domingo, 17 de agosto de 2014

Breve comentario sobre la vida en la niebla


Debo comenzar diciendo que todo a nuestro alrededor, todo lo que nos acompaña, todo lo que respiramos, es niebla, pura y blanquecina niebla. Y nosotros desde que nos levantamos hasta que nos acostamos , vivimos a diario con este aire espeso que torna borrosos nuestra vida y nuestro mundo y que nos impide ver más allá de tres metros de nuestra distancia, por mucho que nos esforcemos (aunque la verdad nos importa un carajo ver más allá de nuestras narices). Las consecuencias son obvias y casi aciagas: accidentes por doquier, de todo tipo que nos lleva hacia la muerte: tropiezo con banqueta que tiene la bonita consideración de no avisarnos que se encuentra ahí, obstáculo en el pedregoso camino hacia el futuro; el atropellado que no se percató que por donde caminaba era avenida transitada y un carro que tampoco lo vio hasta cuando se bajó y lo encontró bañado en sangre o la señora a quien en lugar de tomar sus pastillas para la depresión, tomó por equivocación la calibre .38 que guardaba justo al lado de su cama y se hizo atravesar la garganta jalando del gatillo (Digo casi aciaga porque a pesar de que infortunada es nuestra realidad de borrosidad perpetua, esperándonos en cada esquina como señalamiento de vialidad, ya estamos acostumbrados). No podemos ver el sol, tampoco podemos ver la luna; el atardecer, ese bello desangramiento en el cielo cuya sangre se extiende hasta el final del crepúsculo, nos está vedado y el amanecer es apenas un callado rumor que nada nos dice sobre el nuevo día más la muerte acompañará nuestro el café caliente del desayuno a las diez de la mañana. La vida en la niebla es, pues, piso incierto, ignorancia de saber de dónde venimos y apenas olfatear el camino incierto hacia dónde vamos.

Pero lo que tenemos, eso sí, es el canto del gorrión. Con exactitud, con una definición clara y absoluta, con una explicación de diccionario ésas que gustan tanto a filólogos y disgustan a los poetas, no puedo explicar lo que es el canto del gorrión. Lo que sí puedo decir es que el canto del gorrión es algo así como el rumor de agua para los que viven en el desierto. En ocasiones, nos encontramos en nuestras casas cuando relampaguea el cielo el canto del gorrión, el cual, surcando por el aire, deja caer sus notas como lluvia, banderitas líquidas que anuncian el término de la guerra. El cielo, oh ese cielo gris e infame, se despeja, se aclara un poco y podemos, ¡es verdad!, respirar el azul terso del cielo y los accidentes aminoran porque ya hemos despertado a nuestro alrededor y podemos rescatar nuestras vidas de los valles profundos de la muerte súbita. No hemos estado lo suficientemente desesperanzados para olvidar el sol. No todos escuchan el canto del gorrión, eso sí, pero para quienes lo hacen el mundo se detiene por un febril, casi pueril, instante y, como papeles arrojados al aire con divertido desprecio, dejan todo por ir a perseguir, extasiados en múltiples orgasmos de boca y oídos y ojos y manos, aquel canto por todo el cielo raso. El gorrión, allá arriba, volando con alas de perfume de oro, parece prometernos con su canto un terreno plácido y armonioso que muchos allá fuera, en ciudades donde no es reina la niebla maldita que nos aprisiona en barrotes invisibles e impalpables, llaman edén. Y a pesar de que sabemos – o más bien, creemos o queremos creer – que atrapar al gorrión será el final la vida como la conocemos y el comienzo de la vida como nos gustaría, como queremos, como soñamos que debe ser, por el sólo hecho de verla ya estamos contentos, esperanzados: la vida tiene un punto, un propósito. Nosotros sabemos que alguien escuchó aquel canto porque por el aire vuela el rumor de perseguidores recorriendo la ciudad, yendo tras algo que no se alcanza a ver pero que es y siempre ha sido y por siempre será.
Triste noticia: Hasta el momento, nunca nadie lo ha podido atrapar.
Yo, créanmelo, una vez lo escuché. Recuerdo con exactitud cada momento de ese inefable día. Recuerdo que estoy aquí, tranquilo en casa, pensando en la pobre Leonora que partió de este mundo y de mi lado por la niebla, cuando, de pronto, un rumor de algo que me levanta la nariz y me acaricia los brazos y se pavonea por mis labios como manjar de dioses griegos.
Lo comprendo: es el gorrión, 
y yo salgo corriendo de mi casa, extasiado, enfebrecido, loco de amor y de música, sintiendo mi cuerpo sometido al preludio del más amplio y líquido orgasmo que he sentido en toda mi maldita vida, sintiendo, no pensando, sintiendo, que de entre todas las promesas que se me hacen del futuro, la vida y aquello que no conozco pero que sé que llaman felicidad, se encuentra también la promesa de la resurrección insólita de mi hermosa Leonora. Y ahí estoy, casi me puedo ver: tonto, niño, ingenuo, persiguiendo el aroma en fa mayor que aún me toca y me embriaga y me colma la nariz del bálsamo de cantos más puro que ha existido en esta ciudad poseída por la niebla. Pero no lo encuentro, no lo alcanzo, por más que estiro las manos, pidiendo que deje de lloverme y más bien me haga uno con la lluvia, no me hace caso. Estoy persiguiendo un eco cuya fuente, una voz, se me aleja cada vez más y más a pesar de mi esfuerzo y mi cansancio, mis pies que si de ser posible podrían brincar hacia lo que yo siento que es el corazón fúlgido de la vida, de todo el universo. Pero no lo alcanzo, y el gorrión se va, su canto poco a poco se apaga, incendio que en lugar de abrasar y arrasar con el bosque, lo nutre y lo torna más frondoso. Una vez más, el canto del gorrión ha sido ignorado. Al cabo de un tiempo, cansado y solo y derrotado, regreso a casa, a la tristeza, a la niebla.

Pero quién sabe. Puede que en algún momento – oh cómo lo espero cercano, cómo lo espero temprano – el gorrión venga de nuevo y quizá esta vez yo lo escuche de nuevo, después de tantos años de vivir aquí donde nadie nos ve, ni siquiera nosotros mismos porque para nuestros espejos no somos más que fantasmas, y lo persiga y lo alcance y me vaya con él adonde quiera llevarme, para dejar atrás toda esta vida donde la niebla nos come poco a poco a pesar de que nadie pueda sentir las mordidas que nos hacen cada día menos nosotros y más cadáveres. Y hasta aquel sublime momento no queda de otra más que aguantar, tener paciencia, aguardar el día en que por fin conozcamos, siquiera por un efímero y frágil instante, a eso que creo no equivocarme en llamar simplemente Dios.