jueves, 14 de abril de 2011

Andrea

Daddy, I have had to kill you.
You died before I had time
Daddy, Sylvia Plath

Sus amigos le dijeron que ni le buscara, que era camisa de once varas, que con esa chica se iba a arrepentir. Incluso Raúl intentó disuadirlo. Pero a Miguel no le importaba; para él todo lo que los demás decían era puros chismes y exageraciones, la prueba indeleble del gusto humano por la maledicencia. Era un testarudo, ese Miguel; siempre lo fue. Todos a su alrededor, día a día, comenzaron a notarlo, y es por eso que, poco a poco, lo soltaron de la rienda del sentido común; lo invitaban a salir, pero cuando se daba la media vuelta negaban con la cabeza; cuando hacía algún comentario respecto a esa chica se quedaban callados; y se dirigían con frecuencia miradas implícitas en un mismo secreto. Esto debido a la desquiciada intención de pretender a Andrea, la chica que mató a su último novio.
A Miguel le atrajo Andrea de inmediato. Cuando la vio por primera vez en esa reunión, sintió un calor interno, porque a unos metros de él había un cuerpo en quien le gustaría depositar sus más tórridos deseos. Pero luego le llamó la atención la personalidad de aquella chica. Era muy reservada. En fiestas o reuniones no hablaba ni reía mucho – se limitaba a escuchar y a asentir con bebida en la mano, y así era en todos lados. Sólo una vez, en una fiesta, Miguel la escuchó hablar. Todos discutían el cine de Alfred Hitchcock, algo de lo cual ella sabía mucho, e hizo un comentario al respecto. Pues yo pienso que Hitchcock no le daba tanta importancia a los actores porque, para él, los actores eran otra parte de la escenografía, un medio para lograr un fin – y esto se debe a que él conocía la mecánica de la actuación demasiado bien – incluso mejor que los actores. A Miguel el comentario le pareció inteligente y acertado, y asintió complacido. Mas nadie respondió nada; al parecer no habían comprendido a Andrea. A Miguel le daba la impresión de que Andrea era muy lúcida, y que por eso todos la ignoraban. Estos hipsters hablan de arte y presumen saber de ello sin siquiera comprender al artista – y cuando alguien lo hace, lo voltean a ver como a una rata. Me hacen lo mismo también. Miguel le comentó esto a Andrea, sentados en la sala de su casa. Ella hizo un movimiento de cabeza, como dándole la razón, pero sin verlo a la cara. Andrea tenía esa costumbre – hablarle sin verlo a la cara. Miguel pensaba que era grosero, pero trataba de entenderla,más bien, justificarla. Es cuestión de confianza, se repetía de vez en cuando, al rato las cosas cambian. Luego tomaba su chamarra, salía de su apartamento, y tomaba el camión para bajarse a dos cuadras de casa de Andrea y tocar a su portón. 
Aunque esto fue tiempo después; las cosas no fueron tan rápidas para Miguel. A decir verdad, le tomó mucho tiempo invitarla a salir – hablarle siquiera. Pero igual, en una fiesta, sus amigos y conocidos volvieron a hablar de cine, y Ricardo platicaba acerca de una película cuyo punto de vista era el de un músico que odiaba a Mozart. ¿Salieri?, preguntó Miguel. ¡Sí!, respondió Ricardo entusiasmado – ése mero. Ya veo. ¿Quién es él?, preguntó Luis. Todos voltearon a ver a Miguel. Antonio Salieri, comenzó a explicar, un compositor y director de orquesta italiano. ¿Y sí odiaba mucho a Mozart? Demasiado, respondió Miguel. Incluso se sospechó que Salieri ocasionó la muerte de Mozart. Y Oh, decían todos al unísono, impresionados. Qué informadito andas, Miguel, observó Luis divertido. Miguel sonrió y se alzó de hombros. Y cuando volteó, se percató que Andrea lo miraba. Miguel tomó esto como un tácito permiso para hablarle y cuando ella se encontró sola – como era de costumbre – se acercó y la saludó. Hola, respondió Andrea, impasible. Y Miguel hizo su mejor intento de hablarle. A mitad de la noche, Miguel le pidió que lo acompañara a la tienda a comprar cigarros. ¿Por qué no?, respondió Andrea, y fueron caminando en la oscuridad. Miguel, un poco ebrio, la acompañó al carro en que había venido y, antes de que se fuera, la invitó a hacer algo uno de estos días. Andrea se alzó de hombros. ¿Por qué no? no tengo nada que hacer. De acuerdo. Fueron al cine a la siguiente semana, y a la siguiente a comer; y desde entonces Miguel frecuentó a Andrea en su casa, como en un tácito acuerdo mutuo. No tuvo que pasar mucho tiempo para que Miguel intuyera cierto muro que le impedía acercarse más Andrea. Digo – ella nunca lo desairó o algo por el estilo, pero tampoco daba muestras siquiera de alegría o diversión por tenerlo cerca. La visitaba dos, tres veces por semana, y Andrea le abría el portón de su casa con un Hola indiferente, dejándolo pasar a la sala. Mamá Andrea llegaba a veces para regañarla por alguna razón, absurda y después  Miguel y Andrea conversaban con fluidez espesa, como un entusiasmado entrevistador haciéndole preguntas a una aburrida y seca artista.
Cuéntame de tus mejor amigos, le propuso Miguel un día para romper el hielo. Andrea respondió que no tenía mejores amigos, de esa manera como siempre respondía – como pensando para sí misma. A decir verdad, no tengo verdaderos amigos. 
¿Y no te gustaría tenerlos?, preguntó Miguel.
 No, le contestó Andrea, mirándolo fría y fijamente. 
¿Crees en el amor a primera vista?, preguntó Andrea momentos después.
Puede existir, respondió Miguel unos segundos después, mas yo nunca lo he experimentado – ¿y tú? 
Igual. Mi papá sí creía en el amor a primera vista. 
Ah ya veo, respondió Miguel, y Andrea, de un salto, se puso de pie y cogió un libro y luego prendió la tele. A Miguel le daba la impresión de que si Andrea no se enamoraba ni se interesaba por él desde principio, no se enamoraría nunca, y una decepción comenzaba a subirle el cuerpo como alcohol hasta afligirlo.
Por esas fechas se estrenó una película de Woody Allen y Andrea estaba ansiosa por ir al estreno, pero en un dos por tres se terminaron las entradas. Miguel aprovechó la situación y logró conseguir un par de entradas en primera fila; se las llevó al día siguiente. Y Andrea, por primera vez, le dio a Miguel muestra de genuino interés, de real conciencia. ¿En serio?, preguntó. Pero cómo – ¿cuándo. Ayer me las dieron, respondió Miguel. ¿Entonces vamos?, preguntó emocionado. Y Andrea aceptó la invitación encantada. Fueron al estreno, y al salir, Andrea lo invitó por primera vez a su habitación, podrían comer algo o ver la tele. Se sentaron en la alfombra y discutieron la película – Miguel proponiendo opiniones e interpretaciones distintas, y Andrea asintiendo, mirándolo con un aire pensativo. Te pareces a mi papá, murmuró Andrea en la oscuridad del cuarto. ¿Por qué lo dices?, preguntó Miguel. La forma en la que piensas. Que analizas las películas. Que relacionas una cosa con la otra. Miguel se alegró al escuchar esto – pero en ese instante Andrea se puso de pie y Ya es tarde, dijo. Me quiero dormir. Oh, está bien, contestó Miguel perplejo. Andrea lo acompañó a la calle y Adiós, le dijo, cerrándole la puerta de un golpe. Y desconcertado y apenado, Miguel regresó a su casa preguntándose si había dicho o hecho alguna impertinencia.
