domingo, 27 de mayo de 2012

¿Por qué el futbol es tan importante en México?


Hasta hace unas semanas, el futbol se vio envuelto en una controversia a nivel nacional. Y es que las televisoras mexicanas querían transmitir un partido de futbol a la misma hora que el debate presidencial. Obviamente, esto despertó sospechas y preguntas: ¿por qué transmitirlo precisamente a la hora del primer debate entre los candidatos a la presidencia de la república? Sabemos muy bien que en México la afición popular por el futbol es indiscutible y vehemente – la gente se emociona, brinca, canta, se pinta las caras de sus equipos preferidos, hasta se golpean los unos con los otros con tal de defender a sus equipos o imponerlos. Por lo tanto, en un país como el nuestro, donde la corrupción es parte intrínseca de la política, esta transmisión parecía una estrategia: distraer con un juego de futbol al pueblo más inclinado por el futbol que la política, desviándolo así de conocer a ciertos candidatos indeseables para un grupo o benéficos para los otros, uno de los cuales, se rumora, concedería privilegios a las televisoras si es que llega a ganar las elecciones. Al final el debate tuvo más rating que el futbol, lo cual es una victoria para la democracia. Sin embargo, la pregunta del por qué el futbol es tan importante en México aún pende en el aire.

Max Horkeimer dijo que “la religión es el registro de los deseos, nostalgias y acusaciones de un sinnúmero de generaciones”. Es decir, la religión es, en muchos casos, un universo imaginado donde los deseos insatisfechos de los seres humanos son cumplidos. Por esta razón, por ejemplo, encontramos en la Biblia un pasaje como el siguiente: “Bienaventurados los que padecen persecución por causa d la justicia, porque de ellos es el reino de los cielos” (Mateo 5:10). En este ejemplo, la persecución injusta encuentra una recompensa en el Cielo, así como la pobreza, el hambre, el dolor y un sinnúmero de desdichas también pueden encontrar su justa recompensa.

Por su parte, Juan Villoro en su libro Dios es Redondo hace un comentario rescatable acerca del futbol. Villoro dice que

Las multitudes llenan los estadios ilusionadas por algo que no sólo pasa en la cancha. Gracias al graderío, un partido de carga de supersticiones, anhelos, deseos de venganza, complejos mayúsculos, intricadas leyendas. El fútbol ocurre en la hierba y en la agitada conciencia de los espectadores.

Comparados, tanto los deseos y nostalgias de Horkeimer como los deseos y anhelos de Villoro son de la misma naturaleza: ambos buscan obtener una recompensa por una historia y pasado tanto complicados como, ¿por qué no?, dolorosos. A través del, distintas culturas con conflictos entre sí se encuentran, se enfrentan, se asestan golpes duros que una multitud aclama desde el otro lado de la cancha, y cualquiera de ellos puede obtener una victoria cerrada y clara. Por ejemplo, países con un largo conflicto entre ellos pueden enfrentarse amistosamente, un país colonizado puede enfrentarse a su colonizador, etc.. Por lo tanto, teniendo en cuenta lo que dijo Villoro, podemos afirmar que México también tiene anhelos, deseos de venganza, complejos mayúsculos e intricadas leyendas. Pero ¿cuáles son estos anhelos, deseos y complejos, y por qué México los tiene? Un breve análisis de nuestra historia, cultura e identidad puede arrojar algunas respuestas.

México es un país con gran potencial y herramientas para sobresalir internacionalmente. Nuestros atributos y cualidades son numerosos. Mas somos, como dice ese dicho, “candil de la calle, oscuridad en la casa”. Muchos de nuestras riquezas tanto materiales como culturales son ignoradas y despreciadas en nuestra casa, por nosotros mismos, pero cuando un extranjero las percibe y hasta las codicia, ahí se vuelven trascendentes. En este sentido, por ejemplo, podemos citar muchos aspectos de nuestra cultura y territorio que nos hacen un país con gran potencial para sobresalir. Según la UNESCO, México cuenta con 31 lugares designados como Patrimonio de la Humanidad, tanto culturales como naturales. Según el INALI, en México se hablan 37 lenguas aparte del español. Y según PEMEX, México era, hasta el 2006, el sexto mayor producto de petróleo en el mundo. A pesar de esto, nuestra educación es deficiente; nuestra economía es baja a comparación de países desarrollados; los recursos naturales no se utilizan para el desarrollo de la nación; en el país hay casi 55 millones de pobres; y el país en general, así como nuestra raza e identidad, no han alcanzado el prestigio que pensamos que deberían tener en el mundo moderno.

Además, hay aspectos de nuestra historia en la que aún nos encontramos en duelo, como la Conquista de parte de los españoles de la cual aún no podemos recuperarnos. Esto a su vez ha provocado una gran ansiedad existencial en el mexicano en el sentido que somos por naturaleza solitarios y que negamos ser indios y españoles, en palabras de Octavio Paz, “hijos de la nada”. Los territorios perdidos ante Estados Unidos, por otro lado, también son otro aspecto de nuestra historia difícil de tratar. México, antes de la Guerra contra Estados Unidos, tenía el doble del territorio de lo que tiene ahora, además de que estos territorios eran ricos en petróleo (Texas) y en oro (California). Al quedarnos sin la mitad de nuestro territorio, los mexicanos nos sentimos, más que ultrajados, impotentes, ya que, de nuevo, tuvimos una herramienta más, un gran territorio, para alcanzar el paraíso terrenal con el que desde hace años hemos soñado pero que hasta ahora no hemos alcanzado. Cada vez que el mexicano lamenta estas pérdidas, lamenta su salvación perdida, tanto que incluso las intenta recuperar de un modo por lo menos simbólico. Elena Poniatowska dice, por ejemplo, que la inmigración de parte de mexicanos hacia Estados Unidos es una “reconquista”. Poniatowska dice explícitamente que "México va recuperando los territorios cedidos a Estados Unidos con tácticas migratorias".

Sin embargo, estos ejemplos no tienen sentido si no tenemos en cuenta el factor de la venganza. México intenta vengarse en contra de sus enemigos: los extranjeros que nos discriminan, los países que nos explotan, las culturas que nos intentan imponer la suya – en resumen, los países que no nos aprecian ni respetan. Como el mexicano siente que no tiene grandes victorias de las cuales jactarse, recurre a victorias más particulares y simbólicas al mismo tiempo. Por ejemplo, la frase “Viva México, cabrones [o hijos de la chingada]” o “como México no hay dos”. Octavio Paz ha hecho un profundo análisis de la primera frase en El Laberinto, pero la segunda frase es digna de analizarse. En la canción “como México no hay dos”, encontramos el verso, “en el extranjero cuanto más yo quiero a mi nación” es muy significativo. Si el mexicano desprecia a su país o tiene un complejo de inferioridad manifestado en su vocabulario con términos como “Chafamex” o si continúa dándole el significado de “indio” (es decir, una de sus ascendencias) a una, este verso le da a México un carácter de unicidad, de importancia: los mexicanos podemos ser todo lo que ustedes quieran, pero tenemos espíritu fiestero, le ofrecemos al mundo tequila (“Pero yo prefiero un tarro de tequila / Como México no hay dos”) y bellos paisajes y arquitecturas, somos un país lleno de tradición y cultura (aunque por dentro la despreciemos, ignoremos y nos avergoncemos de ella); y solamente por esto “México no hay dos”. Con esto el mexicano se siente vengado de su propia situación de país en vías de desarrollo, desamparado por sus propios políticos – aunque en su mente sigue estando, en su mente, por debajo de países desarrollados. Por otra parte, los versos, “San francisco, Hollywood y sus artistas / Casi fue nuestra nación”, refuerzas la interpretación respecto a los territorios perdidos. Con estos versos, México recuerda, con nostalgia y con dolor, que el país estuvo cerca de poseer símbolos de “éxito”, riqueza y prestigio nacionales, propios de un país desarrollado y poderoso como los Estados Unidos, pero que desafortunadamente perdió.

Debido a esto los mexicanos nos encontramos frente a una vitrina impenetrable, tras de la cual se encuentra nuestra victoria y, ¿por qué no decirlo?, nuestra salvación como ciudadanos y país, individuo y colectividad. Esto a su vez ha convertido al mexicano en un ser resentido y desesperado. Buscamos conseguir la victoria a toda costa y lo más rápido posible – pero no cualquier victoria: queremos una victoria mundialmente notable, que sea digna de recordarse y que se celebre y cante por todo el mundo. Una victoria simbólica, espiritual, que le regrese a México el prestigio que durante años se le ha negado y tal vez la fe y seguridad en sí mismo. Y es aquí donde entra el futbol. El futbol es el único deporte practicado por todo el mundo que tiene una copa mundial celebrada cada cuatro años, donde, en la misma cancha y a la misma hora, se pueden ver las caras países con un gran historial de conflictos y sinsabores. El mexicano inconscientemente anhela su salvación espiritual en la copa mundial.

