que estemos juntos, como debe ser. ¿No recuerdas quién soy?

Estás loco, susurró. Se apartó de la puerta pero no fue a ninguna otra parte de la casa, casi como si le diera permiso de dejarlo entrar. ¿Qué quieres – estás loco, estás –
¿Qué? ¿Qué dices, cariño?
Sus ojos palpaban todo en la cocina; no recordaba lo que era, este extraño lugar.
Así está la cosa, cariño: Tú sales y nos vamos a dar un bonito paseo. Pero si no, voy a esperar hasta que venga tu gente y, ahora sí, no les irá nada bien.
¿Quieres que le llame?, preguntó de nuevo Elías. Levantó la pequeña radio, pero de nuevo lo regresó a su oreja, como si el aire fuera mucho sin el aparato cerca de él.

Te dije que te callaras, Elías. Eres un maldito sordo – consíguete un auricular. Recuerda. Esta chiquilla no representa un problema y ella va a ser buena conmigo, así que cállate – ésta no es tu cita, ¿De acuerdo? No me jodas, no me friegues, no me chingues, no me castres, no me estalles, no me cuadres, no me envases, hablaba rápido y sin sentido, como si hubiera aprendido estas expresiones de oído, sin comprenderlas, e invitaba nuevas que no tenían ningún sentido. No me pegues la gripa, no me entierres la pierna, no me envuelvas en alas, cállate. Volvió su vista a Connie y sonrió; ella estaba justo enfrente de la mesa. No te preocupes por él, cariño; es un imbécil. Yo soy el chico para ti y, como dije, sé una buena mujer y sal y dame tu mano, nadie te hará daño, es decir, nadie saldrá herido – ni tu calvo papá, ni tu envidiosa mamá ni tu hermana en tacones altos. Porque ¿Cuál es el punto de meterlos en lo nuestro?

Déjame solo, susurró Connie.
Oye, sabes una cosa, ¿Recuerdas la vieja de la carretera? La del rancho con gallinas y eso - ¿Recuerdas?
¡Está muerta!
¿Muerta? – ¿De qué hablas? ¿Sí recuerdas?, preguntó Amigo Miguel.
Está muerta…
¿No te agradaba?
Está muerta, está, ya no está aquí.
Pero no te agradaba, ¿O sí? Es decir – ¿Le deseabas algún mal? ¿Estabas resentida o algo? Después suavizó el tono de su voz, como si comprendiera que era muy rudo. Tocó sus lentes en su cabeza, como si se cerciorar de que aún estuvieran ahí. Ahora, sé una chica buena y –
¿Qué vas a hacer?

Dos cosas – bueno, tal vez tres, contestó Miguel Amigo. Pero prometo que no durará mucho y te gustaré como te gusta la gente que es cercana a ti. Lo harás, estoy seguro. Ya no tienes nada que hacer aquí, así que sal. No quieres que tu gente salga lastimada, ¿O sí?
Se volvió y se golpeó la rodilla contra el respaldo de una silla, gritó, pero corrió hacia su cuarto y descolgó el teléfono. Escuchó el ring en su oído, uno pequeño, pero estaba tan intoxicada de miedo que no hacía nada, no discaba ningún número, solamente escuchaba el tono. Empezó a gritarle al teléfono, gritaba por su mamá, y sintió que se le cortaba la respiración, como si Amigo Miguel le estuviera acuchillando los pulmones, sin ternura, sin cariño, una y otra vez. Un grito dentro de ella la ensordeció, rompiendo algo, cerrando algo, ella dentro de eso, como se encontraba encerrada en esta casa.

Recobró el oído después de un momento. Estaba en el suelo, con su espalda, mojada en sudor, recargada sobre la pared.
Escuchó a Miguel Amigo decir desde la puerta Eso es, buena chica, levanta el teléfono.
Connie pateó el teléfono, lejos de ella.

No, no, cariño. Levántalo, eso es, cuélgalo bien.
Ella hizo lo que se le dijo. El ring dejó de sonar.
Ésa es mi chica. Ahora, sal, ven.

Hasta hace algunos momentos, hasta la última fibra de su ser tenía miedo, pero ahora solamente sentía un vacío. Ese grito dentro de ella la dejó exhausta. Se sentó, una pierna sobre la otra, y dentro de su mente había una chista que rebotaba por todos lados, como pelota de ping pong, y que no la dejaba en paz. Pensó No volveré a ver a mi madre. Pensó también, No dormiré de nuevo en mi cama. Su blusa ahora estaba completamente empapada.

Miguel Amigo, dijo en una voz suave, como de actor, El lugar de donde vienes no éste, ya no, y adonde pensabas ir ya no es adonde irás. Este lugar en el que estás, dentro de la casa de tu papi, no es más que una envoltura de una caja que puedo romper cuando yo quiera. Siempre lo supiste y siempre lo sabrás. ¿Me escuchas?

Connie pensó Tengo que hacer algo, vamos, vamos, piensa rápido.
Iremos a pasear a un campo, bonito, donde huele bien y está soleado siempre, dijo Miguel Amigo. Te rodearé el cuerpo con mis brazos y no habrá necesidad de que te vayas y te mostraré lo que es el amor, lo que hace el amor. ¡Al diablo con esta casa! Aunque se vean tan sólida. Pasó su afilada uña por la puerta mosquitera, pero el sonido no asustó a Connie, como lo hubiera hecho un día antes. Ahora, pon tu mano sobre tu pecho, donde está tu corazón - ¿Lo sientes? Se siente sólido, pero nosotros sabemos algo más. Sé buena conmigo, sé dulce como sé que puedes serlo, porque qué puede hacer una chica linda más que ser linda y dulce y rendirse – y marcharse antes de que su gente llegue.