Miguel no era ni guapo ni feo; era promedio. Pero tenía cierto aire intelectual; le gustaba el cine, sobre todo la pintura. Podía hablar por horas acerca de Marcel Duchamp o Claude Monet y escribía ensayos acerca de sus obras solamente por diversión. Era interesante y divertido platicar con él; era elocuente y tenía sentido del humor. Pero con Andrea sus cualidades al parecer le fallaban, como cohetes que no despegan por un error. A veces se preguntaba si Andrea siempre fue así de difícil. Tenía entendido que no. Por lo menos no con Lalo. Pero eso fue sólo por un año, antes de que ella – alguien comentó – lo matara. Ése fue el primer rumor que escuchó Miguel y tal vez el que lo atrajo hacia ella como ratón al queso. Lalo y Andrea se conocieron en la escuela; ella apenas entraba a la facultad; él ya estaba por graduarse. Amigos en común los presentaron, y según los rumores, el gusto fue instantáneo y recíproco. Andrea nunca antes había tenido novio, pero desde entonces ella y Lalo fueron inseparables. Se le veía siempre feliz e ilusionada. A Miguel le punzaba la idea de preguntarle a Andrea qué es lo que vio en Lalo para enamorase así de él, qué es lo que Lalo tenía que él no. Mas nunca se atrevió. Lo consideraba humillante. Además intuía que, por alguna razón, Lalo y Andrea fueron simplemente piezas de rompecabezas que encajaron perfectas la una con la otra, como una llave que hace clic en una cerradura. Algo así sucedió, le comentó Raúl. A Andrea le gustan mucho los tipos que hacen arte. Y Lalo era aspirante a cineasta; grabó cortometrajes y videos y sabía mucho de libros también, además de que había escrito guiones para otros cortometrajes y cosas por el estilo – es decir, sabía lo que hacía. Si hubieras visto a Andrea cada vez que Lalo hablaba – se le caía la baba a la mujer. Se llevaban bien eh. Mas un día, sin dejar rastro, Lalo desapareció; y ya nunca más se vio o se supo de él. Sus amigos creyeron que estaba de viaje o vacaciones. Pero no. Pasaron semanas y ya ni se le vio en la escuela. Otros fueron a buscarlo a su departamento. Mas no encontraron a nadie.  Le preguntaron al casero por él. Pero tampoco pudo decirles nada. Lalo era de la capital, eso sabían. Vino a aquí para estudiar en la universidad, y tal vez, pensaron sus amigos, algún familiar vendría para dar razón de él. Tampoco. Y Andrea, respecto a esto, no decía nada. No se mostraba perturbada ni preocupada ni afligida. Silenciosa y solitaria como siempre, caminaba de un lado a otro, la escuela a la casa, la casa a la escuela, absorta en su mundo, pensando en cosas vagas y lejanas, mirando hacia la nada como si algo más la distrajera y la apartara de su entorno. Conocidos recordaban que Lalo y Andrea, por eso días, discutían con frecuencia. Lalo planeaba a irse a estudiar a Lyon. Iba a ser sólo por un año, pero, al parecer, a Andrea no le gustó la idea. Lalo a veces comentaba entre tragos que Andrea se tornó un poco posesiva, un tanto dependiente, puesto que le llamaba todas las tardes, le mandaba mensajes en cuanto salían de clases y no había ocasión en la que ella no tratara de disuadirlo que no se fuera y se quedara con ella. De un momento a otro, llegaron los tíos de la capital – Lalo igual que Miguel eran huérfanos –, y al no encontrar a Lalo comenzaron una búsqueda, esta vez más seria. Aquí fue que a Andrea la marginó la malintencionada imaginación de sus conocidos. Los detectives descubrieron que Andrea había sido la última persona que lo vio antes de desaparecer. Lalo comentó a sus amigos que visitaría a Andrea y luego iría a reunirse con unos amigos en un café, pero al final no fue. Los detectives y familiares pensaron que ahí pasaba algo extraño y comenzaron a investigar a la chica a fondo. Al poco tiempo encontraron hechos que abrieron la puerta a la sospecha. En la habitación de Andrea encontraron diarios y cartas intensas y depresivas, todas acerca de Lalo y su súbita partida y de lo devastada que estaba por eso. Incluso encontraron una muda de ropa de Lalo, que, ella arguyó, tenía porque Lalo la dejó una tarde y ya no pasó por ella. La procesaron de inmediato. Hubo un juicio y contrataciones de abogados. Mas al final no le encontraron nada y la dejaron libre. Los tíos de Lalo, al cabo de un tiempo, desistieron en la apelación y regresaron a la capital. Y el tema de Lalo en la ciudad poco a poco fue desplazado, mas a Andrea nunca la bajó del estrado de la infamia. Tal vez Lalo no quiso despedirse de nadie, alegaba Miguel. Tal vez ni siquiera quiso dejar posdata. Tal vez no quiere que nadie lo contacte – vayan a saber ustedes qué es lo que tenía en la cabeza ese chico. Tal vez, dijo Raúl, pero sea lo que sea, después Andrea se vio muy afligida.
Esto último Miguel sí lo creía puesto que le era obvio. A veces, en la habitación de Andrea, a solas, en la tristeza del crepúsculo, la escuchaba suspirar, mientras pasaba sus manos por la alfombra, como acariciándola, como si tal vez recordara a Lalo, su cabello, su piel, sus manos. Lo hacía con un movimiento lento y suave al principio, pero luego se tornaba rápido y caótico, con un matiz violento, como el correr de una mantis religiosa hacia su presa. Andrea apretaba el puño, como queriendo arrancar el pelaje inasible de la alfombra. Pero veía su mano vacía – y de un golpe se enderezaba para sacudirse la cabeza. En ocasiones así Mamá Andrea sacaba a Miguel de su miseria. Andrea, ya es tarde, le decía, abriendo abrupta la puerta de su habitación. Ambos comprendían, y Miguel se iba a los diez minutos. Mamá Andrea nunca fue grosera con Miguel ni lo corrió directamente de la casa. Pero sentía que lo miraba con recelo y con cierta displicencia y de cierta manera que él no alcanzaba a definir. Una vez se lo comentó a Andrea en la sala con cuidado, sentados en la sala. No te preocupes, respondió Andrea. Así es ella, una amargada – así es desde que se divorció de mi papá. Esa noche, antes de irse, como para compensarlo por la actitud de su mamá, Andrea lo invitó a almorzar al día siguiente. 
Claro, respondió Miguel. ¿Qué quieres comer?
Lo que sea. Mañana vemos
Está bien
Y después podemos alimentar a mis tarántulas
¿Eh? 
Unas tarántulas hembras que tengo como mascotas 
No sabía 
Ahora ya lo sabes ¿Entonces sí? 
Sí, sonrió Miguel, suena bien. Adiós
Adiós 
Y salió del portón hacia la calle.