Sin embargo, el tiempo claramente no se ha detenido aún. El mexicano aún puede rescatarse a sí mismo y a su país no de manera simbólica, sino material. El tiempo aún fluye y, por lo tanto, aún existe la posibilidad de un futuro distinto al que tenemos. Pero ¿por qué aún no lo hemos hecho? Antes de seguir con el análisis del futbol, es necesario también un breve análisis de la identidad mexicana para responder esta pregunta.

Identidad mexicana: su sufrimiento

Como hemos visto, el mexicano busca salvar al país y verse a sí mismo como un igual frente a los ciudadanos de países desarrollados. Sin embargo, después de años de estar en esta situación, el mexicano ya pudo haber intentado hacer algo, por lo menos algo chico, por el país. Pero no lo ha hecho. ¿Por qué no lo ha hecho? En parte porque el mexicano ve de manera fatalista la situación de México. Michel de Montaigne, en su ensayo “Sobre la Experiencia”, hace una reflexión clave sobre la situación del mexicano y el sufrimiento. Montaigne dice que “la primer enseñanza que los mexicanos imparten a sus hijos cuando, al salir del vientre de sus madres, les dan la bienvenida con las siguientes palabras: “hijo, tú has venido a este mundo a tolerar: entonces soporta, sufre y cállate”. Esta reflexión es clave para comprender nuestra historia en todas sus facetas, ya que Michel de Montaigne es un escritor del Renacimiento: siglo XVI: México aún no existe; apenas es una colonia, y ya un intelectual hace una observación clave acerca de la realidad mexicana: que debemos aguantar nuestra realidad como debemos aguantar un defecto indeleble en la cara. Por lo tanto, si los mexicanos creemos que hemos venido a este mundo a sufrir, es claro pues que, como colectividad y también como individuos, no haremos un esfuerzo por mejorar, porque el sufrimiento, como dice Montaigne, es parte de nuestras primeras enseñanzas: es parte de nuestra realidad. No obstante, esta reflexión no debemos tomarla a la exageración: el país obviamente ha tenido grandes progresos y gente que ha desafiado esta enseñanza. Sin embargo, cuando vemos de cerca algunos casos, veremos que la enseñanza de Montaigne sigue vigente. Pasemos a una reflexión que hace Patricia Llaca, una actriz mexicana, respecto a las muertas de Ciudad Juárez en Chihuahua:

Yo creo que la tragedia de las mujeres de Juárez es una metáfora dolorosa de la realidad del país. De un país que ha sido secuestrado, golpeado, torturado y violado durante décadas de malos gobernantes. Y creo que tristemente, a diferencia de las mujeres de Juárez, nosotros no tenemos un grupo de apoyo que busque justicia… Creo que se nos ha hecho un poco un alma de teflón y estamos acostumbrados desde hace años ver en las noticias que se destruyen manglares y bosques, que los políticos se enriquecen de forma ilícita, que se venden las costas …, que se vende el patrimonio nacional, y hemos generado una tolerancia al respecto, y creo que eso es lo grave, creo que es esa actitud la que permite que sucedan cosas como las de Juárez. A diferencia de honrosas excepciones, casi todos nos limitamos a enojarnos y a indignarnos de forma pasiva en nuestras casas y nos hemos acostumbrado como mexicanos a vivir con ese sentimiento: una mezcla de rabia, indignación, impotencia e indiferencia al respecto.

Esto lo podemos ver a diario. Recuerdo una vez, hablando acerca de la manera anticonstitucional que oficiales de tránsito y de policía detienen a los conductores de vehículos para revisarlos, un amigo dijo: “pues esto es México, las autoridades hacen lo que quieren, y ni tú ni yo lo vamos a cambiar”. Los mexicanos somos un pueblo que queremos y, en cierta medida, buscamos la salvación de las cosas a las que alude Patricia Llaca. Sin embargo, debido a la enseñanza que describe Montaigne, nos hemos vuelto muy cínicos. Y pensamos que cualquier intento por pequeño que sea para salvar a nuestro país es un intento inútil con el cual lograremos nada: somos como un barco que no termina de hundirse: si algún iluso o idealista intenta sacar por la ventana un balde lleno de agua, estaría perdiendo su tiempo. Pensamos esto porque descongelar las olas de las que habla Fuentes y llegar a la playa tomaría mucho esfuerzo: requeriría romper una pared psicológica que tenemos como sociedad. Y ciertamente rescatar al país tomaría mucho esfuerzo: necesitaríamos una buena educación, oportunidades laborales, una economía sólida que pueda competir en el mercado, pero para esto necesitamos gobernantes honestos que quieran ver por México; pero como los políticos para el mexicano son intrínsecamente corruptos (porque, en la mentalidad mexicana, en la que sólo se puede chingar o ser chingado, los políticos escogen chingar al pueblo), ninguna de las primeras premisas se puede cumplir: la salvación del país es un circulo vicioso y caótico que no tiene comienzo y mucho menos fin. Y es aquí donde entra el futbol y la Selección Nacional.

Partido de futbol como ritual

Si el mexicano quiere rescatar al país y la política no le ofrece salvación verdadera, entonces la Selección Nacional a través del futbol es el único medio por el cual puede salvar su espíritu. El futbol, a diferencia de la política, no requiere de años ni de un esfuerzo colectivo que involucre millones de personas, toma sólo noventa minutos: en sólo noventa minutos, México puede resultar victorioso, puede subir de categoría, puede recobrar su prestigio y limpiar su nombre. Por lo tanto, al igual que la fiesta, podemos decir que un partido de futbol en México alcanza el grado de ritual. Para  comprobar esto, podemos ver ciertas actitudes de los mexicanos en algunos aspectos que se viven dentro de un partido de futbol. Por ejemplo, el himno nacional. El mexicano se avergüenza de sus raíces indígenas; pero cuando se toca el himno nacional en un estadio previo a un partido de futbol, el mexicano exuda patriotismo inusitado: está orgullo de sí mismo, de ser mexicano, además de sentirse capaz de estar a la par contra países del primer mundo como Estados Unidos, Francia o Alemania, y canta este orgullo al unísono con millones de mexicanos donde quiera que vean el partido de futbol, con la mano en el corazón, pintado de verde, blanco y rojo. Este patriotismo alcanza un nivel de fervor que sólo podemos comparar con los cantos religiosos católicos, con las alabanzas en la misa católica o el rezo del Padre Nuestro, pero de manera más agresiva. Por lo tanto, podemos concluir que un partido de futbol es una batalla de carácter religioso y que los jugadores de la Selección Nacional son los cruzados encomendados con la santa tarea de conquistar tierra santa: el pedazo de Edén, de gloria internacional, que pensamos que siempre nos ha correspondido por derecho. Por lo tanto, cuando el mexicano canta el himno nacional en un estadio de futbol o en su casa viendo algún partido, lo que le está cantando es a los once jugadores en la cancha:  

Mas si osare un extraño enemigo
profanar con su planta tu suelo,
piensa ¡Oh Patria querida! que el cielo
un soldado en cada hijo te dio.

Un gol es otro aspecto que debemos considerar. Selección Nacional anota un gol el país entero se cubre de gloria. Los mexicanos saltamos, gritamos, cantamos, agitamos la bandera y la besamos – también nuestra camisa con símbolos patrios. No importa que el rival sea Estados Unidos o Francia o cualquier otro país desarrollado: con un gol México ha sido capaz de ver a los ojos a una potencia y asestarle un golpe de frente, un golpe que no requiere interpretación o justificación para ser victoria, como la Reconquista de la que habla Fuentes: un gol es certero, legítimo y por primera vez pone a México, el país parte indígena que se avergüenza de serlo, en un nivel por encima de sus adversarios. Un gol es, en resumen, un golpe válido en lo que Marx llamaba “la lucha de clases”: el pueblo oprimido en contra de quien cree que lo oprime.

