No hace mucho tiempo vivía en el norte de Nueva York, en un pequeño y
precario dormitorio, atestado de libros, Leo Finkle, un estudiante rabí en la
Universidad Yeshivá. Finkle, después de seis años de estudio, estaba a punto de
ordenarse como sacerdote en el mes de junio y le habían aconsejado que le sería
más fácil obtener una congregación si era un hombre casado. Como Leo no tenía intenciones
de casarse, y después de dos días de pensarlo hasta el cansancio, se resolvió
en llamar a Pinye Salzman, un hombre que trabajaba como celestino y cuyo
anuncio había leído en periódico Forward.
Una noche el celestino se presentó en el edificio gris donde vivía
Finkle, con un portafolios negro en la mano que parecía haber visto mejores
días. Salzman, quien tenía una larga trayectoria de carrera, era un hombre delgado
y de digno semblante. Usaba un sombrero café y un abrigo muy corto y algo
apretado. Olía pescado, su comida favorita, y aunque le faltaban algunos dientes,
su presencia no era del todo desagradable, porque había cierta afabilidad en
esos ojos grandes y melancólicos. Tanto su voz como sus labios, su barba y sus
abultados dedos, eran de una gran viveza, pero a la vez le daban cierto aire de
tranquilidad, y sus suaves ojos azules, de verlos directamente, revelaban
cierta tristeza, característica que hizo a Leo sentirse un poco incómodo, si no
es que toda la situación de consultar a un celestino no lo incomodaba de por
sí.
Lo primero que Leo hizo fue explicarle a Salzman la razón de su
llamada. Le explicó que, de no ser por sus padres, quienes ya eran bastante
mayores, estaba completamente solo en el mundo. Se había dedicado por seis años
completos a sus estudios, por lo cual no le había quedado tiempo para una vida
social para conocer mujeres. Por lo tanto, pensó que, a pesar de la vergüenza y
el pudor, sería mejor llamar a un profesional para que le ayudara en estos
asuntos tan delicados. Leo le dijo, además, que la función del celestino era de
larga y honorable tradición, aprobada desde luego por la comunidad judía,
porque hacía práctica la unión de dos personas sin quitarle la diversión. Le
dijo, también, que de hecho sus padres se habían conocido a través un celestino
y no les había ido mal; tenían un matrimonio exitoso, no en el sentido
económico – sus padres no tenían mucho dinero–, pero sí en el sentido sentimental,
ya que ambos han sido leales el uno del otro desde que Leo tiene memoria.
Salzman, por su parte, escuchó estas anécdotas con mirada de vergüenza ajena,
sintiendo que Leo, más que explicarle los pros de consultar a un celestino, se
estaba justificando. No obstante, al poco tiempo se sintió más complacido y
orgulloso, una emoción desde hace tiempo que no sentía, así que gustoso aceptó
en ayudar a Finkle.
Fueron directo al grano. Leo encaminó a
Salzman a una mesa junto a la ventana con vista a la ciudad, el único espacio
libre en el dormitorio de Leo, mientras Salzman se esforzaba por no rascarse la
garganta, que tan repentinamente le comenzó a cosquillar. Entusiasmado, Salzman
comenzó a hurgar en su portafolio y sacó un pequeño paquete de tarjetas.
Mientras las hojeaba, con un ruido que era una tortura para Leo, Finkle miraba
fuera de la ventana. Era febrero, pero el invierno aún no se terminaba, algo
que Leo notó por primera vez en años. Ahora observaba la luna blanca, redonda
en el cielo, moviéndose lentamente a través de la manada nocturna de las nubes,
y la miraba boquiabierto mientras se ocultaba tras una nube con forma de
gallinero y salía al poco tiempo, como huevo. Salzman, en cambio, con un par de
anteojos puestos que recién había encontrado, fingía estudiar lo escrito en las
cartas y de vez en cuando miraba al joven estudiante de digno rostro,
deteniéndose con gusto en la larga y rígida nariz de profesor, en los ojos
grandes y cafés, en los nerviosos labios de asceta, y en las sombras huecas que
producían sus oscuras mejillas. Miró a su alrededor, las pilas y pilas de
libros a su alrededor, y suspiró.
Cuando Leo bajó la mirada, sólo contó seis cartas en la mano de
Salzman.
¿Tan pocas?,
preguntó decepcionado.
Ni me
creerías de cuántas tarjetas tengo en mi oficina, replicó Salzman. Tengo los
cajones llenos. Las guardo ahora en un barril. Pero obviamente no toda chica es
adecuada para un rabí, ¿estamos de acuerdo?
Leo se
sonrojó al escuchar esto, arrepintiéndose por todo lo que reveló acerca de él
mismo en la carta que le había enviado a Salzman. Pensó que, mientras más le
dijera, mejor; así el celestino sabría qué es lo que buscaba y cómo. Mas, al
hacer esto, concluyó que, efectivamente, le había comunicado más de la cuenta.
Reluctante,
Leo preguntó ¿Tiene también las fotografías de sus otros clientes?
