sábado, 20 de noviembre de 2010

Somos dos tigres

We dance round in a ring and suppose,
But the Secret sits in the middle and knows.
The Secret Sits, Robert Frost.

Alfredo – me cagas. Te detesto. Me caga cómo eres, lo que dices, lo que haces, lo que no dices, lo que no haces, cómo piensas, cómo te comportas hacia mí. Pareces mocoso, eres tan infantil, si te viera con un babero amarrado al pinche cuello uno de estos días no me sorprendería, eres increíble. Siempre fuiste así, aunque yo nunca te dije nada. Pero hasta aquí. Se acabó. Al carajo. Necesito decirte todo esto que he estado cargando como pendeja desde que te conocí, aquel día que nos presentaron y claro oh sí, hola, cómo estás, mucho gusto, muy atento al principio, pero parece que en cuanto nos dijimos me gustas un mes después – sellamos un trato, un pacto, de niñerías, de desconfianza, de ir de un lado a otro en este estúpido vaivén en el cual me encuentro gracias a que no he podido comunicar lo que quiero y necesito de ti desde un principio. Debí decirte que no me gusta el desdén, la indiferencia. La falta de constancia, la mediocridad. Las máscaras y apariencias. Las mentiras, los ocultamientos. Las traiciones – pero no hacia mí, hacia ti. En este momento has de estar extrañado, pensando que tú no haces las cosas que menciono y en verdad tienes razón – estoy describiendo una persona que no eres…aunque en apariencia. Porque si te analizas bien a ti mismo – y yo te he analizado hasta el cansancio, créeme – encontrarás que tú has hecho todas estas cosas y otras peores. Y lo peor de todo es que no lo haces porque estés corrompido o deshonesto – muy al contrario: eres un romántico y un sentimental; eres como Julio Cortázar, que llora en el cine al ver algo que le conmueve, pero que sale disimulando la cara porque le da vergüenza que lo vean porque se muestra tal cual es. Sí. Porque cuando llegas a las encrucijadas conmigo – de las que, estoy segura, has tenido muchas veces – tomas el camino fácil, restringes tus sentimientos, los ocultas.
Cuántas veces, echados en el parque, viendo las nubes lentas en verano, me tomas de la mano y la acaricias, te pregunto ¿Qué tienes?, y tú, como siempre, respondes Nada. ¡Te odio! No eres sincero, no expresas lo que sientes, no compartes tus adentros. Y yo sé que los hay, sí –tu lengua miente, pero tus pupilas no. Veo perfectamente claro palabras empapadas de sentimientos, que se acomodan en oraciones lógicas, que buscan ser dichas, pero que son traicionadas porque piensas que al decírmelas me otorgas, también, poder sobre ti; que la confesión de vuelve vulnerable; que en algún momento podría usarlo en tu contra. En cambio dices algo así como Estoy cansado, Qué calor hace, ¿No? O Tengo hambre o El verano es lo mejor o algo así de estúpido.
A veces, cuando nos llega la noche y hay una posibilidad de vernos y tienes la perfecta oportunidad para invitarme a estar contigo, dices No sé, no tengo planes, no tengo muchas ganas de hacer algo, pero a ver qué sale, puede que algo en casa de Meme o ver películas en casa de Luis, quién sabe, tal vez, a lo mejor – y por lo general no terminamos haciendo nada, cada quien se va a su casa. ¡Te odio, te odio! ¿Por qué mientes? ¿Por qué no me dices la verdad? ¿Por qué no me dices que quieres estar conmigo (porque yo sí quiero estar contigo? ¿Piensas que por decírmelo te vas a ver desesperado, rogón, sin dignidad? Ahogas tus deseos y lo único que queda a flote es el orgullo. Pero se ven las burbujas de los ahogados, sus cadáveres brillan bajo el agua; puedo saber, por alguna razón, que quieres algo más: a veces me llamas horas después al teléfono, para platicar, siquiera, chiquilla. Y si terminamos muchas veces juntos la velada fue porque de alguna manera una piedra olvidada en el camino o cierta insinuación de palabras hicieron que sin proponerlo directamente nos quedáramos juntos, tal y como tú querías.

La primera vez que salimos, hazme el favor, tirados en tu cama, nos besábamos, lento, en el silencio de la noche, y te pregunté ¿Qué quieres de todo esto, qué buscas? Sabes lo que te iba a decir yo si tú me lo hubieras preguntado? Que yo sí quería algo, algo bien, no estupideces, algo verdadero, que tocara hasta la más recóndita de mis fibras, que quería conocerte como debe conocer una mujer a un hombre, que te quería a mi lado, y yo al tuyo. ¿Y tú qué me respondiste? No quiero nada, no espero nada, no busco. ¡Idiota! ¡Claro que esperabas algo, mentiroso de mierda! ¿Entonces por qué carajos me besabas? Bien podías estar con tus amiguitas hediondas, ésas que te dan las nalgas cada vez que se las pides, y que piden las tuyas cada vez que están borrachas. Por qué hablarme de Dios, de música, de la niñez, de Benedetti, de amor. Cuando escuché tu estúpida respuesta, me dolió, en serió me dolió. Me dieron ganas de quitarme de tus piernas y decirte Si no quieres nada, entonces hasta luego, yo también bien dramática. Incluso imaginé la última frase que te diría por esa noche: ¿Qué no escribió Benedetti, un verso que dice, No te duermas sin sueño…? ¡Mentiroso!

