Fue de
noche cuando El Soldado despertó, desnudo, bocabajo. La luna, redonda en el
cielo, en silencio llena brillaba. No pudo recordar aquel lugar ni lo sucedido;
el oído y el habla, como linternas, totalmente apagados de aquella total
oscuridad. Intentó ponerse de pie pero sus brazos, súbitamente desprovistos de
fuerza, le fallaron, y cayó al césped. Como un punto negro que manos invisibles,
despiadadas, le abrieron el pecho hasta lo insoportable. Ignoró qué era aquel
dolor o por qué acaecía, pero no pasó mucho tiempo para comprenderlo. Era,
efectivamente, hambre, una terrible y titánica hambre.
Con
fuerzas, que sacó de algún lugar, logró ponerse de pie para, desesperado,
correr en busca de algo, pero ¿qué? Oscuridad, la vista borrosa, un bulto en el
suelo que lo hizo tropezar. Confundido, vio el bulto y la luz de la luna le
reveló lo que era aquel bulto: Un cadáver. Asustado, corrió de aquel cuerpo
para de nuevo caer en el suelo. Esta vez no es sólo un cadáver; son dos, y al
voltear a su alrededor comprendió dónde se encontraba: Un terreno repleto de
cuerpos inertes y rotos, desperdigados por doquier. Ahora, recuerda lo
sucedido.
La Última
Batalla de la Guerra Final.
Él había
participado en aquella batalla, como soldado del bando de Los Buenos, el lado
que defendía al mundo de Los Invasores, el bando de Los Malos. Y a pesar de la
firmeza de los soldados de Los Buenos y la fiereza de Los Malos, ningún bando ganaba
– o perdía– del todo. Alternando derrotas y victorias, ambos bandos atascados
en el fango del empate se hallaban… hasta aquella aciaga batalla.
A tantos
hombres reunidos en un solo lugar nunca vio. Hubo tantos en ambos lados que no pudo acapararlos a todos con su vista.
Hasta entonces había tenido la seguridad de su causa, confiado en la nobleza de
su bando; pero al ver a tantos hombres reunidos, de pronto, algo en él sucedió,
algo inesperado y nuevo: Dudó de su causa, por primera vez en la vida, y de
pronto escuchó la tierra sobre la cual estaba parado sacudirse con telúrica
fuerza, como si un terremoto naciera justo debajo de sus pies, y en ese momento
escuchó explosiones abrirse a su alrededor y vio humaredas gigantes de polvo y
vio cuerpos moverse, cuerpos caer, cuerpos destrozados por los zarpazos
inclementes de las balas, cuerpos agujereados por los tanques arrolladores,
cuerpos desmembrados cuyas piernas y brazos volaban por el aire para caer al
suelo, cuerpos miedosos, angustiados, cuerpos gritando, cuerpos orinándose,
cuerpos llorando, cuerpos escupiendo a través de sus poros sudor y sangre, cuerpos
explotando, cuerpos orinándose, cuerpos convertidos en lluvia de órganos y
tripas, cuerpos deshaciéndose como mazapán, cuerpos muertos acumulándose como
piedras sin importancia a su alrededor, cuerpos estorbando el paso que pisaban
botas indiferentes para poder escapar. Comenzó a perder el oído, como una luz comida
por la oscuridad envolvente; lo último que escuchó fue los motores de una
bandada de aviones distantes que se aproximan poco a poco, hacia ellos, hacia
todos, dispuestos a arrasar aún más el campo en llamas.
Los ojos de
todos en el cielo.
Silencio
absoluto
En menos de
un segundo, comprendió que todo lo sucedido hasta el momento no es más que el
preludio de la muerte, la brisa antes de la llegada del huracán; ahora seguía
el horror de los horrores, la destrucción íntegra y completa. Cuando la primera
bomba cayó, él salió volando por la explosión y al abrir los ojos y alzarlos al
suelo vio otra bomba cayendo hacia donde él se encontraba. Sintió subir de su
garganta un grito tan fuerte que al hacer erupción, su garganta explotaría, y
deseó volver, darse la vuelta y huir, correr, esconderse, rasgar con sus manos
la tierra hasta llegar al fondo y esconderse, salvarse, como todos los demás,
pero ya era tarde: la bomba, como hoja de árbol, suave tocó el suelo. El tiempo
y la vida se detuvieron por un instante antes de la explosión total. En ese
momento sólo pudo articular una palabra antes de que se abriera la explosión:
No.
