lunes, 6 de diciembre de 2010

¿Dónde vas, dónde estuviste?

Para Bob Dylan

Se llamaba Connie. Tenía quince años y el curioso y divertido hábito de estirar el cuello para verse al espejo o para comparar su rostro con ajenos y comprobarse que se veía bien. Su madre, que siempre sabía y notaba todo y que por cierto ya no tener razones para verse a sí misma al espejo, regañaba constantemente a su hija por aquello. Deja ya de verte en el espejo. Pareces tonta, tan embobada en tu reflejo. ¿Quién te crees que eres? No te creas tan bonita, le decía. Ante esto, Connie reaccionaba siempre de la misma manera. Levantaba el ceño, algún vago recuerdo familiar le pasaba por la cabeza y se miraba a sí misma a través de los ojos de su madre: ella había sido bonita alguna vez y reconocía, aún a su pesar, la belleza de Connie. Pero esos días ya habían terminado. Solamente quedaban las viejas fotos en el álbum familiar y su amargura que se deslizaba en forma de reproches hacia su hija.

¿Por qué no limpias tu cuarto, como tu hermana?¿Qué te hiciste en el cabello, diablos, por eso huele tan feo? ¿Insecticida? Te aseguro que tu hermana no usa esas porquerías – eran comentarios comunes para Connie.
Abril, su hermana, tenía 24 y aún vivía con sus papás. Trabajaba como secretaria en la preparatoria a la que iba – y por si fuera poco tenerla en el mismo edificio, era tan insulsa y molesta y dócil que Connie tenía que soportar los elogios hipócritas de su madre y sus tías todo el tiempo. Que Abril hizo esto, que Abril hizo el otro, Abril sabe ahorrar dinero y limpia la casa, lo cual tú no haces, y además cocina muy rico, mientras tú te la mantienes construyendo castillos en el aire. En cuanto a su padre – él trabajaba la mayor parte del día y cuando llegaba a casa lo único que quería era comer, descansar leyendo el periódico e irse a dormir. En realidad no le importaba hablar mucho con su familia, pero sabía muy bien que, como de Connie no la dejaba en paz ni por un momento, su hija quería morirse, que su madre se muriera también, para que ya toda esta monserga terminara. En serio, hay veces que quisiera pegarme un tiro, solía quejarse con sus amigos. Connie tenía este timbre de voz, agudo, seco y hasta cínico, que todo lo que salía de su boca se escuchaba actuado, estuviese jugando o no.

Aunque, entre todo eso, había una cosa buena. Abril de vez en cuando salía con sus amigas – igual de insulsas y dóciles que ella –, por lo cual, cuando Connie quería salir, su madre no podía poner peros. El padre de su mejor amiga, Alfred, se ofrecía llevarlas hasta la ciudad, las dejaba en el centro comercial, adonde ellas paseaban por las tiendas o iban al cine, y las recogía, siempre, a eso de las once. Nunca preguntó qué es lo que hicieron o por qué.

Eran como peces en el agua – daban vueltas en el centro comercial, en sus diminutos shorts y sandalias veraniegas, que siempre chirriaban al pisar el suelo, y sus brazaletes llamativos que tintineaban al moverse; su susurraban cosas al oído y ponían atención si algún chico guapo se cruzaba en su camino. Connie gustaba llamar la atención. Era rubia, de cabello largo, muy bonito, que todo mundo notaba; además, su copete era recto y cortado a la altura de su frente; el resto era lacio y degrafilado; parecía recién haber salido de la estética, siempre. Usaba un abrigo que en casa se arremangaba como suéter y al salir lo acomodaba como saco. Connie era como una moneda; en casa usaba un lado, el otro en el resto del mundo: su manera de caminar, torpe, como de niña pequeña, coqueta, como modelo; su boca, que en casa fruncía y enchuecaba, para salir, la humectaba y pintaba; su sonrisa, burlona y cínica – ja, ja, qué gracioso, madre – era nerviosa y melodiosa fuera de casa. Tal como el tintineo de sus brazaletes.

Pero, a veces, en lugar de ir adonde decían, iban al restaurant del otro de la autopista, corriendo entre los carros, donde se juntaban muchachos un poco mayores. El restaurant era esos de pasada, tenía la forma de un cuarto de botella y en el techo se veía un niño de cerámica sosteniendo una hamburguesa. Una noche de verano fueron de nuevo al restaurant, llegaron riendo, jadeando de cansancio – y en ese momento un carro se paró junto a ellas, repentinamente, se abrió la ventana y una voz desde dentro las invitó a dar una vuelta. Era un tipo raro de la escuela que no les agradaba, bah. Pero les subió el ego haberlo rechazado. Llegaron al estacionamiento luminoso, atestado de carros y de moscas, sus caras brillantes, como si hubieran entrado a un templo sagrado e ignoto, que prometía darles esa noche aquello que ansiaban desde hacía tiempo. Se sentaron en la barra y cruzaron sensualmente las piernas, sus finos hombros estaban erectos por la emoción, mientras escuchaban música que le daba el toque final al lugar; era como la música de la iglesia: no fuiste verdaderamente a una música si no escuchaste el órgano en el fondo.