Las conversaciones con tus amigos son nefastas. Si tenemos alguna cita a las cuatro y media y al ver tu reloj te emocionas porque ves cuatro y diez, y les dices Ya me voy, y si te hacen burla, diciéndote mandilón o cosas similares, tú contestas que tienes que ir por mí para que me pegue el aire, para sacarme un poco al sol porque estoy muy pálida, o que tienes ciertas urgencias que ya no puedes contener, aquí a la vuelta nomás, llego en un rato, ¿En cuánto? ¡Cinco horas! Y todos estallan de la risa y hacen gestos y muecas y tú les sigues el juego e incluso los superas en bromas, bromas crueles. ¡Tu puta madre que estoy pálida! Si morías por verme; tú acudes a tus amigos cuando no puedes estar conmigo, cuando mi presencia te falta, cuando trabajo o tengo algún compromiso o responsabilidad. Y si el señorito se hace el muy chingoncito frente a sus amiguetes, es porque no tiene el pinche valor para reconocer frente a esa bola de pendejos que me ama sin medida, que no puede estar sin mí, que el más sutil recuerdo del aroma de mi piel lo enloquece y lo trastorna, hasta matarlo, hasta revivirlo; que mi sonrisa lo apacigua y mis brazos lo reconfortan. Aparte de mentiroso e hipócrita, eres un poco hombre.

En resumen – eres un cobarde, un miedoso, un contradictorio – un pinche niñato de mierda que tiene miedo de apostarle a la vida por mí porque no quiere arriesgar sus sentimientos; que en el fondo tiene unas ganas locas de querer y ser querido, pero se detiene por el temor al fracaso; que se abstiene de mí por el temor a mí. ¿Adónde vamos a parar con esta mentalidad tan estúpida? Al leer esto estoy segura que te has de sentir identificado con todas y cada una de mis descripciones, en la intimidad de tus pensamientos, estoy segura; y a tu interior no le puedes mentir porque es como tratar de enterrar un cuerpo en una cubeta de agua: por su masa, en algún momento va a salir a flote: no puedes ocultar el sol con un dedo ni pretender que algo no existe solamente porque no lo ves.

¿Y sabes por qué te digo esto?

Porque soy igual que tú.

Siento las mimas cosas, los mismos miedos y frustraciones, impotencias y miedos que tú. Tal vez mucho más. Cuántas veces no he querido a llegar contigo, de sorpresa, y abrazarte por la espalda; he sentido tu corazón latir de emoción y felicidad las veces en las que lo he hecho. Robarte un domingo – pasar a tu casa y decirte que este día me lo dedicarás conmigo porque es lo que quiero. Llegar al café en el que siempre nos vemos con el disco de The Smiths que no has encontrado o una biografía de Marcel Duchamp que encontré en una nueva librería, que tengo arrumbados en el clóset. Gritarle a las igual de mentirosas de mis amigas que no, que en verdad no me dio igual que te me hayas declarado con un mensaje dentro de un frasco de dulces después de la fiesta de navidad de Raúl; que me gustó y mucho. ¿Comprendes? Es por eso que después de días de introspección llego a ti cargada de reproches: porque ya mis miedos y cobardías me los he reprochado a mí misma – ¡Y cuántas veces, Alfredo, cuántas veces! ¡Mira esta carta, por ejemplo! Te lo dejo un recado afuera de tu casa, en los barrotes blancos de la ventana, para que cuando llegues del trabajo puedas verlo – todo porque temo decirte las cosas de frente, no tengo el valor para enfrentarte, tus ojos me dan miedo !Me acribillan!, tus pensamientos son la muerte !No los conozco!, y lo más importante – ahora, por todo esto, soy una presa dañada, y en cuanto te vea, estoy segura, por mi grieta te desbordaré con el agua de mis palabras, mis insultos y reproches – todo para sacar lo que llevo dentro –; pero tú al ser tan parco no dirías nada gran cosa, no sabrías cómo reaccionar, tal vez ni lo harías de todo, te quedarías ahí, parado, perplejo, como árbol, los ojos abiertos, los labios en suspenso – si haces eso verdad de Dios que no sé lo qué haría: ¿Tanto esfuerzo en hacer que broten mis palabras para que salgas con eso? No, no, no va, simplemente inaceptable. De antemano te pido que me perdones mi falta de valor; aunque créeme que incluso esta carta se me hizo tan difícil de escribir; que redactarla era como en verme en un espejo: cada palabra, cada coma, cada acento, cada oración eran miradas que me dolían y avergonzaban y entristecían hasta el grado de querer romperlo, hacer bola el papel y mandar todo al diablo, tú incluido. Sin embargo no desistí, me quedé hasta el final, y el resultado es simplemente la prueba de amor más grande que pude haber hecho porque lo que vi reflejado en este espejo, también, fuiste tú. Porque tú y yo, somos dos tigres, tanteándonos en círculo, estudiándonos en secreto, sabiendo que nos encontramos en una batalla suave, suave, deliciosa y siempre bienvenida: Dime, Alfredo, ¿No te gustaría entrar en tal dulce batalla al por fin atacar?