Ésta será mi venganza:
Que un día llegue a tus manos el libro de un poeta famoso
Y leas estas líneas que el autor escribió para ti
Y tú sí lo sepas
– Ésta Será Mi Venganza, Ernesto Cardenal
Que un día llegue a tus manos el libro de un poeta famoso
Y leas estas líneas que el autor escribió para ti
Y tú sí lo sepas
– Ésta Será Mi Venganza, Ernesto Cardenal
Debido a que algunos de mis cuentos tratan acerca de situaciones sentimentales entre un narrador masculino y alguna mujer, amigos y lectores me han preguntado si las historias que relato aquí son de corte autobiográfico. Y la respuesta es sí y no. Los cuentos que escribo son como plantas frondosas que germinan de pequeñas semillas que son mis experiencias personales. Aunque a veces no, claro está. A veces mis cuentos son pura y cruel mentira de principio a fin. Y en realidad no me interesa si lo son; de dónde viene la inspiración o la trama para un texto es lo de menos. Lo importante es contarlo bien. Mas en ocasiones las historias que me suceden en la vida real son más profundas y reales que la ficción misma. Digo esto sobretodo por la historia detrás de la tinta – por así decirlo – del cuento Carta a una joven suicida, que escribí hace poco. Ya que con Daniela, nombre real de la joven a quien va dirigida la carta, pasó una historia un tanto diferente, pero, creo yo, más entrañable que la de aquel cuento.
En realidad Daniela y yo nos conocimos a través de César, un amigo en común, y no en la presentación de un libro mío. Bueno fuera haber presentado un libro mío. Sí estudiaba sociología y sí – también era muy hermosa; esto no lo inventé. Y tampoco inventé el hecho de que ella fue la que me buscó y no yo a ella. Digo – fue ella quien le pidió a César mi correo electrónico y mi número de teléfono y todos mis datos, finalmente. Fue ella la que me llamaba, me buscaba, me mandaba mensajes, me coqueteaba con frecuencia, me invitaba a salir cada vez que podía. No mames, me dijo ya cuando nos besamos afuera de su casa en la primera cita. Te tiraba rollo bien cabrón. Sí, le contesté – y yo me hacía pendejo bien cabrón. Ella rió y yo también. Sólo tuvimos dos citas – esa ocasión en la que nos conocimos formalmente y un miércoles por la tarde que fuimos a beber limonada a un parque de por su casa porque quería relajarse un poco. Después de eso Daniela terminó conmigo; y desde entonces tuve que detener esa química idílica entre nosotros, esa libertad de besos en los labios que tanto me gustaba. Lo que devino fue una pseudoamistad entre nosotros – un vernos a la cara sin decirnos que nos queremos, un coqueteo sin fronteras – pero más profundo. A veces me llamaba por teléfono, ebria y cruda y drogada y triste, diciéndome que se sentía mal, que esta vida la hacía sentirse mal y que se reprochaba haber rechazado lo que algún día le ofrecí. Esto último sólo me lo dijo una vez, pero me sentí tan bien que me lo dijera. Ahora comprendo que aquella sensación era la misma – o muy parecida – a la de la venganza. Pero nuestra endeble situación tampoco impidió que nos viéramos una que otra noche, como aquella vez que fuimos a ver una película. Pasé por ella a las ocho, fuimos en camión, y nos bajamos en el estacionamiento frente al cine y, desde aquí, hasta llegar a la entrada, nos tomamos de la mano y nos empujábamos, jugando y riendo y a veces picándonos los costados. En la función Daniela se recargó en mi hombro, y yo la abracé por la espalda. Al terminar la función, la acompañé a hacia su casa, nos fuimos en metro, y ella se acostó sobre mis piernas en el asiento por un rato – pero luego se quitó Me acerqué a su rostro, casi rozándolo con mi nariz, y aspiré el olor a manzana de su cabello y me enamoré, todavía más y perdidamente de ella. Al bajarnos me dijo que tenía incontenibles ganas de ir al baño y en cuanto pisamos la banqueta de su cochera corrió a meterse a su casa. Le mandé un mensaje para que saliera y se despidiera – bien – de mí y esperé su respuesta. En realidad quería abrazarla y darle un beso en esos labios tan deliciosos de ella. Pero Daniela respondió que Ya me metí a la cama, lo siento, que te vaya bien, gracias por el paseo, adiós. Y la luna, siempre amiga mía, siempre a mis espaldas, como sombra imborrable, me acompañó y cuidó mi regreso y sueño solitario.
