domingo, 25 de septiembre de 2011

Soneto 130

Eres tan injusta, justo como son,
Aquellos cuya beldad crueles torna,
Puesto que sabes que a mi corazón
Tú eres la más preciosa y rara joya.
Sin embargo, hay quienes dicen
Que tu rostro no vale ni un leve suspiro.
La fuerza no tengo para desmentirles,
Aunque me lo jure yo a mí mismo.
Y para que sepas que es cierto el juramento
Más de mil gemidos, pensando en tu hermosura,
Son la mejor prueba que tu piel oscura
Es lo más hermoso bajo el firmamento.
Porque en nada eres tan cruel más que en tu lujuria,
Pero es solamente esto lo que se te acusa.

martes, 20 de septiembre de 2011

Deseos de pintar

Infeliz tal vez el hombre, pero infeliz el artista afligido por el deseo.

Yo ardo de pintar aquella mujer que se me aparece raramente y que huyó de pronto, como una hermosa cosa lamentable detrás del viajero arrastrado por la noche. ¡Cuánto tiempo ha pasado desde que ella desapareció!

Ella es hermosa, más que hermosa; ella es sorprendente. En ella el negro abunda: y todo lo que ella inspira es nocturno y profundo. Sus ojos son dos cuevas donde vagamente brilla el misterio, y su mirada ilumina como un rayo. Porque es una explosión en las tinieblas.

La compararía a un sol negro, si pudiera concebirse un astro negro que derramara luz y dicha. Pero ella más bien hace pensar en la luna, que sin duda la ha marcado con su temible influencia; no en la luna blanca de amor, semejante a una novia fría, mas en la luna siniestra, embriagadora, flotando en el fondo de una noche tormentosa, empujada por las nubes acechantes; no en la luna apacible, discreta, ésa que visita el sueño de los hombres puros, sino la luna arrancada del cielo, vencida y sublevada, que los brujos tesalienses hacen bailar sobre la hierba aterrada.

En su pequeña fuente se encuentra la voluntad tenaz y el amor hacia la presa. Sin embargo, debajo de aquel rostro inquietador, donde la nariz respira lo ignoto, lo imposible, estalla, con una gracia que no puedo explicar, la risa de una boca hermosa, y roja, y blanca, y deliciosa, que hace soñar el milagro de una soberbia flor abrirse en un terreno volcánico.

Hay mujeres que inspiran ganas de conquistarlas o disfrutarlas; pero ella provoca las ganas de morir lentamente debajo de su mirada.

lunes, 19 de septiembre de 2011

Un hemisferio en tus cabellos

Déjame respirar por mucho, mucho tiempo, el olor de tus cabellos, y hundir en él mi rostro, como hombre encantado por el agua de una fuente, y agitarlos con la mano como pañuelo perfumado, para sacudir recuerdos bellos en el aire.

¡Oh si tú pudieras mirar lo que yo miro! ¡Si pudieras sentir lo que yo siento! ¡Entender lo que yo entiendo al mirar tu cabello! Mi alma surca el cielo de su perfume como el alma de otras gentes viajan, por ejemplo, con la música.

Tus cabellos guardan un sueño, lleno de velámenes y arboladura; tus cabellos guardan grandes mares en los que la espuma es más azul y más profunda, y donde el aire mismo es perfumado por frutas y hojas y la piel humana.

En el océano de tu cabello, yo entreveo un puerto formidable de cantares melancólicos, de hombres felices de todas partes del mundo y barcos de todas formas, cortando sus finas y complejas arquitecturas debajo de un cielo inmenso donde se extiende una eterna calidez.

En las caricias de tu pelo, yo encuentro la languidez de largas horas pasadas en un diván dentro de la cámara de un bello barco, mecidos ambos por el balanceo imperceptible del puerto, entre jarrones de flores y agua fresca.

En la chimenea de tu cabello, yo alcanzo a respirar el olor del tabaco y del opio y del azúcar; en la noche de tu cabello, yo veo el resplandor infinito del azul tropical; y, en los ríos aterciopelados de tu cabello, yo me embriago de los humos del alquitrán y el almizcle y del azul licor de coco.

