Mi nombre
no importa (por lo menos, por ahora); lo que importa es lo que soy (y lo que
soy definiré más adelante). La pregunta urgente es, más bien, dónde anido. Y
anido, pues, solo, en este morada de andamiajes oscuros e indescifrables y pasillos
interminables cuya solución únicamente yo conozco, dentro del mundo pero al
mismo tiempo alejado de él. Ignoro por qué me encuentro aquí; ignoro si se debe
al azar o designo de los dioses o ese mentado ente ubicuo que llaman destino
(el cual, dicho sea de paso, me parece una aberración, porque yo creo en el
libre albedrío y yo soy dueño absoluto de mi destino, excepto que yo, a
diferencia de muchos, sí estoy destinado para la grandeza; en esto el hado sí
existe y me tiene un camino ya trazado: el de la grandeza). Lo cierto es que un
conflicto me supone estar aquí porque, ahora sí, ¿quién soy yo? Soy, en pocas
palabras y para no exagerar, un ser grandioso, hermoso, excepcional, brillante,
un ser dotado de mil y un dones y talentos y aptitudes para la vida, una
estrella radiante enviada a la tierra única y exclusivamente para brillar. Esto
que les digo no digo por vanidad o arrogancia (detesto a las personas que se
dan ínfulas de lo que no son), en resumidas cuentas, no por subjetividad, sino
todo lo contrario: Objetividad. El único compañero perpetuo que tengo aquí en
mi morada es el espejo, el cual me refleja verdades objetivas que, me gusten o
no, las quiera o no, allí están. Además, brillar es lo de menos. Soy de la
firme convicción de que se me ha enviado a la vida tocado por los dioses, o lo
que sea que me haya creado (porque yo sé que existe un creador), para el
mejoramiento del mundo.
Por tal
razón, imaginen cuán triste es mi situación, ésta de encontrarme aquí,
encerrado en mi morada, mientras el mundo, ése al que vine a ayudar, a
enriquecer, el cual, despreciable e ingrato, ignora mi existencia, y sigue
girando inconsciente de que yo, alguien como yo, existe, sin tener el lugar que
le corresponde. En cambio, a manos llenas su estima y adoración regalan a
imbéciles y pelmazos que no poseen ni la mitad del talento que yo en una mano,
sin escatimar. Tontos, ingenuos, ciegos estúpidos. No sé quién es peor: Ustedes
los farsantes que, autocomplacientes, se congratulan por hacer cosas en
realidad mediocres pero que al ojo experto dejan mucho que desear o ustedes los
patéticos inocentes que se dejan comprar al no ser capaces de ver más allá de
sus narices, o sea, a mí. Yo sé esto porque nuestros mundos colindan y noches
enteras paso en vigilia observando con lupa estudiosa lo que sucede en el mundo
exterior. Estoy muy al tanto de lo que sucede afuera de morada.
Si puedo
salir, entonces, ¿por qué no salgo?, algunos se han de preguntar. Sí salgo, de
noche siempre (de día absolutamente no), mas no es por timidez ni incapacidad.
Más bien porque prefiero aguardar el día en que yo recorra la tierra con la
distinción que desde el nacimiento se me ha prometido, para lo cual necesito, y
deseo con fervor, ser encontrado. Yo no puedo darme a conocer porque esto sí es
síntoma de vanidad y pretensión y yo estoy por encima de estas actitudes.
Además, no. Simplemente no puedo hacerlo. Por eso paso mis días aguardando por ese
alguien que sea dueño – o dueña – de la pericia para rasgar los pasillos de mis
aposentos hasta dar conmigo y descubrir qué soy yo y llevarme hacia el
exterior. Quienes piensen, por prejuicio o temor, que les haré daño, no tienen
que temer. A contrario de los rumores malditos y las formas que adopta mi
sombra oscura, soy inofensivo. No albergo sentimientos de destrucción hacia
ustedes sino puros, vehementes deseos de ser alcanzado, invadido, penetrado.
Liberado. Les aseguro que el día en que por fin esto me suceda, todos los
terribles pensamientos hacia ustedes y el mundo se esfumarán en un instante. Deseo
rendirme ante ustedes.
En
ocasiones, por descuido por respuesta a este mensaje, personas –
específicamente mujeres – entran aquí. Me ven, las veo, nos encontramos, y por
un instante mi salida parece real pero nunca se concreta: Algunas terminan
yéndose, para mi pesar; otras se quedan, también para mi pesar. Los primeros
casos me llenan de amargura; los segundos de tristeza. No importa; mi fe es
grande. Ese día tiene que venir, el día en que yo por fin sea descubierto y
visto por lo que soy. Hasta ese entonces mi orgullo y vanidad justificados son
monedas de oro depositados en una alcancía que cada momento crece más y que
algún día rico me hará. Y ese día, oh, casi puedo saborearlo, será sublime.
Justificará este mi encierro, de principio a fin mi existencia. Abro mis ojos
gastados por el insomnio y mi imaginación vigorosa cada mañana y los cierro
cada noche con esta ilusión dentro de mí.
Este
mensaje, que me ha embrujado por leerlo más de cien veces, encontré un día en
la calle en que, imaginando mi futuro como poeta, vagaba solitario y triste
como siempre.