sábado, 4 de diciembre de 2010

Calor de Agosto

Calle Phenistone, Clapham,
20 de agosto de 190-

Hoy he tenido lo que en verdad creo que es el día más extraordinario día de mi vida; y mientras los eventos siguen frescos en mi mente, quisiera escribirlos de la manera más clara posible, para no olvidar detalle alguno.
Para comenzar, permítanme decir que mi nombre es James Clarence Withencroft. Tengo 40 años, vividos en perfecta salud. Ni siquiera he amanecido con dolor de garganta. Respecto a mi profesión, soy un artista. No muy exitoso, admito, pero gano lo suficiente por mis dibujos en blanco y negro para vivir sin pasar penurias. Mi única familia, una hermana, falleció hace cinco años, por lo que no tengo ataduras de ningún tipo.
Esta mañana desayuné temprano, a las nueve, y después de hojear el periódico por algunas horas, encendí mi pipa y me dispuse dejar volar a mi imaginación, en la espera de inspiración con qué poner mi mano y mi lápiz a trabajar.

Aunque las ventanas y puertas de la casa estaban abiertas, la habitación en donde me encontraba estaba insoportablemente calurosa. Y me había decidido en ir al lugar más cómodo y más fresco de por aquí, el fondo de la piscina pública, cuando la inspiración que buscaba por fin llegó. Comencé a dibujar.
Y tan enfocado me encontraba en mi dibujo que ni bocado le dí a mi almuerzo, hasta que el reloj St. Jude que tengo colgado en la pared sonó. Eran las cuatro.

Mi trabajo final, aunque era un borrador hecho a prisa, era, lo sentí, mi obra maestra. En la hoja en blanco se mostraba un juicio, un criminal de pie en el banquillo de los acusados, justo después de escucharse culpable por el jurado. El criminal era de una gordura increíble. Tenía tal papada que le cubría el cuello, como velo. Estaba bien afeitado – aunque debo decir que, más bien, algunos días antes, lo habían afeitado, si saben a lo que me refiero. Era calvo. Sus pequeños y torpes dedos rasgaban la madera, y miraban de frente, con la mirada perdida. Más que terror, su expresión era de un absoluto e irremediable colapso. No creo que hubiera algo en el alma del hombre lo suficientemente firme como para sostener tan monstruoso peso.

Me puse de pie. Doble mi dibujo y, sin saber por qué, lo puse en mi bolsillo. Y con un extraño sentimiento de felicidad, como cuando uno hace algo bien, salí a la calle. Creo que salí con ganas de visitar a Trenton, puesto que recuerdo caminar por las calles Lytton y el camino Gilchrist, hasta el final, donde se construyen unas nuevas vías de tren.

Desde este punto, no recuerdo gran cosa de dónde caminé. De lo que sí estoy completamente seguro es que hacía un calor horrible que venía desde el asfalto, como una onda roja y casi palpable. Volteé hacia el horizonte, y me emocioné con las nubes color cobre que venían hacia acá. Quería que llegaran para que me dieran sombra y lanzaran truenos.

Caminé, en estado casi somnífero, cinco o seis millas, cuando un niño me despertó al preguntarme la hora. Eran veinte para las siete.

Me dio las gracias y se fue. Al perderse totalmente de mi vista, miré a mi alrededor, para saber dónde me encontraba. Estaba solo, en una calle angosta. Frente a mí, una puerta que daba a un jardincito, rodeado de tierra sedienta de su frescura. Estiércol morado y geranios color escarlata abundaban el césped. Y justo arriba de la entrada se leía una inscripción. Ésta decía

C. ATKINSON. ESCULTOR DE MAMPOSTERÍA.
SE TRABAJA EN MÁRMOLES INGLESES E ITALIANOS

Y escuché un silbido alegre, proveniente del jardín, el golpeteo de un martillo, y el frío sonido del metal fundiéndose en piedra.

Un impulso súbito me hizo entrar.

Un hombre, sentado de espaldas hacia mí, trabajaba con afán en un pedazo de mármol color de venas, muy curioso, en verdad. Se volvió al escuchar mis pasos y detuvo su trabajo.

Era el hombre que había dibujado tan sólo esta mañana, cuyo retrato se encontraba en mi bolsillo.

Se encontraba ahí, sentado como un elefante, el sudor recorriéndole la cara desde la frente hasta el mentón, el cual se secaba con un pañuelo rojo. Pero aunque la expresión era diferente, el rostro era el mismo.

Me dio la bienvenida, alegre, como si fuéramos grandes amigos, y me dio la mano. Pedí perdón por mi impertinencia.

Afuera está tan caluroso, parece el infierno, dije. Esto es un oasis en medio del desierto.

No sé si es precisamente un oasis, me dijo, pero, sí, afuera hace mucho, mucho calor – por favor, siéntese, caballero. Y me señaló, con la mano extendida, el final de la lápida en la cual trabajaba. Acepté su invitación.

Me gusta mucho ese mármol, es muy bonito, dije.

Suspirando por el cansancio, negó con la cabeza. De un cierto modo sí, respondió. La superficie es tan fina como la espalda de un bebito, pero tiene un golpazo en la parte de atrás que se sorprendería – aunque espero que usted nunca lo note, jaja. No se haría tan buen trabajo con un mármol dañado. Ahora está bien, porque es verano, pero aguarde a que llegue el invierno. Nada como el buen frío de diciembre para encontrar las partes débiles de una piedra.