Meses después yo la llamé para ir a cenar. De nuevo, fue ella la que insistió en vernos, pero yo ciertamente quería verla. Fuimos a un puestecito de por su casa y compramos un par de papas asada y dos cafés y las comimos afuera de su casa acompañadas de cigarros. A mitad de la cena Daniela comprendió que había ensalzado su papa en exceso puesto que se había enchilado. Tomaba café para enfriar su lengua y aspiraba aire también. Se veía hermosa al apretar los labios y sólo Dios sabe cómo me contuve de tomarle el rostro y tronarle un beso en la boca. Como hacía frío, era invierno, estábamos muy juntos, pero no nos abrazábamos; sólo veíamos estrellas y el cielo despejado recargados en la pared. Esa noche me relajé. La presencia de Daniela me relajó. Hacía tiempo que no me relajaba, que no apagaba mi cerebro y dejaba a mis sentidos fluir mansos como el agua de un río. A Daniela le ocurrió algo parecido. Extraño hacer cosas como éstas, me comentó. ¿Qué cosas?, murmuré, plácido, entre dormido y despierto. Cosas tranquilas. gracias. De nada, le respondí. Rió. Y, al cabo de un tiempo, se puso de pie y se fue. Ya me voy, nos vemos después, dijo al caminar. Y no dijo más. Yo me quedé ahí, solo y en el frío y desconcertado. Tomé un taxi a mi casa. Mas tres días después me mandó un mensaje, diciéndome que me extrañaba.
Dios – cómo me alegraba escuchar ese timbre del celular y leer esos mensajes. Pero al mismo tiempo cómo me exasperaban y afligían, ya que me arrojaban a un vaivén de sus antojos, como montaña rusa que sube, sin dar la vuelta entera, que baja, mas no se detiene. Sobretodo cuando me llamaba ebria. Es que…te quiero mucho, decía llorando. Daniela, por favor, son las dos de la mañana, no mames, hubiera querido decirlo. Pero no. Ni siquiera tenía valor para eso. Todo lo contrario. La escuchaba letra a letra, palabra a palabra, lágrima a lágrima, producto de ese dolor profundo, de esa vida mundana que llevaba. Absorbía yo cada palabra como esponja al agua, haciendo mío su dolor y suya mi empatía – todo para que se sintiera mejor. Alguien por ahí diría – bueno, si lo quiere tanto como dice, por qué chingados no está con él. qué se lo impide, qué le hace falta. ¿Qué, en verdad prefieres ir a drogarte con tus amigos? ¿es mejor eso que yo? ¿tanto te gusta meterte cocaína por la nariz, tachas por la boca? ¿por qué no pasas tiempo conmigo si tanto te hace bien, Daniela? yo te ofrezco todo el amor del mundo ¿y tú lo cambias por unas cuantas cervezas y marihuana y fiestas? ¿qué tengo yo que no tenga la droga? "Estoy solterita y disfrutando", le contestaste a una amiga tuya cuando te preguntó si tenías novio en una fiesta en la que yo estaba sin que supieras. Escuché la conversación sin querer. Dime, tal vez sea yo el que carece de algo. No te entiendo. No sé qué pasa por tu mente. Eres un misterio. Y aunque no lo crean ese alguien también fui yo – mas no servía de nada – me daba pena siquiera pensarlo, mucho más decirlo. Pero yo aún así yo sufría por su incongruencia e indecisión e indiferencia. Lo único que hacía para consolarme de mis tristezas era escribir poesía. Cada vez que sabía de ella o que la recordaba, tomaba un cuaderno y una pluma, me sentaba en la mesa de mi cocina, y, mirando la luna, le escribía poesía. De tantos poemas que le escribí, pude armar un poemario para publicar; sin embargo, sentía un extraño pudor de que en algún momento Daniela lo leyera. ¿Por qué? Oh no sé. Cada poema era un deseo de tenerla a mi lado, un pensamiento acerca de ella, una lealtad inquebrantable por parte de mis sentimientos, una nostalgia con esperanza de ser alegría. Y es que no importa que estemos en el siglo XXI, y que la literatura ya haya evolucionado tanto: escribirle poesía a una mujer, ya sea en prosa o en el perpetuo y en anacrónico verso, siempre será un faro de transparencia sentimental, de sincero amor. Así que no lo mandé a ninguna editorial, pero guardé el manuscrito terminado – escrito a mano – en una gaveta de mi escritorio.