Su corazón seguía latiendo y lo casi lo sentía sostener en su mano. Y por primera vez, pensó que nada en su vida le pertenecía, que nada era de ella, pero todo era prestado – incluso su cuerpo, donde habitaba algo, algo viviente, que no era ella.

No quieres lastimarlos. Eso es cierto. Ven a mí – Elías, no le llames, te lo dije, ¿Verdad? Idiota, maldito idiota sin remedio, dijo Miguel Amigo. Sus palabras no eran de enojo, sino de encantamiento musical. Ahora, sal, ven por la cocina, sal hacia mí, sonríe, inténtalo, eres valiente, lo sé, ah, mi niña hermosa, ahora ellos comen maíz y hamburguesas y se carcajean alrededor de una fogata, y lo peor de todo es que no sabes nada de nada y nunca lo hicieron, amor, tú eres mejor que ellos porque nadie de ellos hubiera hecho esto por ti.

Connie sintió el piso frío debajo de sus pies. Se acomodó el cabello. Miguel Amigo dejó de recargarse y abrió sus brazos para recibirla, sus codos apuntando el uno hacia el otro, sus muñecas hacia arriba, de un modo sarcástica, para no provocarle vergüenza.

Connie puso la mano en la puerta mosquitera. Y después se vio a sí misma deslizarla, lentamente, como si afuera fuese el lugar donde ella estaría a salvo, viendo este cuerpo y esta cabeza de cabello largo moviéndose hacia la luz donde Miguel Amigo esperaba.

Mi pequeña de ojos azules, dijo en tono musical, aunque los ojos de Connie eran cafés, pero la canción se ajustaba a ella, a los rayos del sol que se explayaban por todo el horizonte, justo arriba de un campo enorme, que cubría todo – tanto campo como Connie nunca vio antes, que no reconoció, pero que sabía muy bien que iba hacia él.

sábado, 4 de diciembre de 2010

Calor de Agosto

Calle Phenistone, Clapham,
20 de agosto de 190-

Hoy he tenido lo que en verdad creo que es el día más extraordinario día de mi vida; y mientras los eventos siguen frescos en mi mente, quisiera escribirlos de la manera más clara posible, para no olvidar detalle alguno.
Para comenzar, permítanme decir que mi nombre es James Clarence Withencroft. Tengo 40 años, vividos en perfecta salud. Ni siquiera he amanecido con dolor de garganta. Respecto a mi profesión, soy un artista. No muy exitoso, admito, pero gano lo suficiente por mis dibujos en blanco y negro para vivir sin pasar penurias. Mi única familia, una hermana, falleció hace cinco años, por lo que no tengo ataduras de ningún tipo.
Esta mañana desayuné temprano, a las nueve, y después de hojear el periódico por algunas horas, encendí mi pipa y me dispuse dejar volar a mi imaginación, en la espera de inspiración con qué poner mi mano y mi lápiz a trabajar.

Aunque las ventanas y puertas de la casa estaban abiertas, la habitación en donde me encontraba estaba insoportablemente calurosa. Y me había decidido en ir al lugar más cómodo y más fresco de por aquí, el fondo de la piscina pública, cuando la inspiración que buscaba por fin llegó. Comencé a dibujar.
Y tan enfocado me encontraba en mi dibujo que ni bocado le dí a mi almuerzo, hasta que el reloj St. Jude que tengo colgado en la pared sonó. Eran las cuatro.

Mi trabajo final, aunque era un borrador hecho a prisa, era, lo sentí, mi obra maestra. En la hoja en blanco se mostraba un juicio, un criminal de pie en el banquillo de los acusados, justo después de escucharse culpable por el jurado. El criminal era de una gordura increíble. Tenía tal papada que le cubría el cuello, como velo. Estaba bien afeitado – aunque debo decir que, más bien, algunos días antes, lo habían afeitado, si saben a lo que me refiero. Era calvo. Sus pequeños y torpes dedos rasgaban la madera, y miraban de frente, con la mirada perdida. Más que terror, su expresión era de un absoluto e irremediable colapso. No creo que hubiera algo en el alma del hombre lo suficientemente firme como para sostener tan monstruoso peso.

Me puse de pie. Doble mi dibujo y, sin saber por qué, lo puse en mi bolsillo. Y con un extraño sentimiento de felicidad, como cuando uno hace algo bien, salí a la calle. Creo que salí con ganas de visitar a Trenton, puesto que recuerdo caminar por las calles Lytton y el camino Gilchrist, hasta el final, donde se construyen unas nuevas vías de tren.

Desde este punto, no recuerdo gran cosa de dónde caminé. De lo que sí estoy completamente seguro es que hacía un calor horrible que venía desde el asfalto, como una onda roja y casi palpable. Volteé hacia el horizonte, y me emocioné con las nubes color cobre que venían hacia acá. Quería que llegaran para que me dieran sombra y lanzaran truenos.

Caminé, en estado casi somnífero, cinco o seis millas, cuando un niño me despertó al preguntarme la hora. Eran veinte para las siete.

