miércoles, 21 de mayo de 2014

Muerte, no te ufanes

Muerte, no te ufanes, pues aunque te llamen
Temible y poderosa, tanto no lo eres.
Aquellos a quienes has tumbado
No han muerto aún, ingenua, así como yo, que de pie sigo.
Del lecho al sueño, laxas copias de ti misma,
Fino gozo hay; de ti fluye más vida de la quisieras dar,
Y tarde que temprano los más valientes y robustos a ti van,
A descansar sus huesos, a entregar su espíritu.
Eres tú esclava del destino, de la suerte, de reyes y de infaustos.
Y venenos y guerras y brotes súbitos de peste
Y ricina y conjuros mágicos nos hacen caer más rápido
Y mejor que el triste roce de tu dedo: ¿por qué, pues, el alarde?
Ppasado un sueño corto, en la eternidad despertaremos
Y la muerte será sino un recuerdo; Muerte, muerta acabarás.

martes, 20 de mayo de 2014

Bébeme sólo con tus ojos

Bébeme sólo con tus ojos
Que yo juraré con los míos
O deja un beso en la copa;
Que ya no habré de buscar vino,
Pues la sed que de mí brota
Sólo pide ron divino
Y por el néctar del dios Hebe,
No cambio el tuyo, ahora mío.

Corona te envié llena de rosas,
Y no tanto como ofrenda,
Sino con fe de que contigo
Marchitarse no pudiera
Pero tú sobre ella respiraste
Para regresarla a mi mesa,
Y desde entonces al olerla,
Huele a ti y no a ella




El Durmiente del Valle

Un hoyo verde donde canta un río,
Enganchando, desquiciado, finos rayos de plata,
Ahí donde el sol de la montaña fiera
Irradia: un pequeño valle que hace espuma de luz.

Con la boca abierta y la cabeza desnuda
Y la nuca bañada del fresco barro azul, un joven soldado
Duerme, tendido sobre la nube hecha de hierba, y
Pálido, sobre la cama verde donde la luz llueve.

Los pies sobre el gladiolo, duerme, sonriente,
Como sonríe un niño enfermo que toma su siesta:
Naturaleza: mécelo suavemente, tiene frío.

Los perfumes no cosquillean más su nariz,
Duerme en el sol, su mano sobre su pecho,
Tranquilo, con dos huecos rojos en su costado.


domingo, 11 de mayo de 2014

Parábola del Hombre Hambriento

Fue de noche cuando El Soldado despertó, desnudo, bocabajo. La luna, redonda en el cielo, en silencio llena brillaba. No pudo recordar aquel lugar ni lo sucedido; el oído y el habla, como linternas, totalmente apagados de aquella total oscuridad. Intentó ponerse de pie pero sus brazos, súbitamente desprovistos de fuerza, le fallaron, y cayó al césped. Como un punto negro que manos invisibles, despiadadas, le abrieron el pecho hasta lo insoportable. Ignoró qué era aquel dolor o por qué acaecía, pero no pasó mucho tiempo para comprenderlo. Era, efectivamente, hambre, una terrible y titánica hambre.

Con fuerzas, que sacó de algún lugar, logró ponerse de pie para, desesperado, correr en busca de algo, pero ¿qué? Oscuridad, la vista borrosa, un bulto en el suelo que lo hizo tropezar. Confundido, vio el bulto y la luz de la luna le reveló lo que era aquel bulto: Un cadáver. Asustado, corrió de aquel cuerpo para de nuevo caer en el suelo. Esta vez no es sólo un cadáver; son dos, y al voltear a su alrededor comprendió dónde se encontraba: Un terreno repleto de cuerpos inertes y rotos, desperdigados por doquier. Ahora, recuerda lo sucedido.

La Última Batalla de la Guerra Final.

Él había participado en aquella batalla, como soldado del bando de Los Buenos, el lado que defendía al mundo de Los Invasores, el bando de Los Malos. Y a pesar de la firmeza de los soldados de Los Buenos y la fiereza de Los Malos, ningún bando ganaba – o perdía– del todo. Alternando derrotas y victorias, ambos bandos atascados en el fango del empate se hallaban… hasta aquella aciaga batalla.