Al día siguiente Miguel llegó puntual a su casa. Después de comer, Andrea lo llevó a su habitación y descubrió una tela bajo la cual había un recipiente de vidrio con tres tarántulas pequeñas. Miguel las percibió flacas, débiles y de aspecto enfermizo. Si quieres mete tú los primeros grillos, dijo Andrea, estirándole un botecito pequeño. Miguel la vio y rió nervioso. No tengas miedo, dijo Andrea. Las tarántulas no muerden, no tienen colmillos, ni producen veneno. Está bien, respondió Miguel, y metió dos grillos al recipiente como le explicó Andrea. Hubo un momento, mientras las tarántulas devoraban al último grillo, que Miguel sintió cierto asco combinado con temor, como si él fuese aquel último grillo, mirando como estaba a punto de morir devorado por aquellos terribles animales. Mas volteó a ver a Andrea y la veía como triste y melancólica, viendo el espectáculo con una mirada que parecía evocar memorias de antaño. Creyó que suspiraba. ¿Desde cuánto tienes las tarántulas?, preguntó Miguel. Desde que tengo cinco, respondió ella. 
Vaya – y aún viven 
Pueden vivir hasta treinta años 
Oh. ¿y tú las compraste? 
Mi papá. Viajaba mucho, a veces se ausentaba por meses. Pensó que unas mascotas me caerían bien 
Curiosa selección 
Siempre le gustaron esos animales. Cada vez que tenía oportunidad venía y las alimentábamos juntos. 
¿Y tu mamá?
Mi mamá siempre las ha detestado – y mucho más cuando mi papá y yo las alimentábamos juntos 
¿Por qué?
No sé. Un día entró cuando las alimentábamos. Fue hace mucho, pero recuerdo que él se veía muy contento. Yo también lo estaba. Mi mamá entró y nos vio. Y ya cuando mi papá se fue, a veces venía para alimentarlas. Mi mamá ponía cualquier pretexto para impedirme verlo. Discutían mucho cuando se trataba de visitarme. Y a veces, ya cuando mi papá se iba, yo escuchaba llorar a mi mamá en su cuarto
¿Tu papá…? 
Vive en Bordeaux. Es arquitecto paisajista. A veces escribe críticas de cine para Le Monde. 
Vaya – entonces debe saber mucho de cine 
Sí – y también de pintura. A veces también escribe reseñas de exposiciones y eventos así 
Ya veo – ¿hablan? 
Antes, mucho. Venía en vacaciones y me llevaba a comer, al cine, a alguna galería, a comprar libros. La última vez hace fue cinco años 
¿Por? 
Nueva familia. Cuando descolgó el teléfono, me preguntó si necesitaba algo, dinero o ayuda de algún tipo. Su voz parecía sorprendida, como si le extrañara mi llamada, y me hablaba como si tuviera prisa por colgar. Fue entonces que comprendí que ya no me quería en su vida 
Lo siento 
Ni lo digas, suspiró Andrea. Creo que era inevitable. Desde antes, ya tenía planeado irse a Bordeaux. Su compañía ya se lo había asegurado. Era cuestión de tiempo para que se fuera 
En ese momento entró Mamá Andrea, abriendo la puerta con tosquedad, un vaso champagne en la mano. Vio a Andrea a Miguel y a las tarántulas, y la expresión de su rostro se tornó en una de desprecio. 
Andrea – ¿otra vez?, su voz se asemejaba al regaño y al reproche, mezcladas con ebriedad. ¿No te bastó con Lalo? ¿Ahora Miguel también? 
Miguel volteó a ver a Andrea de inmediato, quien miraba a su madre fijamente – pero luego soltó una risa, y alzó el sonriente rostro, como desafiándola. Mamá Andrea cerró la puerta de un portazo, y Andrea le preguntó a Miguel si quería meter otro grillo al recipiente.
Esa noche, en su casa, acostado en la cama, Miguel reflexionó en Lalo y en Andrea. No pudo evitarlo; su mente se lo pedía a gritos. 
¿En realidad lo mató? No – cómo creen – es imposible – ella no es capaz de hacer algo así – bueno, sí – no la conocía lo suficiente, y obviamente existen casos de crímenes pasionales, pero eso sólo pasa en la tele, no aquí, no con Andrea, y si en realidad lo mató, ¿por qué nadie se dio cuenta? alguien debió darse cuenta, Andrea es lista, inteligente, pero no tanto como para planear un homicidio, algún error debió cometer,  y si no encontraron error es porque no hubo homicidio – lo que pasa es que a la gente le gusta señalar, le gusta culpar, le gusta hablar de lo que no sabe y así es como uno puede llegar a culparla – porque, digo, yo no sé, nunca estuve ahí, pero hablan con tanta certeza, con tanta seguridad, que es casi imposible que uno crea que ella fue – pero yo no soy así, no señor, me niego a ser así, me niego a ser de la bola, yo creo que Andrea es inocente, que no hizo nada, que el tal Lalo seguramente se hartó de esta ciudad de gente chismosa y envidiosa y que ha de estar por ahí, tomando el sol en las islas griegas, y filmando videos en España – últimamente a la gente de aquí le ha dado por irse a España, quién sabe por qué, no sé qué le encuentran de especial a ese país, ni que fuera el Edén, pero de lo que sí estoy seguro es que en el fondo de Andrea hay un amor que Lalo supo despertar y ahora está apagado, pero yo sabré despertarlo, sí, es cuestión de tiempo y de tener una buena estrategia. Y antes de dormir, Lalo urdió un plan que tomaría lugar empezando en la mañana.
El martes siguiente Miguel invitó a Andrea a caminar por el parque. Se sentaron a la sombra de un árbol y Miguel sacó una cajita de su chamarra y la puso frente a Andrea. ¿Qué es?, preguntó ella. Cuando llegues a tu casa, lo verás. Mas en eso la cajita pareció moverse. Miguel sonrió, y Andrea volvió a preguntar. Ya te dije, respondió él. La cajita volvió a moverse; esta vez más. ¿Qué es?, preguntó Andrea, sonriéndole, divertida. Miguel se percató que hasta ese momento Andrea nunca le había sonreído. Es una caja de grillos, respondió finalmente. Andrea lo miró, perpleja. Para que alimentes a tus tarántulas, siguió. En la tienda de mascotas me dijeron que esos son muy nutritivos. También leí revistas para el cuidado de arácnidos e igual recomendaban estos. Andrea lo veía fijamente; sus pupilas temblaban. No decía. Por un momento Miguel pensó que su regaló le cayó mal e incluso se quiso retractar. Pero en ese momento Andrea lo tomó de la mano, se inclinó hacia él y le dio un beso. Cuando ella se quitó, Miguel tuvo una epifanía: Por primera vez sintió los labios de Andrea vehementes en su entrega.  
Desde entonces, Miguel le llevaba un botecito con grillos cada vez que la visitaba. Andrea lo recibía, uno que otro día, sonriendo. Andrea, a veces, por iniciativa propia, se soltaba hablando acerca de cualquier cosa -  el día en la escuela, los exámenes, alguna blusa que vio de paso en alguna boutique, lo que tenía ganas de hacer el fin de semana; y Miguel notaba que la melancolía aún rondaba en el rostro de Andrea, como una serpiente debajo de la arena, pero a medida que el tiempo pasaba y los grillos venían y Miguel se hacía notar con su presencia, Andrea se abría más y más con él. Andrea le comentó que la invitaron a una reunión de artistas en un café cerca del centro un viernes, con gente que pinta murales y actúa y escribe – pero que su mamá no la quería llevar. Él pidió un carro prestado a un amigo y fue por ella y la llevó. Ya estando ahí, compró un par de cafés y rebanadas de pastel y dijo Mucho gusto cuando Andrea le presentó a sus amigos artistas. 
¿Ya vieron Black Swan?, preguntó Sergio.
Sí, respondieron todos al unísono y complacidos.
Tiene mucha… no sé cómo explicarlo, comentó Paola
Tensión
¡Sí! Exacto ¿a ti te gustó?

