sábado, 20 de noviembre de 2010

Helena

Cuando en la oficina te dijeron Quédate hasta noche pues te quedaste. Es la tercera vez en la semana que te lo piden y tienes que aceptar, gajes del oficio. Es molesto, en verdad, ya que tienes cosas mejores que hacer, como, tal vez, romper corazones como lo hiciste descuidadamente el viernes pasado, al salir de fiesta con tus compañeros de oficina, después del trabajo.

Escuchas las aburridas presentaciones de los inversionistas extranjeros, quienes nada más desean obtener las mayores ganancias posibles a costa de lo que sea, perros capitalistas. Pero tienes que despejarte un poco y sales un momento al tocador y te arreglas un poco ese cabello brilloso que es tan envidiable y tan admirado en la junta porque, perros o no, siguen siendo hombres, y tú sigues siendo hermosa a los ojos ajenos y sabes que hay muchos que quisieran verse enredados entre esos hilos de cobre suave que te caen por la frente. Y antes de que te des cuenta la junta termina, todos se van, y tú sales de la oficina tan seductora y fatal como siempre. Llegas al ascensor para ir al sótano, donde tienes estacionado tu carro. En el camino relajas un poco tu cuerpo y tu ropa porque otro día de faenas ha terminado y la vanidad está por empezar, aunque ya sea tarde. El ascensor se abre y entras.

Un minuto más tarde un sonido anuncia la llegada al sótano del edificio, la puerta se abre. Ya no hay muchos carros y no se escucha nada. Sólo hay sombras entrecortadas por rayos de luz de la calle frente a ti. Sales del ascensor, caminando hacia tu izquierda. Pero te detienes. Crees escuchar algo. Volteas a un lado. Nada. Volteas al otro. Tampoco. No ves más que columnas frías. Luces que se alejan. Sombras de carros inertes.
Mejor llegar a tu carro. Sigues caminando. Tus tacones hacen un eco constante. Se expande por todo el lugar. Es rítmico, sí. Pero poco a poco lo vas descomponiendo. Vas caminando más de prisa. No te sientes bien. Tus miradas sospechan de las sombras. Y el corazón también. Pero ¿de qué?

Por fin llegas a tu carro. Sacas las llaves del bolso. La metes. No encaja. Llave equivocada. Te pones nerviosa. La sacas. Se cae el llavero. Te pones más nervioso. Sudas. El corazón te late rápido. Muy rápido. Más rápido. Te agachas. Tomas las llaves. Te enderezas de un salto. Crees escuchar ese ruido otra vez. Volteas a todos lados. No ves nada. Metes de nuevo la llave. Por fin entra. Abres la puerta. Entras. Encientes el motor. Un manotazo en la ventana. Un rostro irreconocible. Un abrigo negro. Un gorro. Tu miedo pisa el pedal. Tratas de huir. Pero no puedes. Vuelves a pisar el pedal. Aún no puedes. No bajaste la palanca. La figura baja la cabeza. No quieres voltear. Saca algo de la bolsa. El miedo te paraliza.

Disculpa, se te olvidó tu celular en la oficina
Qué amable, Javier, dices tragando saliva. Muchas gracias. Bajas el vidrio del carro. Tomas el teléfono de un manotazo.
De nada, sonríe
Casi me matas. En serio. Tengo una falla en el corazón –
Perdón
Ni lo digas. Se quedan en silencio y sonriendo por un momento.
Te iba a preguntar, dice Javier, ¿tienes algo que hacer hoy? ¿no te gustaría hacer algo?
No logras disimular tu sonrisa de ironía, ya que la pregunta se te hizo ridícula.
Qué amable otra vez, Javier, en serio, qué amable, pero no gracias, no puedo, me tengo que ir, en serio. Asientes y frunces el ceño como si fuera una gran pena para ti, hermosa descarada.

Ves a Javier desaparecer entre la oscuridad del estacionamiento mientras sonríes por tercera vez, coleccionista de miradas. Si hubieras sabido que se iba a poner así de fastidioso, piensas, no te habrías acostado con él aquella noche, ay Dios, qué horror, adónde te metes, Helena.

Te tomas otro minuto para tomar aire, calmar tu pecho que casi te explota y pensar que no hay peligro, que todo fue un miedo innecesario, que no fue nada. Y ahora sí – bajas la palanca, le pones en drive, arrancas y te vas. Las luces rojas de tu carro dan vuelta hacia la calle. Desapareces. Pero estás mal. Porque sí había algo. Aún lo hay. Se reflejó en tus pupilas alarmadas. En tus manos alocadas. En tus pies despavoridos. Y eso te espera. Pacientemente. Cuando el momento sea oportuno. Cuando estés sola otra vez. Porque estarás sola de nuevo. Habrá más juntas. Lo leí en tu agenda. Y después sí será algo. Ya no será 'nada'. Bajarás el vidrio otra vez. Pero ya no habrá celulares olvidados. Ni vanidad. Ni invitaciones. Ni el Javier amable. Falla del corazón. Error jugar conmigo aquella vez. Venganza.