sábado, 20 de noviembre de 2010

Juro que te fui infiel

It is Margaret you mourn for
Spring and Fall, Gerard Manley Hopkins

Donne, for not keeping of accent deserved hanging
– Ben Jonson

Nunca creí que llegaría a decir estas palabras, amor, pero te fui infiel, te juro que te fui infiel. Habíamos hablado de esto en alguna ocasión hace mucho tiempo, antes de comenzar lo nuestro, que nunca lo haría porque… Pero también te dije que no me gustaría que de pronto, así de la nada, hubiera un súbito… Aunque no sea esto una justificación; no quiero que lo sea – no porque quiera sentirme culpable, para que comparta tu dolor y así sentirme peor de lo que me siento ahora, como penitencia – sino porque en realidad no lo es. Aunque si lees bien comprenderás que yo en realidad no… En fin. Tal vez creas que miento, que me conoces tan bien que sabes de antemano que yo sería incapaz de haber hecho lo que hice, pero es la verdad. Y para comprobarlo te referiré la crónica de mis infidelidades. Sé que te será doloroso, sobretodo porque eres tan adicto a la verdad y a los detalles, aunque en este caso encontrarás los detalles crueles y absurdos e innecesarios. Pero mereces una explicación. Todos la merecemos. Yo la merecí. Oh, te amé tanto, fui tan feliz contigo, pero repentinamente tú…, y esto no lo puedo perdonar.

