Te escribo
porque no puedo hablarte. No sé dónde estás ni qué haces. En agosto próximo ya
serán ocho años desde la última vez que te vi – la tarde en la que te fuiste
enojada de mi casa, y hasta el día de hoy no sé nada de ti. Si supieras que te
estoy escribiendo una carta todos estos años después, tal vez te reirías: ha
pasado tanto tiempo, no duramos ni un año, éramos unos niños, ya no hay nada más
de qué hablar entre tú y yo. Sin embargo, lo hay.
Quiero
decirte, Renata, que tú fuiste mi primera novia, mi primer amor, mi primer
beso, mi primera ilusión. Tenía dieciséis años, era un escuincle, pero yo de ti
estaba completa y perdidamente enamorado. Y, como sucede siempre con los
primeros amores, creí que lo nuestro duraría toda la vida. Así que quizá
comprendas lo que fue para mí escucharte decir que me eras infiel. Hay alguien
más, dijiste. Nos iremos de Puebla y comenzaremos una familia – ya no me
busques más. El mundo enmudeció para mí por un instante. Te pedí explicaciones;
soberbia, te negaste a darlas: no le debo explicaciones a nadie, dijiste. Y, después
de mucho insistir y exasperada, te diste la media vuelta y comenzaste a caminar
hasta que te perdí de vista para siempre.
Renata – fue
terrible lo que hiciste. Por el cariño que nos tuvimos, por el tiempo que
pasamos juntos, yo merecía una explicación: la necesitaba para poder irme en
paz de ti, para seguir con mi vida. Necesitaba sellarte, enterrarte, cerrar la
puerta y vivir feliz. Pero en cambio he vivido incierto, intranquilo,
dubitativo, en la perpetua sensación de olvidar algo, un eco sordo y misterioso
que me asalta en las horas menos insospechadas. Desde esa tarde mi vida ha dado
mil vueltas; me fui de Puebla, nuestra Puebla, y regresé a Chihuahua, mi
Chihuahua; terminé la escuela, estudié una carrera, conseguí cuatro trabajos,
en dos de los cuales me corrieron; me fui a vivir a Francia, no resultó como
esperaba; me fui a Nueva York, regresé a Chihuahua con la cola entre las patas.
Todas mis relaciones han sido una seria ininterrumpida de tórridos fracasos e
ineluctables decepciones. Y, para mi congoja, yo también he abandonado mujeres
de la misma manera en la que tú me dejaste a mí; para mi congoja, me he
convertido en lo que tú fuiste. Y así, ingenuo y desorientado, he tratado de
vivir como si nada entre nosotros hubiera pasado, como si hubieras sido una
encrucijada en la carretera que hace años dejé atrás, sin comprender que el
pasado nunca se deja atrás, sino que se repite como incansable obstinación
hasta que me asalte la muerte o el cansancio – lo que sea que llegue primero. Todos
estos años he sido un planeta, girando sobre mi propio eje; mis pies se han
movido, mis piernas se han estirado, cada día al verme al espejo me veo más
grande, más adulto, mi vida en apariencia ha tomado otros caminos – pero
siempre he regresado al mismo lugar donde comencé: tú. En un breve y terrible
instante, la tarde en la que me develaste tu traición y partiste dejándome con
la palabra en la boca sin decirme adiós siquiera, me he congelado desde
entonces y para siempre. Y para colmo de mis tristezas te he dedicado muchas
noches al hacerme las preguntas eternas, los enigmas imposibles: ¿Qué sucedió
contigo – por qué lo hiciste – dónde estás? Y siempre me quedé dormido sin
hallarme una respuesta.
Renata – suficiente.
Estuvimos juntos once meses y catorce días, en los que te amé con el amor más
tenaz y frágil que existe: el amor de un adolescente. En ti probé la más exquisita
dicha que en mi triste vida he probado –– y, además, he dejado la puerta
abierta por si algún día apareces en la penumbra de la tarde o si un viento
distante me trae noticias sobre ti. Pero ya es suficiente. Te he dado más
tiempo del que por derecho me correspondía darte, y el único perjudicado he
sido yo; al dejar la puerta abierta, en mi vida ha entrado mucha basura, muchas
tristezas – y lo peor: ni siquiera sé dónde estás – si siquiera sé si estás
viva o muerta, si me piensas o me olvidas. Sea lo que sea, yo ya no puedo
seguir así. Necesito cerrar la puerta ya. Si tú insistes en no dejarte
encontrar, si insistes en no aparecer por última vez para darme tu bendita
absolución, está bien: no lo hagas, no me la des – yo mismo me la daré. Será
difícil vivir ya sin tu recuerdo; todos estos años lo he atesorado como solo un
poeta atesora sus desdichas para escribir su poesía. Pero ni el poema más
sublime es más valioso ni compensa una noche más de mis nostalgias.
Adiós, Renata.
Mi orgullo me dicta que te diga que nunca te quise y que te vayas al demonio –
pero no puedo decirte esto – no sería sincero. Yo aún te quiero – no con la
misma intensidad que cuanto te conocí y era un niño e inocente y pasaba las
tardes tranquilo entre tus brazos hasta que se ponía el sol – pero te quiero.
No hay nada que tú o yo podamos hacer al respecto. El amor no son horas ni
segundos, para que tengan principio o final; el amor es como un río, atemporal
e inacabable, que por unos momentos es agitado e impetuoso, pero manso y
tranquilo el resto de las horas. Y en él seguirás nadando hasta mi último día de vida.
Adiós, Renata.
No sé qué más decirte. Adiós, adiós.
Amor por siempre,
El poeta.