Eddie, un chico alto, se presentó y les habló. Recargó su espalda en la barra y volvió su rostro hacia ellas, como todo un arrogante, e invitó a Connie a comer algo. Ella aceptó y con una mirada de más de mil palabras le dijo a su amiga que se fuera, quien aceptó no sin molestarse. Le dijo que se verían a la hora en que su papá viniera por ellas, en el centro comercial. No me gustaría dejarla sola por más tiempo, Connie dijo, feliz, sin sentir remordimiento. Pero Eddie dijo que no se preocupara, ella la alcanzaría más al rato. De camino a su carro, Connie no evitaba ver las caras sonrientes, los carros relucientes, con una sonrisa que no le cabía en la cara, y que no era precisamente por Eddie o el restaurant finalmente. Era más bien por la música. Aspiró hondo, hasta que sintió sus pulmones llenos de vida, y siguió caminando. Pero en ese momento, sintió una mirada y volteó inconscientemente. Era un chico. Tenía el cabello negro y desordenado. Connie le retiró la mirada al instante y se volvió. Pero aún sentía la mirada del chico en ella, y cuando volteó de nuevo, ahí estaba todavía él, mirándola, estudiándola. Sonrió, bajando la mirada, y cuando la levantó, sus ojos llenos de fuego negro casi calcinaron a los de Connie. Hizo un movimiento hipnótico con los dedos y, con voz suave y tranquila, le dijo Tú serás mía, linda. Connie se volvió al instante. Eddie no había notado nada.

Connie y Eddie estuvieron alrededor de tres horas en el restaurant, donde comieron hamburguesas y bebieron chispeantes coca-colas directo de las botellas. También fueron a caminar al monte, a una milla del restaurante, y después Eddie le dio un aventón al centro comercial, cinco minutos antes que dieran las once. Solamente el cine estaba abierto. Su amiga estaba en la salida, hablaba con un chico que antes había visto. ¿Cómo estuvo la película?, preguntó Connie al acercarse, a lo cual su amiga respondió que Más o menos. El padre de su amiga pasó por ellas, somnoliento pero contento, y ellas se subieron. Pero durante el camino, Connie no dejaba de voltear hacia el centro comercial que cada vez se hacía más chico y más oscuro, su estacionamiento grande ahora vacío, con anuncios y postes que aparecían y desaparecían con cada parpadeo – y sobretodo hacia el estacionamiento del restaurant, donde carros aún daban vueltas y sonaban sus cláxones. Ya no escuchaba la música.

A la mañana siguiente, cuando Abril le preguntó que ¿Cómo estuvo la película?, Connie respondió igual que su amiga.

Ella, su amiga y a veces otra chica, iban varias veces al mes al restaurant, mientras que se quedaba en casa el resto de las vacaciones de verano, siendo objeto de los insultos y ataques de su madre, y evocando los muchos chicos que había conocido ahí. Pero la cara de todos esos muchachos se derretían como plastilina para formar una sola cara – que más que caras formaban algo así como una idea, un sentimiento, conceptos encontrados que se mezclaban con música y el siempre romántico clima del verano. Su madre, como siempre, reventaba el globo de sus sueños y la regresaba a la vida real, diciéndole cosas que tenía que hacer o preguntándole por la chica Pettinger.

Oh, esa ñoña, no sé, mamá, no sé, contestaba Connie. Ella siempre se distinguía de las demás chicas y marcaba una línea invisible pero gruesa entre ella y el tipo de chicas que ella consideraba así, y como su madre no quería preguntar más, se conformaba con la respuesta. A veces sabía que era cruel al ser tan parca con su madre. Después de todo, ella no era lo que se quedaba en casa todo el tiempo, en pijamas y tosiendo, quejándose de ella con Abril. Y todo era lo mismo, siempre. Si se mencionaba a Abril, era para halagarla, pero si se mencionaba a Abril, era para reprobarla. No era que su madre no la amara por envidia, pero había ciertamente una distancia entre ellas, una consciencia de que cuando una era dinamita la otra era una mecha, y viceversa. Había veces que no, cierto. Por ejemplo, bebiendo café, después del desayuno, uno las veía y casi eran amigas – pero de pronto algo pasaba, volvían a su continuo estado conflictivo, y todo estallaba de nuevo.