Y si la Selección Mexicana ganara el mundial, como canta El Tri, “toda la policía no alcanzaría pa’ aplacar el jubilo nacional”, ya que nos habríamos salvado espiritualmente. Sin embargo, no sabemos si esto sería suficiente motivo para despertar el interés del mexicano para inspirarlo a hacer algo por su país. Finalmente, no importa. Ya que, como dijo Vladimir Lenin, en Socialismo y Religión, no hay cantidad de panfletos y sermones que puedan iluminar al proletariado, si es que el proletariado no se ilumina a sí mismo en la lucha contra, en este caso, el futbol. Un ensayo no cambiará la manera de pensar del pueblo mexicano respecto al futbol, así como un sermón acerca de lo dañino que puede ser el uso de la droga no evitará que gente la consuma. Además, hemos visto que el futbol despierta un aspecto del mexicano que no podemos ignorar: ignorar aspecto en cierta medida es ignorar al pueblo. Lo que necesitamos es iluminar al pueblo, hacerlo despertar de su letargo, y hacer que la gente haga lo que dice Lenin en Socialismo y Religión: que la gente concluya que es más importante un paraíso en la tierra que obtener un paraíso en el cielo. Si atacáramos el futbol, caeríamos en el error de cálculo, la hamartia, de Thomas Paine cuando, tratando de despertar la conciencia crítica del pueblo americano aunque por su propio bien, criticó la religión Cristiana en La Edad de la Razón, por lo cual el pueblo lo reprobó y le dio la espalda. Necesitamos lentamente persuadir a la gente de que pueden enfocar su júbilo y su vehemente fe hacia aspectos más concretos y materialistas que el futbol – el desarrollo del país. Pero esto sólo se puede lograr, desde luego, a través de la educación. Pero una educación que nos haga pensar críticamente: que no solamente se trate de aprender, porque esto hace de alumnos principiantes alumnos muy cínicos. Necesitamos alumnos críticos que discutan, debatan y cuestionen, y que no vomiten información en un examen un día después de haberla absorbido – sin procesarla – como esponja. Ya que, como dijo el filósofo chino Confucio, “el que piensa y no aprende está en gran peligro, pero el que aprende y no piensa está perdido”.  

domingo, 25 de marzo de 2012

Carta a una vieja conocida


Las desgracias no vienen solas
 El Zahir, Jorge Luis Borges

Marielle, te había dado a entender que no iba a volver a dirigirte la palabra. No nos conocimos por mucho tiempo; días que se cuentan con una sola mano. Además, la necesidad de enviarte una última palabra ha sido más fuerte que el deseo de abstenerme de enviártela. Quiero decirte que me encontraba conforme y satisfecho en el viaje que hace poco intenté realizar contigo; sí lo recuerdas, ¿verdad? El viaje que tú y yo comenzamos a hacer siquiera sin haberlo planeado, sin haberlo deseado. A mí me gusta viajar, Marielle. No tanto porque no tolero quedarme solo (tú tal vez conozcas gentes que se embarcan en viajes porque no soportan quedarse solos, sino porque para mí realizar un viaje es concretar una esperanza. En mí hay una pena que me aflige y me consume; no sé en qué consiste; lo único que sé es que realizando un viaje es lo más cerca he estado de encontrarme una cura. En aquel viaje contigo, un día me desperté por la mañana y, en vez del frío y la oscuridad cotidiana, me encontré con un día cálido. Me encontré con el cielo azul despejado; el sol radiante flotando allá arriba; y un campo de trigo suave como alfombra que soplaba brisas friscas que eran como caricias a la piel. Me sentí feliz por encontrarme en aquel paraíso rural, ya que ésta era la cura que por tanto tiempo había estado buscando. Pero el viaje súbitamente terminó. No habían pasado ni un par de días en aquel campo de trigo cuando me dijiste que ya no podíamos continuar el viaje y que debíamos separarnos. Me dijiste: he estado pensando últimamente, mejor no, sería mejor parar y seguir cada quien con nuestras vidas. No comprendí por qué estas inesperadas palabras, pero tu voz se escuchaba firme y sentí tu mirada aguda como filo de navaja. Así que resignado hice mis maletas y me fui de ti, del campo, de mi cura, sin decirte nada (ése es mi problema, ¿sabes?, nunca digo nada). Me subí al tren de regreso en la estación con el sol declinando a mis espaldas. Horas después ya estaba llegando a la estación Manchuria. Estaba por bajarme cuando vi por la ventana una manada de nubes que se formaban a lo lejos. Recordé que era febrero, que era invierno y por lo tanto frío.

Cuando llegué a mi casa ya era de noche; lloviznaba, hacía frío y el cielo estaba muy oscuro, como plumaje de cuervo... Yo no sabía dónde estabas; sólo que te habías ido. ¿Adónde? No sé. Lejos, supuse. Tal vez en un nuevo viaje, tal vez con… En fin. Buscaba en mis bolsillos la llave de mi casa cuando, de pronto, sentí un pinchazo justo en el centro del pecho que me dejó sin aire por un segundo. Me toqué el pecho preocupado – porque sentía mis latidos más intensos como nunca, podía escucharlos retumbar dentro de mi pecho como golpes de tambor – y alcancé a acariciar algo redondo y peludo que me había eludido. Volteé, y vi de pie en el suelo una araña.

No sé si alguna vez te lo comenté, Marielle, pero en ciertas ocasiones me he topado con arañas en la vida. No es algo de lo que me guste hablar; lidiar con arañas siempre resulta ser un asunto terrible y desagradable. Porque cuando una araña me muerde, lo hace cuando menos lo espero; cuando me encuentro distraído lavando la ropa, preparando la clase del subjuntivo alemán para el día siguiente, cuando estoy comiendo o me estoy afeitando. Sucede en tan poco tiempo, es tan breve el instante que dura la mordida, como golpe que me asestan en el pecho y luego retiran el puño al instante; pero como gong al que le pega con un mazo, el dolor de la mordida no termina en cuanto se va la araña. Al instante, su veneno me invade como ejército enemigo la sangre, y repentinamente me siento enervado. El clima ya lo veo gris; no me importa si suena el teléfono, no lo quiero contestar; no quiero hablar con nadie, tampoco siento deseos de seguir comiendo, pierdo el apetito; si tengo clases que preparar al día siguiente, no las preparo, o las preparo desganado; lo único que quiero es encerrarme en mi habitación, bajar las persianas y que el mundo me deje en paz con esta nueva aflicción que mana de mi pecho como manantial de agua podrida. La araña se va, se mete a algún agujero que encuentra debajo de la alfombra, y no es hasta que el efecto del veneno se disipa de mi sangre y me siento de nuevo es que la vuelvo a ver.

La araña que vi afuera de mi casa era grande, redonda, muy peluda y patona, de aspecto amedrentador. Me le quedé mirando fijamente y ella a mí, ambos tanteándonos en la oscuridad lóbrega de la noche. Me toqué el pecho y sentí algo viscoso: su veneno. En ese instante comprendí lo que me esperaba de ahora en adelante. Ni modo, me dije, que así sea. No me juzgues de masoquista, Marielle; no lo soy. Es que, oh, ¡cómo explicarte! – la presencia de la araña era abominablemente lógica, como una pelota que se lanza en el aire y que a los tres segundos cae de regreso: es la ley de la física, la consecuencia de la causa. Si la araña debía morderme en ese momento de mi vida, entonces iba a encontrar una manera de hacerlo. Así que para qué resistirme, Marielle, para qué encontrarle obstáculo; cualquiera hubiera resultado fútil. Abrí la puerta y la dejé entrar a mi casa, a mi vida. Pensé que la araña se iría de mi casa; las arañas nunca se han quedado por siempre en mi vida. En algún momento se pierden o languidecen como eco con el tiempo... Esta araña no iba a ser la excepción.

Sin embargo, poco más tarde, entre las últimas gotas del veneno en la sangre y la nueva mordida que lenta se aproximaba, maté a la araña, aplastándole la cabeza. Fue un golpe mortal y súbito, no le di tiempo para reaccionar, ni siquiera para presentirlo. Mas cuando levanté mi pie y vi su cadáver aplastado como pulpa de naranja en la suela de mi zapato, recordé un verano, recordé un calor y un sol lejanos, que me llenaron la cabeza de aprehensiones y el pecho de culpas. Sentí que había traicionado algo dentro de mí, de mi pasado, porque tal vez no era lo correcto, tal vez aún quedaba una esperanza de… Pero ya era tarde; la araña estaba muerta. Y esa noche no pude dormir hasta bien entrada la madrugada debido al dolor infligido por el veneno.

Marielle, querida Marielle, la araña me sigue a todos lados. No hay lugar en el que no me muerda no importa qué tan lejos corra. Me subo al camión ruta 66 y me lleva hasta las orillas de la ciudad, y sólo es cuestión de tiempo para que la araña salte del techo o brote del asiento de al lado y me muerda. Parece como si la trajera pegada a mí, como si fuera parte intrínseca de mí… Por ejemplo, yo doy mi clase de alemán en el instituto de la calle Costa Rica. Tú sabes, Marielle, yo te lo he comentado: soy buen profesor. Trato de hacer amena mi clase al bromear con mis estudiantes de vez en cuando, pero exigiéndoles cada día a hacer el mejor trabajo posible. Pero de vez en vez me sucede que me siento en el escritorio después de pedirles que hagan los ejercicios del subjuntivo en silencio, pero luego la araña me muerde y mis deseos de enseñar se van al carajo. Mis alumnos terminan sus ejercicio, desean pasar al pizarrón y escribir sus respuestas; pero en ese momento yo les respondo que mejor ya no, que no importa, que retomamos la clase otro día y lo siento pero debo retirarme. Mis chicos obviamente resienten esta actitud; no están acostumbrados a negligencia y apatía de mi parte (porque esto es lo que siento: negligencia y apatía). Pero no importa; lo único que quiero es largarme a mi casa y estar solo. Regreso a mi casa bañado de la más fría lluvia, arrastrando mi tristeza como sombra inseparable.

