domingo, 24 de agosto de 2014

Vida de un suicidio

Desde lo más alto del rascacielos, a mediodía, la hora más ocupada de todas en la ciudad, caía yo, bulto enorme, bulto extraño, en picada como un saco o más bien como un avión kamikaze. Porque eso era precisamente lo que yo era, un kamikaze, es decir, un suicida. No me pondré ahora mismo a explicar por qué quise terminar con mi vida; no es el momento, no tengo el tiempo y sencilla, simplemente, no se me da la gana. Además no entenderían mis razones, con eso de que está de moda ser sano y positivo y vegano y ver la vida con el optimismo con que ven la vida los escritores de libros de autoayuda, simón. El punto es que decidí matarme y lo hice y creo que ya estoy muerto o lo estaré, y aunque desde arriba todo se ve espantosamente real y el aire que en el piso no es más que pura nada llena de esas cosas que nunca importan y de las que nunca nos damos cuenta allá arriba todo es más todo – más grande más vivo y más sincero y aunque justo arriba les dije que no quería decirles por qué me suicidé creo que es inevitable por lo menos decirles que cuando me subí allá arriba, en ese pinche rascacielos de la calle Insurgentes, sentí lo que durante tanto tiempo quise sentir – vida, vida pura, vida latente, corazón no apagado, corazón feliz, corazón incierto, pulsaciones que serían como vómitos u olas de agua de mar, agua blanca y cristalina, llena de fuerza que viene desde el fondo del mundo, la verdadera razón por la que vivimos, para sentir emoción y vértigo e inclusive un poco de náuseas, y ahí estaba yo, viendo todo desde sí lo admito la posición soberbia de quien ya no ve la vida como este regalo envuelto en celofán que uno debe cuidar y no abrir ni exponer ni en las situaciones más deliciosas que comúnmente llaman riesgosas sino como algo mío algo propio algo que no es de nadie más y que se encuentra a mi entera disposición como una bocanada de aire fresco que yo decido si me trago o decido si lo regreso al circuito polifónico del aire, todos viéndome, inclusive ahorita mismo lo veo – todos me ven, asustados, ¿por qué les da tanto miedo la muerte, gente pendeja? ¿es que nunca han presenciado que un bato y no un pájaro se pose en un rascacielos y le grite en un bestial rugido al mundo que uno ya no será más su pendejo y que desde ahora todo lo que se haga se hará bajo no quizá las condiciones de uno porque eso sería imposible, por más que yo quiero sin aire y agua yo no puedo vivir, pero por lo menos puedo decidir si quiero seguir viviendo la vida en la cual necesito aire y agua para continuar? Pendeja pendeja, gente pendeja, no no lo hagas, sí como chingados que no, piensa en tu familia, cuál pinche familia cabrón, tú no sabes nada de mi vida, mi esposa es una actriz perdida que cada noche despierta en una cama distinta y lo peor es que yo pago las cuentas de esas camas y mis hijos unos pinches genios malagradecidos que piensan que porque yo soy un pintor fracasado no valgo madre, así que a la mierda, pum vas me lanzo a la mierda, todo, y mientras yo caía en relámpago hacia la tierra, el piso, asfalto duro y frío y que en cuanto me reciba me hará explotar en un arcoíris no de mil colores sino en mil tonalidades carmesí que vayan desde lo morado hasta lo café, pasando por mil rojos y naranjas que albergo dentro de mí cuerpo, qué bonito vida vida mía qué bonito es ser un arcoíris y estallar para los demás, siquiera darles gusto con mi cuerpo explotando no en el cielo sino en el suelo, a unos cuantos metros de ellos, como fuegos pirotécnicos, sí sí vida mía vida mía, ya pronto me estoy alejando de ti, y recuerdo sí porque en esto también se recuerda todos los instantes de mi vida que se nutrieron por oscuridad y por olvido y que hoy ya nada importan ¿saben por qué? Porque todo mundo me ve me oye me huele casi casi mientras caigo en esto lento y suave irme de la tierra, apagarme como luz luciérnaga errática que se entrega a la oscuridad de no de la noche porque la noche es muy trillada pero sí la oscuridad de algo ¿de qué? No sé, pero oscuridad finalmente, poco a poco, la luz comienza a fallar, a ceder, a apagarse, triste es sí muy triste pero no importa porque mientras sigo cayendo lo veo sí el corazón brillante en medio de la oscuridad mi corazón se acelera se estremece relincha de una felicidad que no le cabe en el pecho y que dice sí éste éste éste es mi momento si señor me estoy acercando oh sí cada vez más puedo saborearlo puedo saborear mi vida toda mi vida en este breve pero bello intensísimo instante lo saboreo y es deliciosa manjar prohibido manjar vedado para mí durante tantos años ¿por qué amor por qué vida mía no pudiste ser como eres ahora? No importa no importa te juro que no importa sólo me lamento que esto no pueda durar más que estos instantes que son como gotas de rio lluvia tormenta rocío río arroyo riachuelo y no fuesen no sé algo así como un mar perpetuo que dure de aquí a la eternidad pero oh sí lo es lo es ya mero estoy cerca del piso lo es este sabor que me acaricia la lengua con soberana ternura me promete que lo será lo será ya no más gotitas chiquitas ni destellos apagados sino la eternidad continúa de esta dicha que jamás alcancé en la oscuridad latente bajo el sol de mediodía adiós adiós oh mierda

