viernes, 13 de junio de 2014

El Hombre Apresurado

Se apellida Urdapilleta, trabaja en la maquila, y siempre está de un lado a otro, cambiando de sitio a cada momento, sin estarse quieto nunca, en parte porque no sabe, en parte porque no quiere. Por lo general, lugar al que va, llega con ajetreado y apresurado, con ligera tardanza, de 5 a 10 minutos, por lo menos, y 20 o 30 en promedio. Es gerente general de todos los gerentes generales de la maquila CORDE en la ciudad. Hombre ocupado, siempre utiliza su tiempo al máximo. Desayuno, comida y cena en el carro, de camino al trabajo o de regreso a casa; plática con los hijos mientras revisa cuentas del trabajo; y se echa sus polvos con la secre Lorena en su oficina en lo que llegan los otros altos directivos de las sucursales a las juntas de trabajo. Detesta el silencio y cada noche duerme con la tele o radio o computadora encendidas. Las pocas veces en que se queda sin nada qué hacer – por lo general, los domingos – se pone a limpiar la casa (que ya está limpia) o arreglar desperfectos (que no son la gran cosa) o lavar el carro (que ya lavó su hijo, para que se lo preste). Porque, al igual que el silencio, el Sr. Urdapilleta detesta la quietud.

Una tarde, como suele suceder con los ricos de la ciudad, lo levantan. Una suburban negra con cinco encapuchados lo interceptan antes de llegar a su fraccionamiento privado; a punta de calibres .45 lo bajan de la camioneta y lo llevan a una casa abandonada y, vendado de boca y ojos, lo amordazan a unas cadenas en un poste de un cuarto vacío. No se asuste jefe, le dice El Pilas, uno de sus levantadores, No le haremos nada, sólo queremos cobrar el rescate, así que quédese ahí quietecito y verá que no le pasará nada. El Sr. Urdapilleta no tiene miedo – por lo menos, no por el levantón –; lo que tiene es deseos de moverse. Ayúdenme, intenta gritar, Sáquenme de aquí, pero por el pañuelo en la boca no puede decir nada; sólo se mueve y gime y se retuerce y hace ruido. El Greñas, otro de sus levantadores, da golpes en la puerta y pide que se controle, jefecito, no pasa nada. Pero no hace caso; él aún se mueve, tiene que moverse, necesita moverse, no puede estarse quieto, por favor por favor Déjenme salir. Jefecito, dice El Greñas, Contrólese o tendremos que entrar, y usté no quiere que entremos, así que cállese a la verga. Mejor si entran, intenta decir el Sr. Urdapilleta, muévanme, péguenme, lo que sean, por lo que más quieran, todo menos esto todo menos esto todo menos esto. A ver, tú, pinche Greñas, grita El Jefe, Ve y calla a ese pinche cabrón jijo de la chingada ahorita mismo antes de que le meta un plomazo en el hocico por caguengue. El Greñas, irritado, se pone de pie y se dirige al cuarto vacío, abre la puerta y por un segundo ve al Sr. Urdapilleta, el pecho infladísimo, los ojos rojos y desorbitados, desesperado, y luego, pum, explota como flatulencia. Su carne y sesos, sangre y tripas, regado por doquier.

Pobre del Sr. Urdapilleta, caray, lo ha matado la prisa en vez de sus levantadores. Bah, no importa. Porque, a pesar de su familia, por primera vez después de mucho tiempo ya no siente esa prisa, esa necesidad de cambiar de lugar, de moverse de un lado a otro. Y, contraria a toda opinión posterior sobre mí, estoy feliz, estoy mejor que nunca. Los levantadores de todas maneras cobraron el rescate.