sábado, 20 de noviembre de 2010

El sello 52

En esta pequeña biblioteca, no muy conocida, tú has sido el único que ha leído las obras de Julio Cortázar. Lo constata el hecho que por tus manos han pasado todos los libros que de él hay aquí, y varias veces, desde La otra orilla hasta Rayuela, desde Presencia hasta Viaje alrededor de una mesa. Esto da dado un total de 51 fechas selladas en los papelitos pegados a las hojas de los títulos, seguidas de la portada en cada uno de sus libros. Todos estos sellos son tuyos; los tienes contados.

Es por eso que cuando lees en la base de datos de la biblioteca, PQ7797.C7145 A6 2009, apenas y puedes creerlo: un nuevo libro de Cortázar: Papeles inesperados, una colección de textos inéditos publicados recientemente. Te diriges, paso rápido, hacia los anaqueles para sacarlo y leerlo de una vez, no puedes esperar. Subes al cuarto piso, vas hacia el anaquel de literatura argentina, y ¡ah! ahí está él, ahí está Cortázar, inmortalizado en sus libros, inmortalizado para ti, latiendo en un nuevo corazón recién publicado, junto a Borges y Bioy Casares. Tomas el libro, le echas un vistazo, verificando; sonriendo, caminas – casi corres – hacia la bibliotecaria para que lo selle y puedas leerlo – sin sello no se puede sacar del estante – y vas hacia tu rincón preferido, un escritorio junto a los anaqueles de literatura mexicana y una oficina a la que nadie nunca entra. Te sientas y miras – contemplas, más bien – el libro, fijos ambos, uno frente al otro, como estatuas enamoradas. Lees el título en grande y negro; lees el comentario editorial de la contraportada y piensas que es acercado calificar a este reencuentro como el más feliz.

Una vez estudiado, estás listo para leerlo, lo abres. Pero no. No lo lees. Algo ha llamado tu atención. Algo desconcertante: No has sido el primero en leerlo. Alguien leyó el libro antes que tú. Y esto que tocas, que sigues con el dedo, que dibujas como si saliera de tu mano, es la prueba. Es un sello con la fecha estampada del día de ayer, 9 de junio. El sello 52. Bueno, no importa, piensas con desdén. Lo debieron tomar por error; para hacer algún estudio, o para curiosear, no por verdadero interés. Te pones a leer sólo un texto, "Manuscrito hallado junto a una mano". El texto es tan delicioso, que no te gustaría terminar el libro de una sola sentada, sino saborearlo lentamente, retener el sabor fresco de las palabras en el paladar, masticarlas, deglutirlas, y al final pasarlas por la garganta de la mente y que el sabor se quede en la memoria. Una vez llegada la noche, regresas el libro al estante; tu casa se encuentra en reparación, por lo que es inútil llevártelo. Bajas las escaleras con paso lento, sales de la biblioteca y te esfumas.

Aunque al día siguiente ya estás de regreso. De nuevo te diriges hacia el cuarto piso, y esta vez decides leer Ciao, Verona, con lo que te dan ganas de leer el cuento Las dos caras de la medalla.
Vas hacia el estante y tomas la antología de cuentos donde se encuentra publicado, Alguien que anda por ahí. Abres el libro, y éste se desdobla justo en la página en la que comienza el cuento que buscas, porque hay un pequeño separador interpuesto entre las hojas. Abres el libro en la página de los sellos y, de nuevo, te sorprendes. Un nuevo sello con la fecha de ayer, justamente de ayer.

Concluyes que es el mismo lector de Papeles inesperados. Tomas el separador. Es un separador improvisado, una hoja de papel arrancada de un cuaderno. Lo examinas más de cerca y notas que tiene ciertos apuntes. Qué bonita letra, piensas, la caligrafía es delicada y cuidadosa y cursiva, y la forma con la que escribe las s es deliciosa, esa forma con la que tú siempre has querido escribir, pero que nunca has podido perfeccionar porque tienes muy mal pulso y eres muy nervioso. Está escrita, además, una corta lista de palabras desconocidas que seguramente la lectora buscó – o buscará – en el diccionario. Has concluido que debe ser lectora debido a la caligrafía, además de que la hoja desprende de sí cierta esencia ciertamente femenino, que bien puede ser el aroma de su cuerpo o de su cabello o de sus manos, envoltura rica y fina de su cuerpo, tan intensa y fuerte y penetrante, que te jala amablemente la nariz como una soga hacia un paraje desconocido, acelerándote inexplicablemente el corazón, aunque la lectora te sea desconocida.