Entonces, pues, permíteme morder durante mucho tiempo tus trenzas, largas y negras. Porque cuando yo muerto tus cabellos elásticos y rebeldes, siento alimentarme de bellos y lejanos recuerdos.

lunes, 12 de septiembre de 2011

Erato

Mas, con voluble giro,
Huyó la mano hasta el corazón lejano,
Y el beso, que volaba tras la mano,
Rompiendo el aire, se volvió suspiro.
Metamorfosis, Luis G. Urbina

Her feelings seemed better fitted for a spirit whose habitation is the earthquake and the volcano than for one confined to a mortal body and human lineaments
Mathilda, Mary Shelley

I

Eran las cuatro de la tarde y el poema ya estaba escrito; solamente hacía falta de pasarlo a la hoja. Aunque a veces la mente traiciona y sale con sorpresas. Esa sorpresa resultó ser otro poema, y este mismo poema en otro poema, y aunque parezca inverosímil este último en otro, pero para esta hora el poeta Horacio Vallejo se encontraba cansado y decidió tomar un descanso. Volteó hacia la ventana y vio una luna grande y redonda, se estiró y prendió un cigarrillo. Hacía un poco de frío, así que cerró la ventana, y de nuevo a escribir. Escribir, qué placentero escribir, sobre todo si se escribe poesía. Poesía, qué hermosa es la poesía, sobre todo si se escribe acerca de mujeres. Mujeres, qué hermosas son las mujeres, sobre todo si son como… ¡Viviana! ¡Demonios! Otra vez se le había olvidado que tenía una cita con ella. Habían quedado de verse en un restaurant a las siete y ya eran las once veinte. Mierda, no era posible. Ya habían sido siete veces en el mes que le había quedado mal a su novia. Viviana había sido muy comprensiva porque sabía que Horacio se encontraba trabajando, pero aún así la tristeza en sus ojos era irreversible. Aún así, el poemario que se encontraba escribiendo era lo mejor que había hecho hasta ahora. Inclusive sus amigos artistas y poetas y personas no muy literarias le habían dicho que los poemas eran una obra genial. Suspiró. Sabía que no podía seguir así. Sabía que no podía continuar lastimando a Viviana. La inspiración poética lo había raptado totalmente y lo había hecho su esclavo; el hálito que le había infundido a su mente no podía dejarlo pasar así de la nada, por más que quisiera a Viviana. Debía elegir entre su poesía o su novia, y no podía ser tan egoísta en elegir a las dos. Sobre todo teniendo en cuenta que Viviana era la mujer más apasionada y sensible que había conocido hasta ahora. Ya fuese amar o reír o sufrir, Viviana lo hacía con una pasión que Horacio muchas veces pensó no era de este mundo. Cuando él y Viviana hacían el amor hasta la cama misma – ¡no! –, hasta el piso mismo temblaba por la conmoción de sus cuerpo enganchados. Cuando reía, reía con una fuerza que hasta a Horacio le infundía vida, ganas de vivir. Su risa era como un arcoíris que iluminaba el cielo de la tarde. Muchos poemas escribió Horacio inspirado por aquella risa. Y cuando añoraba, oh cuando añoraba, Viviana parecía sufrir un anhelo que sólo podía terminar en la muerte. La primera vez que Horacio había faltado a su cita, fue a buscarla a su departamento y la encontró sentada, casi desfallecida, en el piso junto a la cama, viendo la ventana y suspirando, que hasta sintió la culpa pegándole en el pecho. Estaba pálida y se miraba más delgada. Lo que más odio en la vida, le dijo Viviana una vez, es echar de menos a alguien. Lo odio. Tengo todo este amor para dar y no lo puedo dar. Qué hermosa eres, dijo Horacio, pero tú no tendrás la necesidad de extrañarme, porque siempre estaré a tu lado. Viviana sonrió y lo abrazó. Es por eso que debía hablar con ella lo antes posible, debía terminar con ella lo antes posible.

Buscó un reloj un cajón (Horacio había escondido desde hacía tiempo todos los relojes de su casa para no molestarlo). Vio: eran las once y media. Si se apresuraba podía llegar a casa de Viviana en treinta minutos y hacerle entender que ya no se podía a pesar del amor, a mí también me duele, no lo hagas más difícil, adiós adiós.