A veces me da la impresión de que yo mismo busco la araña, ¿sabes?, que yo soy quien pasa a cada rato por su orificio en la casa o el que se pone de pie para esperar que aparezca. Me pongo a ver películas para olvidarme de su existencia. Éste ha sido el único remedio contra las arañas. Los libros, no; los libros implican pensar, imaginar, hacer trabajar el cerebro que nos remiten a parajes insospechados de la memoria, que en otras circunstancias no hubiéramos querido acceder en un principio. El cine, por lo contrario, es un arte más pasivo; yo puedo echarme en el sofá y ver una película sin alzar un solo músculo para pensar. Mas este remedio funciona por unos cuantos minutos, porque siempre termino por obligarme a recordar la araña, y cuando menos lo espero (¿o tal vez sí?) la araña ya me ha mordido de nuevo.

Cómo me arrepiento de haber intentado realizar aquel viaje, Marielle, cómo me arrepiento. Porque este veneno es insoportable; me irrita, me exaspera. Lo único que anhelo con vehemencia es que haga sol y sea verano. Pero el sol y el verano están muy lejos, ¿comprende? Lo que quiero está muy lejos y tan cerca que un día lo tuve. Yo me enojo conmigo mismo, con el mundo, me dan ganas de castigarme, sí, de castigarme, de reprocharme, maldita sea, te odio, te odio, ¿por qué hiciste esto? ¿por qué, eh? ¿Qué motivos te di? ¿En qué te fallé? No tenías por qué, nunca te di pretextos, nunca te di razones, nunca, ¡nunca! Oh, Marielle, como puede leer, estos momentos lamentables de descontrol son el patetismo en persona. Porque nada como sentir ira y no expulsarla, nada como sentir hambre y no tener comida, nada como querer que… y que me muerda la araña.

Marielle, han pasado cinco meses desde que escribí la última línea de esta carta. Paré de escribirla; creí que ya no tenía necesidad de hacerlo. Un amigo hace tiempo me recomendó la poesía de Charles Baudelaire. La verdad, me pareció muy buena; los poemas estaban repletos de símbolos y metáforas extrañas. Pero a mitad de un poema – ah, Marielle – comencé a sentir un volcán queriendo estallar dentro de mí. Sentía la lava quemarme las entrañas pidiendo una erupción a gritos bajo un cráter estaba sellado. Ya que “Cuando mis dedos acarician complacidos / Tu cabeza y tu lomo elástico / Y mi mano se embriaga de placer / De palpar tu eléctrico cuerpo, / Veo a mi mujer en espíritu…” Dígame, ¡de qué habla este poema! Dígamelo Marielle, ¡dígame!, de qué habla este maldito poema… En ese instante evoqué sin querer una oscuridad, salados murmullos, caderas anchas y carnosas subiendo y bajando despiadadas como subibaja, piernas largas y morenas y dulces, entre las cuales llegué a encontrar una cueva húmeda y secreta en la que pude refugiar mis tristezas. Sentí que la araña me mordió, pero no pudiendo soportar más el terrible recuerdo de saberme acompañado en medio ahora de esta palpable soledad, me bajé el pantalón y comencé a darme placer a mí mismo con mi mano. Al explotar, sentí que la araña lenta se alejaba y se escondía en su orificio, y yo me sentí aliviado. Pero éste sólo fue un remedio momentáneo, porque a los pocos minutos sentí el veneno que me picaba la piel por dentro como río de jeringas. Me bajé de nuevo el pantalón y me volví a dar placer a mi mismo. Al terminar, me sentí avergonzado y deleznable, porque tenía que recurrir a este enfermizo medio para contener el efecto veneno de la araña en mi cuerpo. Aunque por lo menos había funcionado, concluí. Así que desde entonces decidí emplear ese método para evitar el dolor que me infligía la araña.

Yo me encontraba tranquilo, casi feliz, durante todos estos cinco meses,Marielle. La araña aún vivía en mi casa y a veces me mordía; pero su veneno ya no me afligía. El clima ya no estaba frío, sólo nublado, y a veces me daba la impresión de entrever un rayo de sol lejano. Realizaba responsablemente mi trabajo con mis chicos, salía a hacer ejercicio todos los días e incluso comencé a salir con Brenda. Brenda era una chica linda, Marielle, amable, simpática, cuya boquita rosa de dientes muy blancos hacen maravillas debajo de la cama cuando se le proporciona el licor suficiente. Un sábado por la mañana, para celebrar el triunfo de mi nueva vida, fui a visitar a mi hermana Nataly al otro lado de la ciudad y pasar la tarde con ella. Nataly me abrió la puerta de su casa, se vio contenta de verme y me recibió con gusto. Pasamos la tarde bebiendo té y platicando. Al despedirme, me deseó las buenas noches, me reiteró que podía volver cuando quisiera y me dio un abrazo. Yo la rodeé con mis brazos pero, sin querer, al poner mi rostro arriba de su cara, le olí el cabello. Marielle: en ese momento sentí que los engranes de mi cuerpo se reventaron por falta de aceite. Que un dolor infinito me incluso me cortó la respiración por un segundo. Vi que el cielo se puso gris, que caían truenos y una tormenta se formaba ante mis ojos. ¿Por qué? ¿Por qué sucede esto a mí? ¿Por qué ahora? ¿Por qué tanta desesperanza, por qué tanto dolor? ¿Por qué siento que las piernas me doblan hasta terminar hincado en el piso? ¿Por qué, por qué? ¡Alguien dígame por qué! Pero no necesitaba ir muy lejos. La respuesta era muy simple. La araña me había mordido de nuevo. Saltó del cabello de mi hermana y me encajó como nunca sus colmillos de acero inquebrantable en la herida tierna de mi pecho. Ya que lo que olí en el cabello de mi hermana, Marielle, a lo que olía el cabello de mi hermana no era solamente jabón perfumado: era, también, el dulce y maldito olor de tu dulce y maldito cabello.

Perdona, creo que me dejé llevar. En cualquier caso esta carta puede ser halago si es que la encuentras muy rastrera, no importa. El tren no tarda en llegar. Necesito alejarme, salirme de mí mismo. Puede que en otra ciudad haya otras situaciones, otras personas, con quienes pueda por fin deshacerme de la araña de una vez por todas. Aunque lo dudo mucho. Porque adonde quiera que vaya llevaré mis sentimientos profundos como un pozo. Un viaje como el que intenté realizar contigo no se supera tan fácil