Qué ególatra eres, piensas, interesarte en el fantasma de una mujer con quien tienes intereses afines, lo que quiere decir que estás interesado por tus mismos gustos, pero reflejados en otras aguas. No importa, piensas, tengo que ser fiel a mí mismo. Y es por eso que no puedes – ni quieres – leer, siquiera empezar “Las caras”; quieres pensar, mejor, en cómo sería la cara de esa medalla que quieres conocer, tal vez por casualidad, mientras ambos concuerden en buscar el mismo libro en los estantes, o tal vez cuando ambos estén esperando ser atendidos por la bibliotecaria en su escritorio, y que tu lectora vea las solapas de los libros y te exclame ¡Cortázar!, y te sonría y te hable y deje que la veas a los ojos aunque baje la mirada porque ella es muy tímida, y tú le digas No la bajes, me gustan tus ojos, y que el halago la sonroje, y el café en la noche aunque tengas que levantarte mañana temprano para ir a la oficina, sintiéndote arder de amor por querer tocarle siquiera la mano de manera inocente, usted sabe, es tan emocionante vivir en este ancho mundo y toparse con usted, una cronopia, y si en cualquier momento usted quiere irse, nos iremos, podríamos caminar un poco por la ciudad, ver una película o una obra de teatro, ¿le gusta el teatro? ¿sí? entonces vayámonos a una obra, y después a algún parque donde podamos estar a solas y en silencio y a oscuras, sólo para ver nuestras voces y olernos con los ojos y repetir esto alguna otra vez, si usted quiere, claro está, otros días.

Te vas de la biblioteca, y al siguiente día regresas. Tomas de nuevo Papeles Inesperados, y te das cuenta que Dauphine – por honor a La autopista del sur – ha estado de nuevo por aquí hoy; has encontrado un nuevo separador insertado entre las hojas. De nuevo no puedes leer; pasas las horas pensando en ella, imaginando cómo sería – tanto que no quieres irte solamente por estar cerca de donde ella ha estado, aunque un acomodador de libros te dice, por cuarta vez, que ya es hora de cerrar. Te vas muy a pesar tuyo, y de camino a casa, en la noche, en la calle, en tu recurrente soledad, el fantasma de quien no ha muerto – porque ni siquiera ha vivido – se te aparece equívocamente en cada esquina, en el cuerpo de alguien más: Dauphine usando una gabardina; Dauphine caminando con amigos, riendo; Dauphine caminando sola, pensando; Dauphine entrando a un bar; Dauphine rompiéndote el corazón, besando a alguien más alto que ella en la boca, a un lado de la parada de autobuses; Dauphine yéndose contigo sin saberlo, en tu mente, en tus sueños.

Y así ha sido por varias semanas, incluso meses; no sabes qué exactamente, porque has perdido por completo la noción del tiempo. Obviamente tienes una idea, aunque sea vaga, porque a diario checas las hojas de los sellos de los libros de Cortázar para cerciorarte de que Dauphine ha estado en la biblioteca. Pero justamente hoy notas un detalle muy obvio, que ya debías haber notado antes. Las fechas de los libros corresponden siempre al día que visitas la biblioteca, pero el libro siempre está en el estante: Dauphine no se lo lleva. Lo cual quiere decir que ella ha estado aquí antes que tú; ; pero también quiere decir – o quieres que quiera decir – que tú sigues con dulce emoción los pasos en las huellas de quien al parecer se escurre de ti, como agua entre las manos, maldita búsqueda, maldito juego, no eres un gato, ni ella es un ratón, sal ya.

Algunos días después sabes con toda seguridad que es mujer. Porque en Todos los fuegos el fuego ha dejado un listón de su cabello como separador; en Un tal Lucas, una servilleta con una marca de lo que parece ser un lápiz labial. Un recibo de tintorería por blusas y faldas en La vuelta al día en ochenta mundos. ¡Ah! qué oportuno, piensas, porque tú con ella darías la vuelta al día cuantas veces sea necesario, porque tú con ella darías la vuelta al día cuantas veces lo pidiera, cuantas veces lo quisiera, lo único que hace falta es que lo pida, que salga de esa cueva de identidad desconocida en que se encuentra, a la que regresa cada noche después de la biblioteca, que saliera de la cueva y te dijera Oh Peugeot, aquí estoy, soy yo, Dauphine, la que te ha estado buscando más bien a ti, quien siempre se escabulle, como si rehusara nuestro encuentro, ¿qué no sabes que los cronopios como tú y yo estamos destinados a conocernos? ¿qué no sabes que tenemos como una especie de llaga en la frente, una estigma en las manos? Cortázar es un imán de cronopios, es la fuente de agua de la cual nos hemos desprendido, y a la que, si somos afortunados, algún día regresamos a ella si tenemos suerte, yo ya he regresado, y al parecer tú también, solamente que a deshoras, no nos hemos presentado aún, otras aguas nos han tapado el uno del otro, pero mi olor, mi perfume que he dejado como pequeños huevos de pascua que tú debías encontrar, pues ha salido de su cascarón, lo ha roto, y como vaho te ha seguido, como serpiente en el aire, se ha colado por tu nariz llegándote hasta el corazón y te ha dictado que en esta biblioteca no muy conocida hay alguien que es como tú, y ahora lo único que falta es que me digas tu nombre y que ambos salgamos a tomar algo y después terminemos en tu casa o en la mía, que hagamos el amor con cierta furia, porque nos estaríamos vengando del tiempo y del espacio y del universo, por retener el cuerpo sudoroso que frente abajo arriba al lado de nosotros respira fuertemente, y que cuando terminemos y salga el sol, salgan también nuestras vidas, despierten una al lado de la otra, y se digan mutuamente Buenos días, te veo en la noche, y así sea por tiempo incalculable, y mientras más pronto mejor, porque ¡oh decepción! el superintendente te ha dicho que cerrarán la biblioteca la próxima semana, el lugar es muy chico, se necesita uno más grande y mejor ubicado, usted sabe, joven, lo sentimos mucho.