Ya iba de salida cuando sintió una brisa fresca en la puerta, así que mejor regresó por una chamarra. Y de paso lavarse la cara, y de paso cambiarse de ropa. En realidad sería mejor bañarse; desde hace una semana que no salía del estudio de su departamento, todo este tiempo escribiendo. Al poco tiempo salió del baño, sacó de su guardarropa un pantalón y una camisa y una chamarra negra. Tragó saliva. A Viviana le gustaba mucho esa chamarra negra. Con su sonrisa lujuriosa y mirada picaresca, muchas veces corrió hacia él, presa de su satírico instinto, para arrancarle de un zarpazo, junto al resto de la ropa, la chamarra y luego tirarlo al suelo y hacerle el amor con una dulzura estrambótica de mujer enamorada, que hasta hacían temblar el piso por la conmoción caótica de sus cabalgatas eróticas.

Se paró frente al espejo y comenzó a vestirse. Pero algo en su reflejo cuando se abotonaba la camisa lo hizo voltear hacia el espejo. Dios, qué es eso. Por debajo de su cuello y por todo el pecho vio marcas, muchas marcas, pequeñas y circulares, parecidas a los moretones, pero rojas y mucho más marcadas. Se bajó el pantalón y las marcas seguían hasta sus piernas y muslos. Pensó que serían ronchas, producto de exponerse al sol, ya que había escrito todo el día sentado al lado de la ventana por donde siempre entraba el sol. Tal vez su piel era delicada, pensó. No le dio mucha importancia; a un amigo suyo, un poeta extrañamente fallecido en la cúspide de su carrera artística, Fernando Catulo, le había acontecido algo parecido por andar filosofando todas las tardes en un parque sin muchos árboles.

Terminó de cambiarse y salió de su casa; un taxi casualmente cruzaba la calle, y lo abordó. A la Jacinto Benavente y Colima, por favor. El taxi arrancó. Dios, no sabía qué decir ni cómo. Es tan difícil usar la espada, como dice ese poema de Oscar Wilde. Pero tendría que hacerlo. No sabía con qué valor, pero tendría que hacerlo. El taxi se detuvo en un semáforo rojo. Volteó hacia la ventana. Había gente alegre en los cafés y caminando tranquilas por las calles, justo como a Viviana le gustaban los cafés y caminar. Suspiró. Todo aún tenía su huella. El semáforo aún estaba en ojo. Sintió unos extraños golpes en el pecho. La culpa por lo que se disponía a hacer, pensó. Pero ni modo, así tenía que ser.

II

En el velorio de Fernando Catulo, hace poco menos de un año, Horacio filosofaba en la fatalidad de la vida y demás cosas, cuando se percató de la chica sentada en la esquina de la sala. No se movía en absoluto. No hacía ningún gesto ni ningún ruido. No lloraba, no murmuraba. Parecía desvariaba. Su cabeza estaba inclinada como si se encontrara recargada en el hombro izquierdo de algún fantasma. Parecía una bella estatua.

Acercarse a la chica, presentarse, empezar un idilio, amor. Seguramente algunos lo verían como profano o inoportuno o de muy mal gusto; se encontraba en un velorio. Pero no le importó. Fernando, donde quiera que se encontrara, lo comprendería. Nunca fueron íntimos amigos, pero sólo era necesario tratarlo un poco para saber el gusto inconmensurable que tenía por las mujeres; Horacio estaba cortado por la misma tijera. Fernando no hubiera desaprovechado una oportunidad así. Ah Fernando, pensó Horacio, mira si la vida tiene tristes ironías. Fernando le comunicó muchas veces su excéntrico deseo de morir junto, víctima de alguna abominable enfermedad, tuberculosis o algo así, en la cúspide de su carrera artística, como todo un John Keats o un Gustavo Adolfo Bécquer. Y después murió en terribles y extrañas circunstancias.

Afuera llovía. Horacio se puso pie y fue hacia la ventana. Recordó que cuando encontraron a Fernando muerto, también había llovido. A Fernando le gustaba la lluvia, quién sabe si la había visto en su último día en la tierra. Desde hacía tiempo se había encerrado en su departamento, para trabajar en un proyecto poético que sería – le comentaron amigos en común a Horacio – el poemario más trascendental de los últimos años en el mundo de habla hispana. Horacio no lo dudaba. Un mes antes de aquel día, Fernando había leído un par de poemas en una cena que habían hecho en la casa del editor Roberto Uriarte. Los poemas simplemente eran hermosos. El lenguaje, las metáforas, la cadencia: todo era nuevo y fresco y original. Daban la impresión de haber sido trabajados minuciosamente, pero también de que Fernando Catulo pasaba por un período de inspiración que se podía calificar solamente como milagroso.