Me dio las gracias y se fue. Al perderse totalmente de mi vista, miré a mi alrededor, para saber dónde me encontraba. Estaba solo, en una calle angosta. Frente a mí, una puerta que daba a un jardincito, rodeado de tierra sedienta de su frescura. Estiércol morado y geranios color escarlata abundaban el césped. Y justo arriba de la entrada se leía una inscripción. Ésta decía

C. ATKINSON. ESCULTOR DE MAMPOSTERÍA.
SE TRABAJA EN MÁRMOLES INGLESES E ITALIANOS

Y escuché un silbido alegre, proveniente del jardín, el golpeteo de un martillo, y el frío sonido del metal fundiéndose en piedra.

Un impulso súbito me hizo entrar.

Un hombre, sentado de espaldas hacia mí, trabajaba con afán en un pedazo de mármol color de venas, muy curioso, en verdad. Se volvió al escuchar mis pasos y detuvo su trabajo.

Era el hombre que había dibujado tan sólo esta mañana, cuyo retrato se encontraba en mi bolsillo.

Se encontraba ahí, sentado como un elefante, el sudor recorriéndole la cara desde la frente hasta el mentón, el cual se secaba con un pañuelo rojo. Pero aunque la expresión era diferente, el rostro era el mismo.

Me dio la bienvenida, alegre, como si fuéramos grandes amigos, y me dio la mano. Pedí perdón por mi impertinencia.

Afuera está tan caluroso, parece el infierno, dije. Esto es un oasis en medio del desierto.

No sé si es precisamente un oasis, me dijo, pero, sí, afuera hace mucho, mucho calor – por favor, siéntese, caballero. Y me señaló, con la mano extendida, el final de la lápida en la cual trabajaba. Acepté su invitación.

Me gusta mucho ese mármol, es muy bonito, dije.

Suspirando por el cansancio, negó con la cabeza. De un cierto modo sí, respondió. La superficie es tan fina como la espalda de un bebito, pero tiene un golpazo en la parte de atrás que se sorprendería – aunque espero que usted nunca lo note, jaja. No se haría tan buen trabajo con un mármol dañado. Ahora está bien, porque es verano, pero aguarde a que llegue el invierno. Nada como el buen frío de diciembre para encontrar las partes débiles de una piedra.

¿Entonces, para qué lo trabaja?, si me permite la pregunta.

El hombre estalló en carcajadas.

Tal vez no me crea que tanto esfuerzo es para una exhibición, pero es la verdad. Los artistas exhibimos nuestros trabajos, así como los dueños de tiendas de abarrotes y carniceros – todos. Incluso cosas pequeñas, labradas en piedra.

Y comenzó a hablar de mármol. Que cuál era mejor para épocas de lluvias, en cuál se trabajaba más fácil; luego de su jardín y de los claveles blancos que recién compró. Cada cierto minuto, descansaba sus herramientas, se estiraba un poco, se rascaba su calva cabeza y maldecía el calor.

No hablé mucho, puesto que me sentí incómodo. Había algo nada natural, completamente extraño, en conocer a este hombre. Quise convencerme que lo había visto antes, que esa cara, hasta hace horas, desconocida para mí, estaba guardada en algún rincón de mi memoria. Pero sabía que me estaba engañando a mí mismo.

Mr. Atkinson terminó de trabajar, se desparramó en el suelo, y expulsó un suspiro desde el fondo de sus pulmones, satisfecho.

¡Por fin, ya está! ¿Qué le parece?, me preguntó, con un aire de orgullo. Debido a mi asombro, leí la inscripción muchas veces, pero siempre decía

EN MEMORIA DE
JAMES CLARENCE WITHENCROFT.

NACIDO EL 18 DE ENERO DE 1860

FALLECIÓ REPENTINAMENTE
EL 20 DE AGOSTO DE 190-

"En la flor de la vida,
en verdad nos encontramos en la muerte"

Por algunos minutos, me senté en silencio. Después, un escalofrío aterrador me atravesó como rayo la espalda. Le pregunté dónde había visto aquel nombre.

Oh, de ningún lado, me contestó. Necesitaba un nombre y puse el primero que se me ocurrió. ¿Por qué?
Es el mío. Se quedó más frío que la lápida.
¿Y las fechas?
Solamente puedo hablar acerca de una. Y es correcta.
¡Bendito!

Pero el señor Atkinson no sabía toda la verdad. Le conté acerca del dibujo que hice en la mañana. Lo saqué de mi bolsillo y de lo mostré. Y, mientras veía cada detalle, la expresión de su cara se asimilaba cada vez más como la del hombre que imaginé.

Y, en medio de un silencio hueco que llenaba la habitación, me dijo Si solamente ayer le dije a María que no existen los fantasmas.

Nuestra situación no era de fantasmas, pero supe a lo que se refería.

Probablemente escuchó mi nombre, dije.
¡Y usted sin duda me vio en algún lugar y no lo recuerda! ¿Estuvo en la playa Clacton en julio pasado?

Mi silencio lo dijo todo. Por algún tiempo miramos la lápida, las fechas cinceladas. Una de ellas estaba bien.

¿Qué tal si entramos a cenar?, dijo finalmente.

Me presentó a su esposa, una alegre mujercita con chapas en las mejillas, como un viejo amigo suyo que también era un artista. Fue, siendo sincero, una aburridísima velada, puesto que después que retiraron los vasos y platos, María hizo uso de si Biblia y tuve que permanecer sentado durante media hora, expresando visiblemente mi admiración por la lectura.

Salí a la calle por un momento. Encontré al Sr. Atkinson sentado en la lápida y fumando.

Quise continuar nuestra conversación donde la habíamos dejado.

Perdone mi insistencia, dije, pero… ¿Ha hecho alguna cosa por la cual lo puedan enjuiciar?
No soy un ladrón, dijo inocentemente y negando con la cabeza. Me va bien en mi negocio. Hace tres años le día unos pavos a los guardias reales en navidad, pero eso es todo. Parecía pensar. Y eran pequeños, dijo al final.