domingo, 8 de enero de 2012

El barril mágico


No hace mucho tiempo vivía en el norte de Nueva York, en un pequeño y precario dormitorio, atestado de libros, Leo Finkle, un estudiante rabí en la Universidad Yeshivá. Finkle, después de seis años de estudio, estaba a punto de ordenarse como sacerdote en el mes de junio y le habían aconsejado que le sería más fácil obtener una congregación si era un hombre casado. Como Leo no tenía intenciones de casarse, y después de dos días de pensarlo hasta el cansancio, se resolvió en llamar a Pinye Salzman, un hombre que trabajaba como celestino y cuyo anuncio había leído en periódico Forward.
Una noche el celestino se presentó en el edificio gris donde vivía Finkle, con un portafolios negro en la mano que parecía haber visto mejores días. Salzman, quien tenía una larga trayectoria de carrera, era un hombre delgado y de digno semblante. Usaba un sombrero café y un abrigo muy corto y algo apretado. Olía pescado, su comida favorita, y aunque le faltaban algunos dientes, su presencia no era del todo desagradable, porque había cierta afabilidad en esos ojos grandes y melancólicos. Tanto su voz como sus labios, su barba y sus abultados dedos, eran de una gran viveza, pero a la vez le daban cierto aire de tranquilidad, y sus suaves ojos azules, de verlos directamente, revelaban cierta tristeza, característica que hizo a Leo sentirse un poco incómodo, si no es que toda la situación de consultar a un celestino no lo incomodaba de por sí.
Lo primero que Leo hizo fue explicarle a Salzman la razón de su llamada. Le explicó que, de no ser por sus padres, quienes ya eran bastante mayores, estaba completamente solo en el mundo. Se había dedicado por seis años completos a sus estudios, por lo cual no le había quedado tiempo para una vida social para conocer mujeres. Por lo tanto, pensó que, a pesar de la vergüenza y el pudor, sería mejor llamar a un profesional para que le ayudara en estos asuntos tan delicados. Leo le dijo, además, que la función del celestino era de larga y honorable tradición, aprobada desde luego por la comunidad judía, porque hacía práctica la unión de dos personas sin quitarle la diversión. Le dijo, también, que de hecho sus padres se habían conocido a través un celestino y no les había ido mal; tenían un matrimonio exitoso, no en el sentido económico – sus padres no tenían mucho dinero–, pero sí en el sentido sentimental, ya que ambos han sido leales el uno del otro desde que Leo tiene memoria. Salzman, por su parte, escuchó estas anécdotas con mirada de vergüenza ajena, sintiendo que Leo, más que explicarle los pros de consultar a un celestino, se estaba justificando. No obstante, al poco tiempo se sintió más complacido y orgulloso, una emoción desde hace tiempo que no sentía, así que gustoso aceptó en ayudar a Finkle.
Fueron directo al grano. Leo encaminó a Salzman a una mesa junto a la ventana con vista a la ciudad, el único espacio libre en el dormitorio de Leo, mientras Salzman se esforzaba por no rascarse la garganta, que tan repentinamente le comenzó a cosquillar. Entusiasmado, Salzman comenzó a hurgar en su portafolio y sacó un pequeño paquete de tarjetas. Mientras las hojeaba, con un ruido que era una tortura para Leo, Finkle miraba fuera de la ventana. Era febrero, pero el invierno aún no se terminaba, algo que Leo notó por primera vez en años. Ahora observaba la luna blanca, redonda en el cielo, moviéndose lentamente a través de la manada nocturna de las nubes, y la miraba boquiabierto mientras se ocultaba tras una nube con forma de gallinero y salía al poco tiempo, como huevo. Salzman, en cambio, con un par de anteojos puestos que recién había encontrado, fingía estudiar lo escrito en las cartas y de vez en cuando miraba al joven estudiante de digno rostro, deteniéndose con gusto en la larga y rígida nariz de profesor, en los ojos grandes y cafés, en los nerviosos labios de asceta, y en las sombras huecas que producían sus oscuras mejillas. Miró a su alrededor, las pilas y pilas de libros a su alrededor, y suspiró.
Cuando Leo bajó la mirada, sólo contó seis cartas en la mano de Salzman.
¿Tan pocas?, preguntó decepcionado.
Ni me creerías de cuántas tarjetas tengo en mi oficina, replicó Salzman. Tengo los cajones llenos. Las guardo ahora en un barril. Pero obviamente no toda chica es adecuada para un rabí, ¿estamos de acuerdo?
Leo se sonrojó al escuchar esto, arrepintiéndose por todo lo que reveló acerca de él mismo en la carta que le había enviado a Salzman. Pensó que, mientras más le dijera, mejor; así el celestino sabría qué es lo que buscaba y cómo. Mas, al hacer esto, concluyó que, efectivamente, le había comunicado más de la cuenta.
Reluctante, Leo preguntó ¿Tiene también las fotografías de sus otros clientes?
Lo más importante en el expediente es la familia, rabí. Luego el dinero, los aspectos a los que se compromete, y luego las fotos
Llámeme Finkle; aún no soy rabí
Salzman aceptó, pero luego cambió al título de doctor – se escuchaba más elegante –, aunque al final tuvo que llamarle como pidió Leo, ya que no lo estaba escuchando. Después de ajustar sus anteojos, carraspeó y leyó animado el contenido de las cartas.
Sofía P. 24 años, viuda hace uno. Sin hijos. Preparatoria terminada, dos años de universidad. Padre promete ocho mil dólares, tiene buen negocio al por mayor. Y bienes raíces. Del lado de la madre hay profesores y actores. Muy respetados en la Segunda Avenida
Leo parecía interesado. ¿Dijo viuda?, preguntó.
Viuda no significa mimada, rabí. Vivió con su esposo, que en paz descanse, si mucho cinco meses. Era un hombre muy enfermizo. Fue un error haberse casado con él
Casarme con una viuda nunca ha sido mi plan
Porque no tiene experiencia en estos asuntos, rabí. Una viuda, permítame decirle, sobre todo si es joven y sana como esta chica, es una excelente opción como esposa. Le estará agradecida por el resto de la vida. Créame: si yo estuviera buscando esposa, ésta sería la mujer con quien yo me casaría
Leo caviló esta opción, pero luego negó con la cabeza.
Salzman se alzó de hombros, decepcionado. Puso la tarjeta bocabajo y comenzó a leer otra.
Lili H. Profesora de preparatoria. Fija, no substituta. Posee ahorros y un carro Dodge. Vivió en París durante un año. Su padre es un reconocido dentista. Le interesan los hombres con título. Quiere una típica familia americana. Excelente oportunidad, si me permite el comentario. De hecho la conozco, continuó Salzman. Me gustaría que la conociera. Es una hermosura. Además, muy inteligente. Puede hablar con ella de libros durante horas, también de tiatro y lo que quiera. Está siempre informada de noticias actuales
¿Cuántos años tiene?
¿Cuántos años tiene?, repitió Salzman en voz alta, alzando sus cejas. Treintaidós
Está un poco grande, dijo Leo.
Salzman rió irónica. ¿Y cuántos años tiene usted, rabí?
Veintisiete, dijo secamente.
¿Y cuál es la diferencia entre su edad y la de ella? Mi propia esposa, fíjese, me lleva siete años. ¿Qué problema hubo? Ninguno. Si Helena de Troya quisiera casarse con usted, ¿su edad sería un obstáculo?
A decir verdad, sí
Salzman negó con la cabeza. Cinco años no son nada, dijo. Tiene usted mi palabra que cuando viva con esta mujer por más de una semana, no se acordará más de su edad. Es más, será como si nunca se la hubiera dicho, ¿cómo ve? Porque finalmente, ¿qué son cinco años, eh? ¡Experiencia! Esta mujer ha vivido más y por lo tanto conoce más que las chicas de la edad de usted, rabí. En esta mujer, bendito sea Dios, los años no han pasado en vano. Cada uno de ellos hace esta oportunidad dos, tres veces mejor
¿Qué materias enseña en su preparatoria?
Idiomas. Dios, rabí, si usted la escuchara hablar francés, pensaría que le estuviera cantando. He estado en este negocio durante veinticinco años, y le aseguro con todo mi corazón que esta mujer es una gran opción. Créame, sé de lo que estoy hablando
¿Cuál es la siguiente?, preguntó Leo abruptamente.
Salzman, reluctante, leyó la tercera carta
Ruth K. Diecinueve años. Cuadro de honor. Padre ofrece trece mil dólares – en efectivo – justo después de la boda. Es un médico. Se especializa en problemas del estómago, un gran cirujano. Su cuñado es dueño de una boutique. Gente no común ni corriente
Salzman estudiaba la carta como si por fin hubiera encontrado la chica adecuada
Diecinueve, ¿me dijo?, preguntó con interés.
Recién cumplidos
¿Es atractiva?, se sonrojó. Es decir, ¿bonita?
Salzman se besó los dedos. Es una muñeca de porcelana, respondió. Lo juro por mi vida. Si quiere, esta misma noche llamo a su padre para que usted vea lo que realmente significa la palabra hermosura
Pero Leo no estaba convencido por completo. ¿Seguro que tiene diecinueve?
Desde luego. Su padre le enseñará su acta de nacimiento, si gusta
Pero ¿está completamente seguro que no hay nada malo con ella?
¿Y quién dice que debe haber algo malo?
No entiendo cómo una chica – Americana – de su edad y con sus características, haya acudido a un celestino
Una sonrisa iluminó el rostro de Salzman. Por la misma razón que usted, respondió.
Leo se sonrojó. Tengo prisa, dijo.
Salzman, al comprender que había sido un poco inoportuno, comenzó a explicarle. El padre vino a mí, no ella, dijo. Él quiere lo mejor para su hija, por lo tanto se da a la tarea de buscarlo. Cuando hayamos encontrado al chico correcto, él se lo presentará y animará a su hija de aceptarlo. Esto es mejor opción que si una chica joven busca marido por su propia cuenta. No tengo que decirle esto, rabí
Pero ¿cree que esta chica crea en el amor?
Salzman iba a soltar de nuevo una risotada, pero mejor se calmó y respondió tranquilamente. El amor viene con la persona adecuada, no antes, rabí
Leo se mordió los labios, no hablaba. Pero al ver que Salzman estaba a punto de tomar la siguiente tarjeta, sagazmente preguntó ¿Cómo está de su salud?
Perfecta, respondió Salzman con algo de dificultad. Quedó un poco coja después de un accidente automovilístico a los doce años, pero quién se va a fijar en eso con una mujer tan bella e inteligente.
Como si tuviera un peso encima, Leo se puso de pie y caminó hacia la ventana. Sintió amargura y se reprochó el haber llamado a un celestino. Le negó con la cabeza a Salzman.
¿Por qué no?, preguntó Salzman.
Porque detesto a los especialistas del estómago
¿Y en qué afecta que su padre sea especialista del estómago? ¿Quién dijo que tiene que ir a cenar a su casa cada viernes por la noche una vez que se case?
Avergonzado por el tono que la conversación estaba tomando, Leo despachó a Salzman, quien se fue a casa con ojos melancólicos.
Aunque sintió cierto alivio de que el celestino se hubiera ido, Leo se sintió apocado al siguiente día. Se dijo que tal vez fue porque Salzman no le consiguió una novia adecuada, a quien no le gustó ninguna de las opciones que le había presentado. Pero cuando Leo se encontró dudando en si consultar otro celestino o no, una con más experiencia que Salzman, se preguntó si más bien era – a pesar de sus protestas en contra y el honor que le tenía a sus padres – que no creía en la institución de los celestino. De inmediato se quitó esta idea de la cabeza, pero aún se encontraba molesto. Todo el día estuvo corriendo de arriba para abajo: no fue a una cita importante, olvidó llevar su ropa a la lavandería, se fue de una cafetería de Broadway sin pagar y tuvo que regresar corriendo con un ticket en la mano. Ni siquiera reconoció a su casera cuando pasó enseguida de ella en la calle quien le dijo: que tenga una buena tarde, doctor Finkle. Para el anochecer, no obstante, había recuperado la suficiente calma para leer un libro donde encontró sosiego a sus pensamientos.
Y repentinamente escuchó toquidos en su puerta. Y antes de que Leo pudiera decir “pase”, Salzman, empresario de cupido, entraba a la sala. Su rostro era gris y exiguo, su expresión hambrienta, y tenía la mirada como si fuese a expirar en cualquier momento. Pero el celestino, aún así, pudo presentar una amplia sonrisa.