Un domingo Connie se levantó a las 11 de la mañana – su familia no era de ir a la iglesia – y lo lavó de manera que se secara el resto del día, bajo el sol. Sus padres y hermana fueron invitados a una carne asada e la casa de la tía Anne, pero Connie no quiso ir, pensó que se aburriría, y lo dijo sin pronunciar palabra; su madre lo entendió con sólo verle los ojos. Quédate sola, pues, contestó su madre con desprecio. Connie se echó sobre la silla del jardín y los vio desaparecer en la carretera, la calva cabeza de su padre, su manejar despacio a la raya de la línea blanca del asfalto, su madre, con esa cara de molestia inamovible, y la pobre Abril, vestido como si fuese ir a una carne asada dentro de una iglesia, en donde no hay moscas ni niños pequeños gritando por todos lados. Connie se acostó mientras veía al sol de reojo, dejándose acariciar por sus rayos, como si fueran manos tiernas y la acariciaran por todo el cuerpo, lenta, muy lentamente, evocando la noche anterior, el chico, su amabilidad, su ternura, no de la manera que le gusta a Abril, pero dulce, atento, como se ve en las películas o se imagina por canciones; y cuando abrió los ojos apenas y sabía dónde se encontraba, en el patio de enfrente, con el césped bien cortado y una valla de madera con arbolitos a su alrededor, el cielo azul de nubes blancas, quieto, quieto. Las tejas del techo, que ya tenían tres años de haberse puesto, le parecían viejas después de tanto observarlas. Trataba de mantenerse despierta.

Hacía mucho calor. Prefirió entrar a la casa, encendió la radio y se echó en su cama para relajarse. Sus tennis en el suelo, escuchó durante una hora y media el programa Domingo es aún fin de semana, cada canción que pasaron, cantándolas a todo pulmón, sonriendo por la canción de Bob Dylan que ciertos chicos dedicaron a un par de chicas.

Connie se dejaba llevar por esa alegría que latía con su corazón y crecía a cada beat de la música que salía de la radio y volaba en el aire como pluma maleable, aspirando y respirando de manera que su pecho se inflaba y desinflaba, pero siempre terminaba por inflarse.

Al cabo de un momento, escuchó un carro acercarse a la casa. Se sentó de un golpe, pensativa, porque ciertamente no podía ser su padre – no tan temprano. Escuchó cómo las piedras de la calle crujían con el pasar lento de las llantas, hasta que se detuvo; Connie fue hacia la ventana. Era un carro desconocido. Pero lo vio viejo, una carcacha, pintado de un color dorado que, por los rayos de sol, no resaltaba nada. Su corazón latía; en todo el día se había arreglado, así que, pensando en que hacer, se acomodaba, con cierta torpeza, el cabello con los dedos. El carro sonó cuatro veces su claxon, casi como un saludo de siempre hacia Connie.

Fue hacia la cocina y se acercó, lentamente, a la puerta; después corrió la puerta mosquitera, sus dedos gordos apenas y se asomaban a la entrada. Había dos chicos en el carro y, de un golpe, reconoció al conductor – cabello negro y desordenado, que parecía peluca. Él le sonreía.
Llegué temprano, ¿Verdad?
¿Quién demonios te crees que eres?, preguntó Connie, alzando la voz.
Te dije que serías mía, linda – ¿Recuerdas?
Pero si ni siquiera sé quién eres.

Connie hablaba esforzadamente, cuidando de no mostrar interés o alegría, mientras él hablaba rápido y en un tono… mágico, ésa es la palabra. Detrás de él, vio al otro chico, examinándolo con atención. Era apuesto y tenía el cabello café, con un bucle que le colgaba la frente. Sus patillas le daban un aspecto de rudeza y vergüenza al mismo tiempo, pero no se molestó en responderle a Connie la mirada. Ambos usaban lentes oscuros. El del conductor eran metálicos y reflejaban todo.

¿Quieres dar un paseo?, preguntó.
Connie ocultó su sonrisa y dejó que su cabello le cayera por encima de un hombro. Coqueteaba.
¿No te gusta mi carro? Lo acaban de pintar. Oye
¿Qué quieres?
Eres linda.
En apariencia, desdeñó el comentario mientras alejaba las moscas de la puerta.
¿No me crees?
Mira – ni siquiera te conozco, ¿Estamos de acuerdo?
Si es por la radio – Elías tiene uno… ¿Ves? El mío se rompió. Y alzó el hombro de su amiga y le mostró la pequeña radio; Connie escuchaba la música. Era el mismo programa que hasta hace unos minutos escuchaba.
¿Bob Dylan?, preguntó.
Es el mejor. Lo escucho todo el tiempo.
No está mal.
Oye – ese tipo es el mejor, ¿Entiendes? Sabe usar las manos.

