Las desgracias no vienen solas
– El Zahir, Jorge Luis Borges
Marielle,
te había dado a entender que no iba a volver a dirigirte la palabra. No nos
conocimos por mucho tiempo; días que se cuentan con una sola mano. Además, la
necesidad de enviarte una última palabra ha sido más fuerte que el deseo de
abstenerme de enviártela. Quiero decirte que me encontraba conforme y
satisfecho en el viaje que hace poco intenté realizar contigo; sí lo recuerdas,
¿verdad? El viaje que tú y yo comenzamos a hacer siquiera sin haberlo planeado,
sin haberlo deseado. A mí me gusta viajar, Marielle. No tanto porque no tolero
quedarme solo (tú tal vez conozcas gentes que se embarcan en viajes porque no
soportan quedarse solos, sino porque para mí realizar un viaje es concretar una
esperanza. En mí hay una pena que me aflige y me consume; no sé en qué
consiste; lo único que sé es que realizando un viaje es lo más cerca he estado
de encontrarme una cura. En aquel viaje contigo, un día me desperté por la
mañana y, en vez del frío y la oscuridad cotidiana, me encontré con un día cálido.
Me encontré con el cielo azul despejado; el sol radiante flotando allá arriba;
y un campo de trigo suave como alfombra que soplaba brisas friscas que eran
como caricias a la piel. Me sentí feliz por encontrarme en aquel paraíso rural,
ya que ésta era la cura que por tanto tiempo había estado buscando. Pero el
viaje súbitamente terminó. No habían pasado ni un par de días en aquel campo de
trigo cuando me dijiste que ya no podíamos continuar el viaje y que debíamos
separarnos. Me dijiste: he estado pensando últimamente, mejor no, sería mejor
parar y seguir cada quien con nuestras vidas. No comprendí por qué estas
inesperadas palabras, pero tu voz se escuchaba firme y sentí tu mirada aguda
como filo de navaja. Así que resignado hice mis maletas y me fui de ti, del
campo, de mi cura, sin decirte nada (ése es mi problema, ¿sabes?, nunca digo
nada). Me subí al tren de regreso en la estación con el sol declinando a mis
espaldas. Horas después ya estaba llegando a la estación Manchuria. Estaba por
bajarme cuando vi por la ventana una manada de nubes que se formaban a lo
lejos. Recordé que era febrero, que era invierno y por lo tanto frío.
Cuando
llegué a mi casa ya era de noche; lloviznaba, hacía frío y el cielo estaba muy
oscuro, como plumaje de cuervo... Yo no sabía dónde estabas; sólo que te habías
ido. ¿Adónde? No sé. Lejos, supuse. Tal vez en un nuevo viaje, tal vez con… En
fin. Buscaba en mis bolsillos la llave de mi casa cuando, de pronto, sentí un
pinchazo justo en el centro del pecho que me dejó sin aire por un segundo. Me
toqué el pecho preocupado – porque sentía mis latidos más intensos como nunca,
podía escucharlos retumbar dentro de mi pecho como golpes de tambor – y alcancé
a acariciar algo redondo y peludo que me había eludido. Volteé, y vi de pie en
el suelo una araña.
No sé
si alguna vez te lo comenté, Marielle, pero en ciertas ocasiones me he topado
con arañas en la vida. No es algo de lo que me guste hablar; lidiar con arañas
siempre resulta ser un asunto terrible y desagradable. Porque cuando una araña
me muerde, lo hace cuando menos lo espero; cuando me encuentro distraído
lavando la ropa, preparando la clase del subjuntivo alemán para el día
siguiente, cuando estoy comiendo o me estoy afeitando. Sucede en tan poco
tiempo, es tan breve el instante que dura la mordida, como golpe que me asestan
en el pecho y luego retiran el puño al instante; pero como gong al que le pega
con un mazo, el dolor de la mordida no termina en cuanto se va la araña. Al
instante, su veneno me invade como ejército enemigo la sangre, y repentinamente
me siento enervado. El clima ya lo veo gris; no me importa si suena el teléfono,
no lo quiero contestar; no quiero hablar con nadie, tampoco siento deseos de
seguir comiendo, pierdo el apetito; si tengo clases que preparar al día
siguiente, no las preparo, o las preparo desganado; lo único que quiero es
encerrarme en mi habitación, bajar las persianas y que el mundo me deje en paz
con esta nueva aflicción que mana de mi pecho como manantial de agua podrida.
La araña se va, se mete a algún agujero que encuentra debajo de la alfombra, y
no es hasta que el efecto del veneno se disipa de mi sangre y me siento de
nuevo es que la vuelvo a ver.