Pero el tiempo pasaba y ella seguía en su dolorosa indiferencia. Y un día, cuando ya no pude soportarlo más, decidí vengarme de Daniela por todos y cada uno de los días aciagos que me hizo pasar: saqué el poemario de mi gaveta, lo envolví en un papel fino y lo puse en una bolsa de regalo, y lo dejé afuera de su casa antes de las ocho; ella salía del trabajo a las ocho y media y no tenía deseo alguno de topármela en el acto en cuestión. Y ya en la noche, en mi departamento, me retorcía de gusto y de placer al imaginar a Daniela abriendo mi regalo, su cara de sorpresa, de incredulidad. Porque aunque mi regalo a primera vista parezca un acto de desesperación rastrera, lo hice con el fin de que Daniela se diera cuenta de lo que yo era y le ofrecía, al darle el pináculo del amor constante, sublime venganza con guante blanco. Manipulador, innecesario, estúpido – pero no menos cierto.
Esperé hora a hora, minuto a minuto, su llamada o mensaje, confirmándome que había recibido mi regalo. Sabía que me iba a hablar en algún momento. Y al siguiente día, como a las tres, en efecto, recibí un mensaje. El ring del celular fue una súbita alegría que se tradujo en mi instantánea sonrisa de oreja a oreja. Damián – ¿me dejaste un regalo afuera de casa de mi mamá?, me preguntó. Yo ya no vivo ahí. Mi mamá pensó que el regalo era para ella jaja. Dile a tu amigo Damián que gracias, me dijo. Ya se iba a poner a leer a Carlos (¿?) cuando vio que era para mí. En un rato me lo traerá. Gracias.
Chin-ga-do, pensé. Se me cebó esta madre. Mal plan, literalmente. Confieso que sí me decepcioné un poco. Pero a los diez minutos recibí otro mensaje. Era de Daniela. Acabo de recibir tu regalo, me escribió. No lo puedo creer. Nunca me habían regalado algo así. En verdad me encantó. Estoy toda feliz. Hasta siento pena. Gracias. Te quiero. Y de nuevo me alegré – más allá de lo que esperaba; la venganza corriendo dulce como chocolate por las venas de mi cuerpo. Misión cumplida.
Creí que con eso ella recapacitaría – que por fin se dejaría de indecisiones y conflictos innecesarios, y viniera a mí y me amara. Pero no. Siguió ahí, desperdiciándome, tirándome a la basura a diario, mandándome mensajes, diciéndome las mismas cosas de siempre – que estaba deprimida y sola y me extrañaba mas no hacía más. Mas la humillación más cruel vino cuando me invitó a su nueva casa, que rentaba con un par de amigos suyos, justo antes de terminar.