Lo más
importante en el expediente es la familia, rabí. Luego el dinero, los aspectos
a los que se compromete, y luego las fotos
Llámeme
Finkle; aún no soy rabí
Salzman
aceptó, pero luego cambió al título de doctor – se escuchaba más elegante –,
aunque al final tuvo que llamarle como pidió Leo, ya que no lo estaba
escuchando. Después de ajustar sus anteojos, carraspeó y leyó animado el
contenido de las cartas.
Sofía P. 24
años, viuda hace uno. Sin hijos. Preparatoria terminada, dos años de
universidad. Padre promete ocho mil dólares, tiene buen negocio al por mayor. Y
bienes raíces. Del lado de la madre hay profesores y actores. Muy respetados en
la Segunda Avenida
Leo parecía
interesado. ¿Dijo viuda?, preguntó.
Viuda no
significa mimada, rabí. Vivió con su esposo, que en paz descanse, si mucho cinco
meses. Era un hombre muy enfermizo. Fue un error haberse casado con él
Casarme con
una viuda nunca ha sido mi plan
Porque no
tiene experiencia en estos asuntos, rabí. Una viuda, permítame decirle, sobre
todo si es joven y sana como esta chica, es una excelente opción como esposa.
Le estará agradecida por el resto de la vida. Créame: si yo estuviera buscando
esposa, ésta sería la mujer con quien yo me casaría
Leo caviló
esta opción, pero luego negó con la cabeza.
Salzman se
alzó de hombros, decepcionado. Puso la tarjeta bocabajo y comenzó a leer otra.
Lili H.
Profesora de preparatoria. Fija, no substituta. Posee ahorros y un carro Dodge.
Vivió en París durante un año. Su padre es un reconocido dentista. Le interesan
los hombres con título. Quiere una típica familia americana. Excelente
oportunidad, si me permite el comentario. De hecho la conozco, continuó
Salzman. Me gustaría que la conociera. Es una hermosura. Además, muy
inteligente. Puede hablar con ella de libros durante horas, también de tiatro y lo que quiera. Está siempre
informada de noticias actuales
¿Cuántos años
tiene?
¿Cuántos años
tiene?, repitió Salzman en voz alta, alzando sus cejas. Treintaidós
Está un poco grande,
dijo Leo.
Salzman rió
irónica. ¿Y cuántos años tiene usted, rabí?
Veintisiete,
dijo secamente.
¿Y cuál es la
diferencia entre su edad y la de ella? Mi propia esposa, fíjese, me lleva siete
años. ¿Qué problema hubo? Ninguno. Si Helena de Troya quisiera casarse con
usted, ¿su edad sería un obstáculo?
A decir
verdad, sí
Salzman negó
con la cabeza. Cinco años no son nada, dijo. Tiene usted mi palabra que cuando
viva con esta mujer por más de una semana, no se acordará más de su edad. Es
más, será como si nunca se la hubiera dicho, ¿cómo ve? Porque finalmente, ¿qué
son cinco años, eh? ¡Experiencia! Esta mujer ha vivido más y por lo tanto
conoce más que las chicas de la edad de usted, rabí. En esta mujer, bendito sea
Dios, los años no han pasado en vano. Cada uno de ellos hace esta oportunidad
dos, tres veces mejor
¿Qué materias
enseña en su preparatoria?
Idiomas.
Dios, rabí, si usted la escuchara hablar francés, pensaría que le estuviera
cantando. He estado en este negocio durante veinticinco años, y le aseguro con
todo mi corazón que esta mujer es una gran opción. Créame, sé de lo que estoy
hablando
¿Cuál es la
siguiente?, preguntó Leo abruptamente.
Salzman,
reluctante, leyó la tercera carta
Ruth K.
Diecinueve años. Cuadro de honor. Padre ofrece trece mil dólares – en efectivo
– justo después de la boda. Es un médico. Se especializa en problemas del
estómago, un gran cirujano. Su cuñado es dueño de una boutique. Gente no común
ni corriente
Salzman
estudiaba la carta como si por fin hubiera encontrado la chica adecuada
Diecinueve,
¿me dijo?, preguntó con interés.
Recién cumplidos
¿Es
atractiva?, se sonrojó. Es decir, ¿bonita?
Salzman se
besó los dedos. Es una muñeca de porcelana, respondió. Lo juro por mi vida. Si
quiere, esta misma noche llamo a su padre para que usted vea lo que realmente
significa la palabra hermosura
Pero Leo no
estaba convencido por completo. ¿Seguro que tiene diecinueve?
Desde luego. Su
padre le enseñará su acta de nacimiento, si gusta
Pero ¿está
completamente seguro que no hay nada malo con ella?
¿Y quién dice
que debe haber algo malo?
No entiendo cómo
una chica – Americana – de su edad y con sus características, haya acudido a un
celestino
Una sonrisa
iluminó el rostro de Salzman. Por la misma razón que usted, respondió.
Leo se
sonrojó. Tengo prisa, dijo.
