lunes, 7 de julio de 2014

Como un vistazo al infinito

En la camioneta, de camino a mi casa, pensé que, si por mí hubiera sido, Minerva y yo nos vemos así por el resto de la vida: dos veces por semana en el departamento que le puse hasta bien entrada la madrugada, para luego regresar a mi casa, a mi familia, mi esposa e hijos adolescentes que cada vez tienen los ojos más rojos de tanta droga que se meten, los perdidos. Pero cuando pronunció aquellas palabras, Guadalupe o yo, y vi en sus ojos arder ese misterio que nada tenía que ver con aquel poema de Machado, supe que hablaba en serio. Algún mosco le debió picar; últimamente había visto mucho esas novelas en las cuales las amantes no se dejan y reclaman el lugar que les corresponde. Quién sabe. Con sus maletas hechas en el suelo, ¿qué decidía yo?

Tampoco lo supe. Llevaba quince años de matrimonio con Lupe y desde un tiempo para acá no me apeteció nada verla. Ni tocarla. Ni hablarle, siquiera. Mucho menos hacerle el amor. A decir verdad, tenerla cerca me producía congoja. Me deprimía. Así que cada vez que tuve oportunidad de alejarme de su lado para irme con otras mujeres, lo hacía. Podía decirlo con todas sus letras: Yo ya no amaba a mi esposa. Muchas veces soñé con dejarla y vivir plenamente con alguna amante digna de mí. Ahora, con Minerva, la tenía. ¿Cuál era el problema? ¿Qué me detenía?

Oscar Wilde tenía razón: el matrimonio es un mal hábito y aun así uno inclusive lamenta la pérdida de un mal hábito porque son parte esencial de nuestra personalidad. No sé si Guadalupe era un mal hábito o no, lo más seguro es que sí, pero, siendo franco, no imaginaba mi vida sin ella. No imaginaba mi vida sin ella dándome el periódico y el café cargado en las mañanas ni los besos de buenas noches antes de dormir ni su bonito detalle de comprarme una corbata para las fiestas y reuniones sociales que tanto me persiguen como dueño de una exitosa firma de abogados. Madre de mis hijos, Guadalupe me ayudó a construir mi pequeño imperio de la nada; siempre me apoyó, jamás me dejó solo, a pesar de mis desaires.

Minerva no aceptó excusa alguna – parecía muy decidida. Y la verdad es que yo tampoco imaginaba mi vida sin ella: era bella y ambiciosa, inteligente y salvaje en la cama. Llegó a trabajar a la firma hacía un par de años y, aunque al principio tuve mis dudas respecto a sus intenciones – siendo el jefe máximo, nunca dejan de revolotearme alrededor las moscas muertas –, con el tiempo supe que era sincera y que en verdad me quería, como yo a ella. Si estaba obligado a elegir, entonces no había duda qué lado de la moneda elegiría. Ni hablar. Llegué a mi casa y hablé con Guadalupe. Mis hijos no estaban.

Lo último que vi de Guadalupe antes de que se afantasmara fue su triste sonrisa, ésa con la que siempre recibió las noticias pesarosas. Me quedé solo en medio de esa gigantesca casa. Llamé a Minerva, quien, contenta, me pidió regresar lo antes posible para celebrar: haría mi pasta favorita y me lo serviría con mi vino favorito. Triste y lento, hice mis maletas y salí de ahí. Al voltear, la casa desapareció.

Una idea por mi cabeza. De un brinco, corrí hacia la camioneta y manejé hasta el departamento de Minerva a toda velocidad. La puerta abierta. ¿Minerva, mi amor?, pregunté. No obtuve respuesta. No había nadie. En la cocina, platos vacíos enseguida de una vela llameante. Minerva, como Guadalupe hacía unos instantes, también había desaparecido.

