domingo, 4 de septiembre de 2011

Te juro que te adoro

Mientras el soldado iba en el tren, el resto del regimiento dormía. Leía un poemario de recientemente publicado. Miraba, entre los resquicios de la puerta, el sol del atardecer, gigante temblando en el cielo, como hecho de agua anaranjada. Se sintió repentinamente afligido. No tenía ninguna razón aparente. Sólo se sentía afligió. Ése era el tipo de cosas por las cuales lo regañaba cuando era chico.

Después de pasar lista en el cuartel, salió a caminar por la ciudad. La encontró pequeña y fresca y agradable y hermosa. Al cabo de veinte minutos entró a una taberna y pidió un aguardiente y lo bebía en la barra. Miró a su alrededor. No había mucha gente; un señor muy viejo con sombrero a cuatro mesas de la suya, un par de hombres en la otra esquina y una pareja en el fondo. El soldado fijó su atención en la pareja, un hombre maduro vestido de traje y bien peinado y una mujer joven y hermosa de vestido claro y cabello suelto. Parecían discutir pero la mujer joven no quería alzar mucho la voz aparentemente. El soldado los miraba de reojo hasta que la mujer alzó la vista y lo vio. El esposo también lo vio, y le pregunto desde su asiento, molesto y desafiante, si se le ofrecía algo. El soldado no respondió; se dio la vuelta.

Se escuchó un vaso caer al suelo; el soldado volteó, y encontró al hombre de traje de pie, enojado, moviendo agitadamente las manos, y a la mujer tratando de calmarlo, apenada. En un arranque no previsto, el hombre le pegó a la mujer joven. La taberna se quedó en silencio. El hombre hizo seña de pegarle, la mujer se quedó inmóvil, pero no hizo nada. El hombre sacó algo de su saco – dinero –, se lo dio al mesero y se fue molesto, dejando a la mujer de pie y avergonzada.

El soldado suspiró y siguió bebiendo. De pronto volteó a su lado y vio a la mujer, quien pidió un whiskey. La mujer, limpiándose los ojos y la nariz, le pidió perdón por su esposo, explicando que así se pone cuando bebe. El soldado, sin mirarla, aceptó sus disculpas, pero comentó que más bien le pareció que discutían. La mujer volteó a ver al soldado y éste a ella. Los ojos del soldado a la mujer le parecieron grandes y redondos y hermosos. Tenía bonitos dientes además. Se quedaron en silencio. Del radio salía un bolero. "Nosotros que nos queremos tanto / debemos separarnos, / no me preguntes más, / no es falta de cariño, / te quiero con el alma, / te juro que te adoro, / y en nombre de este amor, / y por tu bien, te digo adiós".

El soldado puso cinco monedas de cobre en la barra. Pero el cantinero lo detuvo, diciéndole que ese dinero, por la guerra, ya no valía nada. El soldado hizo un gesto de irritación. La mujer entonces sacó dinero de su bolso y pagó la cuenta del soldado y la suya. El soldado al principio no aceptó, pero la mujer se hizo la desentendida. De nuevo se miraron fijamente. El cantinero le dio el cambio a la mujer, llamándola doña Susana.

Los señores de la esquina, ahora en la barra, reían junto con el cantinero mientras el soldado y Susana salían juntos de la taberna.

Terminaron en un hotel donde hicieron el amor durante horas. Bajo las sábanas blancas de la cama, ninguno de los dos hablaba. De vez en cuando Susana hacía algún comentario respecto a la puerta o el piso, pero el soldado no decía nada. Su mirada fija hacia el frente y respiraba sosegadamente.

Susana le acarició, con la yema de su dedo, una cicatriz larga que el soldado tenía en su pecho. Le preguntó que cómo se la había hecho. El soldado respondió que su padre se la había hecho. Guardaron silencio.

Susana le dijo que esposo la quería tener siempre en la casa, sin hablar con su familia, con sus amigos, ni siquiera le permitía escribir cartas o leer novelas francesas. El soldado le preguntó, curioso, si sabía francés. Susana respondió que sí, que estuvo en un colegio francés de niña, donde también aprendió gramática, inglés, astronomía e historia. El soldado sonrió, y le comentó que le hubiera gustado aprender francés, pero que su padre lo consideraba una pérdida de tiempo, y por eso lo metió a un colegio militar. Susana le preguntó si por eso se enlistó en el ejército. El soldado respondió que se enlistó voluntariamente, pero del bando insurgente. Susana hizo un gesto sardónico, y lo tachó de loco, diciéndole que la policía aplacó por las malas a los insurgentes del pueblo vecino, y que uno de estos días en verdad enojarían al gobierno. El soldado, tocando su cicatriz, respondió que un cambio era necesario en el país

El soldado acompañó a Susana hasta su casa; era de noche y los grillos cantaban. El soldado la invitó a verse el día después, pero Susana estaba reticente. De nuevo lo tachó de loco, diciéndole que ni siquiera se conocían. El soldado sonrió y dijo que eso último podía cambiar. Su regimiento estaba estancado en la ciudad. Esperaban la orden del general Estrada para irse, pero quién sabe cuánto tiempo tomaría, tal vez semanas, tal vez meses. Susana negó con la cabeza, sonriendo.

Hacían el amor cada dos o tres veces por semana. El soldado y Susana se enamoraron en esos hoteles de pasos. En sus camas rechinantes y paredes despintadas, sus almohadas sin fundas. Susana suspiró mil veces recostada en el pecho del soldado, quien en cambio encontró el significado de tersura y suavidad acariciando el largo y lacio cabello de Susana con sus ásperas y callosas manos. Algunas veces le acarició los párpados, donde una piel amoratada se estremecía al tacto. Susana lloró siempre en esas ocasiones.

La siguiente ocasión que el soldado la vio golpeada, le pidió que no fuera a su casa en la noche. Habían pasado cuatro meses desde que se conocieron. Susana preguntó por qué. El soldado le reiteró la petición y le pidió que lo esperara en la estación del tren. Susana terminó por aceptar.

Despuntaba la mañana cuando Susana vio de nuevo al soldado. Lo vio caminar a lo lejos, de espaldas al sol, mudo y solitario como siempre. Al acercarse lo suficiente, vio su ropa muy sucia y manchada de sangre. Poco a poco comprendió lo que había sucedido. Susana, atónita, tenía la mirada perdida. Gruesas lágrimas comenzaron a caer de sus ojos. Rompió en llanto, pero sabía que era lo mejor, y lo abrazó. Sintió un bulto en la espalda del soldado. Abrió, los ojos y vio su mochila. Volteó alrededor. Soldados se acercaban a la estación. Partirían. De golpe comprendió la situación, y alzó su rostro al soldado, quien la miraba, a pesar de todo, sonriente. Llévame contigo, dijo desesperada, aferrándose a él. Te juro que te adoro, contestó el soldado tomándola del rostro con ambas manos y besándole suavemente en los labios.

Cuando Susana menos lo esperó el soldado ya estaba arriba del vagón, que poco a poco se alejaba de ella. Escuchaba la maquinaría trabajar. El soldado le decía adiós con la mano y le sonreía como sólo él le había sonreído en mucho, mucho tiempo. Susana siguió al tren, riendo y llorando y respondiendo la despedida, hasta que el tren se perdió en el sol de las seis de la tarde.