Lo que me gustó fue las dos facetas de la protagonista – y que una como que persiga a la otra
Pues eso es lo central de la película, respondió Sergio con cierto desprecio.
Ah – el tema del Doppelgänger, observó Miguel.
¿Qué?, preguntaron todos y lo voltearon a ver. Andrea también. 
Sí – el Doppelgänger – el tema de ser acechado por un doble
No sé de qué hablas, dijo Sergio indignado.
Miguel les explicó en qué consistía el tema del Doppelgänger, las obras que existen al respecto. Miguel les habló acerca de William Wilson, de Edgar Allan Poe, de El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde, de Robert Louis Stevenson, y de Demian, de Herman Hesse, y otras tantas novelas – y cómo aquel tema se ajustaba a Black Swan en cuestión. Hay incluso también informes no ficticios de gente que vio sus propios dobles.
¿Como cuáles?
Y Miguel les platicó ahora acerca de Percy Bysshe Shelley y John Donne y Johann Wolfgang von Goethe y algunos otros casos. Todos los presentes escuchaban y miraban a Miguel atentos y curiosos e impresionados. Miguel hablaba de manera elocuente y con sapiencia, mas sin pedantería, lo cual hacía amena la charla. En algún momento el tema se desvió y terminaron hablando de Cristianismo y religión. Y ya cuando la conversación se puso muy seria, Miguel rompió el cristal de la gravedad al decir que ya tenía que regresar a su casa porque tenía que rezar el rosario de quince misterios, lo cual me tomará mucho tiempo. ¿Por qué?, preguntaron todos alertas a lo que dijera enseguida. Porque no han sido resueltos, respondió. Todos estallaron en carcajadas, y, para el placer de Miguel, Andrea también. Le parecía que poco a poco Andrea le dejaba tomar terreno, en lugar de verlo solamente como el mal remplazo de Lalo. 
También lo notó con las reacciones de Andrea ante su mamá. Sentada en la sala, leyendo el periódico con una copa de coctel, se percató que Miguel le regalaba grillos a Andrea, y negó con la cabeza. Y al parecer su sentimiento de descontento fue creciendo más y más –  tanto que se puso de pie y  se fue molestísima hacia su habitación, azotando estruendosamente la puerta. Andrea alzó el rostro hacia donde se había ido su madre, y a Miguel, por un momento, le pareció que se sonreía a sí misma con cierta malevolencia, cierto aire de triunfo, mientras acariciaba con una paciencia desquiciada el botecito de los grillos. Y esa tarde, mientras se encontraban acostados en la alfombra, Mamá Andrea irrumpió bruscamente la habitación. Su mirada se veía caliente y perdida y en la mano tenía una botella de whiskey. Se veía casi vacía. 
Solamente te voy a decir una cosa, Andrea, dijo atropellando las letras de las palabras. Este chico tiene vida, ¿entendiste? como tu papá, tiene otras cosas que hacer aparte de ocuparse de ti y tus manías 
¿Ya terminaste?, respondió Andrea, fríamente. Y Mamá Andrea pareció gruñir y se fue sin decir nada más. Andrea no objetó, ni dijo nada, ni siquiera pareció perturbarse o molestarse; volteó ver a Miguel y le puso la mano encima y le regaló una sonrisa sincera, en la que a veces a Miguel le parecía ver ciertas ansias y desesperación que no alcanzaba a definir. Y cuando lo hacía, negaba con la cabeza, como queriendo borrar el pensamiento, ya que no aceptaba el adjetivo que le venía a la mente…    
Respecto a las tarántulas, Miguel notó algo, un cambio. De un momento a otro, las tarántulas se veían grandes y fuertes. Se lo hizo a notar a Andrea, y Andrea lo abrazó y lo besó y le dijo que era porque él las alimentaba muy bien. 
Pasaron los meses y el cumpleaños de Miguel llegó sin avisar. Sus amigos quisieron organizarle una fiesta, pero él se fue a visitar a Andrea. Ella casualmente había preparado un guisado rico y comieron viendo una película. En eso llamaron a Miguel, felicitándolo por su cumpleaños. Gracias, gracias, sonrió apenado. ¿Por qué gracias?, le preguntó Andrea, sonriendo. Es que me felicitaron. ¿Y eso? – ¿ganaste un premio o qué?, rió. No – es mi cumpleaños. Andrea dejó caer el tenedor en el plato. ¿En serio? – ¿y por qué no me dijiste? Miguel se alzó de brazos. Casi ni me gusta decirlo. Andrea se paró para abrazarlo. ¿Y no vas a festejarlo? Sí – es lo que hago contigo. Pero ¿no vas a hacer una fiesta o algo por el estilo? No me gusta mucho festejar mis cumpleaños – prefiero pasarlos solo. ¿Por qué? Me gusta estar solo. a veces voy al acuario. hace años leí Closer, de Patrick Marber, y me gustó la idea de que los peces son terapéuticos. tal vez sea costumbre – mis papás trabajaban mucho y no tenían tiempo siquiera de festejarme – y los cumpleaños que me celebraban me llevaban al acuario. me gustan. Andrea lo volteó a ver con fijeza, como si le hubiese dicho alguna revelación. Mi papá antes me llevaba también al acuario. Y Closer es la película favorita de mi papá; también la mía, y bajó la cabeza, como pensando en algo. Me acabo de dar cuenta de algo, dijo ella. ¿Qué? he tratado de reprimirlo, pero no puedo y tampoco quiero. te quiero. no te amo pero te quiero. Miguel sintió una placentera descarga  de electricidad corriendo por su cuerpo. Pensó que tal vez con el tiempo Andrea llegaría a amarlo completamente, pero ese Te quiero rebasó por completo sus expectativas. Y por primera vez en mucho tiempo se sintió parte de la vida de Andrea. 
Después de eso sólo siguió el día soleado después de la oscura noche. Andrea, cuando Miguel la visitaba, le preparaba algo de comer, a veces un pastel o un platillo; Andrea decía que no sabía cocinar, pero la comida le sabía bien a Miguel. De vez en vez Andrea le hablaba a su trabajo sólo para saludarlo, invitarlo a cenar o ir al centro. Otros días, le hablaba en la mañana para desearle un bonito día y a veces lo sorprendía llevándole algo de comer, fruta o un yogur – a veces una hamburguesa. También le dejaba recaditos en los libros que le regalaba, como Te quiero mucho, Quiero verte, Me gusta como eres, cosas así. Además Miguel notaba que Andrea ya no se veía triste y afligida cuando alimentaban las tarántulas como al principio. 