Salzman, al
comprender que había sido un poco inoportuno, comenzó a explicarle. El padre vino
a mí, no ella, dijo. Él quiere lo mejor para su hija, por lo tanto se da a la
tarea de buscarlo. Cuando hayamos encontrado al chico correcto, él se lo
presentará y animará a su hija de aceptarlo. Esto es mejor opción que si una
chica joven busca marido por su propia cuenta. No tengo que decirle esto, rabí
Pero ¿cree
que esta chica crea en el amor?
Salzman iba a
soltar de nuevo una risotada, pero mejor se calmó y respondió tranquilamente.
El amor viene con la persona adecuada, no antes, rabí
Leo se mordió
los labios, no hablaba. Pero al ver que Salzman estaba a punto de tomar la
siguiente tarjeta, sagazmente preguntó ¿Cómo está de su salud?
Perfecta,
respondió Salzman con algo de dificultad. Quedó un poco coja después de un
accidente automovilístico a los doce años, pero quién se va a fijar en eso con
una mujer tan bella e inteligente.
Como si
tuviera un peso encima, Leo se puso de pie y caminó hacia la ventana. Sintió amargura
y se reprochó el haber llamado a un celestino. Le negó con la cabeza a Salzman.
¿Por qué no?,
preguntó Salzman.
Porque
detesto a los especialistas del estómago
¿Y en qué
afecta que su padre sea especialista del estómago? ¿Quién dijo que tiene que ir
a cenar a su casa cada viernes por la noche una vez que se case?
Avergonzado por el tono que la conversación estaba tomando, Leo
despachó a Salzman, quien se fue a casa con ojos melancólicos.
Aunque sintió cierto alivio de que el celestino se hubiera ido, Leo se
sintió apocado al siguiente día. Se dijo que tal vez fue porque Salzman no le
consiguió una novia adecuada, a quien no le gustó ninguna de las opciones que
le había presentado. Pero cuando Leo se encontró dudando en si consultar otro celestino
o no, una con más experiencia que Salzman, se preguntó si más bien era – a
pesar de sus protestas en contra y el honor que le tenía a sus padres – que no
creía en la institución de los celestino. De inmediato se quitó esta idea de la
cabeza, pero aún se encontraba molesto. Todo el día estuvo corriendo de arriba
para abajo: no fue a una cita importante, olvidó llevar su ropa a la
lavandería, se fue de una cafetería de Broadway sin pagar y tuvo que regresar
corriendo con un ticket en la mano. Ni siquiera reconoció a su casera cuando
pasó enseguida de ella en la calle quien le dijo: que tenga una buena tarde,
doctor Finkle. Para el anochecer, no obstante, había recuperado la suficiente
calma para leer un libro donde encontró sosiego a sus pensamientos.
Y repentinamente escuchó toquidos en su puerta. Y antes de que Leo
pudiera decir “pase”, Salzman, empresario de cupido, entraba a la sala. Su
rostro era gris y exiguo, su expresión hambrienta, y tenía la mirada como si
fuese a expirar en cualquier momento. Pero el celestino, aún así, pudo
presentar una amplia sonrisa.
Muy buenas
tardes, doctor. ¿Me invita a pasar?
Leo asintió,
perturbado de verlo de nuevo, pero reacio a pedirle que se fuera.
Radiante aún,
Salzman puso su portafolios sobre la mesa. Rabí, esta noche le traigo buenas
noticias
Le he pedido que
no me llame rabí; aún soy un estudiante
Sus
preocupaciones han terminado. Tengo para usted una novia de primera clase
Por favor, ya
no me diga nada respecto a ese tema, dijo Leo fingiendo falta de interés.
El mundo
estallará de felicidad en su boda
Por favor,
Sr. Salzman, ya no más
Pero primero
debo recuperar mi energía, dijo Salzman con debilidad. El celestino hurgó los
compartimentos de su portafolios y sacó papel grasoso del que sacó un pan duro
con semillas y un pescado ahumado. Con un rápido movimiento de su mano despellejó
el pescado y comenzó a comerlo vorazmente. Todo el día con prisa, dijo entre
dientes.
Leo lo miraba
comer.
¿No tendrá
por ahí una rebanada de tomate?, preguntó dubitativo.
No
El celestino
cerró sus ojo y continuó comiendo. Cuando terminó, limpió con cuidado las
sobras y las guardó en una servilleta junto con el resto del pescado. Sus ojos
de forma de anteojos inspeccionaron el cuarto hasta que encontró, tras una pila
de libros, una estufa.
¿Qué tal una
tacita de té, rabí?, preguntó Salzman humilde.
Como al fin
reaccionando, Leo se puso de pie y le sirvió una taza de té. Le puso un pedazo
de limón y dos cubitos de azúcar, complaciendo al celestino.
Después de
haber bebido su té, Salzman dijo amistosamente: ¿consideró alguna de las
clientes que le presenté ayer, rabí?
No hubo
necesidad de considerar nada, respondió.
¿Por qué no?
