El hombre lujurioso, Pedro
Acosta, era un hombre que gustaba de coger cada vez que podía, con su esposa,
amantes, amigas de la esposa, putas, conocidos, desconocidas, actrices porno, con
mujer que se le pusiera enfrente. Pero el problema es que nunca se saciaba;
generalmente se venía dos, tres veces para poder medio saciarse bien. Si no
fuera porque su cuerpo no le daba para más, el bato podía venirse hasta cinco o
siete veces y seguidas, después de las cuales sólo era cuestión del descanso
necesario para seguirle dando. El hombre lujurioso nunca se cansaba. Tan así
era de lujurioso.
Esto, desde luego, no quiere
decir que no hubiera nada que lo satisficiera: ¡desde luego que lo había! Este algo,
en su caso, era la imagen reflejado en el espejo de la mujer con la que
estuviera cogiendo. Dicha imagen era lo que más lo encendía de todas las imágenes
y todos los actos y todos los fetiches del mundo, inclusive mejor que la
pornografía. Por eso es que al hombre lujurioso le gustaba hacerlo en moteles,
donde hubiera espejos en los cuales pudiera ver no solamente a la mujer con la
que cogiera sino pudiera ver la imagen reflejada de la mujer con la que
cogiera. Las venidas con esa imagen en los ojos eran las venidas más
gratificantes y placenteras y hasta dulces que había tenido en toda la vida.
Fue con Jacqueline, la mujer más
exquisita que él había visto en la vida – puta de profesión; tetas y culos perfectos,
redondos y suculentos, según él – que sucedió lo que les voy a contar. Estaba
pues el hombre lujurioso cogiendo a gusto con Jacqueline en el motel Rapid-Inn (rapidín, si se pronuncia rápido) cuando la imagen reflejada
en el espejo se desfasó de la verdadera Jacqueline y lo invitó a unírsele con
su yo reflejado. El hombre lujurioso apenas y pudo creer aquella imagen pero no
le tuvieron que preguntar dos veces: se puso de pie y entró al espejo y en
cuanto entró y tocó la imagen reflejada de Jacqueline se vino. Lo único
rescatable de aquel inesperado y desconcertante suceso, quizá, fue que
Jacqueline, antes de salir de ese cuarto de aquel de motel con el rostro pálido y con su
ropa aún en las manos, vio en el rostro de Pedro una placidez que el jamás había conocido en vida.
Desde entonces cada vez que la
gente va a coger a ese cuarto en aquel motel a veces les sorprende que el
reflejo de un hombre que nunca está con ellos le da por querer coger con sus propios reflejos. La gente se frikea, y por eso ya nadie va a ese motel: dicen que está
embrujado. Y cuando el motel cierre definitivamente, naturalmente lo primero
que harán será romper ese espejo. Pobre hombre lujurioso, tan tardado que le
fue encontrar el paraíso.