Por cierto – ¿y las tarántulas?, preguntó Miguel un día, dos meses después. Hace tiempo que Andrea ya no invitaba a Miguel a alimentarlas – ¿ya no quería? ¿Tú quieres?, preguntó Andrea. Para qué – podemos hacer otras cosas ahora que estamos así y te quiero, le dijo. ¿Como qué? preguntó Miguel. Como hacer el amor, y Andrea se abalanzaba sobre él, forzándolo a caer seguro sobre la cama, y Miguel riendo. Andrea incluso las cambió de lugar y las llevó al sótano; su oscuridad les caería mejor. Mamá Andrea se enojó por esto, como siempre se enojaba con ella. Andrea – qué ganas con cambiarlas, si ya lo hiciste una vez cuando tú y. No completó la frase; Andrea la fulminó con la mirada. A Miguel le pareció que por alguna razón aludiría a Lalo, mas ya no le incomodaba en absoluto, aunque notó que Andrea no dejó de estar molesta durante la tarde – le parecía que sólo la mención del cadáver innecesario le era molesta – tal vez esto era una prueba que ella en verdad quería Miguel.  
Y tal vez fue esto lo que a Miguel le provocó un sentimiento casi de culpa cuando supo que lo habían aceptado en una escuela de arte en París. Se lo confirmaron por correo, mas no se lo comunicó a Andrea de inmediato. A decir verdad, tenía miedo de decírselo; buscaba una sutil manera de decírselo. Tal vez ése fue su error.  
Era lunes por la tarde y Mamá Andrea estaba en su habitación. Miguel estaba acostado sobre la alfombra de la habitación y Andrea le acariciaba el cabello, su espalda recargada sobre la orilla de la cama. Tengo sed, comentó ella, ¿Quieres ir abajo por agua?, preguntó Miguel. Ella respondió que sí e hizo un movimiento para ponerse de pie. Miguel se puso de pie al instante y dejó caer el folleto de la escuela en París que tenía doblado en su bolsillo trasero. Andrea lo vio y lo levantó y comprendió de inmediato qué era lo que sucedía. Miguel volteó el rostro y vio lo que Andrea tenía en las manos. Ella alzó el rostro al instante, como preguntándole si era cierto. Miguel tardó varios segundos en contestar.
Te lo pensaba decir, dijo finalmente. 
Andrea negaba con la cabeza, más y más, como si no terminara de asimilar la idea. 
Acepté la oferta, pero mira –
Andrea exasperada salió del cuarto. Miguel no la siguió al instante; se quedó de pie, inmóvil, durante varios segundos. Bajó las escaleras y no encontró a nadie. ¿Andrea?, llamó en voz alta. Vio la puerta del sótano abierta, y entró.
El sótano era demasiado grande y amplio y sin muebles; casi todo un piso de vacío y paredes grises. Miguel encontró a Andrea sentada, desconsolada, en el suelo, mirando hacia el suelo, como acariciándolo, con ese pasar de manos que Miguel no veía desde hace tiempo. Miguel se sentó junto a ella; apenas y veía por la oscuridad envolvente.
Acepté la oferta, continuó él. Pero es solamente por medio año
Andrea continuaba con su toqueteo de manos 
Prometo hablarte todos los días, escribirte seguido, venir en vacaciones y cada vez que pueda 
Miguel puso su mano en la de Andrea; algo en ese pasar de manos lo inquietaba, lo ponía nervioso. 
Incluso ya conseguí un trabajo ahí, me pagarán bien, si ahorro lo suficiente podré venir cada dos semanas, solamente para verte
Andrea poco a poco volteó a verlo; Miguel vio que en sus ojos algo en definitiva se había roto pero recordó que ella lo quería. 
¿Cuándo te vas?, preguntó ella. 
En dos meses 
Dos meses, pronunció Andrea, como si fuera el colmo de la situación.
Voy a regresar
¿Cómo lo sé? 
Porque te quiero
Puede que encuentres a alguien más o ya no quieras –
Para nada – Andrea – veme, veme a los ojos. Te quiero 
Y yo – 
Y tú –
Yo te quiero, casi tanto como quise a –
Esta vez a Miguel sí le molestó la posible alusión al muerto aquel que nada tenía que ver y que además era cruel 
No, no, no me refiero a él; me refiero a 
Olvídalo. Miguel se puso de pie. No podía ver claramente – pero escuchaba que Andrea lloraba quedamente. Mas le pareció escuchar algo más. 
Siempre pasa esto, murmuró Andrea. Miguel escuchó de nuevo ese algo.  
 ¿Qué fue eso?, preguntó. Parecía que alguien empujaba una puerta dentro del sótano. 
…Siempre, siempre pasa esto, murmuró Andrea.
La puerta se abrió de un golpe. Algo entró. 
¿Qué es eso?, preguntó de nuevo Miguel, su voz exigente. Sentía que algo se acercaba. 
Andrea, ¿qué es eso? 
Es mi amor
¿Qué? ¿de qué hablas? Andrea – 
Miguel sintió terror cuando escuchó un chillido agudo, y volteó hacia la oscuridad. Andrea se puso de pie y comenzó a subir las escaleras. Miguel quiso seguirla pero un miedo le paralizó el cuerpo. Algo le sujetaba la cintura. Luego los pies. Luego eso lo levantó hacia el aire y lo arrojó contra el suelo, azotándolo con tremenda fuerza. Cuando Andrea abrió la puerta, el resplandor del sol le hizo ver el tamaño colosal de las tres tarántulas que lo miraban desde arriba, sus terribles colmillos, frotándose las patas, observándolo con sus 24 ojos filosos, olfateándolo, casi saboreándolo. Con un último esfuerzo intentó zafarse de su muerte, pero una tarántula le atravesó una pata en el estómago. ¡Andrea!, quiso gritar en su delirio. Pero Andrea ya no lo escuchaba. Había cerrado la puerta. No quiso escuchar los gritos de terror de su exnovio, mientras sus tarántulas lo destripaban y destrozaban y devoraban vivo. ¿Por qué?, se preguntaba Mamá Andrea en su habitación, llorando y bebiendo y sufriendo en su soledad. ¿Por qué?, le preguntó cuando la vio en el pasillo; él te quería... Y yo no quise explicarle que si así sufro con sólo saber de su futura ausencia – cómo sufriría cuando Miguel por fin se fuera. Un tercer abandono no lo hubiera soportado. 