Ninguna de
ellas me conviene
¿Entonces qué
le conviene?
Leo no
respondió porque pensó que sólo podía dar una respuesta confusa.
Sin esperar
respuesta, Salzman preguntó: ¿recuerda a la chica de la que le hablé, la
profesora de preparatoria?
¿la que tiene
32 años?
Pero,
sorpresivamente, Salzman sonrió diciendo: Tiene 29
Leo lo miró
con sospecha. ¿A poco rejuveneció tan pronto?
Me equivoqué,
asintió Salzman. Hablé hoy con el dentista. Me llevó a su caja de seguridad y
me mostró su acta de nacimiento. Cumplió 29 en agosto. Le hicieron una fiesta
en las montañas adonde fue a vacacionar. Cuando el padre me contactó por
primera vez me olvidé de anotar la edad y es por eso que le dije que tenia 32,
pero ahora recuerdo que me refería a una clienta diferente, una viuda
¿La misma de
la que me habló? Me dijo que tenía 24
Ésta es
diferente. ¿Qué culpa tengo yo si el mundo está lleno de viudas?
Ninguna, pero
no estoy interesado en viudas y, en ese caso, en profesoras de preparatoria.
Salzman se
llevó las manos al pecho. Mirando hacia el techo, dijo con paciencia: santo
Cielo, ¿qué puedo decirle a alguien que no está interesado en profesoras de
preparatoria? ¿Entonces qué le interesa, rabí?
Leo se
sonrojó pero se controló.
¿Qué le va a
interesar, entonces, dijo Salman, si no le interesa esta hermosa chica que
habla cuatro idiomas y tiene una cuenta bancaria de 10 mil dólares? Además su
padre garantiza otros 12 mil. La chica también tiene un nuevo carro, fina ropa,
habla de cualquier tema y le dará una casa de primer mundo e hijos. ¿Qué es eso
si no el paraíso en la Tierra?
Si es tan
maravillosa, dijo Leo, ¿entonces por qué no se ha casado aún?
¿Por qué?,
exclamó Salzman con una risotada. Porque ella es especial, ésa es la razón.
Ella sólo quiere lo mejor de lo mejor.
Leo guardó silencio, divertido en cómo se había enredado de esta
manera. Pero Salzman había logrado despertar su interés en Lily H, así que
consideró seriamente en llamarla. Cuando el celestino observo qué tan absorto
estaba Leo en una idea, pensó que pronto llegarían a un buen arreglo.
El sábado a la tarde, pensando en Salzman, Leo Finkle caminaba la
avenida Riverside Drive junto a Lily Hirschorn. Caminaba erecto, usando con brío
su sombrero que había sacado con prisa de su caja empolvada caja del closet de
su cuarto y su pesado abrigo negro de los sábados que había cepillado con
cuidado. Leo también tenía un bastón, regalo de un pariente lejano, pero mejor
optó por dejarlo en casa. Lily, pequeña de estatura y para nada fea, llevaba
puesta ropa que anunciaba la venida de la primavera. Era una mujer animada,
actualizada en noticias y en todo tipo de temas; Leo estudio sus palabras y las
encontró inesperadamente melodiosas: otro punto a favor de Salzman, a quien
sintió merodear cerca, escondiéndose en la copa de un árbol, dándole señales a
la chica con el reflejo de un espejo; o tal vez era un Pan, silbando anuncios
nupciales con su flauta mientras bailaba invisible frente a ellos, arrojando
capullos de flores y uvas moradas a su paso, simbolizando el fruto de una
unión, aunque desde luego aún no se había concretado una.
Lily
amedrentó a Leo al comentar: pensaba en el Sr. Salzman, un hombre curioso, ¿no
le parece?
No sabiendo
qué responder, Leo asintió.
Ella,
animada, prosiguió, sonrojándose: yo la verdad le agradezco que nos haya
presentado, ¿usted no?
Leo
cortésmente respondió: Yo también
Porque digo,
dijo riéndose (y era una risa de buen gusto o, por lo menos, no de uno malo), ¿no
hay problema alguno en conocernos de esta manera?
Leo no estaba
disgustado por su sinceridad y reconoció que ella intentaba poner las cartas
sobre la mesa desde un principio, lo cual comprendió que era producto de voluntad
adquirida gracias a la experiencia en la vida.
Él dijo que
no le importaba. La labor de Salzman era tradicional y honorable, importante
por lo que pudiera lograr, lo cual era, señaló, con frecuencia nada.
Lily asintió con un suspiro. Caminaron otro poco cuando ella, después
de un largo silencio, dijo con risa nerviosa: ¿Le importaría si le hago una
pregunta personal? Francamente, encuentro el tema fascinante. Aunque Leo se
encogió de hombros, ella dijo con cierto pudor: ¿cómo es que escogió tu
vocación? Digo, ¿de pronto tuvo una revelación?
Leo, al cabo
de un tiempo, respondió: Siempre me interesaron las leyes
¿Las
encontraste presentes en la presencia del Todopoderoso?