Y así es que morí. Mi cuerpo salpicado en sangre, torta ahogada que alguna vez probé en Guadalajara y nunca me gustó. Ojos abiertos, brazos desparramos, ropa que es pura vanidad y no vale lo que me costaron. ¿Dónde estoy, qué hago aquí? ¿Dónde está el corazón fulgurante de la vida que se me prometió? No sé, no me han dicho nada. Espero que cuando incineren mi cuerpo, pueda ver lo que se me prometió, lo que vi antes de morir. Y es que lo tengo muy claro: Prefiero regresar a la vida, es decir, resucitar, que convertirme en algún estúpido fantasma. 

domingo, 17 de agosto de 2014

Breve comentario sobre la vida en la niebla


Debo comenzar diciendo que todo a nuestro alrededor, todo lo que nos acompaña, todo lo que respiramos, es niebla, pura y blanquecina niebla. Y nosotros desde que nos levantamos hasta que nos acostamos , vivimos a diario con este aire espeso que torna borrosos nuestra vida y nuestro mundo y que nos impide ver más allá de tres metros de nuestra distancia, por mucho que nos esforcemos (aunque la verdad nos importa un carajo ver más allá de nuestras narices). Las consecuencias son obvias y casi aciagas: accidentes por doquier, de todo tipo que nos lleva hacia la muerte: tropiezo con banqueta que tiene la bonita consideración de no avisarnos que se encuentra ahí, obstáculo en el pedregoso camino hacia el futuro; el atropellado que no se percató que por donde caminaba era avenida transitada y un carro que tampoco lo vio hasta cuando se bajó y lo encontró bañado en sangre o la señora a quien en lugar de tomar sus pastillas para la depresión, tomó por equivocación la calibre .38 que guardaba justo al lado de su cama y se hizo atravesar la garganta jalando del gatillo (Digo casi aciaga porque a pesar de que infortunada es nuestra realidad de borrosidad perpetua, esperándonos en cada esquina como señalamiento de vialidad, ya estamos acostumbrados). No podemos ver el sol, tampoco podemos ver la luna; el atardecer, ese bello desangramiento en el cielo cuya sangre se extiende hasta el final del crepúsculo, nos está vedado y el amanecer es apenas un callado rumor que nada nos dice sobre el nuevo día más la muerte acompañará nuestro el café caliente del desayuno a las diez de la mañana. La vida en la niebla es, pues, piso incierto, ignorancia de saber de dónde venimos y apenas olfatear el camino incierto hacia dónde vamos.