A tantos hombres reunidos en un solo lugar nunca vio. Hubo tantos en ambos lados que  no pudo acapararlos a todos con su vista. Hasta entonces había tenido la seguridad de su causa, confiado en la nobleza de su bando; pero al ver a tantos hombres reunidos, de pronto, algo en él sucedió, algo inesperado y nuevo: Dudó de su causa, por primera vez en la vida, y de pronto escuchó la tierra sobre la cual estaba parado sacudirse con telúrica fuerza, como si un terremoto naciera justo debajo de sus pies, y en ese momento escuchó explosiones abrirse a su alrededor y vio humaredas gigantes de polvo y vio cuerpos moverse, cuerpos caer, cuerpos destrozados por los zarpazos inclementes de las balas, cuerpos agujereados por los tanques arrolladores, cuerpos desmembrados cuyas piernas y brazos volaban por el aire para caer al suelo, cuerpos miedosos, angustiados, cuerpos gritando, cuerpos orinándose, cuerpos llorando, cuerpos escupiendo a través de sus poros sudor y sangre, cuerpos explotando, cuerpos orinándose, cuerpos convertidos en lluvia de órganos y tripas, cuerpos deshaciéndose como mazapán, cuerpos muertos acumulándose como piedras sin importancia a su alrededor, cuerpos estorbando el paso que pisaban botas indiferentes para poder escapar. Comenzó a perder el oído, como una luz comida por la oscuridad envolvente; lo último que escuchó fue los motores de una bandada de aviones distantes que se aproximan poco a poco, hacia ellos, hacia todos, dispuestos a arrasar aún más el campo en llamas.

Los ojos de todos en el cielo.
Silencio absoluto
En menos de un segundo, comprendió que todo lo sucedido hasta el momento no es más que el preludio de la muerte, la brisa antes de la llegada del huracán; ahora seguía el horror de los horrores, la destrucción íntegra y completa. Cuando la primera bomba cayó, él salió volando por la explosión y al abrir los ojos y alzarlos al suelo vio otra bomba cayendo hacia donde él se encontraba. Sintió subir de su garganta un grito tan fuerte que al hacer erupción, su garganta explotaría, y deseó volver, darse la vuelta y huir, correr, esconderse, rasgar con sus manos la tierra hasta llegar al fondo y esconderse, salvarse, como todos los demás, pero ya era tarde: la bomba, como hoja de árbol, suave tocó el suelo. El tiempo y la vida se detuvieron por un instante antes de la explosión total. En ese momento sólo pudo articular una palabra antes de que se abriera la explosión: No.

Todo, oscuridad.

Al ver esos cuerpos a su alrededor, se preguntó, sin hallarse respuesta, cómo o por qué sobrevivió. Se preguntó también por qué oído y habla se habían apagado como fósforos. Aterrado, quiso profundizar en esto, pero no pudo: El hambre lo lastima. El Soldado se percata de otro sobreviviente. ¿De qué manera? Ni él lo supo; fue como si lo hubiera olido, sentido a través del aire.

Instintivamente, corrió hacia a aquel sobreviviente, sin saber qué hacer, y lo encuentra falto de pierna y semiinconsciente. Dubitativo, se acerca a él y apenas piensa en tocarlo y poner su mano fría sobre aquel soldado agonizante cuando pasó:

El sobreviviente, muerto.
El Soldado lo tocó y, sin quererlo, lo comió.

Justo en ese momento, la culpa le subiría a la cabeza cuando sintió lo que siente cualquier persona que no ha comido en días después de pasarse varios bocados por la garganta: Satisfacción.

Y, por un breve instante, un llevadero segundo, al hambre apaciguó.

Mas esto no dura por mucho tiempo.

Unos minutos más tarde, más intensa y dolorosa que antes, el hambre regresa, abriéndole el pecho más fuerte y neciamente, hasta lo insoportable. El Soldado, gritó, gritó sin poder gritar realmente, y corre a sus alrededores, en busca de algo. Sintió a un par de sobrevivientes cerca de él – los pudo ubicar con exactitud a cada uno –, pero ahora no tuvo que acercarse a ellos: sólo tuvo que sentirlos a la distancia, se concentra y, a pesar de que sintió remordimiento por quitarles la vida, lo hizo: Los devoró. Los sobrevivientes murieron al instante y Él, agitado y saciado, descansó por un momento. Minutos más tarde, el hambre lo golpea de nuevo. Ahora, siente a los demás sobrevivientes de todo el campo: en total siente a cinco y a los cinco devoró con sólo pensarlo. Lo que en algún momento hubiese sido culpa ahora era una botella pequeña y frágil estrellada contra un muro de concreto, ancho y duro.

A las afueras de una ciudad, una estación gasolinera donde un par de hombres bebían y reían y fumaban. Uno se llevó la botella a la boca cuando lo vio: Un hombre, o por lo menos eso parecía, fijo, como envuelto en una tela oscura, de rostro normal pero que él veía desfigurado.
Parecía un cadáver.
El hombre intentó gritar pero no alcanzó a hacerlo: Él lo devoró, y también al otro hombre y a una prostituta que dormía en el tráiler.
Los hombres cayeron al suelo.
La ciudad frente a Él.

