En la camioneta, de camino a mi casa, pensé que, si
por mí hubiera sido, Minerva y yo nos vemos así por el resto de la vida: dos
veces por semana en el departamento que le puse hasta bien entrada la
madrugada, para luego regresar a mi casa, a mi familia, mi esposa e hijos
adolescentes que cada vez tienen los ojos más rojos de tanta droga que se
meten, los perdidos. Pero cuando pronunció aquellas palabras, Guadalupe o yo, y vi en sus
ojos arder ese misterio que nada tenía que ver con aquel poema de Machado, supe
que hablaba en serio. Algún mosco le debió picar; últimamente había visto mucho
esas novelas en las cuales las amantes no se dejan y reclaman el lugar que les
corresponde. Quién sabe. Con sus maletas hechas en el suelo, ¿qué decidía yo?
Tampoco lo supe. Llevaba quince años de matrimonio con
Lupe y desde un tiempo para acá no me apeteció nada verla. Ni tocarla. Ni
hablarle, siquiera. Mucho menos hacerle el amor. A decir verdad, tenerla cerca
me producía congoja. Me deprimía. Así que cada vez que tuve oportunidad de
alejarme de su lado para irme con otras mujeres, lo hacía. Podía decirlo con
todas sus letras: Yo ya no amaba a mi esposa. Muchas veces soñé con dejarla y
vivir plenamente con alguna amante digna de mí. Ahora, con Minerva, la tenía.
¿Cuál era el problema? ¿Qué me detenía?
Oscar Wilde tenía razón: el matrimonio es un mal
hábito y aun así uno inclusive lamenta la pérdida de un mal hábito porque son
parte esencial de nuestra personalidad. No sé si Guadalupe era un mal hábito o
no, lo más seguro es que sí, pero, siendo franco, no imaginaba mi vida sin
ella. No imaginaba mi vida sin ella dándome el periódico y el café cargado en
las mañanas ni los besos de buenas noches antes de dormir ni su bonito detalle
de comprarme una corbata para las fiestas y reuniones sociales que tanto me
persiguen como dueño de una exitosa firma de abogados. Madre de mis hijos,
Guadalupe me ayudó a construir mi pequeño imperio de la nada; siempre me apoyó,
jamás me dejó solo, a pesar de mis desaires.
Minerva no aceptó excusa alguna – parecía muy
decidida. Y la verdad es que yo tampoco imaginaba mi vida sin ella: era bella y
ambiciosa, inteligente y salvaje en la cama. Llegó a trabajar a la firma hacía
un par de años y, aunque al principio tuve mis dudas respecto a sus intenciones
– siendo el jefe máximo, nunca dejan de revolotearme alrededor las moscas muertas
–, con el tiempo supe que era sincera y que en verdad me quería, como yo a
ella. Si estaba obligado a elegir, entonces no había duda qué lado de la moneda
elegiría. Ni hablar. Llegué a mi casa y hablé con Guadalupe. Mis hijos no
estaban.
Lo último que vi de Guadalupe antes de que se afantasmara
fue su triste sonrisa, ésa con la que siempre recibió las noticias pesarosas. Me
quedé solo en medio de esa gigantesca casa. Llamé a Minerva, quien, contenta,
me pidió regresar lo antes posible para celebrar: haría mi pasta favorita y me
lo serviría con mi vino favorito. Triste y lento, hice mis maletas y salí de
ahí. Al voltear, la casa desapareció.
Una idea por mi cabeza. De un brinco, corrí hacia la
camioneta y manejé hasta el departamento de Minerva a toda velocidad. La puerta
abierta. ¿Minerva, mi amor?, pregunté. No obtuve respuesta. No había nadie. En
la cocina, platos vacíos enseguida de una vela llameante. Minerva, como
Guadalupe hacía unos instantes, también había desaparecido.
Apocado, salí del departamento pero no quise ver cómo se
afantasmaba hasta no quedar nada; sólo aguanté ver el hueco donde hasta hacía
unos instantes había estado el que se supone que sería mi nuevo hogar. Caminé
hacia la calle y, en medio de aquel atardecer morado con naranja, sentí lo que
siento al ver una pintura que vi hace años: una sabana enorme donde sólo hay
pasto raso y cielo azul sin lindes y en medio un hombre diminuto que es casi un
puntito negro en todo el cuadro. Algo así como un breve vistazo al infinito.