lunes, 16 de junio de 2014

Algunas reflexiones sobre la rima XI de Bécquer

¿Qué es poesía?, dices mientras clavas
en mi pupila tu pupila azul.
¿Qué es poesía? ¿Y tú me lo preguntas?
Poesía... eres tú.

Hace poco me encontraba releyendo este poemita, la rima XI de Gustavo Adolfo Bécquer. Por un momento no dejé de pensar en ella porque, de pronto me inquietó, ya que lo que dice es, en realidad, profundo, cabrón, a pesar de la brevedad del poema. ¿Por qué? Leído esta rima de Bécquer, de pronto me llegaron los dos primeros versos del famosísimo soneto XVIII de mi Will Shakespeare, que también hacía poco leí, que dicen lo siguiente: “¿Por qué tengo que compararte a un día de primavera / Tú eres más hermosa y más placentera” (Traducción libre). A pesar de que ambos poemas halagan a la mujer (supongamos que a quien ambos poemas se dirigen es una es mujer) a la que interpelan directamente, ambos son distintos. Ya que la voz poética del soneto de Shakespeare sugiere el uso de una fórmula bastante copiada en la poesía: Comparar a la mujer con algo bello en la naturaleza; en el caso del soneto Shakespeare, un día de primavera. En otros casos, por ejemplo, las mujeres se comparan a las flores, el rojo de sus labios al coral, sus cabellos al oro, y esas cursilerías. Sin embargo, el poema de Bécquer hace exactamente lo opuesto, y es por esto que me gusta: En lugar de comparar al mundo o la naturaleza o el universo o la vida a la mujer, para tratar de comunicar qué tan bella es ella, dice lo contrario: El mundo o la naturaleza o el universo o la vida más bien son los que se parecen a la mujer. Es decir, el chingonzaso de Bécquer no dice: Tus ojos son como el cielo sino todo lo contrario: El cielo son como tus ojos. La mujer es el punto de referencia, y mundo y naturaleza, si poseen algo de belleza, puedan llegar quizá a ser dignos de ser comparadas con las características de la amada del poema. Miren nomás, qué calidad, qué aseveración tan contundente: Tú no me recuerdas al mundo; el mundo me recuerda a ti: Eres el todo, la fuente inacabable de inspiración; de ti se desprende toda metáfora e imagen y hasta música, de ti se desprende la poesía. Esta idea me recuerda a un pasaje de la novelita El Cartero de Neruda:

¡Metáforas, hombre!
—¿Qué son esas cosas?
El poeta [es decir, Pablo Neruda] puso una mano sobre el hombro del muchacho.
—Para aclarártelo más o menos imprecisamente, son modos de decir
una cosa comparándola con otra.
Mario se llevó la mano al corazón [y dijo:]
Usted cree que todo el mundo, quiero decir todo el mundo, con el viento, los mares, los árboles, las montañas, el fuego, los animales, las casas, los desiertos, las lluvias…
—… ahora ya puedes decir «etcétera».
—… ¡los etcéteras! ¿Usted cree que el mundo entero es la metáfora de algo?
Neruda abrió la boca, y su robusta barbilla pareció desprendérsele del rostro.
—¿Es una huevada lo que le pregunté, don Pablo?
—No, hombre, no.
—Es que se le puso una cara tan rara.
—No, lo que sucede es que me quedé pensando.

Este diálogo, propongo, entabla a su vez otro diálogo con la rima XI de Bécquer, porque, sí, buena pregunta, ¿qué tal si el mundo es la metáfora de algo más? ¿Qué tal si el mundo es la metáfora de la mujer?

Platón no gustaba para nada de la poesía; argumentaba que este mundo, el mundo en que vivimos, es la copia de un mundo allá afuera, más perfecto, más ideal, que éste. Esto no se le hacía nada bien. Y la poesía, por otro lado, para Platón es la copia de este mundo en que vivimos, de por sí ya imperfecto, lo cual la hace lo que le sigue de peor. Difícil el Platón, y sin embargo Bécquer con este poema hace algo parecido (es decir, hablar de mundos imperfectos y perfectos) pero a la inversa: Pone al mundo en que vivimos en un plano superior y a la poesía (a la mujer) en un plano superior. "Poesía eres tú". Bécquer sabía de lo que hablaba, el cabrón. Hurra por él