jueves, 7 de abril de 2011

El regalo de Daniela

Ésta será mi venganza:
Que un día llegue a tus manos el libro de un poeta famoso
Y leas estas líneas que el autor escribió para ti
Y tú lo sepas
Ésta Será Mi Venganza, Ernesto Cardenal

Debido a que algunos de mis cuentos tratan acerca de situaciones sentimentales entre un narrador masculino y alguna mujer, amigos y lectores me han preguntado si las historias que relato aquí son de corte autobiográfico. Y la respuesta es sí y no. Los cuentos que escribo son como plantas frondosas que germinan de pequeñas semillas que son mis experiencias personales. Aunque a veces no, claro está. A veces mis cuentos son pura y cruel mentira de principio a fin. Y en realidad no me interesa si lo son; de dónde viene la inspiración o la trama para un texto es lo de menos. Lo importante es contarlo bien. Mas en ocasiones las historias que me suceden en la vida real son más profundas y reales que la ficción misma. Digo esto sobretodo por la historia detrás de la tinta – por así decirlo – del cuento Carta a una joven suicida, que escribí hace poco. Ya que con Daniela, nombre real de la joven a quien va dirigida la carta, pasó una historia un tanto diferente, pero, creo yo, más entrañable que la de aquel cuento.

En realidad Daniela y yo nos conocimos a través de César, un amigo en común, y no en la presentación de un libro mío. Bueno fuera haber presentado un libro mío. Sí estudiaba sociología y sí – también era muy hermosa; esto no lo inventé. Y tampoco inventé el hecho de que ella fue la que me buscó y no yo a ella. Digo – fue ella quien le pidió a César mi correo electrónico y mi número de teléfono y todos mis datos, finalmente. Fue ella la que me llamaba, me buscaba, me mandaba mensajes, me coqueteaba con frecuencia, me invitaba a salir cada vez que podía. No mames, me dijo ya cuando nos besamos afuera de su casa en la primera cita. Te tiraba rollo bien cabrón. Sí, le contesté – y yo me hacía pendejo bien cabrón. Ella rió y yo también. Sólo tuvimos dos citas – esa ocasión en la que nos conocimos formalmente y un miércoles por la tarde que fuimos a beber limonada a un parque de por su casa porque quería relajarse un poco. Después de eso Daniela terminó conmigo; y desde entonces tuve que detener esa química idílica entre nosotros, esa libertad de besos en los labios que tanto me gustaba. Lo que devino fue una pseudoamistad entre nosotros – un vernos a la cara sin decirnos que nos queremos, un coqueteo sin fronteras – pero más profundo. A veces me llamaba por teléfono, ebria y cruda y drogada y triste, diciéndome que se sentía mal, que esta vida la hacía sentirse mal y que se reprochaba haber rechazado lo que algún día le ofrecí. Esto último sólo me lo dijo una vez, pero me sentí tan bien que me lo dijera. Ahora comprendo que aquella sensación era la misma – o muy parecida – a la de la venganza. Pero nuestra endeble situación tampoco impidió que nos viéramos una que otra noche, como aquella vez que fuimos a ver una película. Pasé por ella a las ocho, fuimos en camión, y nos bajamos en el estacionamiento frente al cine y, desde aquí, hasta llegar a la entrada, nos tomamos de la mano y nos empujábamos, jugando y riendo y a veces picándonos los costados. En la función Daniela se recargó en mi hombro, y yo la abracé por la espalda. Al terminar la función, la acompañé a hacia su casa, nos fuimos en metro, y ella se acostó sobre mis piernas en el asiento por un rato – pero luego se quitó Me acerqué a su rostro, casi rozándolo con mi nariz, y aspiré el olor a manzana de su cabello y me enamoré, todavía más y perdidamente de ella. Al bajarnos me dijo que tenía incontenibles ganas de ir al baño y en cuanto pisamos la banqueta de su cochera corrió a meterse a su casa. Le mandé un mensaje para que saliera y se despidiera – bien – de mí y esperé su respuesta. En realidad quería abrazarla y darle un beso en esos labios tan deliciosos de ella. Pero Daniela respondió que Ya me metí a la cama, lo siento, que te vaya bien, gracias por el paseo, adiós. Y la luna, siempre amiga mía, siempre a mis espaldas, como sombra imborrable, me acompañó y cuidó mi regreso y sueño solitario.

Meses después yo la llamé para ir a cenar. De nuevo, fue ella la que insistió en vernos, pero yo ciertamente quería verla. Fuimos a un puestecito de por su casa y compramos un par de papas asada y dos cafés y las comimos afuera de su casa acompañadas de cigarros. A mitad de la cena Daniela comprendió que había ensalzado su papa en exceso puesto que se había enchilado. Tomaba café para enfriar su lengua y aspiraba aire también. Se veía hermosa al apretar los labios y sólo Dios sabe cómo me contuve de tomarle el rostro y tronarle un beso en la boca. Como hacía frío, era invierno, estábamos muy juntos, pero no nos abrazábamos; sólo veíamos estrellas y el cielo despejado recargados en la pared. Esa noche me relajé. La presencia de Daniela me relajó. Hacía tiempo que no me relajaba, que no apagaba mi cerebro y dejaba a mis sentidos fluir mansos como el agua de un río. A Daniela le ocurrió algo parecido. Extraño hacer cosas como éstas, me comentó. ¿Qué cosas?, murmuré, plácido, entre dormido y despierto. Cosas tranquilas. gracias. De nada, le respondí. Rió. Y, al cabo de un tiempo, se puso de pie y se fue. Ya me voy, nos vemos después, dijo al caminar. Y no dijo más. Yo me quedé ahí, solo y en el frío y desconcertado. Tomé un taxi a mi casa. Mas tres días después me mandó un mensaje, diciéndome que me extrañaba.

Dios – cómo me alegraba escuchar ese timbre del celular y leer esos mensajes. Pero al mismo tiempo cómo me exasperaban y afligían, ya que me arrojaban a un vaivén de sus antojos, como montaña rusa que sube, sin dar la vuelta entera, que baja, mas no se detiene. Sobretodo cuando me llamaba ebria. Es que…te quiero mucho, decía llorando. Daniela, por favor, son las dos de la mañana, no mames, hubiera querido decirlo. Pero no. Ni siquiera tenía valor para eso. Todo lo contrario. La escuchaba letra a letra, palabra a palabra, lágrima a lágrima, producto de ese dolor profundo, de esa vida mundana que llevaba. Absorbía yo cada palabra como esponja al agua, haciendo mío su dolor y suya mi empatía – todo para que se sintiera mejor. Alguien por ahí diría – bueno, si lo quiere tanto como dice, por qué chingados no está con él. qué se lo impide, qué le hace falta. ¿Qué, en verdad prefieres ir a drogarte con tus amigos? ¿es mejor eso que yo? ¿tanto te gusta meterte cocaína por la nariz, tachas por la boca? ¿por qué no pasas tiempo conmigo si tanto te hace bien, Daniela? yo te ofrezco todo el amor del mundo ¿y tú lo cambias por unas cuantas cervezas y marihuana y fiestas? ¿qué tengo yo que no tenga la droga? "Estoy solterita y disfrutando", le contestaste a una amiga tuya cuando te preguntó si tenías novio en una fiesta en la que yo estaba sin que supieras. Escuché la conversación sin querer. Dime, tal vez sea yo el que carece de algo. No te entiendo. No sé qué pasa por tu mente. Eres un misterio. Y aunque no lo crean ese alguien también fui yo – mas no servía de nada – me daba pena siquiera pensarlo, mucho más decirlo. Pero yo aún así yo sufría por su incongruencia e indecisión e indiferencia. Lo único que hacía para consolarme de mis tristezas era escribir poesía. Cada vez que sabía de ella o que la recordaba, tomaba un cuaderno y una pluma, me sentaba en la mesa de mi cocina, y, mirando la luna, le escribía poesía. De tantos poemas que le escribí, pude armar un poemario para publicar; sin embargo, sentía un extraño pudor de que en algún momento Daniela lo leyera. ¿Por qué? Oh no sé. Cada poema era un deseo de tenerla a mi lado, un pensamiento acerca de ella, una lealtad inquebrantable por parte de mis sentimientos, una nostalgia con esperanza de ser alegría. Y es que no importa que estemos en el siglo XXI, y que la literatura ya haya evolucionado tanto: escribirle poesía a una mujer, ya sea en prosa o en el perpetuo y en anacrónico verso, siempre será un faro de transparencia sentimental, de sincero amor. Así que no lo mandé a ninguna editorial, pero guardé el manuscrito terminado – escrito a mano – en una gaveta de mi escritorio.