Él asintió y
cambió el tema de conversación. Tengo entendido que residiste un tiempo en
París, dijo.
Oh ¿se lo
dijo el Sr. Salzman? Leo se estremeció pero ella prosiguió. Fue hace décadas,
casi se me olvida. Recuerdo que tuve que regresar para la boda de mi hermana.
Y Lily aún
insistía con el tema. ¿Cuándo, preguntó con la voz temblorosa, se enamoró de
Dios?
Leo volteó a
mirarla. Fue entonces que comprendió que ella no hablaba acerca de Leo Finkle,
sino acerca de un completo desconocido,
de una figura mística, de un apasionado profeta que Salzman le había dibujado,
sin ninguna relación con los vivos o los muertos. Leo se sintió enojado y débil.
El embustero le había vendido una imagen a aquella mujer de algo que él no era,
justo como lo había hecho con él, quien esperaba conocer a una joven de 29
años, sólo para encontrarse, en el momento en que puso sus ojos en su tenso y
ansioso rostro, una mujer de más de 35 años que incluso en ese momento estaba
envejeciendo más y más. Sólo su autocontrol le impedía decir adiós e irse.
No soy, dijo
con seriedad, un religioso con talento. Buscando palabras para continuar, se sintió
temeroso y avergonzado. Pienso, dijo tensamente, que llegué a Dios no porque lo
amaba, sino todo lo contrario.
Leo sintió
esta confesión ruda e inesperada.
Lily se encogió de hombros. Él vio una profusión de rebanadas de pan
volando como patos por encima de su cabeza, no diferentes a las rebanadas de
pan que contaba él en las noches para conciliar el sueño. Piadosamente, comenzó
a nevar, lo cual, pensó Leo, fue producto de Salzman.
Leo estaba furioso con el celestino y juró echarlo de su casa a
patadas en el momento que regresara a su casa. Pero Salzman no fue a su casa
esa noche, y cuando la ira de Leo se calmó, una inexplicable desesperación tomó
su lugar. Al principio pensó que esto se debía a la decepción por Lily, pero
desde antes fue evidente que él había buscado a Salzman sin tener una noción de
lo que realmente quería. Poco a poco comprendió, sintiendo un hueco en el
pecho, que había contactado al celestino para encontrarle una novia porque no
había sido capaz de encontrarla por él mismo. Esta aterradora epifanía la había
alcanzado debido a la conversación que tuvo con Lily Hirschorn. Sus
instigadoras preguntas de alguna manera lo irritaron, revelándole, más a él que
a ella, la verdadera naturaleza de su relación con Dios. Y con esto comprendió que,
fuera de sus padres, nunca había amado a alguien. O tal vez era lo contrario:
que él no amaba a Dios tan bien como pudiera, porque no había amado a ningún
otro ser humano. A Leo le pareció que su vida le fue revelada crudamente, y por
primera vez se vio como realmente era: un hombre que no amaba y no era amado.
Esta revelación, no inesperada, lo llevó a un estado de pánico, que pudo
controlar gracias a un esfuerzo extraordinario. Se cubrió el rostro con ambas
manos y comenzó a llorar.
La semana que
siguió fue la peor semana de su vida. No comió y perdió peso. No se afeitó.
Dejó de asistir a los seminarios y no abrió ningún libro. Incluso consideró
seriamente en abandonar la Yeshivá, aunque le molestaba la idea de truncar
todos esos años de estudio, viéndolos como páginas arrancadas de un libro,
lanzadas hacia la calle, y el devastador efecto que tendría sobre sus padres.
Pero había vivido sin conocerse realmente, y nunca en todos los Cinco Libros ni
en los Comentarios – mea culpa – la verdad acerca de él mismo le había sido
revelada. No sabía adónde correr, y en toda su desolación no había alguien a
quién acudir. Algunas veces pensó en Lily, pero nunca resolvió en bajar las
escaleras para llamarla. Se tornó delicado e irritable, sobre todo con su
casera, quien le hacía todo tipo de preguntas personales. No obstante, consciente
de su propia irritabilidad, la dejaba al pie de las escaleras y se disculpaba abyectamente
hasta que ella se alejaba de él. Fuera de todo esto, sin embargo, se consoló al
pensar que él era un judío y que los judíos, como los otros seres humanos, sufren.
Pero gradualmente, mientras terminaba la larga y terrible semana, recobró su
compostura y el propósito de su vida: seguir con sus planes. Aunque él era
imperfecto, su idea no lo era. Y respecto a la novia, aunque la idea aún lo
afligía, pensó que con el nuevo conocimiento de él mismo quizá ahora tendría
mejor suerte. Quizá el amor llegue pronto y con él una novia. Y con esta
santificada idea, ¿para qué necesitaba a Salzman?
El celestino,
un esqueleto con ojos abrumados, regresó esa misma noche. Encarnaba, además,
una frustrada esperanza, como si hubiera estado esperando toda la semana al
lado de Lily Hirschorn una llamada que nunca llegó.
Tosiendo de
vez en cuando, Salzman fue directo al punto: ¿qué tal le pareció?