¿Cómo es que de repente te llegó tanta inspiración?, le preguntó Juvenal Castilla, otro poeta. Tú antes no podía escribir ni un triste soneto
Fernando rió.
No sé, dijo. Simplemente pasó. Una ráfaga de ideas me comenzaron a llegar después de conocer a… No, olvídalo, no nos conocimos mucho, al final ni nos veíamos, aunque ella era tan… No, sí, olvídalo. No sé cómo explicarlo

Un mes después Juvenal fue a visitarlo a su departamento; iba a llevarle una copia de sus propios poemas para que Fernando le diera su visto bueno o malo. Y como la puerta estaba abierta entró. El departamento, dijo después a la policía, estaba oscuro, pero una luz venía del estudio. Fue hacia ella, y encontró al poeta, recargado sobre su escritorio, muerto.

Su muerte había sido insólita. Su cuerpo parecía la encarnación de la más brutal balacera que alguien hubiese visto. Todo su cuerpo estaba perforado de agujeros por donde se le había salido la sangre, mas los forenses no encontraron balas en la autopsia. Los estudios no arrojaron resultados convincentes, ningún médico pudo reconocer el instrumento con que habían matado al poeta. Al final nadie sabía nada. Incluso hubo alguien que se atrevió a decir que murió de varicela, por más absurdo que pareciera. Pero si es que hubieran visto el cuerpo de Fernando, no hubiera parecido tan desquiciado: todos esos agujeros por todos lados, en qué se meten los poetas de ahora, viejo, qué asco.

Como no hubo otro camino que tomar, como no había más testigos ni sospechosos, Juvenal fue el único sospechoso viable para continuar el caso. Lo encerraron y procesaron y hasta ahora sigue en la cárcel, cumpliendo una condena de por vida. A pesar de que hubo testigos a su favor y se defendió la amistad que tenía con Fernando Catulo, él estaba en la escena del crimen, él descubrió el cuerpo y llamó a la policía, si juntaban los testimonios de personas cercanas a ambos poetas todo apuntaba a que Juvenal le tenía envidia que bien pudo transformarse en odio. El caso terminó en tragedia, y el mundo literario se vio envuelto en un escándalo tras la pérdida de dos buenos poetas, uno muerto, el otro en la cárcel leyendo literatura clásica para consolarse de su desdicha.

Horacio regresó a su silla. Volteó hacia la sala, solamente quedaban algunas personas. La chica aún estaba ahí, sentada de la misma manera en que la vio por primera vez. Encendió un cigarro y se acercó a ella.

¿Estás bien?, le preguntó.
La chica pareció regresar en sí y se disculpó.
Sí, estoy bien, gracias
Qué fea muerte, ¿no?
La chica no dijo nada. Tenía la mirada desencajada, y pensaba. Parecía pensar, por lo menos ésa fue la impresión que le dio a Horacio. Que la chica pensaba algo que en su mente no podía acabar de comprender.
No entiendo por qué…, se dijo como a sí misma. No entiendo qué fue…
¿Lo conocías mucho?, preguntó Horacio
Poco, en algún momento. ¿Y tú?
Más o menos. Éramos amigos, pero no íntimos. Y desde que se encerró a trabajar en su proyecto, nos dejamos de ver
Ah…
Tal vez fue como dice ese poema de Coleridge: "And what if all of animated nature / Be but organic Harps… / That tremble into thought, as o'er them sweeps / … one intellectual breeze"?
¿Qué significa?, preguntó la chica, viéndolo a los ojos, con curiosidad.
¿Qué si todos los seres vivos no somos más que Harpas que se tornan pensamientos, mientras una brisa intelectual los hace temblar?
¿Dices esos versos por Fernando?

¿Y por ti no?
No; yo aún no tiemblo, sonrió.
¿Eres poeta?
¿Se me nota mucho?
La chica sonrió.
Me gustan los poetas, dijo. Fernando sonrió.
Me llamo Viviana de la Cruz, mucho gusto
Me llamo Horacio Vallejo, igualmente

III

Horacio y Viviana caminaban por un parque en el otoño; la luna iluminaba el camino por donde aplastaban las hojas al pasar.