Muy buenas tardes, doctor. ¿Me invita a pasar?
Leo asintió, perturbado de verlo de nuevo, pero reacio a pedirle que se fuera.
Radiante aún, Salzman puso su portafolios sobre la mesa. Rabí, esta noche le traigo buenas noticias
Le he pedido que no me llame rabí; aún soy un estudiante
Sus preocupaciones han terminado. Tengo para usted una novia de primera clase
Por favor, ya no me diga nada respecto a ese tema, dijo Leo fingiendo falta de interés.
El mundo estallará de felicidad en su boda
Por favor, Sr. Salzman, ya no más
Pero primero debo recuperar mi energía, dijo Salzman con debilidad. El celestino hurgó los compartimentos de su portafolios y sacó papel grasoso del que sacó un pan duro con semillas y un pescado ahumado. Con un rápido movimiento de su mano despellejó el pescado y comenzó a comerlo vorazmente. Todo el día con prisa, dijo entre dientes.
Leo lo miraba comer.
¿No tendrá por ahí una rebanada de tomate?, preguntó dubitativo.
No
El celestino cerró sus ojo y continuó comiendo. Cuando terminó, limpió con cuidado las sobras y las guardó en una servilleta junto con el resto del pescado. Sus ojos de forma de anteojos inspeccionaron el cuarto hasta que encontró, tras una pila de libros, una estufa.
¿Qué tal una tacita de té, rabí?, preguntó Salzman humilde.
Como al fin reaccionando, Leo se puso de pie y le sirvió una taza de té. Le puso un pedazo de limón y dos cubitos de azúcar, complaciendo al celestino.
Después de haber bebido su té, Salzman dijo amistosamente: ¿consideró alguna de las clientes que le presenté ayer, rabí?
No hubo necesidad de considerar nada, respondió.
¿Por qué no?
Ninguna de ellas me conviene
¿Entonces qué le conviene?
Leo no respondió porque pensó que sólo podía dar una respuesta confusa.
Sin esperar respuesta, Salzman preguntó: ¿recuerda a la chica de la que le hablé, la profesora de preparatoria?
¿la que tiene 32 años?
Pero, sorpresivamente, Salzman sonrió diciendo: Tiene 29
Leo lo miró con sospecha. ¿A poco rejuveneció tan pronto?
Me equivoqué, asintió Salzman. Hablé hoy con el dentista. Me llevó a su caja de seguridad y me mostró su acta de nacimiento. Cumplió 29 en agosto. Le hicieron una fiesta en las montañas adonde fue a vacacionar. Cuando el padre me contactó por primera vez me olvidé de anotar la edad y es por eso que le dije que tenia 32, pero ahora recuerdo que me refería a una clienta diferente, una viuda
¿La misma de la que me habló? Me dijo que tenía 24
Ésta es diferente. ¿Qué culpa tengo yo si el mundo está lleno de viudas?
Ninguna, pero no estoy interesado en viudas y, en ese caso, en profesoras de preparatoria.
Salzman se llevó las manos al pecho. Mirando hacia el techo, dijo con paciencia: santo Cielo, ¿qué puedo decirle a alguien que no está interesado en profesoras de preparatoria? ¿Entonces qué le interesa, rabí?
Leo se sonrojó pero se controló.
¿Qué le va a interesar, entonces, dijo Salman, si no le interesa esta hermosa chica que habla cuatro idiomas y tiene una cuenta bancaria de 10 mil dólares? Además su padre garantiza otros 12 mil. La chica también tiene un nuevo carro, fina ropa, habla de cualquier tema y le dará una casa de primer mundo e hijos. ¿Qué es eso si no el paraíso en la Tierra?
Si es tan maravillosa, dijo Leo, ¿entonces por qué no se ha casado aún?
¿Por qué?, exclamó Salzman con una risotada. Porque ella es especial, ésa es la razón. Ella sólo quiere lo mejor de lo mejor.
Leo guardó silencio, divertido en cómo se había enredado de esta manera. Pero Salzman había logrado despertar su interés en Lily H, así que consideró seriamente en llamarla. Cuando el celestino observo qué tan absorto estaba Leo en una idea, pensó que pronto llegarían a un buen arreglo.
El sábado a la tarde, pensando en Salzman, Leo Finkle caminaba la avenida Riverside Drive junto a Lily Hirschorn. Caminaba erecto, usando con brío su sombrero que había sacado con prisa de su caja empolvada caja del closet de su cuarto y su pesado abrigo negro de los sábados que había cepillado con cuidado. Leo también tenía un bastón, regalo de un pariente lejano, pero mejor optó por dejarlo en casa. Lily, pequeña de estatura y para nada fea, llevaba puesta ropa que anunciaba la venida de la primavera. Era una mujer animada, actualizada en noticias y en todo tipo de temas; Leo estudio sus palabras y las encontró inesperadamente melodiosas: otro punto a favor de Salzman, a quien sintió merodear cerca, escondiéndose en la copa de un árbol, dándole señales a la chica con el reflejo de un espejo; o tal vez era un Pan, silbando anuncios nupciales con su flauta mientras bailaba invisible frente a ellos, arrojando capullos de flores y uvas moradas a su paso, simbolizando el fruto de una unión, aunque desde luego aún no se había concretado una.
Lily amedrentó a Leo al comentar: pensaba en el Sr. Salzman, un hombre curioso, ¿no le parece?
No sabiendo qué responder, Leo asintió.
Ella, animada, prosiguió, sonrojándose: yo la verdad le agradezco que nos haya presentado, ¿usted no?
Leo cortésmente respondió: Yo también
Porque digo, dijo riéndose (y era una risa de buen gusto o, por lo menos, no de uno malo), ¿no hay problema alguno en conocernos de esta manera?
Leo no estaba disgustado por su sinceridad y reconoció que ella intentaba poner las cartas sobre la mesa desde un principio, lo cual comprendió que era producto de voluntad adquirida gracias a la experiencia en la vida.

