sábado, 20 de noviembre de 2010

Acompañante de autobús

A face that Leonardo would have followed through the street
The White Witch, Olive Custance

When to thy haunts two kindred spirits flee
To Solitude, John Keats.

Al principio creí odiar esta rutina para ir a la escuela, sabes. Levantarme temprano, tomar un camión cerca de mi casa, bajarme en el recién despierto centro; llegar al ruidoso y caótico puente internacional que conecta a Ciudad Juárez con El Paso; hacer la fila interminable, con vendedores y cigarreros y mendigos y gente ruidosa a mi alrededor, para que rudos y déspotas oficiales me revisen el pasaporte; pasar ahora sí a El Paso, caminar por sus calles grises y mudas y desérticas, hasta la plaza de camiones, tomar el 101, y bajarme a una cuadra de la escuela veinte minutos después – y hacer esto, omitiendo algunos pasos, cuando voy de regreso, y todos los días. Porque hoy, en este martes oscuro y desolado de invierno, vienes tú conmigo, mi acompañante de autobús. Tú, sentado frente a mí en el asiento de enfrente, callado y concentrado, vas leyendo un libro mientras te encojes dentro de tu abrigo oscuro y largo, y yo por ti me siento arder de amor fatal. Yo no te distraigo de tu lectura porque me gusta verte leer; lo encuentro fascinante. Además de que me provoca admirarte y quererte más, ya que The Oxford History of the Crusades de Jonathan Riley no es un libro común, e implica cierta curiosidad intelectual, un deseo de aprender, que me son atractivos, ya que tú y yo somos y nos queremos.

Aunque no siempre fue así. Antes, al principio, antes de conocerte, antes de todo este humo que sale de mi boca por efecto de la temporada, todo este ajetreo para mí era una verdadera monserga. Tomo el camión debido a – hazme el favor – un accidente automovilístico ocurrido en la avenida Asunción, estando ebrio. Durante las vacaciones no salí de viaje, y lo único que podía hacer para entretenerme era beber con Alberto y con David, quienes se habían estancado también en la ciudad durante las vacaciones. Aquella noche de chicos nadie designó un conductor sobrio y responsable, mientras los tres nos empinamos botellas tras botellas como barriles sin fondo. Salimos del antro abrazándonos y riéndonos por ver un perro orinar cerca de un poste de luz. Y ya en el camino alguien propuso seguir la fiesta en el bar 'La Mezquita', yo acepté. Di una vuelta en u, pero no me percaté que había un camellón entre ambas calles, algo se escuchó tronarse y el carro ya no quiso avanzar a pesar de que pisaba el acelerador con gran insistencia. Me bajé del carro, por las orillas del cofre se escapaba un humo blanco; cuando lo abrí éste salió en una pequeña erupción. No pude arreglarlo yo solo, ni aún con la ayuda de mis rientes amigos; tuvimos que llamar una grúa y un taxi para llevarnos a casa y el resultado: un carro con el sistema de apoyo dañado, un carro internado en un taller como por tres semanas y un hombre, o sea yo, realizando toda una odisea para ir a la escuela del otro lado del charco que llamamos Río Bravo. No obstante, me llamaron la semana pasada y me dijeron que mi vehículo ya está listo, casi nuevo, como promete el slogan del taller mecánico al que lo llevé. Pero sabes, no importa, porque yo seguiré tomando el camión hacia la escuela, porque contigo voy yo, y tú y yo somos y nos queremos.

Te conocí un día, mientras ibas sentada en el asiento más próximo a la salida, esperando a que el resto de los pasajeros terminara de pagar y abordar, e irnos. Yo volteé hacia el conductor, y te vi. Te vi, acompañante mía, te vi. No creo en el amor a primera vista, pero qué dulce coincidencia fue haber chocado con tu cara. Me partiste en dos. Llevabas el cabello lacio, muy negro y oscuro, y unos pantalones ajustados a tus piernas de pan suave como jengibre. Tus pechos resaltaban incluso debajo de la chamarra de piel como cerros cobijados por el cielo, y tus botas negras parecían ajustarse a tus pies como toques finales a una perfecta escultura. Caminando de regreso por el puente como siempre, yo te seguí, pretextando regresar a Ciudad Juárez, hipnotizado por tu coqueto caminar, como si tus caderas me hubieran amarrado con hilos invisibles los ojos, halando mis miradas por toda la cuadra, hasta que se vieran cortados al bifurcar nuestros caminos. ¡Pero no! No lo permití. No quise separarme de ti sin que hubiera una promesa de rencuentro algún día después, una compañía más que incidental. Así que me acerqué, comenzamos por un hola, cómo estás, yo muy bien y tú, cansado, ya sabes, la escuela, ni me digas, yo estoy peor. Después de aquel día, roto el cristal de la timidez, siguieron saludos urbanos, preguntas casuales, prudentes pláticas, ingeniosos comentarios, préstamos de monedas, camaradería inconsciente. Un día, no recuerdo cuál, pasé de las invitaciones vagas a una sólida y concreta invitación a tomar café, para que pasara por ti a tu casa a las nueve de la noche en punto, para venderte palabras y besos bajo la luz de la luna, decirte una espontánea confesión y proponer una posible segunda cita, el dulce preludio hacia el amor, hasta que tú y yo nos volvimos y nos quisimos.