Me gusta mucho caminar, dijo Horacio. Sobre todo en estas temporadas. Es muy bello
A mí también, dijo Viviana. Pero más que nada me gusta la lluvia. La lluvia es más bella que el frío
Tienes razón, dijo Horacio. La lluvia es más hermosa que el frío. Cae gota a gota de las nubes, componiendo música con agua. Los relámpagos son un choque de platillos, el cielo funge como director de la orquesta. Dime lluvia, amiga mía, ¿qué me reservas en tu música de agua? ¿Qué tristes cadencias me susurras con las brisas? Si los truenos de octubre te anuncian por los cielos, ¿me esperarás doblando en una esquina? ¿me bañarás cuando salga de la casa? Oh lluvia, amiga mía, ¡cómo quisiera ser una gota de tu alma!
Viviana lo miraba, sonriendo de oreja a oreja.
Vaya, no sé de dónde salió eso, dijo Horacio con la mirada estupefacta. Simplemente sentí algo en el pecho, que necesitaba salir… No es muy bueno, pero de ahí puede salir algo. Estoy emocionado
Me alegro, dijo Viviana.
No, no, realmente estoy emocionado. Hace tiempo que no me llegaba nada a la cabeza. Ésta es la primera vez en mucho tiempo que siento ganas de escribir
Me alegro mucho
Gracias, yo también.
¿Y cuándo me escribirás un poema?
No lo sé, respondió Horacio. Necesito temblar, sonrió.
¿Aún no tiemblas, por mí?
No.
Pues entonces ven, dijo, y se abalanzó sobre el poeta, empujándolo contra la blanca pared de la habitación de su departamento. En el parque, hace un rato, lo besaba con súbita pasión contra un árbol. En la intimidad de las cuatro paredes, lo besaba con una furia de labios hambrientos. Las manos de Viviana tomaron las tuyas y las puso sobre su propia cintura; Horacio sintió estremecerse, y la piel de Viviana le pareció agridulce al tacto. Viviana envolvió con sus brazos de agua el sediento cuello del poeta, mientras Horacio bebía como caballo fatigado el arroyo que Viviana formaba con sus brazos. Bebe, le susurraba, bebe de mí, bebe de mí, como los colibríes beben el néctar de las flores. Bebo, dijo Horacio, bebo de ti, bebo de ti, como el camello bebe el agua de un oasis. Desnúdame, dijo Viviana, desnúdame, que bajo mis ropas, encontrarás el surtidor que escupe mi agua. Te desnudo, dijo Horacio, te desnudo, que bajo tus ropas el agua de tu cuerpo sabe más azul. Viviana besaba a Horacio, lo lamía con su lengua de perro, lo tocaba con sus manos de lince, le quitaba la ropa mientras cada zarpazo rugía como si sus manos tuviesen hambre de su piel. Le quitó el pantalón, la camisa, los zapatos y calcetines, y se montó en él, se montó y cayeron al suelo, cayeron a la alfombra, rodando sobre ella, de noche, de día, día de noche de día, forcejeando ella arriba de él un rato, él arriba de ella otro, riendo y besándose y lamiéndose las entrañas hasta que sus mismos huesos parecían probar la viscosidad de sus salivas. ¿Adónde vas?, preguntó Horacio. Viviana se había zafado de su acto de amor y se subió al escritorio que había en la recámara, los rayos de la mañana la hacían brillar detrás de ella, como un halo. Horacio sintió una semilla dentro de su pecho a punto de explotar, y corrió hacia el escritorio para ver a Viviana como si fuese una diosa en un altar. Viviana le posaba en diversas posturas que agitaban el pecho de Horacio como una botella que ya no podía, ya no podía seguir conteniendo el torbellino de palabras, la lluvia de metáforas, la implosión de lenguaje, inspiración poética. Tomó un cuaderno y una pluma y comenzó a escribir en un frenesí de tinta que salía de su pluma como manguera que chorreara sangre, un líquido conectado directamente con su corazón. Viviana allá arriba en el escritorio continuaba posándole, escultura viva, para que Horacio la estudiara, la admirara, la contemplara, la esculpiera, como fotógrafo que captura a su modelo pero con odas, sonetos y romances, en vez de flashazos y el cincel. Viviana brincó hacia sus brazos, haciéndole tirar su cuaderno, tomó su sexo y se unió de nuevo, brincando y descendiendo, subiendo y bajando, mientras que Horacio se convulsionaba de placer, como paramédico que le provoca choques eléctricos, disputándoselo contra el paraíso, que era donde al soltar su última ráfaga de leche es adonde se había ido para no volver, ya que se sentía, se lo dijo a Viviana feliz y sonriente, como un harpa de vibraciones perpetuas.