Connie se sonrojó porque no podía saber qué y cómo miraba el chico, debido a los lentes. Y aún no sabía si le gustaba o si era en el fondo un idiota, así que dio un paso hacia atrás y deslizo la puerta del mosquitero. Preguntó, alzando mucho la voz, ¿Qué está pintado en tu carro?
¿No sabes leer?, y abrió la puerta, cuidadosamente, como si ó la puerta, cuidadosamente, como si ésta se fuera a caer. Y, paso a paso, con mucho cuidado, esforzándose en pisar firmemente, sus lentes reflejando la puerta con Connie en el centro. Es mi nombre, sonrió. Miguel Amigo, estaba escrito con letras negras por toda la puerta. La sonrisa del chico parecía, pensó Connie, como la sonrisa de las calabazas de Halloween, sólo que con lentes oscuros. Oh, qué grosero. Mi nombre es Miguel Amigo, sí, ése es mi nombre de verdad, y voy a ser tu amigo, cariño. Éste que viene conmigo es Oscar Elías, es medio tímido, así que no esperes que salga. Elías puso la pequeña radio en su hombro, para poder escuchar mejor; parecía jugar con ella. Y estos número que ves aquí son un contraseña, linda, permíteme explicarte. Y leyó los números 33, 19, 17 y alzó las cejas, esperando la reacción de Connie, pero ésta no reaccionó del todo. Una parte de la puerta tenía una abolladura profunda; leyó, escritas sobre éstas, las palabras UNA LOCA MUJER CHOCÓ AQUÍ. Connie no pudo evitar reírse. Miguel Amigo se complació por su risa, y la vio de pies a cabeza, una vez más. La otra puerta tiene mucha más cosas – ¿Quieres venir a verlas?
No
¿Por qué no?
¿Y por que sí?
¿No quieres ver las cosas que tiene el carro? ¿No quieres ir a pasear?
No sé
¿Por qué no?
Tengo cosas que hacer
¿Como qué?
Cosas.

Miguel Amigo rió como si Connie hubiera dicho algún buen chiste. Se pegó en los muslos. Su postura era extraña, pensó Connie, se recargaba en el carro como si, de lo contrario, se fuese a caer. Alto, definitivamente no era. De espaldas, tan sólo le llevaría dos o tres centímetros de ventaja a Connie – parado de puntas. A Connie le gustó cómo iba vestido – de la manera que todos los chicos que le gustan se visten: pantalones negros de mezclilla, entallados; botas puntiagudas; un cinturón ajustado a su cintura que mostraba qué tan en forma se encontraba; una playera blanca con cuello v que mostraba sus marcados hombros y brazos. Connie pensó que tal vez trabajaba en un taller de carrocería, levantando cosas pesadas, o algo por el estilo. Incluso su cuello se veía musculoso. ¿Y su cara?… Su cara le era conocida, por alguna razón: el mentón y las mejillas sombreadas, porque no se había afeitado en un par de días, la nariz aguileña y olfateadora, como de sabueso, y Connie fuese su presa, y de pronto rió sarcásticamente.

Connie, cariño, no eres sincera conmigo. Éste es tu día libre, para ir a pasear conmigo y lo sabes; al cabo de un instante rió sarcásticamente. Connie entendió el sarcasmo.
¿Cómo sabes mi nombre?, preguntó con sospecha en la voz.
Es Connie
Tal vez, tal vez no.

Yo sé quién es mi Connie, dijo, moviendo su dedo. Y por fin lo recordó totalmente. Era el chico del restaurant, aquella vez, y se sonrojó de nuevo cuando pensó en cómo casi se le fue el aire cuando pasó a su lado – qué tanto debió gustarle a él. Él parecía recordarla de siempre. Elías y yo venimos desde muy lejos para pasar por ti, dijo. Él se puede sentar atrás, ¿Qué te parece? ¿Te gustaría?

¿Dónde?
¿Dónde qué?
¿Dónde vamos?

Miguel Amigo la vio fijamente. Se quitó los lentes. Lo primero que Connie notó fueron sus ojearas pero en lugar de oscuras eran blancas, totalmente blancas. Sus ojos eran como piezas rotas de lentes, que veían con complacencia. Él sonreía. Era como si ir a pasear con Connie, no importando dónde, era lo que había esperado toda la vida.
Vamos a pasear, Connie querida.
Nunca dije que ése era mi nombre
¿Y qué? Yo sé cuál es y todo acerca de ti. No se movía en absoluto; recargaba aún su cuerpo en la puerta. Te vi, me gustaste mucho, lindura, y averigüé todo de ti – como que tus papás y hermana mayor se fueron a un lado, sé cuál, y por cuánto tiempo estarán ahí – y también sé dónde y con quién estabas anoche, tu mejor amiga… Se llama Betty, ¿No?
Hablaba con una voz pequeña y suave, como si estuviera cantando cierta canción. Su sonrisa prometía asegurar que todo estaría bien. Mientras tanto, Elías aún se encontraba en el carro; subió el volumen de la radio; no le importaba escucharlos.
Elías se sienta atrás, dijo, e hizo un movimiento y un gesto, como diciendo que Elías no contaba y que no se preocupara por él.
¿Quién te dijo todo eso?
Mira, Connie: Betty Schultz, Tony Fitch, Jimmy y Nancy Pettinger, dijo cantando. Raymon Stanley y Bob Hutter
¿Los conoces?
Conozco a todo mundo
Sí, claro: tú no eres de por acá.
Claro que sí
¿Ah sí? ¿Y por qué no te he visto antes?
Claro que me has visto. Y miró hacia sus botas, como si se hubiera ofendido. Es que no te acuerdas.
Si te hubiera visto, te recordaría.