Tuvimos antojo de beber cervezas y fumar y platicar en un lugar tranquilo y fuimos a un llamado Akhirmajlis. Éramos lo únicos en el bar y el camarero se sentó al fondo y bajó el volumen de la música. Era un ambiente agradable. Hablamos de lo que había acontecido en nuestras vidas, de su reciente viaje a Puerto Escondido en Oaxaca, de mi nuevo trabajo en el periódico local y de John Stuart Miller. Hubo un momento en el que extendió sus manos, sus palmas hacia el techo, como para poner las mías sobre las suyas. 'Dame tus manos/siente las mías', canté sarcásticamente, enlazando nuestros dedos. Daniela estalló en risotadas y yo me alegré por verla reír, por hacerla reír. ¿Por qué somos tan cínicos?, me preguntó. No sé – es algo entre tú y yo, contesté. Ella asintió y me vio fija a la cara. Antes de irnos, fue al baño. Al regresar yo ya había pagado la cuenta y lo esperaba sentado en un banco de la barra. Pocas luces prendidas. ¿Listo?, me preguntó al tenerme en frente. Asentí y yo puse mis manos en su cintura y la atraje hacia mi cuerpo para abrazarla. O ella no es tan alta o yo sí lo estoy, que nuestros cuerpos quedaron a la misma altura. Aspiré su dulce olor a manzanas y froté mi nariz contra su mejilla y Dios – cuántas ganas tuve de darle un beso ahí mismo, en la semioscuridad del bar, junto antes de irnos. Pero no lo hice.
Al llegar frente a su nueva casa estaba por sacar mi mano del bolsillo para despedirme. Pero ella se me adelantó. ¿Ya te vas, o quieres entrar un rato?, me preguntó. Esta pregunta fue como una piedra lanzada al estanque de mi corazón. Me quedo un rato, sonreí y me abrió la puerta. Fuimos a su habitación; encima de su cama estaba mi poemario. Me senté sobre la cama, lo tomé y lo miré con la curiosidad con que se ve una vieja pertenencia. Cuando estoy triste lo leo, me comentó Daniela, poniéndose una pijama. O cuando me siento sola. Me sube el autoestima. Yo le sonreí. Apagó la luz y nos metimos bajo las sábanas. Estuvimos así la mayoría del tiempo. No me dejó tocarla en toda la noche. Te quiero abrazar, le dije mañosamente, lo acepto. Pero yo no, contestó fríamente y me dio la espalda. Tengo sed, dijo al cabo de un rato. ¿Vamos a la cocina?, se incorporó. Ya en la cocina, lavando el vaso bebido, la abracé de espaldas por la cintura. Sentí sus firmes y sensuales caderas de guitarra que se acomodaban perfectas a mi pelvis. Acerqué mis labios a sus mejillas pero no la besé. No me atreví. Ella, en cambio, sonreía. ¿Quieres perrear o qué onda?, preguntó. Reímos. Vamos a la sala, se zafó de mi abrazo. Daniela ni volteó mientras salió de la cocina y yo ahí voy, idiota, como perro faldero, a seguirla adonde fuera. La encontré sentándose con un periódico en la mano. Recuerdo haber pensado – ¿es en serio? ¿se va a poner a leer? ¿a esta hora? – ¿y conmigo aquí? Suspiré; ella, estoy seguro, ni se percató de mi coraje que se tornó en impotente resignación. Ella asentía, casi afectadamente, al pasar sus ojos por las letras de aquel maldito papel. No quería irme, pero entraba temprano al trabajo por la mañana, así que le avisé que ya me iba para que me acompañara, si es que quería. Me despidió en el umbral iluminado de su puerta. Me dio un abrazo y un beso en la mejilla, muy cerca de la boca, diciéndome que me quería, que disfrutaba mucho de mi compañía y que habría que hacer esto más seguido. Yo asentí con la vista gacha, sin decirle nada – no tenía palabra alguna – ni siquiera pude verla a la cara. Ella se debió quedar feliz y satisfecha al verme marchar en la ciudad de madrugada.
Me tomó varias semanas de reflexión, pero decidí sacar a Daniela de mi vida. No me hacía bien anclarme a tan perniciosa esperanza. Tampoco esperar su regreso, incierto como eclipse. Dios – ni siquiera me hacía bien pensar en ella. Así que, sin avisarle, la borré de mi vida y comencé a vivir como si ella no existiera más.