¿Entonces, para qué lo trabaja?, si me permite la pregunta.

El hombre estalló en carcajadas.

Tal vez no me crea que tanto esfuerzo es para una exhibición, pero es la verdad. Los artistas exhibimos nuestros trabajos, así como los dueños de tiendas de abarrotes y carniceros – todos. Incluso cosas pequeñas, labradas en piedra.

Y comenzó a hablar de mármol. Que cuál era mejor para épocas de lluvias, en cuál se trabajaba más fácil; luego de su jardín y de los claveles blancos que recién compró. Cada cierto minuto, descansaba sus herramientas, se estiraba un poco, se rascaba su calva cabeza y maldecía el calor.

No hablé mucho, puesto que me sentí incómodo. Había algo nada natural, completamente extraño, en conocer a este hombre. Quise convencerme que lo había visto antes, que esa cara, hasta hace horas, desconocida para mí, estaba guardada en algún rincón de mi memoria. Pero sabía que me estaba engañando a mí mismo.

Mr. Atkinson terminó de trabajar, se desparramó en el suelo, y expulsó un suspiro desde el fondo de sus pulmones, satisfecho.

¡Por fin, ya está! ¿Qué le parece?, me preguntó, con un aire de orgullo. Debido a mi asombro, leí la inscripción muchas veces, pero siempre decía

EN MEMORIA DE
JAMES CLARENCE WITHENCROFT.

NACIDO EL 18 DE ENERO DE 1860

FALLECIÓ REPENTINAMENTE
EL 20 DE AGOSTO DE 190-

"En la flor de la vida,
en verdad nos encontramos en la muerte"

Por algunos minutos, me senté en silencio. Después, un escalofrío aterrador me atravesó como rayo la espalda. Le pregunté dónde había visto aquel nombre.

Oh, de ningún lado, me contestó. Necesitaba un nombre y puse el primero que se me ocurrió. ¿Por qué?
Es el mío. Se quedó más frío que la lápida.
¿Y las fechas?
Solamente puedo hablar acerca de una. Y es correcta.
¡Bendito!

Pero el señor Atkinson no sabía toda la verdad. Le conté acerca del dibujo que hice en la mañana. Lo saqué de mi bolsillo y de lo mostré. Y, mientras veía cada detalle, la expresión de su cara se asimilaba cada vez más como la del hombre que imaginé.

Y, en medio de un silencio hueco que llenaba la habitación, me dijo Si solamente ayer le dije a María que no existen los fantasmas.

Nuestra situación no era de fantasmas, pero supe a lo que se refería.

Probablemente escuchó mi nombre, dije.
¡Y usted sin duda me vio en algún lugar y no lo recuerda! ¿Estuvo en la playa Clacton en julio pasado?

Mi silencio lo dijo todo. Por algún tiempo miramos la lápida, las fechas cinceladas. Una de ellas estaba bien.

¿Qué tal si entramos a cenar?, dijo finalmente.

Me presentó a su esposa, una alegre mujercita con chapas en las mejillas, como un viejo amigo suyo que también era un artista. Fue, siendo sincero, una aburridísima velada, puesto que después que retiraron los vasos y platos, María hizo uso de si Biblia y tuve que permanecer sentado durante media hora, expresando visiblemente mi admiración por la lectura.

Salí a la calle por un momento. Encontré al Sr. Atkinson sentado en la lápida y fumando.

Quise continuar nuestra conversación donde la habíamos dejado.

Perdone mi insistencia, dije, pero… ¿Ha hecho alguna cosa por la cual lo puedan enjuiciar?
No soy un ladrón, dijo inocentemente y negando con la cabeza. Me va bien en mi negocio. Hace tres años le día unos pavos a los guardias reales en navidad, pero eso es todo. Parecía pensar. Y eran pequeños, dijo al final.

Se puso de pie, sacó una pequeña regadera de una caja con la cual regar las plantas. Dos veces al día en verano, porque el calor marchita las flores más bonitas. ¿Y los helechos? ¡Bendito! No soportan ni el sol detrás de las nubes. ¿Dónde vive usted?, si me permite la pregunta.

Le dije mi dirección. Me tomaría alrededor de una hora regresar a casa caminando.

El asunto es éste, me dijo. Si usted se regresa ya, en la noche, se puede accidentar. Un carruaje lo podría atropellar y la gente deja cáscaras de plátano o mandarina en la calle. Claro – sin mencionar los ladrillos que se pueden caer de las paredes altas.

El Sr. Atkinson hablaba de cosas tan improbables, con una solemnidad y un dramatismo, que hasta hubiera dado risa. Claro – hace seis horas. En ese momento no era nada risible. Por supuesto, yo no dije nada más.

Lo mejor, continuó, es que usted se quede…digamos hasta la media noche. Iremos arriba y fumaremos, tal vez esté fresco allá dentro.

Para mi sorpresa, acepté.

**********

En este justo momento estamos sentados en un cuarto grande, que da al tejado. Atkinson mandó a dormir a su esposa y se puso a afilar sus herramientas con aceite, mientras fuma uno de mis cigarros.

El aire parece lava. Escribo esto en un escritorio tambaleante que da hacia la ventana.

La pierna está rota. Atkinson, quien es hábil con sus herramientas, la reparará en cuanto termine de detallar su última cincelada.

Ya son más las once. Me iré en menos de una hora.

Pero el calor es sofocante.

Tanto como para enloquecer.