Te creo. La miró fijamente de nuevo. Sonreía. Y acompañaba el ritmo de la canción que Elías escuchaba con los dedos, uno detrás del otro. Connnie le retiró la mirada para mirar el carro. La pintura era tan brillante que hasta le lastimaba la vista. Leyó de nuevo el nombre, Miguel Amigo. Y del otro lado de la puerta, las palabras, curiosamente familiares, Vamos a ver OVNIS. Fue una expresión popular del año pasado, pero no de éste. La leyó varias veces como si contuvieran un mensaje que ella debía saber, pero que aún no descifraba.
¿Qué piensas?, exigió saber Miguel Amigo. No te preocupes por despeinarte.
No es eso.
¿Crees que manejo mal?
¿Cómo lo sabría?
Vaya, eres una chica difícil. ¿Por qué? Si soy tu amigo. Te mostré mi marca al caminar.
¿Qué marca?

Miguel Amigo dibujó una X en el aire, apuntándola. Cuatro metros de distancia entre ellos. Después volvió a recargarse en el carro, sin moverse, y sin intención de volverse a mover. Connie no abría la puerta mosquitera, quieta en su postura, escuchando la música de su propia radio y la de Elías, al unísono. Volvió a mirar a Miguel Amigo. Ella reconocía todo de él, sus pantalones de mezclilla que acentuaban sus muslos y piernas y las grasosas botas puntiagudas y la camisa blanca, e incluso su sonrisa vagamente familiar, esa que usan los chicos que prefieren hablar a través de ella, en lugar de palabras. Connie reconocía todo esto y también la manera en la que hablaba, como cantando, un poco burlona, bromeando, pero seria y melancólica, y también reconocía el seguimiento de ritmo que hacía con sus dedos, uno detrás del otro, de la música detrás de él. Pero estas cosas no llegaron de golpe, sino poco a poco; y no pasaron por el intelecto; era más bien una intuición.
Oye – ¿Cuántos años tienes?

Se le borró la sonrisa de la cara. Connie concluyó que ya no era un chico, era mayor – unos treinta, incluso más. Al pensar esto, su corazón latió con preocupación.
Qué pregunta tan tonta. ¿No ves que soy de tu edad?
Qué mentira
Bueno – un poco mayor. Tengo dieciocho.
¿Dieciocho?, preguntó dudándolo.

Sonrió de nuevo para asegurárselo, de oreja a oreja. Pero esta vez Connie percibió unas líneas alrededor de su boca, parecían arrugas. Sus dientes eran grandes y blancos, como de caballo. Y sonreía tanto que sus ojos parecían salirse de la órbita y vio también qué tan anchas eran sus pestañas, de un negro metálico. Después, abruptamente, pareció avergonzarse, y volteó su cabeza hacia Elías. Ese tipo está loco, le dijo a Connie. ¿No lo ves? Es todo un personaje. Elías aún escuchaba a su amigo. Sus lentes oscuros ocultaban sus ojos y lo que podía estar pensando. Usaba una camisa de botones, naranja, desabotonada hasta la mitad del pecho, que no era tan musculoso como Miguel Amigo. Usaba un collar de picos, pero justo alrededor del mentón, como si lo estuviera protegiendo de algo. Jugaba con la pequeña radio y la acercaba a su oreja, pero lentamente, y parecía tomar el sol, sentado en el carro.

Es medio extraño, dijo Connie.

Oye – Connie dice que eres medio extraño, ¡Medio extraño!, exclamó Miguel Amigo. Chasqueó los dedos para que Elías le pusiera atención, quien levantó el rostro por primera vez. Y Connie se asustó de nuevo al ver que Elías tampoco era un muchacho; era apuesto también, no estaba rasurado, sus facciones eran duras, por la edad, pero limpias, lampiñas, como la cara de un bebé de cuarenta años. Connie sintió marearse por esta imagen y lo miraba aún para ver si algo en su cara le podía quitar el susto, hacerla una cara común. Elías movía los labios, diciendo algo, pero Connie no lo escuchaba.
Mejor váyanse, dijo Connie, la voz quebrada.

¿Qué? Oh, pero cómo, exclamó Miguel Amigo. Venimos por ti, hasta aquí, para ir a pasear. Es domingo. Hablaba con la misma voz del locutor que Connie escuchaba. Es la misma voz, pensó. El día aún no termina. ¿Ves? Y cariño, no importa dónde estuviste anoche, ahorita estás con Miguel Amigo – ¡que no se te olvide! Sal ya, dijo con una voz y tono diferentes. Más suave, como si el calor por fin le afectara.
No. Tengo cosas que hacer.
Oye
Mejor váyanse
Nos iremos contigo
No me hagas reír.