Él dijo que no le importaba. La labor de Salzman era tradicional y honorable, importante por lo que pudiera lograr, lo cual era, señaló, con frecuencia nada.    
Lily asintió con un suspiro. Caminaron otro poco cuando ella, después de un largo silencio, dijo con risa nerviosa: ¿Le importaría si le hago una pregunta personal? Francamente, encuentro el tema fascinante. Aunque Leo se encogió de hombros, ella dijo con cierto pudor: ¿cómo es que escogió tu vocación? Digo, ¿de pronto tuvo una revelación?
Leo, al cabo de un tiempo, respondió: Siempre me interesaron las leyes
¿Las encontraste presentes en la presencia del Todopoderoso?
Él asintió y cambió el tema de conversación. Tengo entendido que residiste un tiempo en París, dijo.
Oh ¿se lo dijo el Sr. Salzman? Leo se estremeció pero ella prosiguió. Fue hace décadas, casi se me olvida. Recuerdo que tuve que regresar para la boda de mi hermana.
Y Lily aún insistía con el tema. ¿Cuándo, preguntó con la voz temblorosa, se enamoró de Dios?
Leo volteó a mirarla. Fue entonces que comprendió que ella no hablaba acerca de Leo Finkle, sino acerca de  un completo desconocido, de una figura mística, de un apasionado profeta que Salzman le había dibujado, sin ninguna relación con los vivos o los muertos. Leo se sintió enojado y débil. El embustero le había vendido una imagen a aquella mujer de algo que él no era, justo como lo había hecho con él, quien esperaba conocer a una joven de 29 años, sólo para encontrarse, en el momento en que puso sus ojos en su tenso y ansioso rostro, una mujer de más de 35 años que incluso en ese momento estaba envejeciendo más y más. Sólo su autocontrol le impedía decir adiós e irse.
No soy, dijo con seriedad, un religioso con talento. Buscando palabras para continuar, se sintió temeroso y avergonzado. Pienso, dijo tensamente, que llegué a Dios no porque lo amaba, sino todo lo contrario.
Leo sintió esta confesión ruda e inesperada.
Lily se encogió de hombros. Él vio una profusión de rebanadas de pan volando como patos por encima de su cabeza, no diferentes a las rebanadas de pan que contaba él en las noches para conciliar el sueño. Piadosamente, comenzó a nevar, lo cual, pensó Leo, fue producto de Salzman.
Leo estaba furioso con el celestino y juró echarlo de su casa a patadas en el momento que regresara a su casa. Pero Salzman no fue a su casa esa noche, y cuando la ira de Leo se calmó, una inexplicable desesperación tomó su lugar. Al principio pensó que esto se debía a la decepción por Lily, pero desde antes fue evidente que él había buscado a Salzman sin tener una noción de lo que realmente quería. Poco a poco comprendió, sintiendo un hueco en el pecho, que había contactado al celestino para encontrarle una novia porque no había sido capaz de encontrarla por él mismo. Esta aterradora epifanía la había alcanzado debido a la conversación que tuvo con Lily Hirschorn. Sus instigadoras preguntas de alguna manera lo irritaron, revelándole, más a él que a ella, la verdadera naturaleza de su relación con Dios. Y con esto comprendió que, fuera de sus padres, nunca había amado a alguien. O tal vez era lo contrario: que él no amaba a Dios tan bien como pudiera, porque no había amado a ningún otro ser humano. A Leo le pareció que su vida le fue revelada crudamente, y por primera vez se vio como realmente era: un hombre que no amaba y no era amado. Esta revelación, no inesperada, lo llevó a un estado de pánico, que pudo controlar gracias a un esfuerzo extraordinario. Se cubrió el rostro con ambas manos y comenzó a llorar.
La semana que siguió fue la peor semana de su vida. No comió y perdió peso. No se afeitó. Dejó de asistir a los seminarios y no abrió ningún libro. Incluso consideró seriamente en abandonar la Yeshivá, aunque le molestaba la idea de truncar todos esos años de estudio, viéndolos como páginas arrancadas de un libro, lanzadas hacia la calle, y el devastador efecto que tendría sobre sus padres. Pero había vivido sin conocerse realmente, y nunca en todos los Cinco Libros ni en los Comentarios – mea culpa – la verdad acerca de él mismo le había sido revelada. No sabía adónde correr, y en toda su desolación no había alguien a quién acudir. Algunas veces pensó en Lily, pero nunca resolvió en bajar las escaleras para llamarla. Se tornó delicado e irritable, sobre todo con su casera, quien le hacía todo tipo de preguntas personales. No obstante, consciente de su propia irritabilidad, la dejaba al pie de las escaleras y se disculpaba abyectamente hasta que ella se alejaba de él. Fuera de todo esto, sin embargo, se consoló al pensar que él era un judío y que los judíos, como los otros seres humanos, sufren. Pero gradualmente, mientras terminaba la larga y terrible semana, recobró su compostura y el propósito de su vida: seguir con sus planes. Aunque él era imperfecto, su idea no lo era. Y respecto a la novia, aunque la idea aún lo afligía, pensó que con el nuevo conocimiento de él mismo quizá ahora tendría mejor suerte. Quizá el amor llegue pronto y con él una novia. Y con esta santificada idea, ¿para qué necesitaba a Salzman?
El celestino, un esqueleto con ojos abrumados, regresó esa misma noche. Encarnaba, además, una frustrada esperanza, como si hubiera estado esperando toda la semana al lado de Lily Hirschorn una llamada que nunca llegó.
Tosiendo de vez en cuando, Salzman fue directo al punto: ¿qué tal le pareció?
Esta pregunta despertó la ira de Leo y no pudo evitar reprender al celestino. ¿Por qué me mintió, Salzman?
El rostro pálido de Salzman se tornó blanco por completo: el mundo nevó sobre él.
¿Qué no me dijo que tenía 29?, insistió Leo.
Le doy mi palabra que -
Esa mujer tenía 35 años. Por lo menos
Oh por favor, no esté tan seguro. Su padre -
No importa; lo peor de todo es que usted le mintió
¿Cómo le mentí ? Dígame
Le dijo cosas de mí que no son ciertas. Me hizo parecer algo que no era. Ella tenía en mente una persona diferente, una especia de rabí místico
Todo lo que dije fue que usted es un hombre religioso
Sí, claro
Salzman suspiró. Ése es mi defecto, confesó. Mi esposa siempre me dice que no debería ser vendedor, pero cuando conozco a dos gentes que pueden ser un maravilloso matrimonio, me pongo tan feliz que hablo más de lo que debería. Sonrió sin ganas. Ésta es la razón por la que Salzman es un hombre pobre.
La ira de Leo se calmó. Bueno, Salzman, dijo, eso es todo
¿No quiere busca más candidatas?
Sí, respondió Leo, pero he decidido buscarlo de otra manera. Ya no estoy interesado en un matrimonio arreglado. Para serle sincero, admito que ahora siento la necesidad de amor premarital. Eso es: quiero estar enamorado con alguien antes de casarme.
¿Amor?, preguntó Salzman atónito. Después de un momento, dijo: para nosotros, nuestro amor es nuestra vida, no las mujeres. En el gueto hay –
Ya sé, ya sé, interrumpió Leo. Lo he pensado por mucho tiempo. El amor, me lo he dicho a mí mismo, debe ser el resultado de vivir y adorar más que su propio fin. Aún así, para mí, pienso que es necesario establecer el nivel de mi propia necesidad de amor y satisfacerla.
Salzman se encogió de hombres y respondió: mire, rabí, si lo que quiere es amor, yo también le puedo encontrar. Tengo clientas tan hermosas que usted las amará en el momento en que las vea
Leo sonrió poco alegre: creo que no me está entendiendo, dijo.
Pero Salzman sacó apresuradamente su portafolios y sacó un paquete con sobres de manila
Fotos, dijo, poniéndolos sobre la mesa.
Leo le pidió que guardara las fotos, pero, en menos de un segundo, Salzman desapareció.
Llegó marzo. Leo había regresado a su rutina habitual. Y aunque no se sentía aún a gusto puesto que le faltaba energía, hacía planes para una vida social más activa. Desde luego pensó que iba a costarle algún esfuerzo, pero Leo era un experto en tomar atajos; y cuando ya no encontrara atajos, siempre habría atajos que dibujar. De vez en cuando, estudiando o tomando una taza de té, sus ojos volteaban hacia el sobre de manila, pero nunca lo abrió.        
Los días siguieron pasando sin nada de éxito con el sexo opuesto para Leo; era difícil debido a su situación de estudiante de rabí. Una mañana subió con dificultad las escaleras de su cuarto para ver la ciudad a través de una ventana. Aunque el día era radiante la ciudad parecía oscura. Durante algún tiempo se le quedó viendo a la gente que caminaba con prisa por la calle y luego volteaba hacia su pequeño cuarto. En la mesa, un sobre. Y sin pensarlo dos veces, en un arrebatado momento, tomó el sobre y lo abrió de un zarpazo. Durante media permaneció de pie en seguida de la mesa durante media hora, emocionado al examinar las fotografías de las mujeres que Salzman le había escogido. Al terminar, con un gran suspiro, las regresó a la mesa. En total eran seis, de todo tipo de rostros, pero al mirarlas detenidamente Leo sintió que todas se diluían en una sola: en Lily Hirschorn, su juventud ya marchita, sonriendo sin brillo, sin verdadera personalidad. Ya que la vida, a pesar de sus ocasionales momentos de alegría, las había abandonado hacía tiempo; las fotos que Leo tenía frente a él eran fotos que apestaban a pescado ahumado. Al cabo de un momento, no obstante, mientras Leo regresaba las fotos al sobre, se encontró con otra, una foto tomada con una cámara instantánea. La miró por unos segundos y dejó escapar una pequeña exclamación.