No te puedo explicar, aunque te parezca absurdo, desde cuándo te he sido infiel, amor. Tal vez fue con un cierto tipo de besos tuyos, una mirada dulce antes de dormir y después de despertarnos, un abrazo, una nota en el estudio; porque claro, tienes que entender que yo, con lo mal que me siento, te fui infiel muy a pesar mío; incluso, casi te puedo culpar total y agriamente por orillarme a esto, porque yo no quería y fue involuntario, ¿Comprendes? involuntario. Y no me percaté que te era infiel hasta cuando comprendí que te veía, a veces, con cierta indiferencia patética, como si fueras un estorbo, porque quería estar a solas con El Otro (Su nombre no es importante porque, aunque si piensas detenidamente comprenderás que…). Pero creo que me estoy desviando un poco del tema. Empezaré de una vez.
La primera vez fue una mañana en la que te quedaste a dormir en el departamento. Te habías ido al trabajo en cuanto despertaste, y yo me quedé en la cama durmiendo, arrellanándome en mi pereza y en las sábanas impregnadas con el aroma de tu cuerpo y la estela de tu esencia. Siempre tenías la bonita costumbre de dejarme un desayuno preparado en la cocina. A veces me lo llevabas a la cama, cuando tenías tiempo, pero esa vez no fue así. Últimamente, habías estado muy ocupado y no tenías cabeza, me dijiste, para otra cosa que no fuese el trabajo. Lo acepté, y no te dije nada al respecto. Cuando me desperté, bajé a la cocina y no encontré nada ni nadie. Lo que encontré fue una nota tuya sobre la mesa. ‘Perdona, no tuve tiempo otra vez, me quedé hasta tarde con los muchachos, tú sabes, cosas de hombres, no quería llegar aún más tarde a la oficina, espero entiendas. Te quiero’ Cosas de hombres: nunca me habías dicho eso. Sentí como si de pronto de la noche a la mañana – literalmente – hubieras levantado un muro entre tu vida y mi vida, discriminando lo que es de hombres de un lado, lo que es de mujeres del otro. De pronto me sentí avergonzada y ajena a ti y, al regresar a la cama, sola. Sí, sí, una exageración por no hacerme un triste desayuno, una nota que no significa nada, has de estar pensando; pero me gustaría que entendieras que, para mí, la vida está llena de símbolos que representan algo más de lo que vemos a simple vista, algo más profundo que la superficie hosca y engañosa alcanza a revelar, y que sólo necesita un pequeño rasguño, un leve despegue, para jalar el pliegue y que toda la fachada caiga y se nos muestren las cosas tal y como son. En esa ocasión la falta del desayuno y la nota significaban que tú…, ya sabes. No necesito decírtelo. Regresé a la recámara y El Otro ya estaba ahí para acompañarme un rato mientras no estabas. No hicimos nada; solamente me hizo el desayuno en la forma en la que tú me lo solías preparar…, me cantó, le canté, reímos, hablamos, comimos y se fue, y de nuevo me quedé sola, amor, sola…
La segunda vez fue meses después, cuando te dije emocionada que quería pintarme el cabello de negro, ¿Tonto serte infiel por eso, eh? Me dijiste que sería innecesario porque Tu cabello es de un café muy oscuro y nadie notaría el cambio, tan lógico tú, amor. De todas maneras quería hacerlo. Me contestaste que Bueno, aún así se me hace innecesario…y además no te queda, reíste, te verías, no sé…, fea… rara, déjatelo así, amor, te ves bonita así. No supe qué responderte. Te fuiste al trabajo y yo me fui a la recámara. Nunca te dije algo así cuando querías hacer cosas que yo consideraba absurdas pero que finalmente respetaba porque eran cosas tuyas, gustos tuyos. Y yo te respetaba, amor, esto fue lo que más me dolió, ¿sabes? que yo te respetaba pero tú a mí no. No era la primera vez que me decías algo así; hubo otras ocasiones, pero no las tomé en cuanto. Fui a pintarme el cabello de todas maneras a la estética, y cuando regresé El Otro ya estaba ahí, esperándome, tal y como lo imaginé… En cuanto lo vi, llorando corrí hacia él, abrazándome a su cuerpo con mis brazos de ancla como en una tormenta. Le pregunté con desesperación si me veía fea, fea, ¿verdad que no? El Otro, en un tono muy amable, me dijo que no, que no era cierto, que me veía hermosa, que nunca me había visto tan hermosa como en ese momento. Me abrazó toda la tarde, desmintiéndote, aunque a pesar de sus palabras no pude sentirme mejor.
La tercera vez fue cuando hicimos una cena para tus amigos. Compré comida, mucha comida, compré vino y refrescos, postres, pasteles, dulces, muchas cosas, incluso una vajilla nueva, amor. Ya en la cena una de tus amigas me preguntó cómo había sido nuestra primera cita. Entusiasmada, le respondí y al parecer le gustó cómo me expresé de ti; todos te veían con una sonrisa aprobadora. Tú sonreíste por compromiso. Amor, me dijiste, ya no hables de esas cosas; a nadie le interesan esas cursilerías. No creí lo que dijiste. Pero alcancé a bosquejar una sonrisa, por compromiso también, y me traicioné a mí misma al decirte Tienes razón, amor, qué cosas las mías, ¿alguien más vino? voy por más vino a la cocina si gustan, está bien, por favor, gracias, amor, ¿me ayudas?, pregunté, y ambos fuimos. Solos, en la intimidad de los platos propios, te encaré amablemente y te comuniqué que el comentario que habías hecho fue algo grosero, ¿Por qué lo dices?, me preguntaste ingenuamente – ¡En verdad ingenuamente! –. Te respondí que esas memorias no eran cursilerías, sino importantes…por lo menos para mí. No exageres, amor, respondiste. No exagero, objeté, pero en verdad no me gustó lo que dijiste. Fuiste cruel y… desagradable. Al oír esto frunciste el ceño, tu cara se endureció, apretaste los dientes y me miraste con enojo. ¿Sabes?, me escupiste, lo que pasa es que eres bien dramática…sí, dramática…y ¡exagerada! nadie nada te puede decir nada porque todo lo tomas a mal y te ofendes por todo, ¡por Dios, amor, ya no seas así, ¡caramba! Asentí, dándote a entender que tenías razón, pero ven, me abrazaste, no discutamos que nuestros invitados esperan. Volví a asentir. No resentimientos, ¿verdad?, me preguntaste tomándome el rostro con tus manos, esas manos que tan suaves fueron en un tiempo ahora lejano… No, negué con la cabeza. Me besaste y salimos. No olvides el vino, dijiste desde lejos, ya sentado junto a tus amigos, y regresé por él y por las copas también, ¿Sí, amor? Sí amor…