Esta pregunta
despertó la ira de Leo y no pudo evitar reprender al celestino. ¿Por qué me
mintió, Salzman?
El rostro
pálido de Salzman se tornó blanco por completo: el mundo nevó sobre él.
¿Qué no me
dijo que tenía 29?, insistió Leo.
Le doy mi
palabra que -
Esa mujer
tenía 35 años. Por lo menos
Oh por favor,
no esté tan seguro. Su padre -
No importa;
lo peor de todo es que usted le mintió
¿Cómo le
mentí ? Dígame
Le dijo cosas
de mí que no son ciertas. Me hizo parecer algo que no era. Ella tenía en mente
una persona diferente, una especia de rabí místico
Todo lo que
dije fue que usted es un hombre religioso
Sí, claro
Salzman
suspiró. Ése es mi defecto, confesó. Mi esposa siempre me dice que no debería
ser vendedor, pero cuando conozco a dos gentes que pueden ser un maravilloso
matrimonio, me pongo tan feliz que hablo más de lo que debería. Sonrió sin
ganas. Ésta es la razón por la que Salzman es un hombre pobre.
La ira de Leo
se calmó. Bueno, Salzman, dijo, eso es todo
¿No quiere
busca más candidatas?
Sí, respondió
Leo, pero he decidido buscarlo de otra manera. Ya no estoy interesado en un
matrimonio arreglado. Para serle sincero, admito que ahora siento la necesidad
de amor premarital. Eso es: quiero estar enamorado con alguien antes de
casarme.
¿Amor?,
preguntó Salzman atónito. Después de un momento, dijo: para nosotros, nuestro
amor es nuestra vida, no las mujeres. En el gueto hay –
Ya sé, ya sé,
interrumpió Leo. Lo he pensado por mucho tiempo. El amor, me lo he dicho a mí
mismo, debe ser el resultado de vivir y adorar más que su propio fin. Aún así,
para mí, pienso que es necesario establecer el nivel de mi propia necesidad de
amor y satisfacerla.
Salzman se
encogió de hombres y respondió: mire, rabí, si lo que quiere es amor, yo
también le puedo encontrar. Tengo clientas tan hermosas que usted las amará en
el momento en que las vea
Leo sonrió
poco alegre: creo que no me está entendiendo, dijo.
Pero Salzman
sacó apresuradamente su portafolios y sacó un paquete con sobres de manila
Fotos, dijo,
poniéndolos sobre la mesa.
Leo le pidió
que guardara las fotos, pero, en menos de un segundo, Salzman desapareció.
Llegó marzo. Leo había regresado a su rutina habitual. Y aunque no se
sentía aún a gusto puesto que le faltaba energía, hacía planes para una vida
social más activa. Desde luego pensó que iba a costarle algún esfuerzo, pero
Leo era un experto en tomar atajos; y cuando ya no encontrara atajos, siempre
habría atajos que dibujar. De vez en cuando, estudiando o tomando una taza de
té, sus ojos volteaban hacia el sobre de manila, pero nunca lo abrió.
Los días siguieron pasando sin nada de éxito con el sexo opuesto para
Leo; era difícil debido a su situación de estudiante de rabí. Una mañana subió
con dificultad las escaleras de su cuarto para ver la ciudad a través de una
ventana. Aunque el día era radiante la ciudad parecía oscura. Durante algún
tiempo se le quedó viendo a la gente que caminaba con prisa por la calle y
luego volteaba hacia su pequeño cuarto. En la mesa, un sobre. Y sin pensarlo
dos veces, en un arrebatado momento, tomó el sobre y lo abrió de un zarpazo.
Durante media permaneció de pie en seguida de la mesa durante media hora,
emocionado al examinar las fotografías de las mujeres que Salzman le había
escogido. Al terminar, con un gran suspiro, las regresó a la mesa. En total
eran seis, de todo tipo de rostros, pero al mirarlas detenidamente Leo sintió
que todas se diluían en una sola: en Lily Hirschorn, su juventud ya marchita,
sonriendo sin brillo, sin verdadera personalidad. Ya que la vida, a pesar de
sus ocasionales momentos de alegría, las había abandonado hacía tiempo; las
fotos que Leo tenía frente a él eran fotos que apestaban a pescado ahumado. Al
cabo de un momento, no obstante, mientras Leo regresaba las fotos al sobre, se
encontró con otra, una foto tomada con una cámara instantánea. La miró por unos
segundos y dejó escapar una pequeña exclamación.
Su rostro lo había conmovido. ¿Por qué?
Ni siquiera él lo sabía. Leo vio en aquella mujer una latente juventud
primaveral, pero aún así una cierta madurez, una sensación de haber vivido en
este mundo por algún tiempo; y la mirada, que tenía una expresión de gran
viveza, era de una familiaridad inolvidable pero aún así completamente extraña.