         Su rostro lo había conmovido. ¿Por qué? Ni siquiera él lo sabía. Leo vio en aquella mujer una latente juventud primaveral, pero aún así una cierta madurez, una sensación de haber vivido en este mundo por algún tiempo; y la mirada, que tenía una expresión de gran viveza, era de una familiaridad inolvidable pero aún así completamente extraña. Le dio la impresión de haberla visto en algún lugar, pero por más que pensaba simplemente no recordaba el lugar aunque juraba que ya sabía su nombre como si lo hubiera escrito con su propia mano. No, no puede ser, pensó, la hubiera recordado. No era su belleza, se afirmó a sí mismo, realmente no, aunque le parecía lo suficientemente atractiva. Era algo más, otra cosa en ella, lo que lo conmovió. Si se remitía a las facciones, una por una, las otras mujeres eran mucho más atractivas que ella. Pero ella resaltaba porque había querido vivir, incluso más que querido. Tal vez ahora se arrepentía de cómo había vivido en el pasado. A Leo le dio la impresión de que esta chica había sufrido; tal vez le dio esa impresión por la profundidad de aquellos ojos, la sombra y la luz que contrastaban en su rostro, y de la propia historia que cargaba con ella, la cual era toda suya. A ella deseó Leo. Le dolió por un segundo la cabeza a medida que sus ojos enfocaban el rostro de la fotografía, y luego, de pronto, como si una niebla oscura se hubiera formado de la nada, Leó sintió un escalofrío corriendo a través de su espalda porque le había dado la impresión de haber visto maldad. Se estremeció, diciendo que esa impresión podía dar todo mundo. Pero antes de terminar de beber, revisó de nuevo aquel rostro y lo encontró lo suficientemente bueno para el rabí Leo Finkle. Solamente alguien así podía entenderlo y acompañarlo adonde él buscaba ir. Ella incluso, pensó, podía llegar a amarlo. Cómo había llegado la fotografía de aquella chica en el barril de Salzman era algo que no podía entender, pero ahora sabía que debía encontrarla inmediatamente.
         Leo bajó corriendo las escaleras, tomó la guía de teléfonos del Bronx, y buscó la dirección de la casa de Salzman. No la encontró, tampoco a su oficina. Y por alguna razón tampoco estaba en el directorio de Manhattan. Pero Leo recordaba haber escrito su dirección en un pedazo de papel después de haber leído el anuncio de Salzman en la sección de Clasificados del periódico Forward. Subió de regreso a su habitación y comenzó a tirar todos sus papeles, en busca de aquella dirección, pero sin suerte. Era exasperante. Afortunadamente Leo pensó en su cartera, y ahí encontró su una dirección del Bronx. No había un número de teléfono, ahora recordó, porque se había comunicado con Salzman a través de cartas. Leo se puso su sombrero, su abrigo, y corrió a la estación del tren. Durante todo el camino hacia las orillas del Bronx Leo se sentó a la orilla del vagón. Y en más de una ocasión estuvo tentado en sacar la fotografía de aquella chica para ver si ahora sí la recordaba, pero siempre se abstuvo, ya que deseaba que aquel rostro se quedara en el bolsillo de su abrigo, contento de tenerla tan cerca. Cuando el tren estaba llegando a la estación, Leo se encontraba en la puerta, esperando a que se abriera para salir disparado. Rápidamente localizó la calle que Salzman le había dado.
         El edificio que buscaba estaba a tan sólo cuatro cuadras de la estación del metro, pero no era un edificio de oficinas, ni siquiera era un desván o una tienda o algo que se pudiera rentar. Parecía más bien una vieja vecindad. Leo encontró el nombre de Salzman escrito con lápiz en una etiqueta rota debajo del timbre y subió tres escaleras oscuras hacia su departamento. Cuando tocó, una pequeña y delgada mujer de cabello gris abrió la puerta. Usaba pantuflas y al parecer tenía asma.
¿Sí?, preguntó, como si no esperar a nadie. Parecía ausente de sí misma. Leo juró haberla visto antes, pero sabía que no era cierto.
¿Aquí vive el Sr. Salzman?, preguntó. Pinye Salzman, el celestino.
Ella lo miró fijamente durante un largo minuto. Desde luego, respondió.
Leo sintió vergüenza. ¿Se encuentra?
No, y no dijo nada más.
Me urge verlo, dijo. ¿Sería tan amable de decirme dónde puedo encontrarlo?
En el aire, respondió apuntando hacia arriba.
¿No tiene una oficina?
Está en sus calcetines
Leo dio un vistazo dentro de su departamento. Estaba todo oscuro y sucio, era un cuarto grande dividido por una cortina a medio abrir, después del cual alcanzó a ver una cama de metal. El frente del departamento estaba lleno de sillas viejas, burós despintados, una mesa de tres sillas, utensilios rotos de cocina y una estufa. Pero no había señal de Salzman ni de su barril mágico, lo cual fue probablemente producto de su imaginación. Un olor a pescado enervó a Leo.
¿Dónde está?, insistió. Necesito encontrarlo
Al cabo de un tiempo, la mujer respondió: ¡quién sabe dónde está! Cada vez que se le ocurre algo va hacia otro lugar. Vaya a casa, él lo contactará
Dígale que lo buscó Leo Finkle
La mujer no dio señas de haberlo escuchado y cerró la puerta.
Leo llegó a su departamento, triste.
Pero Salzman, sin aliento, lo estaba esperando a la puerta del edificio.
Leo se sorprendió y alegró al instante. ¿Cómo llegó antes que yo?, preguntó.
Corrí, respondió.
Pase           
Entraron al cuarto. Leo le preparó un sándwich de pescado y una taza de té. Mientras comía, Leo le entregó el sobre con las fotografías.
Salzman puso su taza en la mesa y preguntó: ¿Encontró a alguien que le gustara?
No
El celestino bajó la vista
Aquí está la que quiero, Leo le entregó una fotografía que sacó de su abrigo.
Salzman tragó saliva y tomó la foto, tembloroso. Abrió los ojos y dejó escapar un gemido.
Lo siento mucho, dijo. Esta foto la puse ahí por accidente. Ella no es para usted             
Y antes de que Leo pudiera detenerlo, Salzman guardó el sobre de manila y la fotografía de aquella chica en su portafolios, salió del cuarto y bajó las escaleras. Leo, al cabo de un momento de total parálisis, corrió hacia la puerta y alcanzó al celestino en el vestíbulo. La casera dio varios gritos histéricos, pero ninguno de los dos hombres le prestó atención.
Regréseme la foto, Salzman
No, y el dolor en sus ojos era terrible
Dígame entonces quién es
Eso tampoco lo puedo hacer. Discúlpeme
Hizo un intento de irse, pero Leo, sin importarle nada más, asió al celestino por su abrigo y lo zarandeó fuertemente.
Por favor, suspiró Salzman, por favor déjeme ir
Leo, avergonzado, lo soltó. Por favor dígame quién es, suplicó. Me es necesario saberlo
Ella no es para usted, replicó Salzman. Ella es una perdida, no tiene vergüenza. Ésta no es una novia para un rabí
¿A qué se refiere con perdida?
Perdida como un animal, un perro. Para ella ser pobre era un pecado; es por eso que para mí ya está muerta
Por el amor de Dios, ¿a qué se refiere?
A ella sí que no se la puedo presentar, exclamó.
¿Por qué se sobresalta?
Porque ella, dijo Salzman estallando en llanto, ella es mi hija, mi Estela, quien debería arder en el infierno.
Leo corrió a la cama y se tapó de pies a cabeza. Debajo de las sábanas pensó que su vida había terminado. Y aunque pudo conciliar el sueño, aquella chica no abandonó su mente ni un segundo. Se puso de pie, sintiendo los latidos de su corazón. Quiso rezar para liberarse de ella, pero sus rezos no fueron contestados. Durante días se atormentó al tratar de no amarla, pero al sentir que era posible, desistió. Entonces resolvió en regresarla al camino del bien, y él mismo al de Dios. La idea le provocó nauseas y alegría al mismo tiempo.
         No se dio cuenta que había llegado a una decisión final hasta que se vio con Salzman en una cafetería de Broadway. Estaba sentado solo en una esquina del café, lamiendo los restos de un pescado. El celestino se veía demacrado, transparente como fantasma.
         Salzman lo vio sin reconocerlo. Leo no se había afeitado en varios días y sus ojos estaban profundos en sabiduría.
Salzman, dijo, el amor finalmente ha llegado a mi corazón
¿Quién puede sentir amor por una fotografía?, se burló.
No es imposible
Si usted puede amarla a ella, entonces puede amar a quien sea. Permítame mostrarle las fotos de otras clientas, me las acaban de mandar. Una le encantará. Parece una muñeca de porcelana
Yo sólo la quiero a ella, murmuró.
No sea tonto, doctor. Ella no le conviene
Póngame en contacto con ella, Salzman, dijo humildemente. Tal vez pueda ayudarle en algo, uno nunca sabe
         Salzman dejó de comer y sonrió y Leo comprendió con alegría que una cita ya estaba en ese momento arreglada.
         Pero al salir de la cafetería, Leo tuvo la tormentosa sensación de que Salzman había planeado esto durante todo aquel tiempo.
         Salzman informó a Leo que aquella chica lo estaría esperando en una esquina de cierta calle, y ahí estaba una noche de primavera bajo un farol. Leo llegó con un pequeño ramillete de violetas y rosas. Estela lo esperaba bajo el farol, fumando. Usaba un vestido blanco con zapatos rojos, lo cual llenó las expectativas del rabí, aunque en un momento imaginó el vestido rojo y los zapatos blancos. Ella lo esperaba nerviosa y tímida. Y desde la distancia Leo vio que sus ojos, iguales a los de su papá, estaban encharcados con desesperada inocencia. Vio en ella la propia redención de él mismo. En el aire, violines comenzaron a tocar y velas se encendieron al instante. Leo aceleró el paso con su ramillete en manos.
         En otra esquina, recargado sobre una pared, Salzman cantaba rezos para los muertos.