Se puso de pie, sacó una pequeña regadera de una caja con la cual regar las plantas. Dos veces al día en verano, porque el calor marchita las flores más bonitas. ¿Y los helechos? ¡Bendito! No soportan ni el sol detrás de las nubes. ¿Dónde vive usted?, si me permite la pregunta.

Le dije mi dirección. Me tomaría alrededor de una hora regresar a casa caminando.

El asunto es éste, me dijo. Si usted se regresa ya, en la noche, se puede accidentar. Un carruaje lo podría atropellar y la gente deja cáscaras de plátano o mandarina en la calle. Claro – sin mencionar los ladrillos que se pueden caer de las paredes altas.

El Sr. Atkinson hablaba de cosas tan improbables, con una solemnidad y un dramatismo, que hasta hubiera dado risa. Claro – hace seis horas. En ese momento no era nada risible. Por supuesto, yo no dije nada más.

Lo mejor, continuó, es que usted se quede…digamos hasta la media noche. Iremos arriba y fumaremos, tal vez esté fresco allá dentro.

Para mi sorpresa, acepté.

**********

En este justo momento estamos sentados en un cuarto grande, que da al tejado. Atkinson mandó a dormir a su esposa y se puso a afilar sus herramientas con aceite, mientras fuma uno de mis cigarros.

El aire parece lava. Escribo esto en un escritorio tambaleante que da hacia la ventana.

La pierna está rota. Atkinson, quien es hábil con sus herramientas, la reparará en cuanto termine de detallar su última cincelada.

Ya son más las once. Me iré en menos de una hora.

Pero el calor es sofocante.

Tanto como para enloquecer.

martes, 30 de noviembre de 2010

"Closer", de Mike Nichols: Un estudio del amor moderno

“Closer”, dirigida por Mike Nichols, es la película que define el amor de nuestros tiempos. Estrenada en 2004, con un guión escrito por el dramaturgo inglés Patrick Marber está basada en su obra de teatro homónima “Closer, lo cual explica por qué la obra, a pesar de ser cautivadora y estimulante, sea complicadísima y profundísima al mismo tiempo. Patrick Marber lleva al cine elementos propios de la dramaturgia para crear una obra en la que la trama y la psicología de los personajes, en combinación con los símbolos presentados en la obra, definen eficientemente los roles más comunes que hay, en este tiempo, en relaciones complicadas y difíciles.

PERSONAJES

Los personajes están delimitados y se complementan unos a otros. Sus profesiones son de importancia crucial en la película.

Daniel Woolf – el escritor/periodista.

Daniel Woolf es el egoísta y cínico de las relaciones en la obra. Es escritor, lo que significa que tiene una relación con el lenguaje que los demás personajes tal vez no tengan, y que puede usarlo a su antojo para conseguir lo que quiere. Se interpreta a Dan como egoísta por dos razones. La primera es el hecho de que él mismo se lo confiesa a Alice al confesarle, también, que le ha sido infiel con Anna (13). La segunda es la forma en la que cambia de relaciones constantes – al principio de la película, Dan tiene una relación con una lingüista llamada Ruth, a quien deja para tener una relación con Alice; Dan eventualmente deja a Alice para tener una relación con Anna y, cuando ésta le deja, vuelve con Alice. Al fondo de cada relación, Daniel siempre ve por sí mismo. Su cinismo se demuestra en repetidas ocasiones durante la película (4). Primero, al comentarle a Alice que, efectivamente, tiene una novia, lo cual no es impedimento para él para relacionarse con Alice (5). Segundo, cuando le confiesa a Anna que vive con Alice, y también, más adelante, cuando le insiste a Anna, en la exhibición de ésta última, a involucrarse sentimentalmente, a pesar de que Larry está en el lugar contiguo (11). Tercero, cuando le confiesa brutalmente a Alice que ha tenido una relación clandestina con Anna. Cuarto, cuando le pide a Larry “regresarle” a Anna, quien le ha dejado después de acostarse con el dermatólogo (24). En todas las ocasiones, Dan puede elegir entre mentir o decir la verdad, aunque él dice siempre la verdad y aún así consigue lo que quiere.

Anna Cameron – la fotógrafa.

Anna es la depresiva con complejo de culpa en la película. A lo largo de la obra Anna se muestra soportando situaciones de maneta estoica que revelan su continua tristeza. Larry, en la escena 24, al confrontar a Dan, le explica que Anna es depresiva. Anna, en la historia, es abandonada por su primer esposo, quien se va con, según ella, alguien más joven. Además, en la sesión fotográfica con Dan, al confesarle éste después de besarse que vive con Alice, le dice “Men are crap” (5) por – está implícito – egoístas e interesarse solamente por sexo, como Larry al confesarle que le fue infiel con una prostituta (16). Anna es el personaje más sensible en la obra; resiente mucho las infidelidades por las que pasa, lo que le da razón a Larry cuando, enfrentándose con Dan, le comenta que Anna es una depresiva y que “They want to be unhappy to confirm their depression. If they were happy, they couldn't be depressed anymore. They'd have to go out into the world and live, which can be depressing” (24). Anna, durante toda la obra, tiene la idea que siempre saldrá lastimada en las relaciones, aunque esto no es ningún impedimento para tenerlas. Esto ocasiona su culpa – en la escena 14, el regreso de Larry de su viaje, éste le entrega un par de zapatos y una postal con una foto tomada por ella, y se puede notar claramente en su rostro el remordimiento que siente por esto. Además, Larry mismo le dice que ella se ha bañado, ya que ha tenido sexo con Dan y no quiere sentirse culpable. Este acto de “lavarse de la culpa” se encuentra también cuando Larry, inmediatamente de llegar del viaje, sube rápidamente las escaleras para besarla y Anna, al bajarlas, se limpia los labios.