Todo, oscuridad.
Al ver esos
cuerpos a su alrededor, se preguntó, sin hallarse respuesta, cómo o por qué
sobrevivió. Se preguntó también por qué oído y habla se habían apagado como
fósforos. Aterrado, quiso profundizar en esto, pero no pudo: El hambre lo
lastima. El Soldado se percata de otro sobreviviente. ¿De qué manera? Ni él lo
supo; fue como si lo hubiera olido, sentido a través del aire.
Instintivamente,
corrió hacia a aquel sobreviviente, sin saber qué hacer, y lo encuentra falto
de pierna y semiinconsciente. Dubitativo, se acerca a él y apenas piensa en
tocarlo y poner su mano fría sobre aquel soldado agonizante cuando pasó:
El
sobreviviente, muerto.
El Soldado
lo tocó y, sin quererlo, lo comió.
Justo en
ese momento, la culpa le subiría a la cabeza cuando sintió lo que siente
cualquier persona que no ha comido en días después de pasarse varios bocados
por la garganta: Satisfacción.
Y, por un
breve instante, un llevadero segundo, al hambre apaciguó.
Mas esto no
dura por mucho tiempo.
Unos
minutos más tarde, más intensa y dolorosa que antes, el hambre regresa, abriéndole
el pecho más fuerte y neciamente, hasta lo insoportable. El Soldado, gritó, gritó
sin poder gritar realmente, y corre a sus alrededores, en busca de algo. Sintió
a un par de sobrevivientes cerca de él – los pudo ubicar con exactitud a cada uno
–, pero ahora no tuvo que acercarse a ellos: sólo tuvo que sentirlos a la
distancia, se concentra y, a pesar de que sintió remordimiento por quitarles la
vida, lo hizo: Los devoró. Los sobrevivientes murieron al instante y Él, agitado
y saciado, descansó por un momento. Minutos más tarde, el hambre lo golpea de nuevo.
Ahora, siente a los demás sobrevivientes de todo el campo: en total siente a cinco
y a los cinco devoró con sólo pensarlo. Lo que en algún momento hubiese sido
culpa ahora era una botella pequeña y frágil estrellada contra un muro de
concreto, ancho y duro.
A las
afueras de una ciudad, una estación gasolinera donde un par de hombres bebían y
reían y fumaban. Uno se llevó la botella a la boca cuando lo vio: Un hombre, o
por lo menos eso parecía, fijo, como envuelto en una tela oscura, de rostro
normal pero que él veía desfigurado.
Parecía un
cadáver.
El hombre
intentó gritar pero no alcanzó a hacerlo: Él lo devoró, y también al otro
hombre y a una prostituta que dormía en el tráiler.
Los hombres
cayeron al suelo.
La ciudad
frente a Él.
Le tomó un
par de horas devorar por entero a la ciudad: Su capacidad para consumir era
como un radar que alcanzaba a detectar vida a un rango que se ensanchaba
mientras más comía. Primero devoró un sector de la ciudad, uno pequeño, luego
otro sector y esta vez alcanzó a devorar a más gente, casi al doble, y luego devoró
el resto de la ciudad de una sola mordida. Nadie lo vio venir, nadie lo
esperaba, y vacía quedó la ciudad después de Él. No sólo los humanos sino los
animales y las plantas, el aire y hasta el suelo mismo se quedaron sin vida.
A partir de
entonces, donde hubo gente concentrada, Él se apareció, inmóvil, piedra oscura
hecha de sombras, para devorarlo todo. ¿Cómo llegaba? El nunca corrió, ni
siquiera lo vieron caminar. Era como si no se moviera, como si fuera más un
fantasma que cuerpo. Cosa que así era, porque para entonces nada sentía. La
culpa, la tristeza y el remordimiento se convirtieron en estrellas de brillo
ínfimo y opaco que se perdían en el firmamento. De vez en cuando miraba hacia
el cielo y las veía, pero eran distantes y lejanas.
