Se apellida
Urdapilleta, trabaja en la maquila, y siempre está de un lado a otro, cambiando
de sitio a cada momento, sin estarse quieto nunca, en parte porque no sabe, en
parte porque no quiere. Por lo general, lugar al que va, llega con ajetreado y
apresurado, con ligera tardanza, de 5 a 10 minutos, por lo menos, y 20 o 30 en
promedio. Es gerente general de todos los gerentes generales de la maquila
CORDE en la ciudad. Hombre ocupado, siempre utiliza su tiempo al máximo.
Desayuno, comida y cena en el carro, de camino al trabajo o de regreso a casa;
plática con los hijos mientras revisa cuentas del trabajo; y se echa sus polvos
con la secre Lorena en su oficina en lo que llegan los otros altos directivos
de las sucursales a las juntas de trabajo. Detesta el silencio y cada noche
duerme con la tele o radio o computadora encendidas. Las pocas veces en que se
queda sin nada qué hacer – por lo general, los domingos – se pone a limpiar la
casa (que ya está limpia) o arreglar desperfectos (que no son la gran cosa) o
lavar el carro (que ya lavó su hijo, para que se lo preste). Porque, al igual
que el silencio, el Sr. Urdapilleta detesta la quietud.
Una tarde,
como suele suceder con los ricos de la ciudad, lo levantan. Una suburban negra
con cinco encapuchados lo interceptan antes de llegar a su fraccionamiento
privado; a punta de calibres .45 lo bajan de la camioneta y lo llevan a una
casa abandonada y, vendado de boca y ojos, lo amordazan a unas cadenas en un
poste de un cuarto vacío. No se asuste jefe, le dice El Pilas, uno de sus
levantadores, No le haremos nada, sólo queremos cobrar el rescate, así que
quédese ahí quietecito y verá que no le pasará nada. El Sr. Urdapilleta no
tiene miedo – por lo menos, no por el levantón –; lo que tiene es deseos de
moverse. Ayúdenme, intenta gritar, Sáquenme de aquí, pero por el pañuelo en la
boca no puede decir nada; sólo se mueve y gime y se retuerce y hace ruido. El
Greñas, otro de sus levantadores, da golpes en la puerta y pide que se
controle, jefecito, no pasa nada. Pero no hace caso; él aún se mueve, tiene que
moverse, necesita moverse, no puede estarse quieto, por favor por favor Déjenme
salir. Jefecito, dice El Greñas, Contrólese o tendremos que entrar, y usté no
quiere que entremos, así que cállese a la verga. Mejor si entran, intenta decir
el Sr. Urdapilleta, muévanme, péguenme, lo que sean, por lo que más quieran, todo
menos esto todo menos esto todo menos esto. A ver, tú, pinche Greñas, grita El
Jefe, Ve y calla a ese pinche cabrón jijo de la chingada ahorita mismo antes de
que le meta un plomazo en el hocico por caguengue. El Greñas, irritado, se pone
de pie y se dirige al cuarto vacío, abre la puerta y por un segundo ve al Sr.
Urdapilleta, el pecho infladísimo, los ojos rojos y desorbitados, desesperado,
y luego, pum, explota como flatulencia. Su carne y sesos, sangre y tripas,
regado por doquier.
Pobre del
Sr. Urdapilleta, caray, lo ha matado la prisa en vez de sus levantadores. Bah,
no importa. Porque, a pesar de su familia, por primera vez después de mucho
tiempo ya no siente esa prisa, esa necesidad de cambiar de lugar, de moverse de
un lado a otro. Y, contraria a toda opinión posterior sobre mí, estoy feliz,
estoy mejor que nunca. Los levantadores de todas maneras cobraron el rescate.