Ahora nos hemos detenido junto a un parque con árboles secos y pelados, con matorrales pelados cuyas ramas delgadas se quebrarían fácilmente con un soplido del invierno de noviembre. Desde aquel entonces venir a la escuela en camión es un placer y ya no una monserga. Ciertos días te veo haciendo fila en el puente. Llegas y te formas muy lejos de mí; y a mí me gustaría – te lo juro – irme contigo para preguntarte cómo estuvo tu mañana, qué desayunaste, preguntarte si terminaste la tarea de Historia Universal de la clase de Smith, y decirte que te ves muy guapo con ese abrigo azul que te llega hasta las rodillas, que usas debido al invierno brutal que solamente ocurre en estos meses en Ciudad Juárez. Pero hay días en los que el oficial que atiende mi fila se tarda mucho en revisar, que cuando me toca a mí, tú ya estás muy lejos, y veo tu silueta masculina alejarse lentamente de mis brazos. Otros, es al revés, y me gustaría que el oficial se tardara un poco más para poder ir a la par contigo, para verte y recordarme que tú y yo somos y nos queremos. En ocasiones, una vez ya cruzado el puente, de camino hacia la plaza te veo a unos cuantos metros delante de mí y no me emparejo contigo; llevas puesto un par de audífonos en las orejas, justo como yo en ocasiones, y no me gustaría interrumpirte tan agradable momento, aunque me muera de frío y quisiera abrazarte. Además, me gusta verte caminar. Seguirte con la mirada, como sombra de sol. Ver tu suave andar como si estuvieras caminando sobre agua, flamenco cisne garza, balanceando, como siempre, tus hipnóticas caderas cual cascabeles, como si el mundo fuese una pasarela y tú una modelo, vanidosa, soberbia, arrogante, y tú con tu chamarra que combina con tu cinto y tus zapatos y tu cabello corto y castaño, como árbol que brilla y anda y da frutos, dejando tras de sí los más sabrosos.

Cuando no te veo en el puente, es porque tú ya estás en la plaza. Yo llego al camión al cabo de cinco minutos, sonriendo, con la cara helada por exponerme tanto tiempo al aire; los demás pasajeros me creerán loca al verme sonreír, tal vez –, y me siento a tu lado, te miro a los ojos, esas bolas de nieve artificial con un par de hojas de canela disecadas por dentro, y te pregunto ¿Por qué sonríes?, y tú me respondes, Porque eres muy hermosa, y yo te reprimo, llamándome mentiroso, y tú me replicas, arguyendo que No soy mentiroso, que es la verdad, a mí me gusta la verdad, y la verdad es que tú eres muy hermosa, y a mí me gusta que seas muy hermosa, porque es la verdad, y yo te sonrío, sonrojada. Otras veces, los días en que del cielo caen heladas casi insoportables a los huesos, tú ya te encuentras sentada en algún asiento del camión, esperándome desde luego. Estás con cierta amiga tuya, una rubia que siempre me mira con curiosidad. Ella te cuchichea algo cuando me ve, y yo después te miro con fijeza, mientras tu mirada me emociona y me enerva los sentidos. Yo no le hablo a tu amiga porque soy muy tímido, y porque groseramente aún no nos has presentado. Hay veces en que se me hace tarde, y casi tengo que correr para tomar el camión. Me estremezco en cuanto me subo, al sentir el calor de la calefacción, dejando tras y fuera de la puerta las brisas friolentas que fabrica el aire cuando sopla el norte. Si esto pasa es porque seguramente me levanté tarde, o me entretuve de más en la casa, lo cual me obliga a sentarme en el fondo del camión, muy en contra de mi voluntad, ya que todos los asientos junto a ti se encuentran ya ocupados. Aunque claro, siempre tengo el consuelo de contemplar el reflejo de tu apuesto rostro por la ventana empañada de aliento invernal, soñando con rozar tus dedos, tu cuello, tu nuca, tu espalda, sin temor a que te resistas, porque ciertamente no me gustaría que te resistieras, y ciertamente no lo harás, porque al llegar a la plaza y nos bajemos, me tomarás de la mano y me invitarás a perdernos en el laberinto eterno de los cuerpos sin ropa pieles desnudas caricias sedientas piernas sobre muslos pechos en ojos labios con lenguas y dientes manos de dientes devoran sexos los besos de abrazos de orgasmos y el dulce sueño a tu lado, aspirando tu olor, pensando, cosa graciosa, en las tantas veces en las que el látigo de tu dulce perfume me ha azotado sin piedad la nariz, cuando te encuentras frente a mí en la fila, esperando a que te revisen el pasaporte y pasas, y afuera espera el frío, y yo llego con el oficial, distraído, enajenado de mí mismo, absorta en tu silueta, muerto de celos y de envidia del aire que te toca y del oficial que te habló, y otro me pregunta ¿Le sucede algo, disculpe? Y yo respondo Nada, y él me ve y te ve y me ve de nuevo y se ríe y me dice Háblale y yo me sobresalto y río también y le digo No hay necesidad, porque ella y yo, somos y nos queremos.

