Estoy sentado en
la parada de autobús afuera de la escuela, en el otro lado del charco, de noche.
Espero el camión que me lleve al puente para cruzar a Juárez. Una chica emerge
de la oscuridad, se aproxima hacia la parada. Es hermosa. Por pudor, evito verla. A pocos metros de llegar a la banca donde estoy, se cae. Camino
pedregoso. La ayudo a pararse, no puede. Su pie está fracturado.
La ayudo a sentarse. El
camión llega pero es imposible caminar así, y más aún cruzar el puente (ella
también va a Juárez). Pido un taxi. A juzgar por su mirada, puedo decir que
siente pena, pero no hay de otra. Nos subimos.
En el camino hacia
Juárez, pienso en Mariel, quien me abandonó hace casi un año. Recuerdo lo que
me dijo por teléfono antes de colgar: Si es nuestro destino vernos, nos veremos;
si no, no. Estuvimos poco tiempo juntos, pero el suficiente para enamorarme de
ella. La conocí en invierno. Su piel era cálida. A veces suspiro al recordarla.
Llegamos a casa de
la chica. Pago la tarifa. Ella se resiste, quiere pagarla, pero yo me niego, quizá por orgullo.
Nos quedamos solos ella y yo en la calle, en el
frío, frente a frente, sin decirnos nada. Pienso en decirle eso que ella misma me
dijo aquella lejana vez: si es nuestro destino vernos, nos veremos; si no, no,
pero, al final, antes de marcharme, no le digo nada. En ocasiones, la derrota ses
mejor llevarla en silencio.