Pero lo que tenemos, eso sí, es el canto del gorrión. Con exactitud, con una definición clara y absoluta, con una explicación de diccionario ésas que gustan tanto a filólogos y disgustan a los poetas, no puedo explicar lo que es el canto del gorrión. Lo que sí puedo decir es que el canto del gorrión es algo así como el rumor de agua para los que viven en el desierto. En ocasiones, nos encontramos en nuestras casas cuando relampaguea el cielo el canto del gorrión, el cual, surcando por el aire, deja caer sus notas como lluvia, banderitas líquidas que anuncian el término de la guerra. El cielo, oh ese cielo gris e infame, se despeja, se aclara un poco y podemos, ¡es verdad!, respirar el azul terso del cielo y los accidentes aminoran porque ya hemos despertado a nuestro alrededor y podemos rescatar nuestras vidas de los valles profundos de la muerte súbita. No hemos estado lo suficientemente desesperanzados para olvidar el sol. No todos escuchan el canto del gorrión, eso sí, pero para quienes lo hacen el mundo se detiene por un febril, casi pueril, instante y, como papeles arrojados al aire con divertido desprecio, dejan todo por ir a perseguir, extasiados en múltiples orgasmos de boca y oídos y ojos y manos, aquel canto por todo el cielo raso. El gorrión, allá arriba, volando con alas de perfume de oro, parece prometernos con su canto un terreno plácido y armonioso que muchos allá fuera, en ciudades donde no es reina la niebla maldita que nos aprisiona en barrotes invisibles e impalpables, llaman edén. Y a pesar de que sabemos – o más bien, creemos o queremos creer – que atrapar al gorrión será el final la vida como la conocemos y el comienzo de la vida como nos gustaría, como queremos, como soñamos que debe ser, por el sólo hecho de verla ya estamos contentos, esperanzados: la vida tiene un punto, un propósito. Nosotros sabemos que alguien escuchó aquel canto porque por el aire vuela el rumor de perseguidores recorriendo la ciudad, yendo tras algo que no se alcanza a ver pero que es y siempre ha sido y por siempre será.
Triste noticia: Hasta el momento, nunca nadie lo ha podido atrapar.
Yo, créanmelo, una vez lo escuché. Recuerdo con exactitud cada momento de ese inefable día. Recuerdo que estoy aquí, tranquilo en casa, pensando en la pobre Leonora que partió de este mundo y de mi lado por la niebla, cuando, de pronto, un rumor de algo que me levanta la nariz y me acaricia los brazos y se pavonea por mis labios como manjar de dioses griegos.
Lo comprendo: es el gorrión, 
y yo salgo corriendo de mi casa, extasiado, enfebrecido, loco de amor y de música, sintiendo mi cuerpo sometido al preludio del más amplio y líquido orgasmo que he sentido en toda mi maldita vida, sintiendo, no pensando, sintiendo, que de entre todas las promesas que se me hacen del futuro, la vida y aquello que no conozco pero que sé que llaman felicidad, se encuentra también la promesa de la resurrección insólita de mi hermosa Leonora. Y ahí estoy, casi me puedo ver: tonto, niño, ingenuo, persiguiendo el aroma en fa mayor que aún me toca y me embriaga y me colma la nariz del bálsamo de cantos más puro que ha existido en esta ciudad poseída por la niebla. Pero no lo encuentro, no lo alcanzo, por más que estiro las manos, pidiendo que deje de lloverme y más bien me haga uno con la lluvia, no me hace caso. Estoy persiguiendo un eco cuya fuente, una voz, se me aleja cada vez más y más a pesar de mi esfuerzo y mi cansancio, mis pies que si de ser posible podrían brincar hacia lo que yo siento que es el corazón fúlgido de la vida, de todo el universo. Pero no lo alcanzo, y el gorrión se va, su canto poco a poco se apaga, incendio que en lugar de abrasar y arrasar con el bosque, lo nutre y lo torna más frondoso. Una vez más, el canto del gorrión ha sido ignorado. Al cabo de un tiempo, cansado y solo y derrotado, regreso a casa, a la tristeza, a la niebla.

Pero quién sabe. Puede que en algún momento – oh cómo lo espero cercano, cómo lo espero temprano – el gorrión venga de nuevo y quizá esta vez yo lo escuche de nuevo, después de tantos años de vivir aquí donde nadie nos ve, ni siquiera nosotros mismos porque para nuestros espejos no somos más que fantasmas, y lo persiga y lo alcance y me vaya con él adonde quiera llevarme, para dejar atrás toda esta vida donde la niebla nos come poco a poco a pesar de que nadie pueda sentir las mordidas que nos hacen cada día menos nosotros y más cadáveres. Y hasta aquel sublime momento no queda de otra más que aguantar, tener paciencia, aguardar el día en que por fin conozcamos, siquiera por un efímero y frágil instante, a eso que creo no equivocarme en llamar simplemente Dios.