Le tomó un par de horas devorar por entero a la ciudad: Su capacidad para consumir era como un radar que alcanzaba a detectar vida a un rango que se ensanchaba mientras más comía. Primero devoró un sector de la ciudad, uno pequeño, luego otro sector y esta vez alcanzó a devorar a más gente, casi al doble, y luego devoró el resto de la ciudad de una sola mordida. Nadie lo vio venir, nadie lo esperaba, y vacía quedó la ciudad después de Él. No sólo los humanos sino los animales y las plantas, el aire y hasta el suelo mismo se quedaron sin vida.

A partir de entonces, donde hubo gente concentrada, Él se apareció, inmóvil, piedra oscura hecha de sombras, para devorarlo todo. ¿Cómo llegaba? El nunca corrió, ni siquiera lo vieron caminar. Era como si no se moviera, como si fuera más un fantasma que cuerpo. Cosa que así era, porque para entonces nada sentía. La culpa, la tristeza y el remordimiento se convirtieron en estrellas de brillo ínfimo y opaco que se perdían en el firmamento. De vez en cuando miraba hacia el cielo y las veía, pero eran distantes y lejanas.

La humanidad decreció al poco tiempo. Ciudades enteras fueron absorbidas, huecos circulares de muerte se abrieron como debajo de la tierra. Todo fue silencio, poco a poco. ¿Cómo defenderse, cómo prevenirlo? Ni siquiera sabía lo que rondaba la tierra. Algunos ingenuos pensaron que al esconderse debajo de la tierra o al irse a vivir a las cavernas de alguna olvidada montaña, se salvarían, pero esto no fue posible; su hambre fue tan grande que inclusive a ellos pudo encontrar sin dificultad alguna. Los escasos sobrevivientes, esos que comprendieron que algo, o alguien, perseguía la vida para luego devorarla, buscaron sobrevivir al emprender la marcha y estar siempre en movimiento, siempre corriendo. Mas esto no fue posible por mucho posible, porque siempre terminaron por cansarse o al querer alejarse de Él terminaron por caer dentro del rango de su radar, para ser devorados en el momento menos esperado.

Y es que ningún intento fue suficiente para salvarse de ÉlPara entonces él ya no sentía nada que no fuese hambre. Los sentimientos que alguna vez sintió ahora le eran lejanos e incomprensibles, como palabras de un lenguaje desconocido de cuyo origen o existencia ni siquiera escuchó hablar. El hambre era el motor de su existencia, porque vida no era, y toda la vida en la Tierra no era más que alimento que debía parar en el hueco inmenso que guardaba en su pecho, en su tumba gigante que albergaba la muerte de todo y todos.

Y, como era de esperarse, llegó el momento en que la humanidad  dejó por completo de existir, de que todos y cada uno de los humanos en la Tierra fueron devorados. Y una vez comida la raza humana, Él se volvió a los árboles, a los bosques y las selvas, a las tundas y los prados, a los mares y los lagos, los océanos y los riachuelos, a los animales. No le tomó mucho tiempo terminar con todos ellos. Y terminada toda la vida, la Tierra se volvió un cementerio gigante, enorme, un espacio vacío lleno de huecos y muerte silenciosa, muerte oscura, muerte y nada más. Y después de devorar con el pensamiento los últimos gusanos vivos que anidaban los suelos, Él comenzó a devorarse a sí mismo. Él lo sentía mientras su estómago se convulsionaba como suelo en terremoto; mientras, al estar por horas, inmóvil, a las afueras de un bosque pellizcaba su piel para encontrarla más flaca, más enjuta y más de aquello que en algún momento, en los distantes días de su infancia llegó a sentir: tristeza.

Y fue cuando lo comprendió: Él inevitablemente moriría. Sin vida en la Tierra de la que pudiera alimentarse, ya nada lo separaba de la muerte, de la patria de la muerte que lo reclamaba para sí misma. Por un momento sintió miedo y angustia, y quizá eso fue el último gesto de humanidad que tuvo durante mucho tiempo. Lo único que lo consoló fue que, por fin, ya no sentiría aquella terrible, insoportable hambre. Y una noche, también de luna llena, como la que hubo en aquel campo de batalla donde todo comenzó o quizá todo terminó, sintió el fin, sintió que algo duro e impalpable, como un cascanueces hecho de aire, lo comprimía desde la cabeza a los pies, desde adentro y desde afuera. En algún momento perdió la consciencia y en otro dejó de vivir: su cerebro y corazón, como interruptores de luz, se apagaron. Mas el hambre no terminó ahí; al hambre continuó consumiéndolo y encogiéndolo como papel hecho bola, sin mayor remedio, sin mayor respeto. Y dado el último bocado, Él desapareció por completo, de Él no quedó nada, y luego todo fue vacío y soledad y silencio y quietud en la Tierra desierta que nada ni nadie habitaba más.