Connie, no juegues conmigo. En serio, no juegues, dijo inmóvil. Después rió sarcásticamente. Su puso los lentes en la cabeza, cuidadosamente, como si en verdad usara una peluca, y los ajustó detrás de sus orejas. Connie lo miró fijamente, de nuevo sintió marearse, y también miedo, y por un momento le vista le falló, y vio que el carro ondulaba con los parpadeos, y por alguna razón pensó que quien se encontraba frente a ella había, sí, manejado por la avenida, pero desde un lugar desconocido, que él pertenecía a un lugar desconocido y que todo acerca de él, incluso la música, eran mitad verdad, mitad mentira.
Si mi papá llega y te ve
No vendrá. Está en una carne asada.
¿Cómo sabes eso?

Está en casa de la tía Anne. Y ahorita mismo están…mm… están tomando coca colas. Sentados en círculo, en el patio, dijo vagamente, casi cerrando los ojos, como si pudiera ver hasta donde se encontraba la casa de la tía Anne. Después la imagen se volvió más nítida y añadió con énfasis, Sí, están sentados en círculos. Ahí está tu hermana en su vestido azul, usando tacones altos, pobre idiota – nada que ver contigo, hermosa. Ahora tu madre le ayuda a una mujer gorda con el maíz, lo limpian – desbaratan.
¿Cuál mujer gorda?, preguntó Connie, casi gritando.

¡Yo qué voy a saber! No conozco cada mujer gorda del planeta, rió.
Debe ser la señora Hornsby… ¿Quién la invitó?, se preguntó a sí misma. Se sentía como si su mente se desprendiera de su cuerpo. Le costaba respirar.

Está muy gorda. No me gustan gordas. Me gustan como estás tú, hermosa, dijo con sonrisa lánguida. Se miraron directamente a los ojos durante unos segundos a través de la puerta mosquitera. Después, dijo con suavidad Ahora, esto es lo que haremos: Vas a salir y te subirás al carro; te sentará enfrente, Elías atrás – al diablo con Elías, ¿O no? Ésta no es su cita. Ésta es mi cita. Tú eres mi cita. Eres mi amada, hermosa.

¿Qué? Estás loco

Sí, eres mi amada, yo soy tu amado. Tal vez no te acuerdes pero lo es. Yo lo sé. Sé todo acerca de ti. Además: la mejor parte es que no hay nadie mejor que yo, nadie más amable. Siempre cumplo mis promesas. Te diré otra cosa: siempre soy lo mejor de lo mejor al principio. Te abrazaré tan bien que después no pensarás en irte o hacer algo más porque sabrás que no podrás. Yo entraré a ti, donde nada es secreto, y te rendirás ante mí y me amarás.

¡Cállate, estás loco! Se alejó de la puerta. Se tapó los oídos con las manos, como si estuviera escuchando algo espantoso, algo que no debía escuchar. La gente no dice esas cosas, estás loco, estás –. Su corazón había latido tanto, sin parar, que parecía un globo a punto de estallar dentro de su pecho. Volvió a mirar afuera y de nuevo vio a Miguel amigo. Dio un paso al frente y después se detuvo. Casi se cae. Pero, como un ebrio experimentado, mantuvo su balance. Parecía temblar dentro de sus botas y se sostuvo de una de las vallas.
Cariño, ¿Me escuchas?
¡Lárguense ya!
Cariño, sé buena, escucha
Llamaré a la policía.

Tembló de nuevo y maldijo, pero de manera que Connie no escuchara. Pero después de que dijo Dios mío, calló de golpe y rió con sarcasmo. Sonrió de nuevo. Connie miraba esa sonrisa, ahora rara, como si estuviera sonriendo debajo de una máscara. Toda su cara era una máscara, pensó Connie, ajustada desde su cuello hasta su frente. Como si se hubiera olvidado de cubrir su cuello.

¿Cariño? Escucha, la cosa es así. Siempre digo la verdad y lo siguiente lo es: No entraré a la casa por ti.
¡Más te vale! Porque llamaré a la policía si lo haces, llamaré a –
Cariño, su voz le partía los tímpanos. No entraré por ti porque tú vas a salir. Y ¿Sabes por qué?
Connie se encontraba casi jadeando. Se volvió a la cocina. Le pareció verla por primera vez, un lugar en el cual antes había estado, pero que esta vez no era suficiente, no la ayudaría en absoluto. Una cortina cubría la ventana de la cocina, tenía más de tres años, y en el fregadero había trastes sucios para que ella los lavara, y la mugre en la mesa estaba tan incrustada que varias pasadas no bastarían para quitarla.

Estás escuchándome, ¿verdad? Oye

Voy a llamar a la policía
En cuanto toques el teléfono – escúchame, Connie – en cuanto lo toques, en ese momento mi promesa queda rota y puedo entrar. ¿Quieres que haga eso?