Alice – la stripper.

Alice es la mentirosa y fiel de las relaciones, y es el personaje más profundo y paradójico de la obra. Desde el principio, ella pone un escudo entre el mundo y ella. Su nombre real es Jane Jones, el cual adopta al verlo en una placa en el parque, al principio de la película. Esto se debe a que Alice, al igual que Anna, tienen la opinión de que el mundo les puede lastimar y entristecerlas, debido a su sensibilidad. Define su filosofía en la escena 12, al explicarle a Larry, con respecto a las fotografías –

It's a lie. It's a bunch of sad strangers photographed beautifully, and all the glittering assholes who appreciate art say it's beautiful 'cause that's what they want to see. But the people in the photos are sad, and alone, but the pictures make the world seem beautiful. So the exhibition's reassuring, which makes it a lie, and everyone loves a big fat lie.

En esta escena, las fotografías se interpretan como una alegoría de las relaciones sentimentales, lo que explica que Alice se sienta sola y triste en las relaciones. Además que su trabajo es desnudarse ante los hombres, lo que le da una idea de que lo que es el mundo y el lugar que tiene ella en él.

No obstante, a diferencia de Anna, ella toma un rol más activo en las relaciones y, en lugar de deprimirse, afronta al mundo con mentiras en las cuales ella puede refugiarse. En la escena 20, con Larry y ella en el club, ella le confiesa que “Lying's the most fun a girl can have without taking her clothes off, but it's better if you do”.

Esto da a entender que Alice tiene una dualidad en su personalidad – es un personaje que usa la mentira para usarla en su diversión, pero es el personaje sensible que sufre la soledad y tristeza en las relaciones. En repetidas ocasiones, en la obra, se hace referencia a sus sentimientos: en la escena en la que ella y Dan van hacia el trabajo de éste, y ella le dice que si ama a alguien, no lo dejaría aunque tuviera problemas. Segundo, cuando le confiesa a Anna que ha escuchado la conversación entre ella y Dan a sus espaldas, ella llora y sufre, pero mantiene la relación con Dan (6). Tercero, cuando, en la confrontación entre Dan y Larry, éste último le comenta la ubicación de Alice y, además, le dice que Alice le ama ‘más allá de su comprensión” (20). Solamente cuando ya no ama a alguien, es cuando ella parte de las relaciones (volveré a esto más adelante).

Larry – el dermatólogo.

Larry es el típico macho de la las relaciones, pero el del amor primitivo y sincero. Él ve a las mujeres como objetos sexuales – le es infiel a Anna con una prostituta; se encuentra con Anna, por casualidad, en el acuario porque solamente quiere sexo; va al club en el que Alice trabaja, para obvias razones. Anna le dice que la hace sentir como prostituta cuando tienen sexo (16). Dan, aparentando ser Anna en el chat, le llama “Sultan of Twat”, lo que simboliza un hombre que tiene, a sus pies, un repertorio de mujeres solamente para tener sexo.

El hecho de que sea dermatólogo es muy importante, ya que él es el único en la obra que puede notar los motivos ocultos de los demás personajes – al comentarle a Anna que Alice “sly” (ladina), al final de su exhibición, algo de lo que Anna no puede darse cuenta, ya que le responde que Alice le parece muy abierta (12). Cuando le comenta a Dan la personalidad de Anna como depresiva (24) y el hecho de que Alice aún le ama – ambas son cosas de las cuales él se percata por ser analítico. La profesión de dermatólogo es una en la cual está obligado a ver y estudiar la piel, y esto se aplica también en la gente.

Su machismo se demuestra también cuando actúa como animal, literalmente, al tratar de marcar territorio con Dan – le dice a Anna que si Dan se llega a entrometer en la relación, le pegaría (12). En la confrontación con Dan, le advierte que si se acerca a Anna de nuevo, le mataría (24). Sin embargo, la escena en la que se acentúa su machismo es cuando discute con Anna (16). Continuamente él le cuestiona acerca de su vida sexual con Dan, hasta el punto de gritarle que es un “Caveman”. Las imágenes que tiene mentalmente de Alice y Dan teniendo sexo son demasiado dolorosas, ya que le hacen sentir humillado de que alguien más – un macho que no es él – tenga sexo con su “hembra”.

Es, además, el único que siente un amor sincero por Anna, incluso hasta llegar a la humillación. En la escena 22, le repite a Anna que regrese con él, aunque ella se niega. En la escena 20, llora por la infidelidad de Anna, estando en el club con Alice. Ya que es un “hombre primitivo”, se entiende que su amor es “primitivo” también – ama de manera sincera, simple, sin mentiras, aunque sea, a la vez, torpe y tosco.

CIGARRO

La razón principal por la que los personajes en la película se relacionan entre sí es por la tentación, la cual es representada por el consumo del cigarro en puntos clave y sutiles. El consumo del cigarro es una metáfora de la tentación (tal vez porque el cigarro, en realidad, es una tentación, tanto para los consumidores, como para quienes le han dejado). Todos los personajes se ven tentados por los personajes que fuman y todos los personajes fuman, excepto Anna quien consume Vodka (Volveré a esto después).