sábado, 14 de junio de 2014

Mensaje hallado en una cajetilla de cigarros

Mi nombre no importa (por lo menos, por ahora); lo que importa es lo que soy (y lo que soy definiré más adelante). La pregunta urgente es, más bien, dónde anido. Y anido, pues, solo, en este morada de andamiajes oscuros e indescifrables y pasillos interminables cuya solución únicamente yo conozco, dentro del mundo pero al mismo tiempo alejado de él. Ignoro por qué me encuentro aquí; ignoro si se debe al azar o designo de los dioses o ese mentado ente ubicuo que llaman destino (el cual, dicho sea de paso, me parece una aberración, porque yo creo en el libre albedrío y yo soy dueño absoluto de mi destino, excepto que yo, a diferencia de muchos, sí estoy destinado para la grandeza; en esto el hado sí existe y me tiene un camino ya trazado: el de la grandeza). Lo cierto es que un conflicto me supone estar aquí porque, ahora sí, ¿quién soy yo? Soy, en pocas palabras y para no exagerar, un ser grandioso, hermoso, excepcional, brillante, un ser dotado de mil y un dones y talentos y aptitudes para la vida, una estrella radiante enviada a la tierra única y exclusivamente para brillar. Esto que les digo no digo por vanidad o arrogancia (detesto a las personas que se dan ínfulas de lo que no son), en resumidas cuentas, no por subjetividad, sino todo lo contrario: Objetividad. El único compañero perpetuo que tengo aquí en mi morada es el espejo, el cual me refleja verdades objetivas que, me gusten o no, las quiera o no, allí están. Además, brillar es lo de menos. Soy de la firme convicción de que se me ha enviado a la vida tocado por los dioses, o lo que sea que me haya creado (porque yo sé que existe un creador), para el mejoramiento del mundo.

Por tal razón, imaginen cuán triste es mi situación, ésta de encontrarme aquí, encerrado en mi morada, mientras el mundo, ése al que vine a ayudar, a enriquecer, el cual, despreciable e ingrato, ignora mi existencia, y sigue girando inconsciente de que yo, alguien como yo, existe, sin tener el lugar que le corresponde. En cambio, a manos llenas su estima y adoración regalan a imbéciles y pelmazos que no poseen ni la mitad del talento que yo en una mano, sin escatimar. Tontos, ingenuos, ciegos estúpidos. No sé quién es peor: Ustedes los farsantes que, autocomplacientes, se congratulan por hacer cosas en realidad mediocres pero que al ojo experto dejan mucho que desear o ustedes los patéticos inocentes que se dejan comprar al no ser capaces de ver más allá de sus narices, o sea, a mí. Yo sé esto porque nuestros mundos colindan y noches enteras paso en vigilia observando con lupa estudiosa lo que sucede en el mundo exterior. Estoy muy al tanto de lo que sucede afuera de morada.

Si puedo salir, entonces, ¿por qué no salgo?, algunos se han de preguntar. Sí salgo, de noche siempre (de día absolutamente no), mas no es por timidez ni incapacidad. Más bien porque prefiero aguardar el día en que yo recorra la tierra con la distinción que desde el nacimiento se me ha prometido, para lo cual necesito, y deseo con fervor, ser encontrado. Yo no puedo darme a conocer porque esto sí es síntoma de vanidad y pretensión y yo estoy por encima de estas actitudes. Además, no. Simplemente no puedo hacerlo. Por eso paso mis días aguardando por ese alguien que sea dueño – o dueña – de la pericia para rasgar los pasillos de mis aposentos hasta dar conmigo y descubrir qué soy yo y llevarme hacia el exterior. Quienes piensen, por prejuicio o temor, que les haré daño, no tienen que temer. A contrario de los rumores malditos y las formas que adopta mi sombra oscura, soy inofensivo. No albergo sentimientos de destrucción hacia ustedes sino puros, vehementes deseos de ser alcanzado, invadido, penetrado. Liberado. Les aseguro que el día en que por fin esto me suceda, todos los terribles pensamientos hacia ustedes y el mundo se esfumarán en un instante. Deseo rendirme ante ustedes.