Connie cerró la puerta y pasó el seguro; sus dedos temblaban. Pero ¿Por qué cerrarla?, preguntó Miguel Amigo amablemente, mirándola directamente. Es sólo una puerta mosquitera; no es nada. Connie vio que una de sus botas estaban en un ángulo aterrador: como si su pie no estuviera en ella. Apuntaban hacia la izquierda totalmente, doblada en el tobillo. Porque cualquiera puede romper esa cosa o vidrio o madera o metal o lo que sea si quiere entrar, quien sea, especialmente Miguel Amigo. Si la casa se incendiara ahorita mismo, saldrías corriendo directo a mis brazos, ¿O no?, único lugar a salvo –en verdad sintiéndome como tu amado y te dejarías de estupideces. Me gustan las chicas tímidas, pero en absoluto las estupideces. Y Connie sintió que estas palabras se pronunciaban con cierto ritmo, lo reconoció como un eco – una chica corriendo hacia los brazos de su novio: una canción del año pasado.

Connie se quedó de pie, en el piso de su casa, mirándolo. ¿Qué quieres?, apenas y susurró. El corazón le seguía latiendo, pero no sabía por qué.
Te quiero a ti, contestó Miguel Amigo.
¿Qué?

Cuando te vi esa noche, dije, sí señor, ella es la indicada. No tuve que buscar más.
Pero mi papá está por regresar. Vendrá por mí. Tenía que lavarme el cabello, hablaba con una voz seca y hueca.
No, tu papi no va a venir y sí, tenías que lavarte el cabello. Ya lo hiciste, para mí. Está perfumado y suave para mí. Te lo agradezco, hermosura, dijo con cierto sarcasmo, pero casi pierde su balance. Tuvo que agacharse un poco para ajustar sus botas. Evidentemente su pie no llegaba hasta la punta de su bota; algo debía tener dentro para que él se apoyara y pareciese más alto. Connie le dio una mirada rápido y después a Elías, pronunciando palabras sin sentido, como si aprendiera a hablar por primera vez. ¿Quieres que le llame por teléfono?
Cállate. ¡Cállate!, ¿Entendiste? ¡Cállate, maldita sea!, gritó Miguel Amigo, su cara estaba roja, tal vez por el enojo, tal vez por la vergüenza de tener que agacharse. Esto no te importa.

¿Q-Qué haces, qué quieres?, preguntó Connie. Si llamo a la policía vendrán por ti, en serio, te arrestarán si –

La promesa era que no entraría por ti a menos que tocaras ese teléfono; pienso mantener esa promesa. Se erguió de nuevo, su espalda recta. Hablaba como el protagonista de una película, diciendo algo importante. Pero hablaba tan alto y ruidoso que aparentaba hablarle a alguien detrás de Connie, alguien que Connie no veía. No hice planes en vano de venir a esta casa que no es la mía ni la tuya – vine para llevarte conmigo, para que estemos juntos, como debe ser. ¿No recuerdas quién soy?

Estás loco, susurró. Se apartó de la puerta pero no fue a ninguna otra parte de la casa, casi como si le diera permiso de dejarlo entrar. ¿Qué quieres – estás loco, estás –
¿Qué? ¿Qué dices, cariño?
Sus ojos palpaban todo en la cocina; no recordaba lo que era, este extraño lugar.
Así está la cosa, cariño: Tú sales y nos vamos a dar un bonito paseo. Pero si no, voy a esperar hasta que venga tu gente y, ahora sí, no les irá nada bien.
¿Quieres que le llame?, preguntó de nuevo Elías. Levantó la pequeña radio, pero de nuevo lo regresó a su oreja, como si el aire fuera mucho sin el aparato cerca de él.

Te dije que te callaras, Elías. Eres un maldito sordo – consíguete un auricular. Recuerda. Esta chiquilla no representa un problema y ella va a ser buena conmigo, así que cállate – ésta no es tu cita, ¿De acuerdo? No me jodas, no me friegues, no me chingues, no me castres, no me estalles, no me cuadres, no me envases, hablaba rápido y sin sentido, como si hubiera aprendido estas expresiones de oído, sin comprenderlas, e invitaba nuevas que no tenían ningún sentido. No me pegues la gripa, no me entierres la pierna, no me envuelvas en alas, cállate. Volvió su vista a Connie y sonrió; ella estaba justo enfrente de la mesa. No te preocupes por él, cariño; es un imbécil. Yo soy el chico para ti y, como dije, sé una buena mujer y sal y dame tu mano, nadie te hará daño, es decir, nadie saldrá herido – ni tu calvo papá, ni tu envidiosa mamá ni tu hermana en tacones altos. Porque ¿Cuál es el punto de meterlos en lo nuestro?

Déjame solo, susurró Connie.
Oye, sabes una cosa, ¿Recuerdas la vieja de la carretera? La del rancho con gallinas y eso - ¿Recuerdas?
¡Está muerta!
¿Muerta? – ¿De qué hablas? ¿Sí recuerdas?, preguntó Amigo Miguel.
Está muerta…
¿No te agradaba?
Está muerta, está, ya no está aquí.
Pero no te agradaba, ¿O sí? Es decir – ¿Le deseabas algún mal? ¿Estabas resentida o algo? Después suavizó el tono de su voz, como si comprendiera que era muy rudo. Tocó sus lentes en su cabeza, como si se cerciorar de que aún estuvieran ahí. Ahora, sé una chica buena y –
¿Qué vas a hacer?