IV

Para llegar temprano Horacio decidió tomar un taxi. Se encontraba en un parque de por su casa y tenía una cita con Viviana en un café del centro. Había trabajado toda la mañana y una cita con Viviana le caería bien; necesitaba un descanso. Además de que se sentía culpable por dejarla plantada las últimas tres veces. Es que se había dilatado escribiendo su poesía. Se sentaba en un parque a que diera la hora para ir a verla, pero algo lo absorbía: las hojas de los árboles, el sol que se ponía, algún pensamiento de Viviana que le llegaba a componer sonetos en la mente. En las tres ocasiones había echado a correr al recordar súbitamente a Viviana, pero no la había alcanzado. Se echó la culpa a sí mismo y a los semáforos. Y es que se topaba con semáforos en rojo en cada esquina y avenida que recorría. Antes, pensó, era una delicia esperarlos, porque aprovechaba el tiempo para componer poemas en la mente, y cuando llegaba con Viviana ya tenía uno o dos poemas compuestos. Viviana se alegraba porque Horacio le decía que muchos poemas los había compuesto pensando en ella. Pero, aunque Viviana dijera que comprendiera su trabajo, se le veía en la cara cierta tristeza por no haberse visto el día que quedaron. Pero esta vez llegaría temprano, sí.

Llegó en quince minutos al café, pero cuando entró no vio a Viviana por ningún lado. Pensó que había llegado muy temprano así que decidió esperarla en una mesa. Pidió una copa de vino y la bebió fumando cigarros Camel. Pasó medio hora y no venía. Pasó una hora y tampoco. Pasaron dos horas y Viviana simplemente no aparecía. Horacio no se dio cuenta de las horas que pasaron porque, de nuevo, estaba componiendo un poema en su mente. ¿Qué habrá pasado?, pensó, y fue a hablar por teléfono preguntándole si no iba a venir.

Horacio, nuestra cita era a las seis, pero del día de ayer, dijo Viviana.
¿Qué?
Fue ayer
No es cierto
Pensó. Era jueves: ¡Demonios! Habían quedado el miércoles.
Amor, lo siento, dijo avergonzado.
Sí, está bien, la voz de Viviana apocada en el teléfono.
Podemos, si quieres, ahorita
No puedo; tengo que terminar un reporte para mañana en la oficina. Puedo mañana
Mañana no puedo; seguiré escribiendo
Oh… Entonces ¿cuándo te veo?
Horacio pensó. Realmente tenía mucho trabajo entre manos, y el resto del mes era perfecto para trabajar.
¿Qué te parece el viernes de la próxima semana?
¿Hasta entonces?
Sí, ¿no te gusta?
No, sí, sólo que es mucho tiempo de hoy para verte…
Yo también te quiero ver, hermosa. Sabes, he estado escribiendo muchos poemas acerca de ti. Yo creo que te gustarán. Tengo suficientes para publicarlos
Ah, qué bueno, amor
No suenas muy animada
No, sí, estoy contenta por ti, es sólo que prefiero verte que leer poemas tuyos acerca de mí
El viernes, te lo prometo
Está bien
En la semana te llamo para ver dónde y cuándo
Sale
Te quiero
Te extraño
Y colgaron.

Horacio se sintió extrañamente aliviado: tenía poco más de una semana para dedicársela a su poesía. Salió de la caseta y comenzó a caminar hacia su casa. Y durante el camino sintió extraños cosquilleos en el pecho, que supuso era la culpa por no tener que ver a Viviana durante una semana para poder trabajar.

V

La siguiente vez que alguien supo de Horacio fue cuando lo encontraron muerto al pie del edificio de su departamento. Un inquilino que salió a recoger el periódico vio el cuerpo y avisó a la policía. La investigación que se realizó no arrojó nada. Al parecer murió de un paro cardiaco, lo cual no era muy creíble, ya que Horacio era muy joven y tenía una salud relativamente buena. Investigaron a Viviana, quien se encontraba devastada por la pérdida de su ex novio.