La
araña que vi afuera de mi casa era grande, redonda, muy peluda y patona, de
aspecto amedrentador. Me le quedé mirando fijamente y ella a mí, ambos
tanteándonos en la oscuridad lóbrega de la noche. Me toqué el pecho y sentí
algo viscoso: su veneno. En ese instante comprendí lo que me esperaba de ahora
en adelante. Ni modo, me dije, que así sea. No me juzgues de masoquista,
Marielle; no lo soy. Es que, oh, ¡cómo explicarte! – la presencia de la araña
era abominablemente lógica, como una pelota que se lanza en el aire y que a los
tres segundos cae de regreso: es la ley de la física, la consecuencia de la
causa. Si la araña debía morderme en ese momento de mi vida, entonces iba a
encontrar una manera de hacerlo. Así que para qué resistirme, Marielle, para
qué encontrarle obstáculo; cualquiera hubiera resultado fútil. Abrí la puerta y
la dejé entrar a mi casa, a mi vida. Pensé que la araña se iría de mi casa; las
arañas nunca se han quedado por siempre en mi vida. En algún momento se pierden
o languidecen como eco con el tiempo... Esta araña no iba a ser la excepción.
Sin
embargo, poco más tarde, entre las últimas gotas del veneno en la sangre y la
nueva mordida que lenta se aproximaba, maté a la araña, aplastándole la cabeza.
Fue un golpe mortal y súbito, no le di tiempo para reaccionar, ni siquiera para
presentirlo. Mas cuando levanté mi pie y vi su cadáver aplastado como pulpa de
naranja en la suela de mi zapato, recordé un verano, recordé un calor y un sol
lejanos, que me llenaron la cabeza de aprehensiones y el pecho de culpas. Sentí
que había traicionado algo dentro de mí, de mi pasado, porque tal vez no era lo
correcto, tal vez aún quedaba una esperanza de… Pero ya era tarde; la araña
estaba muerta. Y esa noche no pude dormir hasta bien entrada la madrugada
debido al dolor infligido por el veneno.
Marielle,
querida Marielle, la araña me sigue a todos lados. No hay lugar en el que no me
muerda no importa qué tan lejos corra. Me subo al camión ruta 66 y me lleva
hasta las orillas de la ciudad, y sólo es cuestión de tiempo para que la araña
salte del techo o brote del asiento de al lado y me muerda. Parece como si la
trajera pegada a mí, como si fuera parte intrínseca de mí… Por ejemplo, yo doy
mi clase de alemán en el instituto de la calle Costa Rica. Tú sabes, Marielle,
yo te lo he comentado: soy buen profesor. Trato de hacer amena mi clase al
bromear con mis estudiantes de vez en cuando, pero exigiéndoles cada día a
hacer el mejor trabajo posible. Pero de vez en vez me sucede que me siento en
el escritorio después de pedirles que hagan los ejercicios del subjuntivo en
silencio, pero luego la araña me muerde y mis deseos de enseñar se van al
carajo. Mis alumnos terminan sus ejercicio, desean pasar al pizarrón y escribir
sus respuestas; pero en ese momento yo les respondo que mejor ya no, que no
importa, que retomamos la clase otro día y lo siento pero debo retirarme. Mis
chicos obviamente resienten esta actitud; no están acostumbrados a negligencia
y apatía de mi parte (porque esto es lo que siento: negligencia y apatía). Pero
no importa; lo único que quiero es largarme a mi casa y estar solo. Regreso a
mi casa bañado de la más fría lluvia, arrastrando mi tristeza como sombra inseparable.
A veces
me da la impresión de que yo mismo busco la araña, ¿sabes?, que yo soy quien pasa
a cada rato por su orificio en la casa o el que se pone de pie para esperar que
aparezca. Me pongo a ver películas para olvidarme de su existencia. Éste ha
sido el único remedio contra las arañas. Los libros, no; los libros implican
pensar, imaginar, hacer trabajar el cerebro que nos remiten a parajes
insospechados de la memoria, que en otras circunstancias no hubiéramos querido
acceder en un principio. El cine, por lo contrario, es un arte más pasivo; yo
puedo echarme en el sofá y ver una película sin alzar un solo músculo para
pensar. Mas este remedio funciona por unos cuantos minutos, porque siempre
termino por obligarme a recordar la araña, y cuando menos lo espero (¿o tal vez
sí?) la araña ya me ha mordido de nuevo.
Cómo me
arrepiento de haber intentado realizar aquel viaje, Marielle, cómo me
arrepiento. Porque este veneno es insoportable; me irrita, me exaspera. Lo
único que anhelo con vehemencia es que haga sol y sea verano. Pero el sol y el
verano están muy lejos, ¿comprende? Lo que quiero está muy lejos y tan cerca
que un día lo tuve. Yo me enojo conmigo mismo, con el mundo, me dan ganas de
castigarme, sí, de castigarme, de reprocharme, maldita sea, te odio, te odio,
¿por qué hiciste esto? ¿por qué, eh? ¿Qué motivos te di? ¿En qué te fallé? No
tenías por qué, nunca te di pretextos, nunca te di razones, nunca, ¡nunca! Oh,
Marielle, como puede leer, estos momentos lamentables de descontrol son el
patetismo en persona. Porque nada como sentir ira y no expulsarla, nada como
sentir hambre y no tener comida, nada como querer que… y que me muerda la
araña.