Dos cosas – bueno, tal vez tres, contestó Miguel Amigo. Pero prometo que no durará mucho y te gustaré como te gusta la gente que es cercana a ti. Lo harás, estoy seguro. Ya no tienes nada que hacer aquí, así que sal. No quieres que tu gente salga lastimada, ¿O sí?
Se volvió y se golpeó la rodilla contra el respaldo de una silla, gritó, pero corrió hacia su cuarto y descolgó el teléfono. Escuchó el ring en su oído, uno pequeño, pero estaba tan intoxicada de miedo que no hacía nada, no discaba ningún número, solamente escuchaba el tono. Empezó a gritarle al teléfono, gritaba por su mamá, y sintió que se le cortaba la respiración, como si Amigo Miguel le estuviera acuchillando los pulmones, sin ternura, sin cariño, una y otra vez. Un grito dentro de ella la ensordeció, rompiendo algo, cerrando algo, ella dentro de eso, como se encontraba encerrada en esta casa.

Recobró el oído después de un momento. Estaba en el suelo, con su espalda, mojada en sudor, recargada sobre la pared.
Escuchó a Miguel Amigo decir desde la puerta Eso es, buena chica, levanta el teléfono.
Connie pateó el teléfono, lejos de ella.

No, no, cariño. Levántalo, eso es, cuélgalo bien.
Ella hizo lo que se le dijo. El ring dejó de sonar.
Ésa es mi chica. Ahora, sal, ven.

Hasta hace algunos momentos, hasta la última fibra de su ser tenía miedo, pero ahora solamente sentía un vacío. Ese grito dentro de ella la dejó exhausta. Se sentó, una pierna sobre la otra, y dentro de su mente había una chista que rebotaba por todos lados, como pelota de ping pong, y que no la dejaba en paz. Pensó No volveré a ver a mi madre. Pensó también, No dormiré de nuevo en mi cama. Su blusa ahora estaba completamente empapada.

Miguel Amigo, dijo en una voz suave, como de actor, El lugar de donde vienes no éste, ya no, y adonde pensabas ir ya no es adonde irás. Este lugar en el que estás, dentro de la casa de tu papi, no es más que una envoltura de una caja que puedo romper cuando yo quiera. Siempre lo supiste y siempre lo sabrás. ¿Me escuchas?

Connie pensó Tengo que hacer algo, vamos, vamos, piensa rápido.
Iremos a pasear a un campo, bonito, donde huele bien y está soleado siempre, dijo Miguel Amigo. Te rodearé el cuerpo con mis brazos y no habrá necesidad de que te vayas y te mostraré lo que es el amor, lo que hace el amor. ¡Al diablo con esta casa! Aunque se vean tan sólida. Pasó su afilada uña por la puerta mosquitera, pero el sonido no asustó a Connie, como lo hubiera hecho un día antes. Ahora, pon tu mano sobre tu pecho, donde está tu corazón - ¿Lo sientes? Se siente sólido, pero nosotros sabemos algo más. Sé buena conmigo, sé dulce como sé que puedes serlo, porque qué puede hacer una chica linda más que ser linda y dulce y rendirse – y marcharse antes de que su gente llegue.

Su corazón seguía latiendo y lo casi lo sentía sostener en su mano. Y por primera vez, pensó que nada en su vida le pertenecía, que nada era de ella, pero todo era prestado – incluso su cuerpo, donde habitaba algo, algo viviente, que no era ella.

No quieres lastimarlos. Eso es cierto. Ven a mí – Elías, no le llames, te lo dije, ¿Verdad? Idiota, maldito idiota sin remedio, dijo Miguel Amigo. Sus palabras no eran de enojo, sino de encantamiento musical. Ahora, sal, ven por la cocina, sal hacia mí, sonríe, inténtalo, eres valiente, lo sé, ah, mi niña hermosa, ahora ellos comen maíz y hamburguesas y se carcajean alrededor de una fogata, y lo peor de todo es que no sabes nada de nada y nunca lo hicieron, amor, tú eres mejor que ellos porque nadie de ellos hubiera hecho esto por ti.

Connie sintió el piso frío debajo de sus pies. Se acomodó el cabello. Miguel Amigo dejó de recargarse y abrió sus brazos para recibirla, sus codos apuntando el uno hacia el otro, sus muñecas hacia arriba, de un modo sarcástica, para no provocarle vergüenza.

Connie puso la mano en la puerta mosquitera. Y después se vio a sí misma deslizarla, lentamente, como si afuera fuese el lugar donde ella estaría a salvo, viendo este cuerpo y esta cabeza de cabello largo moviéndose hacia la luz donde Miguel Amigo esperaba.

Mi pequeña de ojos azules, dijo en tono musical, aunque los ojos de Connie eran cafés, pero la canción se ajustaba a ella, a los rayos del sol que se explayaban por todo el horizonte, justo arriba de un campo enorme, que cubría todo – tanto campo como Connie nunca vio antes, que no reconoció, pero que sabía muy bien que iba hacia él.