¿Usted lo mató?, le preguntaron en la jefatura de policía.
¡Cómo lo iba a matar!, dijo llorando. ¡Si yo lo amaba, yo lo amaba!

Le creyeron. Por lo menos la coartada que tenía era válida. Eran las cinco de la mañana, dijo una vecina de Viviana, cuando salió a trabajar y escuchó el llanto de Viviana. Entró y la encontró al pie de la ventana, llorando y suspirando, repitiendo el nombre de Horacio. A esa misma hora, dijeron los forenses, el poeta había muerto. Así que ella no podía ser. Viviana no había matado a Horacio. Viviana de la Cruz era inocente

Pero yo, Juvenal Castilla, que cumplo una condena por un crimen que no cometí, sé la verdad. Y sé que aunque Viviana de la Cruz realmente amaba a Horacio Vallejo, como igualmente amaba a Fernando Catulo, tenía mucho que ver con la muerte de ambos. Porque cuando decía a los oficiales en la jefatura de policía, Lo único que hice fue suspirar esa noche, lo único que hice fue llorar y suspirar por Horacio esa noche, Viviana hacía algo más que extrañarlo, Viviana con sus suspiros hacía muchísimo más que solamente extrañarlo.

domingo, 4 de septiembre de 2011

Te juro que te adoro

Mientras el soldado iba en el tren, el resto del regimiento dormía. Leía un poemario de recientemente publicado. Miraba, entre los resquicios de la puerta, el sol del atardecer, gigante temblando en el cielo, como hecho de agua anaranjada. Se sintió repentinamente afligido. No tenía ninguna razón aparente. Sólo se sentía afligió. Ése era el tipo de cosas por las cuales lo regañaba cuando era chico.

Después de pasar lista en el cuartel, salió a caminar por la ciudad. La encontró pequeña y fresca y agradable y hermosa. Al cabo de veinte minutos entró a una taberna y pidió un aguardiente y lo bebía en la barra. Miró a su alrededor. No había mucha gente; un señor muy viejo con sombrero a cuatro mesas de la suya, un par de hombres en la otra esquina y una pareja en el fondo. El soldado fijó su atención en la pareja, un hombre maduro vestido de traje y bien peinado y una mujer joven y hermosa de vestido claro y cabello suelto. Parecían discutir pero la mujer joven no quería alzar mucho la voz aparentemente. El soldado los miraba de reojo hasta que la mujer alzó la vista y lo vio. El esposo también lo vio, y le pregunto desde su asiento, molesto y desafiante, si se le ofrecía algo. El soldado no respondió; se dio la vuelta.

Se escuchó un vaso caer al suelo; el soldado volteó, y encontró al hombre de traje de pie, enojado, moviendo agitadamente las manos, y a la mujer tratando de calmarlo, apenada. En un arranque no previsto, el hombre le pegó a la mujer joven. La taberna se quedó en silencio. El hombre hizo seña de pegarle, la mujer se quedó inmóvil, pero no hizo nada. El hombre sacó algo de su saco – dinero –, se lo dio al mesero y se fue molesto, dejando a la mujer de pie y avergonzada.

El soldado suspiró y siguió bebiendo. De pronto volteó a su lado y vio a la mujer, quien pidió un whiskey. La mujer, limpiándose los ojos y la nariz, le pidió perdón por su esposo, explicando que así se pone cuando bebe. El soldado, sin mirarla, aceptó sus disculpas, pero comentó que más bien le pareció que discutían. La mujer volteó a ver al soldado y éste a ella. Los ojos del soldado a la mujer le parecieron grandes y redondos y hermosos. Tenía bonitos dientes además. Se quedaron en silencio. Del radio salía un bolero. "Nosotros que nos queremos tanto / debemos separarnos, / no me preguntes más, / no es falta de cariño, / te quiero con el alma, / te juro que te adoro, / y en nombre de este amor, / y por tu bien, te digo adiós".

El soldado puso cinco monedas de cobre en la barra. Pero el cantinero lo detuvo, diciéndole que ese dinero, por la guerra, ya no valía nada. El soldado hizo un gesto de irritación. La mujer entonces sacó dinero de su bolso y pagó la cuenta del soldado y la suya. El soldado al principio no aceptó, pero la mujer se hizo la desentendida. De nuevo se miraron fijamente. El cantinero le dio el cambio a la mujer, llamándola doña Susana.