Apocado, salí del departamento pero no quise ver cómo se afantasmaba hasta no quedar nada; sólo aguanté ver el hueco donde hasta hacía unos instantes había estado el que se supone que sería mi nuevo hogar. Caminé hacia la calle y, en medio de aquel atardecer morado con naranja, sentí lo que siento al ver una pintura que vi hace años: una sabana enorme donde sólo hay pasto raso y cielo azul sin lindes y en medio un hombre diminuto que es casi un puntito negro en todo el cuadro. Algo así como un breve vistazo al infinito.  

miércoles, 2 de julio de 2014

México ante el Mundial 2014

La Selección Mexicana ha perdido. Unos culpan al árbitro; otros a Robben, quien admitió que Rafa Márquez no cometió ninguna falta. Yo por un momento culpé a Rafa porque no hay que hacer cosas malas que parezcan peores. Sea la culpa de quien sea, en primer lugar, a esta tragedia no hay que encontrarle chivo expiatorio: Nos guste o no, estamos fuera del mundial y a él nada ni nadie nos va a regresar. En segundo lugar, tanto el árbitro como Márquez o Robben no son las razones por las cuales nos eliminaron del mundial, sino otras.

Después del partido de Croacia, el infame Enrique Peña Nieto, en llamada telefónica, felicitó a El Piojo Herrera por los resultados de la Selección y hasta le pidió que los llevara a la final.

Ahora, ¿esto era posible?

En términos de calidad, la Selección se encontraba en excelente forma; las victorias contra Camerún y el empate que supo a Victoria son Brasil fueron la prueba. Aun así, la Selección, por lo menos en este mundial, no hubiera llegado a la final. De haberle arrebatado la victoria a Holanda, algo hubiera sucedido en cuartos de final que habría llevado al mismo resultado. No por calidad sino por actitud.

En el mundo, ciertas selecciones, ciertos países, (seguramente los victoriosos, los acostumbrados a ganar) entran al mundial con un objetivo claro: Ganar la copa. ¿Por qué? Porque pueden, porque quieren, porque trabajan para ello. No solamente es cuestión de talento; para algunos países la victoria es el final de un sendero al cual, a pesar de las dificultades, se puede llegar. Por contraste, México, tanto Selección como afición, entramos al mundial no con el objetivo de aquellos países sino con otro, menor: Romper con nuestra historia. Trascenderla. Escapar de este círculo vicioso de jugar como nunca y perder como siempre. Por lo menos llegar a cuartos de final. Demasiado frustrante es para todos saber y hasta oler y palpar el poderío del equipo nacional y que aun así que los resultados palpables y cuantitativos no reflejen la calidad deportiva que se deja mundial con mundial en el campo de juego. Cada país y equipo es distinto de los demás. Algunos arrastran historias y situaciones particulares que posiblemente no se repitan con otros equipos. En el caso de México, la imposibilidad de pasar a cuartos de final es la historia que llevamos a cuesta como sombra. En este mundial, con este equipo, con este portero y director técnico, se vislumbraba, acaso, un futuro distinto, la excepción a la regla de la historia, una victoria que no parecía tan ilusoria como en ocasiones llegamos a pensar. Entonces, ¿cuál fue el problema?

No fui el único en notarlo; algunos comentaristas expertos han observado que, una vez anotado el primer gol de México, el equipo se confió y se creyó ganador cuando aún no era el momento adecuado. Cedió el balón a un rival que, a diferencia de la Selección respecto a la victoria, jamás cantó derrota y a pesar de los minutos que cada vez eran menos nunca dejó de trabajar por su victoria. La cual consiguieron: Un error defensivo y una injusticia de parte de un árbitro, de ésas que abundan en el futbol y la vida misma, convirtió a la Selección mexicana, a esa selección la que goleó a Croacia, a la que jugó tú a tú con Brasil, equipo legendario y que además tenía la presión de salir victorioso al ser anfitrión, a la que contaba con el Muro Ochoa, en un Titánic futbolístico – un barco poderoso que, según tripulación y capitán, no podía ser hundido ni por Dios y que al último logró hundir un pequeño iceberg que, de haberse evitado, no era para tanto. Después del primer gol anotado por Dos Santos, México pactó su derrota sin saberlo: Ya habían perdido; aún no estaban conscientes de ello. El primer gol del equipo holandés fue el iceberg que a lo lejos se asomaba; el segundo fue el choque. El desesperado intento por parte de la Selección de anotar el gol del empate en los últimos minutos fue tan fútil como intentar sacar el agua de un barco que se hundiría en cuestión de minutos. Hablando sobre un amor de fricción, el poeta español Gustavo Adolfo Bécquer escribió: “Tú eras el huracán y yo la alta / torre que desafía su poder: ¡Tenías que estrellarte o abatirme!... / ¡No pudo ser!”. Pues bien: México confiado y Holanda aguerrido, éste tenía que ganar y aquél perder: No pudo ser.