En la escena después del hospital, Dan y Alice salen y ella enciende un cigarrillo: en ese momento, Alice se convierte una tentación para Dan, quien sucumbe, dejando a Ruth por Alice.

En la sesión fotográfica, Dan está a punto de ser una tentación para Alice cuando le pide permiso de fumar, aunque ella no se lo da. No obstante, al llegar Alice, Dan enciende un cigarro e inmediatamente se convierte en una tentación para Anna – hay que notar que Dan es una tentación para Alice solamente cuando él está con Alice, lo que vuelve mentira el hecho de que ella no es una “ladrona”, como le dice a Alice cuando ésta le confiesa que escuchó la conversación de su novia y la fotógrafa: Anna es una “ladrona” que se ve tentada con hombres que tienen una relación ya.

En la escena del chat, Dan finge ser Anna y habla con Larry. Dan, al estar hablando con Larry, se encuentra fumando – hay incluso una toma para sus cigarrillos, cenicero y encendedor. Ya que él finge ser una “Anna” erótica, esta “Anna” inmediatamente se vuelve una tentación para Larry, quien habla con Dan desde su trabajo.

En la escena doce, en la exhibición de Anna, Larry llega con Alice, quien se encuentra viendo su propia fotografía y está fumando, siendo una tentación para Larry. Ambos compaginan muy bien, ya que Alice es nudista y tiene un antecedente de relaciones con hombres machistas – se puede interpretar –, tal y como lo es Larry. Incluso, Alice le ofrece un cigarro a Larry – le ofrece a Larry ser una tentación para ella misma –, pero éste se niega. En la obra original, Alice le pregunta a Larry “Qué se siente ser bueno”, lo que explica por qué éste no acepta la tentación: se encuentra muy enamorado de Anna.

Dan se encuentra fumando cuando le insiste a Anna tener una relación, en su exhibición. Anna constantemente le dice que no está interesado en él, pero él insiste que sí. Ella finalmente acepta (se puede entender, ya que no se ve de manera directa en la obra). La razón por la que acepta es que Anna le gustan los misterios y los extraños, así como los cuales toma fotos. Ella incluso, en la escena 8, le comenta a Larry que Dan le parece “interesante” y, en el momento en el que Dan le dice que él mismo es el “extraño” de Anna, ella finalmente accede a o que Dan quiere.

En la escena 20, en el strip club, Larry, en el privado con Alice, enciende un cigarrillo y, por lo tanto, se convierte en una tentación para Alice, con quien se acuesta más adelante (sólo se menciona esto). Larry actúa de un modo machista y le explica que no le interesan los sentimientos de Alice y solamente quiere verla desnuda, cosa que a Alice le atrae mucho – se puede interpretar esto debido a su personalidad.

En la escena 25, cuando Alice y Dan se encuentran en el hotel, Dan se encuentra fumando, siendo aún una tentación para Alice. No obstante, después de discutir, él sale de la habitación para ir por cigarros (más tentación para Alice), pero regresa y le da una rosa, símbolo de amor incondicional que Alice rechaza, ya que Dan ya no es una tentación para ella.

VODKA

El vodka, en el caso de Anna, es un símbolo de depresión, en el cual ella se pierde. No es una alcohólica – parece –, pero los momentos en lo que consume vodka es cuando se encuentra más triste: al ofrecerle vodka a Alice en la escena 6, ella le comunica a Alice que está dispuesta a compartir la tristeza y dolor que siente, ya que Dan le fue infiel con ella hace algunos momentos. En la ópera, después de acostarse con Larry, Dan le compra vodka, lo que significa que le ofrece tristeza, ya que se siente culpable y desilusionada, además de confundida, por haberle sido infiel a Dan. En el café con Larry, éste le compra vodka también, lo que significa que el acuerdo entre ellos de acostarse para terminar la relación, le hace sentir culpable y triste.

PECES

Al igual que el cigarro, los personajes tienen una relación con los peces muy importante y simbólica en la película, ya que son una metáfora de los seres humanos. Dan, en la escena del hospital, le pregunta a Alice que si le gustan sus sándwiches de pescado, lo que quiere decir que es un consumidor de peces, lo que ya se ha demostrado por su egoísmo. También su nombre debe tomarse en cuenta – Daniel Woolf – Woolf – lobo, depredador.

Ya que Anna, es una depresiva, para ella los peces son “terapéuticos”, como le comenta a Dan en la sesión fotográfica. Anna también tiene un cierto grado de egoísmo, ya que ella utiliza a las personas como “analgésicos” de su depresión o para su trabajo – su trabajo como fotógrafa implica utilizar las personas para avanzar en su carrera.

Larry ve a los peces con respeto. En la escena del acuario, él le dice a Anna que él le tiene un respeto a los peces, ya que los peces fueron la base de la cadena evolutiva de los humanos hasta llegar al hombre moderno (esta metafísica de Larry es lo que atrae a Anna, ya que nunca se explica por qué ambos se relacionan sin haber de por medio un cigarro). Esto también es paradójico, ya que Larry ve a los peces como un eslabón en la cadena evolutiva, aunque él mismo se define como “cavernícola”. Esto se debe a que Larry tiene un amor inmenso que le permite perdonar ofensas de quienes ama: en la confrontación con Dan, él le explica a éste último que ha perdonado a Anna, ya que sin perdón, las personas son “salvajes”.

Alice es quien ve a los peces – seres humanos – como absurdos. Al preguntarle Dan que si quiere comer sus sándwiches, ella responde que no, porque los peces orinan el mar – referencia a que los seres humanos complican la vida.