Los señores de la esquina, ahora en la barra, reían junto con el cantinero mientras el soldado y Susana salían juntos de la taberna.

Terminaron en un hotel donde hicieron el amor durante horas. Bajo las sábanas blancas de la cama, ninguno de los dos hablaba. De vez en cuando Susana hacía algún comentario respecto a la puerta o el piso, pero el soldado no decía nada. Su mirada fija hacia el frente y respiraba sosegadamente.

Susana le acarició, con la yema de su dedo, una cicatriz larga que el soldado tenía en su pecho. Le preguntó que cómo se la había hecho. El soldado respondió que su padre se la había hecho. Guardaron silencio.

Susana le dijo que esposo la quería tener siempre en la casa, sin hablar con su familia, con sus amigos, ni siquiera le permitía escribir cartas o leer novelas francesas. El soldado le preguntó, curioso, si sabía francés. Susana respondió que sí, que estuvo en un colegio francés de niña, donde también aprendió gramática, inglés, astronomía e historia. El soldado sonrió, y le comentó que le hubiera gustado aprender francés, pero que su padre lo consideraba una pérdida de tiempo, y por eso lo metió a un colegio militar. Susana le preguntó si por eso se enlistó en el ejército. El soldado respondió que se enlistó voluntariamente, pero del bando insurgente. Susana hizo un gesto sardónico, y lo tachó de loco, diciéndole que la policía aplacó por las malas a los insurgentes del pueblo vecino, y que uno de estos días en verdad enojarían al gobierno. El soldado, tocando su cicatriz, respondió que un cambio era necesario en el país

El soldado acompañó a Susana hasta su casa; era de noche y los grillos cantaban. El soldado la invitó a verse el día después, pero Susana estaba reticente. De nuevo lo tachó de loco, diciéndole que ni siquiera se conocían. El soldado sonrió y dijo que eso último podía cambiar. Su regimiento estaba estancado en la ciudad. Esperaban la orden del general Estrada para irse, pero quién sabe cuánto tiempo tomaría, tal vez semanas, tal vez meses. Susana negó con la cabeza, sonriendo.

Hacían el amor cada dos o tres veces por semana. El soldado y Susana se enamoraron en esos hoteles de pasos. En sus camas rechinantes y paredes despintadas, sus almohadas sin fundas. Susana suspiró mil veces recostada en el pecho del soldado, quien en cambio encontró el significado de tersura y suavidad acariciando el largo y lacio cabello de Susana con sus ásperas y callosas manos. Algunas veces le acarició los párpados, donde una piel amoratada se estremecía al tacto. Susana lloró siempre en esas ocasiones.

La siguiente ocasión que el soldado la vio golpeada, le pidió que no fuera a su casa en la noche. Habían pasado cuatro meses desde que se conocieron. Susana preguntó por qué. El soldado le reiteró la petición y le pidió que lo esperara en la estación del tren. Susana terminó por aceptar.

Despuntaba la mañana cuando Susana vio de nuevo al soldado. Lo vio caminar a lo lejos, de espaldas al sol, mudo y solitario como siempre. Al acercarse lo suficiente, vio su ropa muy sucia y manchada de sangre. Poco a poco comprendió lo que había sucedido. Susana, atónita, tenía la mirada perdida. Gruesas lágrimas comenzaron a caer de sus ojos. Rompió en llanto, pero sabía que era lo mejor, y lo abrazó. Sintió un bulto en la espalda del soldado. Abrió, los ojos y vio su mochila. Volteó alrededor. Soldados se acercaban a la estación. Partirían. De golpe comprendió la situación, y alzó su rostro al soldado, quien la miraba, a pesar de todo, sonriente. Llévame contigo, dijo desesperada, aferrándose a él. Te juro que te adoro, contestó el soldado tomándola del rostro con ambas manos y besándole suavemente en los labios.

Cuando Susana menos lo esperó el soldado ya estaba arriba del vagón, que poco a poco se alejaba de ella. Escuchaba la maquinaría trabajar. El soldado le decía adiós con la mano y le sonreía como sólo él le había sonreído en mucho, mucho tiempo. Susana siguió al tren, riendo y llorando y respondiendo la despedida, hasta que el tren se perdió en el sol de las seis de la tarde.