Al día siguiente, con El Otro, hablé de las citas que habíamos tenido, las cosas que habíamos hecho, dicho, visto, oído. Me recordó todas las cosas con lujo de detalle, incluso mejor que yo; tiene tan buena memoria. Hasta me platicó de cosas que yo ni siquiera había notado: el color de las bancas, lugares cercanos, el clima, palabras, chistes, la hora, mis zapatos, todo. Reímos mucho, y solamente cuando ya nos dolía el estómago de tanto reí, comprendí lo mucho que me había enamorado de Él. Nos dimos el primer beso, la sinécdoque de la desilusión… No me arrepiento ni me arrepentí, pero ya cuando nuestros labios no los unía más que la estela de los aromas bucales del vino tinto que bebíamos, me sentí, nuevamente, mal. Y sola. No culpable, sola. Nos quedamos abrazados en la cama hasta que tú llegaste y Él se tuvo que ir. No me preguntes cómo se fue porque…
La cuarta vez – espero que no me odies más por esto, amor – fue cuando finalmente nos acostamos. Tú habías llegado cansado del trabajo pero con hambre de piel y yo también. Nos quitamos la ropa y comenzamos a amarnos. Ah, te necesitaba tanto, te ansiaba tanto, te deseaba tanto. Tu piel derretía la mía como hielo al calor porque hacía tiempo que no me tocabas. Quedé hecha un líquido y quise empaparte de mí y comencé a experimentar cosas nuevas, poses nuevas, cosas que a ambos nos gustarían, pensé. Te pedí que aún no terminaras para disfrutar más (Sólo quería que disfrutáramos, ¡eso era todo!), pero me dijiste que no, que ya querías terminar, que querías esto pero estabas cansado y sólo querías el final. Te dejé terminar, pero mientras dormíamos, allá en el lejano mundo de los sueños, no me quitaba la sensación moral de haber sido usadas, y más que eso, de que nuestras vidas divergían en líneas paralelas, irreconciliables, continuas, hasta el infinito, la sinécdoque del rompimiento.

No lo pude soportar, ¿sabes, amor?, y al día siguiente corrí nuevamente a los brazos de El Otro, a su cuerpo, a su sexo. Le hice lo que no te pude hacer a ti, lo que no querías te hiciera. Le susurré al oído las más consoladoramente sucias que se me pudieron ocurrir, las fantasías que guardaba en el baúl de mi mente que alguna vez usé, ¿te suena familiar? El Otro me tomó por la cintura y me dio vueltas en la cama, como a un bistec en la plancha. Me hizo todo lo que se le antojó y yo lo disfruté inmensamente. Me vine ¡sí! y muchas veces, en su sexo, en su boca, en sus dedos de fuego y miel, y yo a él también le hice venir, cual indómita manguera: agité como a un biberón, lamí como a una paleta, chupé como a una naranja, mastiqué como a un chicle… y varias veces, amor, varias veces. Lo hicimos en la sala en la recámara en el baño en el jardín en la cochera la cocina el recibidor el cuarto de lavada sobre la lavadora en el carro, y no conforme con eso, también en baños públicos el cine el retrete del baño olvidado del departamento de mujeres en el centro comercial donde tú solías acompañarme, alegre y divertido, a comprarme ropa, sí, sí, todo esto te debe sonar familiar, lo hicimos en todos los lugares posibles que se nos ocurrieron y antojaron, más esto último que aquello. Si preguntas, estoy segura que te dirán que no, el portero te dirá que nunca vio a nadie más y posiblemente la chismosa de la vecina dirá que nunca vio a nadie conmigo por su ventana cuando me espiaba, sólo por costumbre, fíjese. Pero es la verdad: te fui infiel.