La
humanidad decreció al poco tiempo. Ciudades enteras fueron absorbidas, huecos
circulares de muerte se abrieron como debajo de la tierra. Todo fue silencio,
poco a poco. ¿Cómo defenderse, cómo prevenirlo? Ni siquiera sabía lo que
rondaba la tierra. Algunos ingenuos pensaron que al esconderse debajo de la
tierra o al irse a vivir a las cavernas de alguna olvidada montaña, se
salvarían, pero esto no fue posible; su hambre fue tan grande que inclusive a
ellos pudo encontrar sin dificultad alguna. Los escasos sobrevivientes, esos
que comprendieron que algo, o alguien, perseguía la vida para luego devorarla,
buscaron sobrevivir al emprender la marcha y estar siempre en movimiento,
siempre corriendo. Mas esto no fue posible por mucho posible, porque siempre
terminaron por cansarse o al querer alejarse de Él terminaron por caer dentro
del rango de su radar, para ser devorados en el momento menos esperado.
Y es que
ningún intento fue suficiente para salvarse de ÉlPara entonces él ya no sentía
nada que no fuese hambre. Los sentimientos que alguna vez sintió ahora le eran
lejanos e incomprensibles, como palabras de un lenguaje desconocido de cuyo
origen o existencia ni siquiera escuchó hablar. El hambre era el motor de su
existencia, porque vida no era, y toda la vida en la Tierra no era más que alimento
que debía parar en el hueco inmenso que guardaba en su pecho, en su tumba
gigante que albergaba la muerte de todo y todos.
Y, como era
de esperarse, llegó el momento en que la humanidad dejó por completo de existir, de que todos y cada
uno de los humanos en la Tierra fueron devorados. Y una vez comida la raza
humana, Él se volvió a los árboles, a los bosques y las selvas, a las tundas y
los prados, a los mares y los lagos, los océanos y los riachuelos, a los
animales. No le tomó mucho tiempo terminar con todos ellos. Y terminada toda la
vida, la Tierra se volvió un cementerio gigante, enorme, un espacio vacío lleno
de huecos y muerte silenciosa, muerte oscura, muerte y nada más. Y después de devorar
con el pensamiento los últimos gusanos vivos que anidaban los suelos, Él
comenzó a devorarse a sí mismo. Él lo sentía mientras su estómago se convulsionaba
como suelo en terremoto; mientras, al estar por horas, inmóvil, a las afueras
de un bosque pellizcaba su piel para encontrarla más flaca, más enjuta y más de
aquello que en algún momento, en los distantes días de su infancia llegó a
sentir: tristeza.
Y fue
cuando lo comprendió: Él inevitablemente moriría. Sin vida en la Tierra de la
que pudiera alimentarse, ya nada lo separaba de la muerte, de la patria de la
muerte que lo reclamaba para sí misma. Por un momento sintió miedo y angustia, y
quizá eso fue el último gesto de humanidad que tuvo durante mucho tiempo. Lo
único que lo consoló fue que, por fin, ya no sentiría aquella terrible,
insoportable hambre. Y una noche, también de luna llena, como la que hubo en
aquel campo de batalla donde todo comenzó o quizá todo terminó, sintió el fin,
sintió que algo duro e impalpable, como un cascanueces hecho de aire, lo
comprimía desde la cabeza a los pies, desde adentro y desde afuera. En algún
momento perdió la consciencia y en otro dejó de vivir: su cerebro y corazón,
como interruptores de luz, se apagaron. Mas el hambre no terminó ahí; al hambre
continuó consumiéndolo y encogiéndolo como papel hecho bola, sin mayor remedio,
sin mayor respeto. Y dado el último bocado, Él desapareció por completo, de Él
no quedó nada, y luego todo fue vacío y soledad y silencio y quietud en la
Tierra desierta que nada ni nadie habitaba más.