Bueno, el camión ya está llegando a la plaza. Ahora hurgas en tu mochila, buscando algo: tus audífonos. Al parecer no te voy a interrumpir hasta que lleguemos a mi casa o a la tuya. Porque iremos a mi casa o a la tuya. Sí. Caminaremos hasta la parada de autobuses que nos lleve a cualquiera de las casas. Nos bajaremos y entraremos. Comeremos, escucharemos Charlie Parker y haremos el amor al son del jazz, y nos quedaremos dormidos uno al lado de otro. Luego despertaré y te haré algo de comer, pondré una película, tal vez en blanco y negro, y la veremos acostados en la alfombra, susurrándote, desnudos bajo las cobijas, lo delicioso que es acariciar tu piel, pero, sobre todo, la casualidad de habernos visto en el camión 101 que nos lleva hacia la escuela, de hablarnos y conocernos, y de ser y querernos, sobretodo ser y querernos, porque hoy, por alguna extraña razón, me siento algo triste. Pero con sólo caminar a tu lado me siento feliz y me conformo.

Me bajo; el frío se cola debajo de mi abrigo negro. La noche es oscura como sólo lo es en el invierno, pero algunas luces de faroles alumbran a lo lejos. Ahora camino a tu lado; en mis dedos acabo de sentir la suavidad de tu abrigo, pero nos detenemos. El semáforo se ha puesto en rojo. Yo volteo a verte y tú a mí – pero al instante retiro la mirada y tú también, y yo me río por dentro, porque por alguna razón me da pena… De pronto, alguien grita ¡Helena!, y ambos volteamos. Es tu amiga, la rubia, que nunca me has presentado. Se acerca a ti y te dice Te he estado esperando, tuve examen y salí temprano. Ah, hola Lucía. ¿Tienes hambre? Sí, un poco. ¿Vamos a cenar? Sí. ¿Qué? Espagueti, respondes, en salsa de champiñones…ensalada…y vino. Tienes hambre, eh. Un poco. ¿Por qué no vamos a…? Olvídalo, no vuelvo a ir después de que la comida de ahí me hizo mal y vomité como nunca en el baño de la casa de Rubén. Ríen. Vamos pues. Vamos. El semáforo sigue en rojo. De pronto alguien grita mi nombre; y yo volteo; una brisa gélida me corta los ojos, que cubro de inmediato bajando mis párpados. Yo volteo. Alejandro, qué bueno que te alcancé, dice un chico más o menos de tu edad. Hola Alberto, dices. Vamos a ir a jugar cartas a casa de David, ¿vienes? es de apuesta, como te gusta. Sí, por qué no. Pero esta vez nada de accidentes con camellones, eh. Ríen. Compramos vodka, nada más por ti. Yo te llevo después a tu casa. Está bien, gracias.

El semáforo finalmente se pone en verde; los cuatro avanzamos. Pero, justo cuando tú y tu compañía dan una súbita vuelta a una calle por la que nunca he caminado, sé que el día a tu lado, finalmente ha terminado. Te pierdes en la oscuridad, regresas a tu vida, a esa vida que no conozco y que tanto me gustaría conocer, compartir, amar. Bueno, ni modo. Así pasa, qué se le hará. Pero por lo menos aprendí algo: tu nombre, el nombre de una amistad tuya y algunos gustos y situaciones vergonzosas, datos son muy útiles cuando se va frente a ti en el camión 101, de camino a la escuela o de regreso hacia la plaza, de Juárez o hacia Juárez, imaginando, siempre, siempre imaginando.