Marielle,
han pasado cinco meses desde que escribí la última línea de esta carta. Paré de
escribirla; creí que ya no tenía necesidad de hacerlo. Un amigo hace tiempo me
recomendó la poesía de Charles Baudelaire. La verdad, me pareció muy buena; los
poemas estaban repletos de símbolos y metáforas extrañas. Pero a mitad de un
poema – ah, Marielle – comencé a sentir un volcán queriendo estallar dentro de
mí. Sentía la lava quemarme las entrañas pidiendo una erupción a gritos bajo un
cráter estaba sellado. Ya que “Cuando mis dedos acarician complacidos / Tu
cabeza y tu lomo elástico / Y mi mano se embriaga de placer / De palpar tu eléctrico
cuerpo, / Veo a mi mujer en espíritu…” Dígame, ¡de qué habla este poema!
Dígamelo Marielle, ¡dígame!, de qué habla este maldito poema… En ese instante
evoqué sin querer una oscuridad, salados murmullos, caderas anchas y carnosas
subiendo y bajando despiadadas como subibaja, piernas largas y morenas y
dulces, entre las cuales llegué a encontrar una cueva húmeda y secreta en la
que pude refugiar mis tristezas. Sentí que la araña me mordió, pero no pudiendo
soportar más el terrible recuerdo de saberme acompañado en medio ahora de esta
palpable soledad, me bajé el pantalón y comencé a darme placer a mí mismo con
mi mano. Al explotar, sentí que la araña lenta se alejaba y se escondía en su
orificio, y yo me sentí aliviado. Pero éste sólo fue un remedio momentáneo,
porque a los pocos minutos sentí el veneno que me picaba la piel por dentro
como río de jeringas. Me bajé de nuevo el pantalón y me volví a dar placer a mi
mismo. Al terminar, me sentí avergonzado y deleznable, porque tenía que
recurrir a este enfermizo medio para contener el efecto veneno de la araña en
mi cuerpo. Aunque por lo menos había funcionado, concluí. Así que desde
entonces decidí emplear ese método para evitar el dolor que me infligía la
araña.
Yo me
encontraba tranquilo, casi feliz, durante todos estos cinco meses,Marielle. La
araña aún vivía en mi casa y a veces me mordía; pero su veneno ya no me
afligía. El clima ya no estaba frío, sólo nublado, y a veces me daba la
impresión de entrever un rayo de sol lejano. Realizaba responsablemente mi
trabajo con mis chicos, salía a hacer ejercicio todos los días e incluso
comencé a salir con Brenda. Brenda era una chica linda, Marielle, amable, simpática,
cuya boquita rosa de dientes muy blancos hacen maravillas debajo de la cama
cuando se le proporciona el licor suficiente. Un sábado por la mañana, para
celebrar el triunfo de mi nueva vida, fui a visitar a mi hermana Nataly al otro
lado de la ciudad y pasar la tarde con ella. Nataly me abrió la puerta de su
casa, se vio contenta de verme y me recibió con gusto. Pasamos la tarde
bebiendo té y platicando. Al despedirme, me deseó las buenas noches, me reiteró
que podía volver cuando quisiera y me dio un abrazo. Yo la rodeé con mis brazos
pero, sin querer, al poner mi rostro arriba de su cara, le olí el cabello.
Marielle: en ese momento sentí que los engranes de mi cuerpo se reventaron por
falta de aceite. Que un dolor infinito me incluso me cortó la respiración por
un segundo. Vi que el cielo se puso gris, que caían truenos y una tormenta se
formaba ante mis ojos. ¿Por qué? ¿Por qué sucede esto a mí? ¿Por qué ahora? ¿Por
qué tanta desesperanza, por qué tanto dolor? ¿Por qué siento que las piernas me
doblan hasta terminar hincado en el piso? ¿Por qué, por qué? ¡Alguien dígame
por qué! Pero no necesitaba ir muy lejos. La respuesta era muy simple. La araña
me había mordido de nuevo. Saltó del cabello de mi hermana y me encajó como
nunca sus colmillos de acero inquebrantable en la herida tierna de mi pecho. Ya
que lo que olí en el cabello de mi hermana, Marielle, a lo que olía el cabello
de mi hermana no era solamente jabón perfumado: era, también, el dulce y
maldito olor de tu dulce y maldito cabello.
Perdona,
creo que me dejé llevar. En cualquier caso esta carta
puede ser halago si es que la encuentras muy rastrera, no importa. El tren no
tarda en llegar. Necesito alejarme, salirme de mí mismo. Puede que en otra
ciudad haya otras situaciones, otras personas, con quienes pueda por fin
deshacerme de la araña de una vez por todas. Aunque lo dudo mucho. Porque adonde quiera que vaya llevaré mis sentimientos profundos como un pozo. Un viaje como el que intenté realizar contigo no se supera tan fácil