domingo, 28 de abril de 2013

Carta a una joven suicida


Nor shall we descend together to the dust
 – Job 17

Joven. Amiga. Daniela. Prefiero llamarte Daniela. Nunca te lo he dicho, sabes, pero me fascina tu nombre. Ha de ser por la d y la n y la l. Sonidos alveolares, placenteros al pronunciar. Estás durmiendo sobre tu cama; tu blusa salpicada de tu propio vómito, sueñas con un mar. Yo, a tu lado, sentado sobre una playa firme, te escribo la razón por la cual me marcho de tu vida. Tal vez te tome por sorpresa. Lo siento.

Yo no sé si lleve la cuenta del tiempo que tú y yo nos hemos visto, que hemos pasado juntos desde que nos conocemos. Yo sí. Han sido, en total, seis días, en un lapso de once meses. ¿Te das cuenta? Sólo encuentros fortuitos y esporádicos entre nosotros. Sobre todo si te recuerdo que tú y yo no somos nada. Porque tú y yo no somos nada. Nos conocimos una tarde, al día siguiente ya había algo entre nosotros, algo que no tenía nombre y que sin embargo era real. Por lo menos para mí. Mas tres semanas después me pusiste un hasta aquí. Adujiste que no tenías tiempo para mí y que lo último que querías era decepcionarme. “Eres especial e importante para mí”, me escribiste en un mensaje. “Pero ahora no puedo. Aun así, espero vernos pronto”. Yo acepté. Me gustabas, Te quería. Estaba enamorado de ti. Ya era tarde como para desechar mis sentimientos por ti. Esperaría por ti, tu regreso del mar.

Yo sé que me quieres, Daniela. A tu manera, pero me quieres. Y, sabes, yo soy tan estúpido que seguiría aceptando los huesos de tu amor que me das. Finalmente los he estado aceptando todo este tiempo. Yo, desde que me pusiste un alto, he aguardado tu llamada. He aguardado tu mensaje. Tu voz. Algo, lo que sea, que me arroje a ti de nuevo. Cuando alzo la mirada y veo el cielo oscuro de la noche, no puedo dejar de pensar que es tu cabello, tu hermoso cabello, lo que veo. Incluso hasta puedo jurar olerlo. Cuando llueve, como ahorita mismo, pongo mi mano sobre la ventana, creyendo, o queriendo creer, que las gotas de agua son tus dedos que desde lejos buscan tomar las yemas de los míos. Espero por ti, Daniela. Siempre espero por ti. Pero ¿para qué? Para que, después de meses sin saber de ti, me llames a la madrugada desde un bar, drogada, borracha. Me pides que pase por ti, tus amigos te dejaron y ya no tienes dinero. Acudo a ti. Te encuentro en una calle sucia, llena de basura. Estás tambaleándote, vomitando sobre un bote de basura que seguramente contiene los vómitos de cien borrachos más. Me ves, me saludas como si nada pasara. Me abrazas y besas y ríes y lloras, mientras dices que te sientes fatal y que quisieras morir, solamente un ratito, sí, para callar todo aquello que te lastima por dentro. Pero al día siguiente, ya recuperada, me das las gracias y regresas a lo mismo. Y esto, Daniela, es insoportable para mí. Es crueldad. Es dolor. Porque el objeto de mi afecto es una joven suicida. Alguien a quien le vale pito su vida, porque poco a poco la deshoja, para luego tirarla a la basura y quemarla frente a mí; y si hace eso con su vida, le vale más pito la mía y mi amor y mis pesares. Soy una decoración. Un recuerdo agradable. Un alivio para un alma complicada como la tuya. Y yo, que sólo busco quererte y cuidarte, me siento fatal, inútil, un desperdicio. Pero al mismo tiempo no puedo dejar de quererte y preocuparme y esperar por tu regreso, amor mío, Daniela mía.

Pero ya no puedo, Daniela. Ya no puedo ser más parte de esto. Esta carta es la orilla, el muelle en el puerto. Yo no puedo regresar a ese mar, ni siquiera para intentar salvarte. Esta vez sí me ahogaría. Porque  yo también he conocido tus aguas. Nunca te lo dije, porque nunca me ha gustado recordar esos tiempos. Pero es verdad. Me sucedió que probé y me gustó, y al final creo que me gustó demasiado. Tanto, que hasta se me olvidó saborear y sólo tragaba por tragar. Y así, ciego de mí mismo, floté inalcanzable entre las olas del mar, como pedazo de madera frágil. Hasta que un día me desperté y me vi al espejo y vi como realmente estaba: cansado y abusado. No me gustó lo que vi. El mar me arrojó hacia una playa firme. Me puse de pie, comencé a caminar. Y solitario he caminado desde entonces.  

No creas que te digo esto par que cambies; mi misiva no tiene intención moralizante. Por mucho que me gustaría, no puedo decirte que cambies. No lo harías – por lo menos no por mí; finalmente yo nunca cambié por nadie sino por mí mismo. Además, si accedieras a cambiar por mí, ¿por cuánto tiempo sería? ¿Días, semanas, meses? Cada vez, al irme de ti, me llevaría conmigo la amenazante bomba de tu despedida, con el temor de explote en cualquier momento. No es que re reproche; es que no quiero llegar un día al atardecer y encontrarte con tus maletas en el suelo o ver una nota pegada en la puerta o el refrigerador. No, Daniela, yo no te quiero medio tiempo; llámame egoísta, envidioso, pero yo no te quiero compartir. Yo no quiero incertidumbre; yo quiero eternidad.

Debo entender que éste es tu camino, tu decisión, y yo no tengo cabida en tu decisión. Entre mi cariño y tu muerte, al parecer mi cariño no es tan dulce y tu muerte no es tan agria. Yo no sé lo que vaya a suceder contigo y conmigo, con nosotros. No sé si algún día te canses de tu mar y quieras regresar a mi playa. Espero que sí. Si en algún momento sientes que tu camino se torna sombrío y triste, búscame – por favor, búscame. Que yo, paciente como un faro, “por ti estaré esperando / hasta que tú decidas regresar”.