Los mexicanos, tanto Selección como afición, por lo menos en cuestión de futbol, soñamos y soñamos mucho: Como el genial y desdichado Bécquer, somos románticos por excelencia. Quizá a fuerza de tanto soñar hemos degenerado nuestro romanticismo en fatalismo, y nos hemos conformado con soñar con un mejor papel en el campeonato mundial en lugar de trabajar para ello. Quizá de anhelos y no de hechos hemos preferido nutrirnos. Quizá nos hemos encariñado tanto con el camino que olvidamos al destino, y en lugar de ir hacia la luz para tomarla, nos quedamos en la oscuridad albergando el anhelo tan bello de soñar con el día en que tomemos ese punto brillante que nos espera en la salida. ¿Las victorias de la primera eliminatoria nos parecieron demasiado grandes que la siguiente acaso fue muy chica? O quizá sea como Juan Villoro dice en su columna “Fuimos a toda madre”: “La Selección nacional enfrentó a Holanda sin miedo, pero se temió a sí misma. Asustada de lo que había logrado, cedió la iniciativa… Sólo cuando superemos este complejo seremos capaces de salir del laberinto de la soledad para merecer la extraordinaria frase de Miguel  Herrera: “¡Somos a toda madre!””. Quizá a la frontera de la tierra de la victoria, esa patria anhelada, no nos atrevimos a ir por más: No supimos canjear nuestro anhelo, nuestros sueños tan grandes y conocidos, por algo real y tangible. Es posible que nos sucedió lo que a Jay Gatsby: cuando Daisy Buchannan aceptó marcharse con él y dijo a su esposo Tom que no lo amaba: No contó que habría un rebote, un búmeran del pasado que desharía todos sus planes como fuego al papel. Y, como narra Nick Carraway respecto a Gatsby: “Había recorrido un largo camino antes de, llegar a su prado azul, y su sueño debió haberle parecido tan cercano que habría sido imposible no apresarlo. No se había dado cuenta de que ya se encontraba atrás de él, en algún lugar allende la vasta penumbra de la ciudad, donde los oscuros campos de la república se extendían bajo la noche”.

No se había dado cuenta de que ya se encontraba atrás de él.

“Un ganador nunca supera una derrota, pero un perdedor nunca supera una victoria”, dice un dicho cuyo autor desconozco. Éste es el caso de México. El camino hacia la victoria futbolística es largo y la Selección Mexicana, a pesar de su preparación y desempeño, no ha dado todos los pasos que realmente lo conducirán hacia la victoria. Pero ha dado algunos; uno importante: Creer que se puede vencer. Sugiero el segundo paso: Ser buenos ganadores; acostumbrarse a la victoria. Con esto no me refiero a ser autocomplacientes y dormirse en los laureles, sino tener en cuenta que la victoria no es como lo sugerí arriba: una patria fija que una vez encontrada se le ha encontrado de por vida, sino que es como un pájaro migrante que debe apresársele constantemente porque, una vez capturada, al día siguiente indudablemente huirá de nuestras manos. Cuando aprendamos esto, otro será nuestro destino.