Mas Daniela no se dio por vencido. Uh-uh. Me llamó en cuanto comprendió su calidad de exiliada en mi vida. ¿Podemos hablar?, se escuchaba consternada. Adelante, dije con frialdad – mas con frialdad aparente – yo aún cuidaba la última chispa del fuego ¿Qué tienes?, me preguntó. Y yo le expliqué lo que me sucedía. Obviamente yo sabía que ella y yo no éramos nada, que no teníamos ningún compromiso que nos uniera, pero ahora, tan enamorado que estoy de ti, no puedo ni siquiera ser tu amigo. Lo siento. Del otro lado de la línea Daniela parecía tomar aire para no estallar del coraje. No puedo creer que hagas esto, Damián. Sus palabras eran fuertes y directas como golpes. No es justo. ¿Por qué no lo es? Porque hay cosas de ti que me gustan: me gustan tus palabras, tus poemas, cómo me hablas, que siempre estés ahí para mí: y tú me las niegas. no lo puedo creer. ¿Es en serio?, le pregunté. ¿Eso es lo único que interesa de mí?: ¿cómo te hago sentir respecto a ti misma? No, no, respondió al instante. No puedo creerlo, Daniela. Esto me dice que en verdad debo sacarte de mi vida. tal vez de otro modo… Damián, cambió su voz. tú me gustas. en verdad. me gusta cómo eres y…me gusta estar contigo. eres de las pocas personas importantes en mi vida – pero ahorita sólo puedo ofrecer una amistad. he tenido muchas malas experiencias en el pasado y no quiero equivocarme de nuevo. No lo harías, quise refutarle, pero no pude; no tuve el valor. Perdóname por decírtelo, pero quiero ser egoísta. quiero enfocarme en mí misma, hacer las cosas que antes no pude hacer.. pero no quiero que te vayas. quiero que te quedes conmigo. Como tu amigo, terminé. Daniela no contestó; su silencio habló por ella. Y colgamos – más bien colgué.
Y éste es el final de mi historia con Daniela. Como pueden ver no hay justicia divina ni karma, simplemente porque no existen. La vida es una injusta mesa de apuestas y nosotros pobres dados, que, lanzados por la mano de la indiferente suerte, chocan y se rozan los unos con los otros; y celosos tristes y solos, rodamos hasta detenernos en caras desiguales bajo la negra sombra del fracaso.
Desde entonces no he visto a Daniela. A decir verdad, he procurado no encontrarla. La ciudad es muy grande y, si se busca, se descubren otros lugares, otros rumbos, otros cines. Hace poco me supe que ya tiene novio. Los vi en una fiesta, riéndose, tomados de la mano. Ya han pasado más dos años entre nosotros; era de esperarse que ya tuviera un nuevo amante. Yo no lo he hecho; no he querido. Quiero estar solo para terminar de adolecer y dejar que el río del tiempo se lleve las piedras del fondo del agua de mi estanque. En algún momento se irán; no puedo estar así para siempre. No quiero estar así para siempre. Aunque a veces no evite sufrir aún por su doloroso recuerdo. Ya que escribiendo o caminando o leyendo a Benedetti, me topo a veces con su andar, su sonrisa blanca de ojos cerrados, la forma en la que expulsaba el humo del cigarro juntando sus finos y hermosos labios. Y pienso que, al ver aquel libro, aquel regalo que le obsequié, en el estante sobre el buró que tiene junto a la cama, Daniela tal vez piense en mí – en mi amor, en que la quise, en que todavía la quiero – y tal vez sufra y se arrepienta por haberme rechazado y desperdiciado tan humillantemente. Patético consuelo, lo sé, y no me deja nada bueno. Pero a veces la venganza es el único consuelo, la única dulzura, a la que podemos aspirar los amantes malheridos y faltos de esperanza como yo.