Pero el tiempo pasaba y ella seguía en su dolorosa indiferencia. Y un día, cuando ya no pude soportarlo más, decidí vengarme de Daniela por todos y cada uno de los días aciagos que me hizo pasar: saqué el poemario de mi gaveta, lo envolví en un papel fino y lo puse en una bolsa de regalo, y lo dejé afuera de su casa antes de las ocho; ella salía del trabajo a las ocho y media y no tenía deseo alguno de topármela en el acto en cuestión. Y ya en la noche, en mi departamento, me retorcía de gusto y de placer al imaginar a Daniela abriendo mi regalo, su cara de sorpresa, de incredulidad. Porque aunque mi regalo a primera vista parezca un acto de desesperación rastrera, lo hice con el fin de que Daniela se diera cuenta de lo que yo era y le ofrecía, al darle el pináculo del amor constante, sublime venganza con guante blanco. Manipulador, innecesario, estúpido – pero no menos cierto.

Esperé hora a hora, minuto a minuto, su llamada o mensaje, confirmándome que había recibido mi regalo. Sabía que me iba a hablar en algún momento. Y al siguiente día, como a las tres, en efecto, recibí un mensaje. El ring del celular fue una súbita alegría que se tradujo en mi instantánea sonrisa de oreja a oreja. Damián – ¿me dejaste un regalo afuera de casa de mi mamá?, me preguntó. Yo ya no vivo ahí. Mi mamá pensó que el regalo era para ella jaja. Dile a tu amigo Damián que gracias, me dijo. Ya se iba a poner a leer a Carlos (¿?) cuando vio que era para mí. En un rato me lo traerá. Gracias.

Chin-ga-do, pensé. Se me cebó esta madre. Mal plan, literalmente. Confieso que sí me decepcioné un poco. Pero a los diez minutos recibí otro mensaje. Era de Daniela. Acabo de recibir tu regalo, me escribió. No lo puedo creer. Nunca me habían regalado algo así. En verdad me encantó. Estoy toda feliz. Hasta siento pena. Gracias. Te quiero. Y de nuevo me alegré – más allá de lo que esperaba; la venganza corriendo dulce como chocolate por las venas de mi cuerpo. Misión cumplida.

Creí que con eso ella recapacitaría – que por fin se dejaría de indecisiones y conflictos innecesarios, y viniera a mí y me amara. Pero no. Siguió ahí, desperdiciándome, tirándome a la basura a diario, mandándome mensajes, diciéndome las mismas cosas de siempre – que estaba deprimida y sola y me extrañaba mas no hacía más. Mas la humillación más cruel vino cuando me invitó a su nueva casa, que rentaba con un par de amigos suyos, justo antes de terminar.

Tuvimos antojo de beber cervezas y fumar y platicar en un lugar tranquilo y fuimos a un llamado Akhirmajlis. Éramos lo únicos en el bar y el camarero se sentó al fondo y bajó el volumen de la música. Era un ambiente agradable. Hablamos de lo que había acontecido en nuestras vidas, de su reciente viaje a Puerto Escondido en Oaxaca, de mi nuevo trabajo en el periódico local y de John Stuart Miller. Hubo un momento en el que extendió sus manos, sus palmas hacia el techo, como para poner las mías sobre las suyas. 'Dame tus manos/siente las mías', canté sarcásticamente, enlazando nuestros dedos. Daniela estalló en risotadas y yo me alegré por verla reír, por hacerla reír. ¿Por qué somos tan cínicos?, me preguntó. No sé – es algo entre tú y yo, contesté. Ella asintió y me vio fija a la cara. Antes de irnos, fue al baño. Al regresar yo ya había pagado la cuenta y lo esperaba sentado en un banco de la barra. Pocas luces prendidas. ¿Listo?, me preguntó al tenerme en frente. Asentí y yo puse mis manos en su cintura y la atraje hacia mi cuerpo para abrazarla. O ella no es tan alta o yo sí lo estoy, que nuestros cuerpos quedaron a la misma altura. Aspiré su dulce olor a manzanas y froté mi nariz contra su mejilla y Dios – cuántas ganas tuve de darle un beso ahí mismo, en la semioscuridad del bar, junto antes de irnos. Pero no lo hice.

Al llegar frente a su nueva casa estaba por sacar mi mano del bolsillo para despedirme. Pero ella se me adelantó. ¿Ya te vas, o quieres entrar un rato?, me preguntó. Esta pregunta fue como una piedra lanzada al estanque de mi corazón. Me quedo un rato, sonreí y me abrió la puerta. Fuimos a su habitación; encima de su cama estaba mi poemario. Me senté sobre la cama, lo tomé y lo miré con la curiosidad con que se ve una vieja pertenencia. Cuando estoy triste lo leo, me comentó Daniela, poniéndose una pijama. O cuando me siento sola. Me sube el autoestima. Yo le sonreí. Apagó la luz y nos metimos bajo las sábanas. Estuvimos así la mayoría del tiempo. No me dejó tocarla en toda la noche. Te quiero abrazar, le dije mañosamente, lo acepto. Pero yo no, contestó fríamente y me dio la espalda. Tengo sed, dijo al cabo de un rato. ¿Vamos a la cocina?, se incorporó. Ya en la cocina, lavando el vaso bebido, la abracé de espaldas por la cintura. Sentí sus firmes y sensuales caderas de guitarra que se acomodaban perfectas a mi pelvis. Acerqué mis labios a sus mejillas pero no la besé. No me atreví. Ella, en cambio, sonreía. ¿Quieres perrear o qué onda?, preguntó. Reímos. Vamos a la sala, se zafó de mi abrazo. Daniela ni volteó mientras salió de la cocina y yo ahí voy, idiota, como perro faldero, a seguirla adonde fuera. La encontré sentándose con un periódico en la mano. Recuerdo haber pensado – ¿es en serio? ¿se va a poner a leer? ¿a esta hora? – ¿y conmigo aquí? Suspiré; ella, estoy seguro, ni se percató de mi coraje que se tornó en impotente resignación. Ella asentía, casi afectadamente, al pasar sus ojos por las letras de aquel maldito papel. No quería irme, pero entraba temprano al trabajo por la mañana, así que le avisé que ya me iba para que me acompañara, si es que quería. Me despidió en el umbral iluminado de su puerta. Me dio un abrazo y un beso en la mejilla, muy cerca de la boca, diciéndome que me quería, que disfrutaba mucho de mi compañía y que habría que hacer esto más seguido. Yo asentí con la vista gacha, sin decirle nada – no tenía palabra alguna – ni siquiera pude verla a la cara. Ella se debió quedar feliz y satisfecha al verme marchar en la ciudad de madrugada.