RUPTURA DE ALICE Y DAN

Esta ruptura, como desenlace de la película, es perfecta. Dan, al confesarle a Alice que sabe que se ha acostado con Larry, le dice que sin la verdad, los seres humanos son salvajes – nótese el contraste filosófico con Larry –. Alice, desde un principio, se interesó por Dan de manera genuina (Dan no fuma en las primeras escenas). Esto se debe a que Alice se fijó en Dan por la dulzura que tenía dentro, la cual se deja ver hasta el final de la película cuando le entrega la rosa. Alice, al ver que los sándwiches de Dan no tienen los bordes, se entusiasma. Más adelante, Dan le explica que su madre le cortaba los bordos (ella incluso confiesa que le escogió porque él mismo cortó los bordos de su comida). En los bordos, se encuentra la conexión entre la dulzura interna de Dan (que obtuvo de su madre muerta, por quien llora en las noches) y el cinismo que tiene al mentir. El puente entre estos dos aspectos de Dan, se encuentra, también, la mentira: mientras Dan mienta, Alice seguirá interesado en él. Cuando Dan deja de mentir, Alice ya no se interesa en él, ya que el mundo de las mentiras – el mundo en el que Alice se divierte y se siente triste y sola (aunque con Dan, tiene con quien compartir su tristeza) – es el mundo que ella prefiere; Dan, al decirle que él es adicto a las mentiras, ha abierto un agujero por el cual el mundo real, el de las mentiras dolorosas, entra a su pequeño mundo y se diluye con él, lo que le hace suponer a Alice que el amor que siente por Dan se ha diluido en el mundo de las mentiras dolorosas también. Alice adopta un nombre falso para relacionarse con Dan, ya que Alice Ayres fue una mujer que murió tratando de salvar vidas ajenas, lo que le enternece y le hace suponer que ése es el tipo de persona que Dan merece (no Jane Jones, que se desnuda por dinero). Dan, al querer la verdad, destruye esta fantasía, destruyendo también el amor de Alice hacia él. Es por eso que ella le dice que le ha dejado de amar, lo cual es cierto. El amor, para Alice, prevalece a pesar de las mentiras; cuando la verdad prevalece, el amor deja de existir.

sábado, 27 de noviembre de 2010

Carta a una señorita con compromiso



Por Bécquer y Cortázar


It's way too late to be this locked inside ourselves

– C'mere, Interpol

Antes de comenzar quisiera asegurarle que nunca hice algo parecido, señorita, nunca. Desde que tengo conciencia he evitado mentir y engañar y omitir: cualquier tipo de tergiversación de la verdad. He evitado caer precisamente en este tipo de situaciones dramáticas y complicadas. Tal vez porque en mi infancia tuve buenos modelos a seguir, o tal vez porque hasta conocerla a usted comprendí que mentir a veces es necesario para que ocurra el amor.

Me sucede que estoy enamorado de usted. Esto ya lo sabe; ya me lo escuchado con anterioridad. Pero el lenguaje, señorita, es una fuente de malentendidos, y así como mesa o silla o noche o amor significan algo para mí, pueden encerrar otro significado, ajeno a mi definición, para usted. Le digo esto porque en nuestra particular y desdichada situación, las palabras pueden – o se quieren, tal vez – malinterpretar. Puede sucedes que, por ejemplo, usted piense que me es un juego, una aventura; que soy un donjuán cuya vanidad no conoce límites; que soy un envidioso, un ser triste y amargado que no soporta ver felicidad de sus semejantes, y por lo cual desea destruirla a toda cosa, para sobrellevar así su barata existencia. Mas por esto le escribo esta carta: para aclararle mis intenciones; para que mis verdaderos sentimientos salgan a flote, y pedirle comenzar una relación siquiera clandestina conmigo.

En cierta ocasión me comentó – casi reprochó – que usted sabe muy poco acerca de mí, y que esto es una barrera, que nos aleja el uno del otro. Bueno, creo que comenzaré por ahí.  Primero, me considero un ser solitario y desdichado; desde niño fui así. Mis padres fallecieron al ser yo muy  chico: mi padre, cuando apenas tenía cinco años, mi madre, cuando tenía once. Desde entonces, vago por el mundo, llevado por las corrientes caprichosas de la vida: casas de tíos, abuelos, familiares lejanos, incluso amigos: siempre sin rumbo fijo, viviendo al día, esperando nada del mañana. Y aunque ésta ciertamente no fue la mejor manera para un hombre de vivir su infancia, llegó un punto en que tanto desorden e inestabilidad se me convirtió en una especie de rutina, la cual a que al cabo de un tiempo llegué a disfrutar porque se hizo una parte indeleble de mí. Es por lo cual cualquier intento de imponerme orden resulta pura pérdida: soy como un resorte, que, al sentirse aplastado, rebota con furia, llevándose consigo la mano que lo aplasta y todo lo que encuentre a su paso. Y es que sí, señorita: hay algo podrido o desgarrado en mí, que me hace huir y despreciar la monotonía y resequedad de la vida rutinaria, ésa de trabajos de oficina, diversiones programadas los fines de semana, espera frívola del dinero, cuerpo esclavizado al consumo. Razón por la cual también tiendo a alejarme de las gentes, de las masas, las modas y lo novedoso, para quedarme a solas conmigo mismo y explotar al máximo mi imaginación, consuelo de mis celos, y sacar de ahí un mundo nuevo, mágico y especial y lleno de infinitas posibilidades, que siempre está abierto a quien guste compartirlo, pero que siempre ve su mano rechazada y preferida a cambio por las cosas más nimias y simples y vacías que se pueden encontrar tras la vitrina de cualquier centro comercial o una pantalla de cine o televisión.