Otra vez fue después de mi exposición en la galería. Quería que me acompañaras a la celebración con mis amigos. No, me contestaste, tus amigos artistas son muy raros, hablan de cosas que yo ya no entiendo; mejor ve tú, yo me voy con mis amigos y nos vemos en la noche, voy a tu casa, o hacemos algo otro día. Es que es importante para mí que vayas, te dije, pero, amor, en serio, no me gustan esas cosas, ¿quieres que esté todo incómodo ahí, sentadote, sin tener nada de qué hablar? No, claro que no, y no vas a estar así, te prometí, yo te voy a incluir – además, mis amigos te incluirán, te harán preguntas sobre cosas que te gusten, se interesarán por ti, son muy amables, ¡vamos! Pero no quisiste. Quise decirte muchas cosas; mas lo único que me atreví a decir fue que no creí que el amor era separarse en las cosas que no nos gustan. Pero ahora si te las puedo decir con todas y cada una de las letras con que deben de ser dichas: yo fui a tu cochino partido de futbol que tanto querías ver, en medio de cervezas y comida que no me gusta y hombres de rostros pintados con los colores de sus equipos preferidos pintados, apostando, emocionándose cada vez que tal equipo metía un gol, ya que quienes le van al equipo son ¡viejas! ¿escucharon? ¡viejas!, y yo ahí presente, presenciando cómo ellos y tú también usaban un término despectivo con el cual se refieren a las mujeres para insultarse y ofenderse, solamente para sentirse hombres, superiores, triunfadores; aunque claro, las mujeres no se quedaban atrás, ya que ellas voluntariamente en la cocina, preparándoles la comida a sus “hombres”, chismeando o riéndose o presumiendo de lo mucho que les gusta la ropa de tal tienda o hablando mal de ciertas personas a sus espaldas o de lo bien que les habían dejado el cabello en la estética o su vida privada, comparando, al igual que hombres, tamaños y formas y poses. Pero es que eso sí era importante para mí, dijiste, mis amigos y yo siempre nos reunimos para ver el futbol y – ¿Y esto no es importante para mí? pregunté, ¿cómo piensas que me sentiré compartiendo mi triunfo con una silla vacía, amor? Me fui con tu Te amo, amor, nos vemos luego, como consuelo.
Al llegar al restaurant, amor, El Otro ya estaba ahí, esperándome. Se sentó a mi lado y se integró perfectamente a la conversación. Reímos, conversamos, de vez en vez, fuimos al baño para darnos un beso o dos o tres o diez, incluso nos amamos en la cocina cuando ya sólo quedábamos mis amigos él y yo y el dueño. Si les preguntas a mis amigos ellos lo negarán: cómo no negarlo, si en realidad…, pero te fui infiel. Como siempre, regresé a la casa, sola, vacía. Lloré tu desamor en las escaleras hasta que me quedé dormida.
Como lees, amor, te he recontado las veces en las que te fui infiel. Te juro y te vuelvo a jurar que te fui infiel. Debo añadir que en ningún momento me arrepentí ni me sentí culpable, porque nunca en realidad… Pero siempre, después de estar con El Otro, me sentí muy mal y más desolada que nunca. Y ayer, justo ayer, fue cuando finalmente comprendí que ya no podía seguir así, contigo, mientras te veía de pie junto a la mesa, en la cocina, y pensaba en El Otro, sabiendo que tú y El Otro…, y que ya no puedo seguir así, ya no ya no.

Me voy. Cuando leas esta carta yo ya me habré ido muy, muy lejos, adonde no puedas seguirme. Porque si te doy siquiera la más mínima oportunidad, lo harás, y aunque lo quiera no lo haré porque tú, Dios, tú… y tan súbitamente. Adiós, no hay más por decir. Excepto que – y esto sí te lo aseguro – no seré feliz; no importa adonde vaya, nunca me abandonará la medalla de nuestra derrota. Te lo digo no por consuelo ni para que no me odies tanto, sino porque es la verdad, ya que al partir me llevo sólo una cosa, tu recuerdo y El Otro, únicamente una cosa, ¿ENTIENDES? tu recuerdo de cuando eras amoroso, cariñoso, sensible, y El Otro, amor.