Me tomó varias semanas de reflexión, pero decidí sacar a Daniela de mi vida. No me hacía bien anclarme a tan perniciosa esperanza. Tampoco esperar su regreso, incierto como eclipse. Dios – ni siquiera me hacía bien pensar en ella. Así que, sin avisarle, la borré de mi vida y comencé a vivir como si ella no existiera más.

Mas Daniela no se dio por vencido. Uh-uh. Me llamó en cuanto comprendió su calidad de exiliada en mi vida. ¿Podemos hablar?, se escuchaba consternada. Adelante, dije con frialdad – mas con frialdad aparente – yo aún cuidaba la última chispa del fuego ¿Qué tienes?, me preguntó. Y yo le expliqué lo que me sucedía. Obviamente yo sabía que ella y yo no éramos nada, que no teníamos ningún compromiso que nos uniera, pero ahora, tan enamorado que estoy de ti, no puedo ni siquiera ser tu amigo. Lo siento. Del otro lado de la línea Daniela parecía tomar aire para no estallar del coraje. No puedo creer que hagas esto, Damián. Sus palabras eran fuertes y directas como golpes. No es justo. ¿Por qué no lo es? Porque hay cosas de ti que me gustan: me gustan tus palabras, tus poemas, cómo me hablas, que siempre estés ahí para mí: y tú me las niegas. no lo puedo creer. ¿Es en serio?, le pregunté. ¿Eso es lo único que interesa de mí?: ¿cómo te hago sentir respecto a ti misma? No, no, respondió al instante. No puedo creerlo, Daniela. Esto me dice que en verdad debo sacarte de mi vida. tal vez de otro modo… Damián, cambió su voz. tú me gustas. en verdad. me gusta cómo eres y…me gusta estar contigo. eres de las pocas personas importantes en mi vida – pero ahorita sólo puedo ofrecer una amistad. he tenido muchas malas experiencias en el pasado y no quiero equivocarme de nuevo. No lo harías, quise refutarle, pero no pude; no tuve el valor. Perdóname por decírtelo, pero quiero ser egoísta. quiero enfocarme en mí misma, hacer las cosas que antes no pude hacer.. pero no quiero que te vayas. quiero que te quedes conmigo. Como tu amigo, terminé. Daniela no contestó; su silencio habló por ella. Y colgamos – más bien colgué.

Y éste es el final de mi historia con Daniela. Como pueden ver no hay justicia divina ni karma, simplemente porque no existen. La vida es una injusta mesa de apuestas y nosotros pobres dados, que, lanzados por la mano de la indiferente suerte, chocan y se rozan los unos con los otros; y celosos tristes y solos, rodamos hasta detenernos en caras desiguales bajo la negra sombra del fracaso.

Desde entonces no he visto a Daniela. A decir verdad, he procurado no encontrarla. La ciudad es muy grande y, si se busca, se descubren otros lugares, otros rumbos, otros cines. Hace poco me supe que ya tiene novio. Los vi en una fiesta, riéndose, tomados de la mano. Ya han pasado más dos años entre nosotros; era de esperarse que ya tuviera un nuevo amante. Yo no lo he hecho; no he querido. Quiero estar solo para terminar de adolecer y dejar que el río del tiempo se lleve las piedras del fondo del agua de mi estanque. En algún momento se irán; no puedo estar así para siempre. No quiero estar así para siempre. Aunque a veces no evite sufrir aún por su doloroso recuerdo. Ya que escribiendo o caminando o leyendo a Benedetti, me topo a veces con su andar, su sonrisa blanca de ojos cerrados, la forma en la que expulsaba el humo del cigarro juntando sus finos y hermosos labios. Y pienso que, al ver aquel libro, aquel regalo que le obsequié, en el estante sobre el buró que tiene junto a la cama, Daniela tal vez piense en mí – en mi amor, en que la quise, en que todavía la quiero – y tal vez sufra y se arrepienta por haberme rechazado y desperdiciado tan humillantemente. Patético consuelo, lo sé, y no me deja nada bueno. Pero a veces la venganza es el único consuelo, la única dulzura, a la que podemos aspirar los amantes malheridos y faltos de esperanza como yo.

martes, 5 de abril de 2011

Me gusta...

Me gusta tu voz. Son dedos tibios que acarician por dentro mis oídos. Me gusta escucharla. Cuando hablas de Benedetti o de cualquier cosa, por simple que sea. Me gustan tus manos. Son pequeñas y suaves. Comestibles como galletas saladas. Me recuerdan el final de aquel poema de Edward Estlin Cummings. Me gustan tus ojos. Son grandes, redondos y brillantes, como ágatas, e hipnóticas como canicas. Me gusta tu sonrisa. Tu boca se abre y devela tus blancos dientes, tendedero de cubitos de azúcar. Me gustan tus labios. Son suaves y húmedos, como un par de panes recién horneados; y finamente delineados en tu cara, tu bonita cara. Cuando fumas, y te veo de perfil, y retienes el cigarro en la boca, y luego lo quitas para exhalar el humo, tus labios se juntan exquisitamente, capullo de flor. Te ves hermosa. Me gusta mucho. Me gusta mucho que te veas hermosa. Me gusta tu nariz. La soberbia de su forma. Es un triángulo perfecto con final respingado. Al verla, me dan ganas de tocarla, por horas, con todos y cada uno de mis dedos de ambas manos, uno por uno, y muy lentamente. Ir desde donde comienza, justo entre tus ojos, hasta la punta, y acariciarla, y besarla, hacer pequeños círculos imaginarios en ella, e ir de regreso, y volver. Me gusta el color de tu piel. Mucho. Es brillante y dorado, como la miel o el caramelo. Tu espalda desnuda se ve el desierto por la noche, con partes en las que reverbera la luz de la luna llena, tranquilas dunas, que recorrería paso a paso con un par de dedos simulando un viajero extraviado. Me gusta tu cintura. Es el ecuador delgado de tu cuerpo, que lo divide en dos mitades grandes y jugosas de durazno maduro. Me gusta tu cabello. Es oscuro y un poco largo, ondulado, con puntas de flechas, rayos oscuros doblados. Me gusta el perfume de tu cuerpo, humo de nueces profundo. A veces, cuando caminas, y estoy atento a tu cuerpo, puedo oler la estela de aroma que dejas al pasar. Se me llenan los pulmones de él. Me gusta mucho esto. Y me gusta, a veces, tu recuerdo.

domingo, 3 de abril de 2011

Cuándo será el día...

Cuándo será el día
Que te encuentre solitaria,
Que converjan nuestras vías
Y no sea de pasada.

En mi alma hay una mecha;
Sólo enciende con tus manos.
Y en mi boca justas letras
Que eclosionan tu regazo…

Mas errantes hojas somos
Que el viento cruel arrastra;
Te pierde con sus soplos;
Otra mano me levanta.

Y el tiempo pasa y pasa,
Repitiéndome Hoy tal vez –
Ilusiona en la mañana;
Desengaña a las diez.

Cuándo será el día
Que te encuentre solitaria,
Que converjan nuestras vías
Y no sea de pasada