Cuentan que cerca de aquí había un estudiante recién iniciado en los
caminos del ser. Era diligente, honesto y de buen corazón, pero constantemente
sus pensamientos impuros lo llevaban a cometer actos que lo separaban de su
recién encontrada paz. Cierto día de octubre cometió un acto impuro que él
consideró de la mayor gravedad. Durante varios días sufrió el debate de ir o no
a visitar a su maestro en busca de ayuda, de consuelo. La vergüenza lo ataba;
el miedo lo detenía. Su maestro era un iluminado. De él, sabía todo mundo,
incluido el estudiante, no salían palabras o actos impuros. El maestro era todo
compasión y respeto. Cómo llegar ante él con una falla tan grave como la suya. La
sola idea de pararse frente a él lo hacía sentirse indigno y deshonroso. Pero,
tras debatírselo por largo rato, la necesidad de encontrar consuelo a su
aflicción lo obligó a ir a visitar a su maestro.
Maestro, le dijo el estudiante cuando llegó frente al maestro, He
cometido un acto impuro, un acto innombrable. Enseguida, el estudiante confesó
su falla, temeroso a cada minuto de que el maestro lo considerara indigno de su
presencia y le pidiera que se marchara. Está bien, le dijo el maestro al cabo
de un momento, No hay nada malo en ti. Lo abrazó y le dio un beso en la frente
y lo dejó ir.
Súbitamente aliviado, el estudiante agradeció al maestro desde el fondo
de su corazón aquellas dulces palabras que sus agrios oídos esperaban oír y se
marchó sintiéndose de nuevo parte de Dios, del universo, del todo.
Durante varios días el estudiante vivió tranquilo y feliz, hasta que un
nuevo acto impuro lo empujó a buscar a su maestro. Este acto el estudiante
consideró peor y más grave que el anterior, por lo que le costó mayor esfuerzo decidir
el visitar a su maestro. Aun así, se encaminó una vez más hacia la montaña en
busca de consuelo.
Maestro, dijo el estudiante al ver a aquel hombre venerable sentado en
el suelo, meditando, De nuevo he cometido un acto impuro. La voz del estudiante
era temblorosa, como temblorosas eran sus manos; gotas pesadas y frías de sudor
bajaban de su frente. El maestro aún sonreía pero durante aquel silencio pensó
que el maestro se encontraba a punto de expulsarlo. No fue así.
Está bien, le dijo el Maestro, No hay nada malo en ti.
El maestro de nuevo lo abrazó y besó y el estudiante se fue de nuevo en
paz.
Tras despedirse de su maestro, el estudiante se fue de aquella montaña,
sintiéndose un hombre renacido. En el camino de regreso a su casa, se repetía a
sí mismo que de ahora en adelante tendría que tener más cuidado, porque una vez
se pasaba por alto, quizá dos también, pero una tercera hubiera sido
imperdonable. Satisfecho por este juramento, vivió tranquilo por algún tiempo
hasta que una vez más cometió un acto impuro. Esta vez el acto había sido peor
que cualquiera de todos los actos que había cometido en la vida. Tan grave le
parecía que ni siquiera terminaba de admitírselo a sí mismo.
No, se decía el estudiante caminando de un extremo a otro de su casa,
Ahora sí mi maestro no me recibirá; he cometido acto tal que ni siquiera
aceptará verme a los ojos, ya jamás me recibirá en su presencia. El miedo al
exilio era grande pero no tanto como la culpa que le apedreaba el corazón. Sin
mayor remedio, terminó yendo con el maestro para desembrujarse de sus culpas.
Maestro, dijo el estudiante en cuanto lo vio, He cometido otra vez un
acto impuro. El estudiante procedió a referírselo.
Una vez escuchado la falla, el maestro fijó su mirada en la del
estudiante por largo rato. El estudiante sentía que finalmente había llegado al
pináculo de la deshonra y que el maestro, juzgándolo indigno del amor del
universo y de su presencia, le pediría que se marchara. No fue así. Está bien,
dijo el maestro finalmente, No hay nada malo en ti. Enseguida, se puso de pie,
se acercó al estudiante, quien no pudo contener el llanto, y lo abrazó.
Pero ¿por qué, maestro?, repetía el alumno entre lágrimas. He cometido
fallas, he tropezado, ¿por qué aún me aceptas en tu presencia y me dices que no
hay nada malo en mí?
No hay nada malo en ti, dijo el maestro, Porque ni la más grave de tus
fallas es lo suficientemente impura para manchar el océano divino de tu
espíritu. Toda mancha se deshace apenas y toca el fuego líquido de la divinidad
que habita en ti. Maestro, dijo el estudiante sorprendido, ¿Pero no es esto que
me dice eso que se conoce como arrogancia? Arrogancia, respondió el maestro,
Sería pensar que sí podemos ensuciar lo inmaculado.
El estudiante, agradecido y sereno, dio gracias a su maestro y, tras una
cariñosa despedida, emprendió el viaje de regreso a su ciudad. Cuentan que, a
partir de entonces, ya no fue tan común ver a aquel estudiante verlo por
aquellos rumbos, subiendo la montaña en busca de alguna palabra de aliento o
consuelo que le pudiera dar su maestro. Por lo menos, no tanto como lo fue en
un principio.