Le dio la impresión de haberla visto en algún lugar, pero por más que pensaba
simplemente no recordaba el lugar aunque juraba que ya sabía su nombre como si
lo hubiera escrito con su propia mano. No, no puede ser, pensó, la hubiera
recordado. No era su belleza, se afirmó a sí mismo, realmente no, aunque le
parecía lo suficientemente atractiva. Era algo más, otra cosa en ella, lo que
lo conmovió. Si se remitía a las facciones, una por una, las otras mujeres eran
mucho más atractivas que ella. Pero ella resaltaba porque había querido vivir,
incluso más que querido. Tal vez ahora se arrepentía de cómo había vivido en el
pasado. A Leo le dio la impresión de que esta chica había sufrido; tal vez le
dio esa impresión por la profundidad de aquellos ojos, la sombra y la luz que
contrastaban en su rostro, y de la propia historia que cargaba con ella, la
cual era toda suya. A ella deseó Leo. Le dolió por un segundo la cabeza a
medida que sus ojos enfocaban el rostro de la fotografía, y luego, de pronto,
como si una niebla oscura se hubiera formado de la nada, Leó sintió un
escalofrío corriendo a través de su espalda porque le había dado la impresión
de haber visto maldad. Se estremeció, diciendo que esa impresión podía dar todo
mundo. Pero antes de terminar de beber, revisó de nuevo aquel rostro y lo
encontró lo suficientemente bueno para el rabí Leo Finkle. Solamente alguien
así podía entenderlo y acompañarlo adonde él buscaba ir. Ella incluso, pensó,
podía llegar a amarlo. Cómo había llegado la fotografía de aquella chica en el
barril de Salzman era algo que no podía entender, pero ahora sabía que debía
encontrarla inmediatamente.
Leo bajó corriendo las escaleras, tomó
la guía de teléfonos del Bronx, y buscó la dirección de la casa de Salzman. No
la encontró, tampoco a su oficina. Y por alguna razón tampoco estaba en el
directorio de Manhattan. Pero Leo recordaba haber escrito su dirección en un
pedazo de papel después de haber leído el anuncio de Salzman en la sección de
Clasificados del periódico Forward. Subió de regreso a su habitación y comenzó
a tirar todos sus papeles, en busca de aquella dirección, pero sin suerte. Era exasperante.
Afortunadamente Leo pensó en su cartera, y ahí encontró su una dirección del
Bronx. No había un número de teléfono, ahora recordó, porque se había
comunicado con Salzman a través de cartas. Leo se puso su sombrero, su abrigo,
y corrió a la estación del tren. Durante todo el camino hacia las orillas del
Bronx Leo se sentó a la orilla del vagón. Y en más de una ocasión estuvo
tentado en sacar la fotografía de aquella chica para ver si ahora sí la
recordaba, pero siempre se abstuvo, ya que deseaba que aquel rostro se quedara
en el bolsillo de su abrigo, contento de tenerla tan cerca. Cuando el tren
estaba llegando a la estación, Leo se encontraba en la puerta, esperando a que
se abriera para salir disparado. Rápidamente localizó la calle que Salzman le
había dado.
El edificio que buscaba estaba a tan
sólo cuatro cuadras de la estación del metro, pero no era un edificio de
oficinas, ni siquiera era un desván o una tienda o algo que se pudiera rentar.
Parecía más bien una vieja vecindad. Leo encontró el nombre de Salzman escrito
con lápiz en una etiqueta rota debajo del timbre y subió tres escaleras oscuras
hacia su departamento. Cuando tocó, una pequeña y delgada mujer de cabello gris
abrió la puerta. Usaba pantuflas y al parecer tenía asma.
¿Sí?,
preguntó, como si no esperar a nadie. Parecía ausente de sí misma. Leo juró
haberla visto antes, pero sabía que no era cierto.
¿Aquí vive el
Sr. Salzman?, preguntó. Pinye Salzman, el celestino.
Ella lo miró
fijamente durante un largo minuto. Desde luego, respondió.
Leo sintió
vergüenza. ¿Se encuentra?
No, y no dijo
nada más.
Me urge
verlo, dijo. ¿Sería tan amable de decirme dónde puedo encontrarlo?
En el aire,
respondió apuntando hacia arriba.
¿No tiene una
oficina?
Está en sus
calcetines
Leo dio un vistazo dentro de su departamento. Estaba todo oscuro y
sucio, era un cuarto grande dividido por una cortina a medio abrir, después del
cual alcanzó a ver una cama de metal. El frente del departamento estaba lleno
de sillas viejas, burós despintados, una mesa de tres sillas, utensilios rotos
de cocina y una estufa. Pero no había señal de Salzman ni de su barril mágico,
lo cual fue probablemente producto de su imaginación. Un olor a pescado enervó
a Leo.
¿Dónde está?,
insistió. Necesito encontrarlo
Al cabo de un
tiempo, la mujer respondió: ¡quién sabe dónde está! Cada vez que se le ocurre
algo va hacia otro lugar. Vaya a casa, él lo contactará
Dígale que lo
buscó Leo Finkle
La mujer no
dio señas de haberlo escuchado y cerró la puerta.