En ocasiones, por descuido por respuesta a este mensaje, personas – específicamente mujeres – entran aquí. Me ven, las veo, nos encontramos, y por un instante mi salida parece real pero nunca se concreta: Algunas terminan yéndose, para mi pesar; otras se quedan, también para mi pesar. Los primeros casos me llenan de amargura; los segundos de tristeza. No importa; mi fe es grande. Ese día tiene que venir, el día en que yo por fin sea descubierto y visto por lo que soy. Hasta ese entonces mi orgullo y vanidad justificados son monedas de oro depositados en una alcancía que cada momento crece más y que algún día rico me hará. Y ese día, oh, casi puedo saborearlo, será sublime. Justificará este mi encierro, de principio a fin mi existencia. Abro mis ojos gastados por el insomnio y mi imaginación vigorosa cada mañana y los cierro cada noche con esta ilusión dentro de mí.


Este mensaje, que me ha embrujado por leerlo más de cien veces, encontré un día en la calle en que, imaginando mi futuro como poeta, vagaba solitario y triste como siempre.

viernes, 13 de junio de 2014

El Hombre Apresurado

Se apellida Urdapilleta, trabaja en la maquila, y siempre está de un lado a otro, cambiando de sitio a cada momento, sin estarse quieto nunca, en parte porque no sabe, en parte porque no quiere. Por lo general, lugar al que va, llega con ajetreado y apresurado, con ligera tardanza, de 5 a 10 minutos, por lo menos, y 20 o 30 en promedio. Es gerente general de todos los gerentes generales de la maquila CORDE en la ciudad. Hombre ocupado, siempre utiliza su tiempo al máximo. Desayuno, comida y cena en el carro, de camino al trabajo o de regreso a casa; plática con los hijos mientras revisa cuentas del trabajo; y se echa sus polvos con la secre Lorena en su oficina en lo que llegan los otros altos directivos de las sucursales a las juntas de trabajo. Detesta el silencio y cada noche duerme con la tele o radio o computadora encendidas. Las pocas veces en que se queda sin nada qué hacer – por lo general, los domingos – se pone a limpiar la casa (que ya está limpia) o arreglar desperfectos (que no son la gran cosa) o lavar el carro (que ya lavó su hijo, para que se lo preste). Porque, al igual que el silencio, el Sr. Urdapilleta detesta la quietud.

Una tarde, como suele suceder con los ricos de la ciudad, lo levantan. Una suburban negra con cinco encapuchados lo interceptan antes de llegar a su fraccionamiento privado; a punta de calibres .45 lo bajan de la camioneta y lo llevan a una casa abandonada y, vendado de boca y ojos, lo amordazan a unas cadenas en un poste de un cuarto vacío. No se asuste jefe, le dice El Pilas, uno de sus levantadores, No le haremos nada, sólo queremos cobrar el rescate, así que quédese ahí quietecito y verá que no le pasará nada. El Sr. Urdapilleta no tiene miedo – por lo menos, no por el levantón –; lo que tiene es deseos de moverse. Ayúdenme, intenta gritar, Sáquenme de aquí, pero por el pañuelo en la boca no puede decir nada; sólo se mueve y gime y se retuerce y hace ruido. El Greñas, otro de sus levantadores, da golpes en la puerta y pide que se controle, jefecito, no pasa nada. Pero no hace caso; él aún se mueve, tiene que moverse, necesita moverse, no puede estarse quieto, por favor por favor Déjenme salir. Jefecito, dice El Greñas, Contrólese o tendremos que entrar, y usté no quiere que entremos, así que cállese a la verga. Mejor si entran, intenta decir el Sr. Urdapilleta, muévanme, péguenme, lo que sean, por lo que más quieran, todo menos esto todo menos esto todo menos esto. A ver, tú, pinche Greñas, grita El Jefe, Ve y calla a ese pinche cabrón jijo de la chingada ahorita mismo antes de que le meta un plomazo en el hocico por caguengue. El Greñas, irritado, se pone de pie y se dirige al cuarto vacío, abre la puerta y por un segundo ve al Sr. Urdapilleta, el pecho infladísimo, los ojos rojos y desorbitados, desesperado, y luego, pum, explota como flatulencia. Su carne y sesos, sangre y tripas, regado por doquier.

Pobre del Sr. Urdapilleta, caray, lo ha matado la prisa en vez de sus levantadores. Bah, no importa. Porque, a pesar de su familia, por primera vez después de mucho tiempo ya no siente esa prisa, esa necesidad de cambiar de lugar, de moverse de un lado a otro. Y, contraria a toda opinión posterior sobre mí, estoy feliz, estoy mejor que nunca. Los levantadores de todas maneras cobraron el rescate.