No obstante, le confieso que el único orden que he conocido y respetado en mi vida es el amor. Yo sólo soy feliz cuando me enamoro y mi búsqueda por la felicidad me ha traído a usted. Mas la conocí en un tiempo inadecuado, ya que cuando entramos mutuamente a nuestras vidas, usted ya cultivaba su amor para alguien más. Mas el trato frecuente es el traidor de los amantes imposibles. Usted no quería quererme, yo tampoco tenía intereses de unirme a la cosecha, ya que usted es hermosa, por supuesto, pero la belleza física no es lo único que existe. Yo comprendí esto cuando usted se acercó a mí, subestimando mis sentimientos, los suyos de pasada, viéndome sólo como un amigo, el misterioso compañero de la oficina. Una comida a la semana no significaba nada; dos tampoco; tres, simpatía; cuatro, compañerismo; cinco, amistad. Mas seis era compatibilidad; siete, verse fuera del trabajo; ocho, la sinécdoque de un amor templado; nueve, besos en la oscuridad. ¿Mas diez? ¿Diez qué es, señorita? Yo se lo diré. Diez es esconderse. Porque usted es una señorita del orden del mundo, usted es una señorita con compromiso. Y el compromiso es algo real y tangible: es ascenso laboral, fotografía de la boda en el periódico, casa en fraccionamiento privado y vacaciones cada verano en la playa, dos carros del año, y los chicos en el colegio inglés: no es un extraño sentimiento de felicidad y tranquilidad al fumar desnuda acostada sobre mi cama mientras le susurro poesía mía al oído a las dos de la mañana. Usted sabe muy bien lo que quiere, cómo lo quiere y cuándo; entre sus planes no estoy yo, aunque sus sentimientos la traicionen cada vez que se encuentra cerca de mí: cuando le comento, por ejemplo, escucharla teclear en su escritorio es escuchar el sonido de la lluvia; cuando hace calor y yo inesperadamente le traigo una botella con agua para que se refresque, y usted se alegra; cuando la hago sonreír cuando se encuentra triste o estresada; cuando me dice que le fascina platicar conmigo, porque siente que yo soy el único que la escucha y la comprende, algo que ni siquiera su novio hace. Y esto me mata, señorita. Porque yo he despertado algo en usted que dormía y no quería ser despertado, que usted tachaba de inaceptable en su rígida vida de éxito. Se puede decir que yo la he condenado al sufrimiento, ya que ahora que ha probado el otro lado de la vida, ha resuelto que le gusta. Es insoportable serle un gusto culpable. Además de que yo tengo mis propias dolencias secretas. No se las comparto porque no quisiera perturbarla. Usted extendida sobre la cama, saciada de mi cuerpo, plácida en su cansancio, leyendo escritos míos, tal vez observa mi rostro y lo encuentra compungido, y me pregunta si algo me sucede. Yo, sentado a la orilla de la cama, le acaricio la pierna y le respondo que no, que suceden sólo mis usuales tristezas. Usted se incorpora y me alcanza y me abraza y me besa. Pero las tardes mueren, las lunas suben, los grillos cantan la noche: usted tiene que irse ya. Recoge sus ropas, se mete a bañar para que el aroma de su cuerpo no despierte sospechas, y se va y me deja a la deriva de su amor, adoleciendo por usted. Porque soy hombre, sí, pero también soy un ser humano, y que usted me dé su cuerpo cada noche dos veces por semana porque su novio se va a beber con sus amigos o al gimnasio, se siente bien, oh sí, algunos podrían pensar que con eso es suficiente para conformarme. Pero no puedo, porque usted es más que solamente un cuerpo hermoso y suave y caliente y aquiescente: usted es mi señorita: la que me embruja las tardes con la imagen de su sonrisa enervante, la que me fabrica un sentimiento cálido en el pecho al hablarme, la que con sus abrazos me hace sentir parte de este mundo, la que puede cerrarme los ojos con las manos y hacerme confiar en ella. Por eso tener que compartir su amor con un segundo es doloroso. Cada partida suya por las noches es un golpe de martillo a mi pecho, que quiebra mis entrañas, pero deja intacto el cascarón de mi cuerpo. Porque yo siento todo el amor del mundo, mas no puedo expresárselo libremente. Su celular a ciertas horas está apagado, el teléfono de su casa está prohibidísimo, salir juntos del trabajo es ya un riesgo y tomarla de la mano es impensable. Las veces que le he insistido reciprocidad, usted se exaspera y me trata groseramente. Me dice que no quiere más problemas, que si no me gusta como son las cosas ya sé dónde está la puerta. No crea que se lo reprocho – en absoluto. Yo ya sabía lo que me esperaba de usted el día en que crucé el transparente umbral hacia su vida íntima. Yo firmé el contrato sabiendo de antemano las letras pequeñas.
Aún así, amarla a usted es un milagro. Y aunque sienta que usted y yo no llegaremos a nada, sepa que después de mí usted ya no será la misma. Me he compenetrado tanto en usted que me he vuelto parte de usted, así como usted se ha vuelto para de mí. Adonde vaya yo irá usted, y adonde vaya yo irá usted. Porque somos dos espíritus afines que tuvieron la bendita desdichha de encontrarse en el momento equivocado a la hora equivocada. Si le damos la espalda al amor, tal vez no lo volvamos a encontrar una segunda oportunidad.