Leo llegó a
su departamento, triste.
Pero Salzman,
sin aliento, lo estaba esperando a la puerta del edificio.
Leo se
sorprendió y alegró al instante. ¿Cómo llegó antes que yo?, preguntó.
Corrí,
respondió.
Pase
Entraron al cuarto. Leo le preparó un sándwich de pescado y una taza
de té. Mientras comía, Leo le entregó el sobre con las fotografías.
Salzman puso
su taza en la mesa y preguntó: ¿Encontró a alguien que le gustara?
No
El celestino
bajó la vista
Aquí está la
que quiero, Leo le entregó una fotografía que sacó de su abrigo.
Salzman tragó
saliva y tomó la foto, tembloroso. Abrió los ojos y dejó escapar un gemido.
Lo siento
mucho, dijo. Esta foto la puse ahí por accidente. Ella no es para usted
Y antes de que Leo pudiera detenerlo, Salzman guardó el sobre de
manila y la fotografía de aquella chica en su portafolios, salió del cuarto y
bajó las escaleras. Leo, al cabo de un momento de total parálisis, corrió hacia
la puerta y alcanzó al celestino en el vestíbulo. La casera dio varios gritos
histéricos, pero ninguno de los dos hombres le prestó atención.
Regréseme la
foto, Salzman
No, y el
dolor en sus ojos era terrible
Dígame
entonces quién es
Eso tampoco
lo puedo hacer. Discúlpeme
Hizo un
intento de irse, pero Leo, sin importarle nada más, asió al celestino por su
abrigo y lo zarandeó fuertemente.
Por favor,
suspiró Salzman, por favor déjeme ir
Leo,
avergonzado, lo soltó. Por favor dígame quién es, suplicó. Me es necesario
saberlo
Ella no es
para usted, replicó Salzman. Ella es una perdida, no tiene vergüenza. Ésta no
es una novia para un rabí
¿A qué se
refiere con perdida?
Perdida como
un animal, un perro. Para ella ser pobre era un pecado; es por eso que para mí
ya está muerta
Por el amor
de Dios, ¿a qué se refiere?
A ella sí que
no se la puedo presentar, exclamó.
¿Por qué se
sobresalta?
Porque ella,
dijo Salzman estallando en llanto, ella es mi hija, mi Estela, quien debería arder
en el infierno.
Leo corrió a la cama y se tapó de pies a cabeza. Debajo de las sábanas
pensó que su vida había terminado. Y aunque pudo conciliar el sueño, aquella
chica no abandonó su mente ni un segundo. Se puso de pie, sintiendo los latidos
de su corazón. Quiso rezar para liberarse de ella, pero sus rezos no fueron
contestados. Durante días se atormentó al tratar de no amarla, pero al sentir
que era posible, desistió. Entonces resolvió en regresarla al camino del bien,
y él mismo al de Dios. La idea le provocó nauseas y alegría al mismo tiempo.
No se dio cuenta que había llegado a
una decisión final hasta que se vio con Salzman en una cafetería de Broadway.
Estaba sentado solo en una esquina del café, lamiendo los restos de un pescado.
El celestino se veía demacrado, transparente como fantasma.
Salzman lo vio sin reconocerlo. Leo no
se había afeitado en varios días y sus ojos estaban profundos en sabiduría.
Salzman,
dijo, el amor finalmente ha llegado a mi corazón
¿Quién puede
sentir amor por una fotografía?, se burló.
No es
imposible
Si usted
puede amarla a ella, entonces puede amar a quien sea. Permítame mostrarle las
fotos de otras clientas, me las acaban de mandar. Una le encantará. Parece una
muñeca de porcelana
Yo sólo la
quiero a ella, murmuró.
No sea tonto,
doctor. Ella no le conviene
Póngame en
contacto con ella, Salzman, dijo humildemente. Tal vez pueda ayudarle en algo,
uno nunca sabe
Salzman dejó de comer y sonrió y Leo
comprendió con alegría que una cita ya estaba en ese momento arreglada.
Pero al salir de la cafetería, Leo tuvo
la tormentosa sensación de que Salzman había planeado esto durante todo aquel
tiempo.
Salzman informó a Leo que aquella chica
lo estaría esperando en una esquina de cierta calle, y ahí estaba una noche de
primavera bajo un farol. Leo llegó con un pequeño ramillete de violetas y
rosas. Estela lo esperaba bajo el farol, fumando. Usaba un vestido blanco con
zapatos rojos, lo cual llenó las expectativas del rabí, aunque en un momento
imaginó el vestido rojo y los zapatos blancos. Ella lo esperaba nerviosa y
tímida. Y desde la distancia Leo vio que sus ojos, iguales a los de su papá,
estaban encharcados con desesperada inocencia. Vio en ella la propia redención
de él mismo. En el aire, violines comenzaron a tocar y velas se encendieron al
instante. Leo aceleró el paso con su ramillete en manos.
En otra esquina, recargado sobre una
pared, Salzman cantaba rezos para los muertos.