Por lo que tienes que dar con Dauphine de inmediato, piensas.
Elaboras un plan, algo desesperado, pero la situación te fuerza a esto. Decides esperarla, oculto entre los anaqueles, cuando tome un libro de nuevo. Lo haces hoy, pero Dauphine no ha venido, y tienes que salir a comer algo ya, porque ya no aguantas. Vas, comes un emparedado en la cafetería de enfrente, y cuando regresas, encuentras, ¡oh maldita sea! Prosa del observatorio mal acomodado en el estante; lo checas, y ves que tiene un sello del día de hoy – ¡ella ya vino y se fue! ¡Pero cómo! ¡Si sólo fue una hora! Ya vamos a cerrar, joven, te dice el intendente, así que te vas. Al día siguiente, o sea hoy, la esperas donde mismo, pero esta vez con comida, por si acaso te da hambre. Pero tampoco viene; las horas pasan y la bibliotecaria te dice que ya tienen que cerrar. Cuando pasas por el escritorio de la bibliotecaria, adviertes 62 modelo para armar y Un tal Lucas. Maldita sea, piensas, Dauphine vino solamente para entregarlo. Al día siguiente, hoy, la esperas, sentado, cerca del mostrador; esta vez no se te irá. Pero tampoco viene, y, cansado, subes al cuarto piso y encuentras Último round mal acomodado: de nuevo Dauphine vino, ¡leyó el libro justamente aquí, y se fue!

Todos los libros, excepto Libro de Manuel y Los Reyes faltan de ser sellados. Al parecer, deduces, Dauphine quiere leer todos los libro de Cortázar antes de que cierran la bibliotecaria: perfecto: la tengo que encontrar en uno de estos días. Pero, para estar seguro, le escribes notas en cada uno de esos libros, citándola a verse afuera de biblioteca a las cuatro de la tarde al día siguiente. Pero el día siguiente es hoy, y no hay señales de Dauphine. Subes al cuarto piso y descubres que no ha tomado ninguno de los libros; en cambio Nicaragua tan violentamente dulce, demonios.

Finalmente llega el séptimo día. No sabes qué hacer. Desde la mañana la esperas en el anaquel, pero no aparece. La esperas cerca del escritorio de la bibliotecaria. Tampoco. La esperas junto a la puerta principal. Tampoco. Pero debe de aparecer, piensas, hoy es el último día, debe saberlo, sí lo sabe, y también sabe que existes, que hay un lector con gustos afines, que deben conocerse, que están destinados a conocerse. Y recorriendo la biblioteca por horas, se te pasa el día. Cansado, exasperado, regresas al escritorio de la bibliotecaria. Ya no hay nadie. Las luces casi todas se han apagado, está todo oscuro. No ves nada, sólo sombras. Pero de pronto la silueta oscura de una joven. Voltea a varios lados, parece buscar algo. Luego te ve ¡Sí! al parecer te ve, y se acerca, cada vez más y más ¡y más! Está frente a ti, escuchas un murmullo: ¡va a hablar! ¡sí!¡por fin! Hola ¡¿Dauphine?!...la bibliotecaria. Oh. Pronto cerraremos. ¿Ya? Sí. Pero aún no ¿Qué? Aún no la he conocido. ¿A quién? A Dauphine, y yo…Ya es hora. ¡No! Sí, lo siento. Pero. ¿Qué? La información. ¿Cómo?, ¿Quién sacó estos?, ¿Cómo? Libros, ¿Cuáles?, De Cortázar. ¿De quién? !De Julio Cortázar! ¿quién los sacó? Necesito su nombre. No se puede. Por favor. Es confidencial. ¡No! ¿Disculpe? Si fuera usted tan amable. No hay por qué usar el Ud.; estoy joven. Disculpa, si fueras tan amable. No, lo siento. ¿Por qué? Es contra las reglas. Pero. Lo siento. Afinidad, viaje. ¿Perdón? Es que yo… ¿Qué? La quiero. ¿A quién? ¡A Dauphine! Lo siento, ya es hora. ¿Ya? Sí. Pero. No. ¿Sí? No. Ya es… Lo sé. Está bien. Gracias. Adiós. Adiós. Y te vas, con esa mirada de derrota, porque Dauphine no llegó. Sales por la puerta y te vas, esta vez, por siempre de la biblioteca que cerrarán hoy para ya no abrirla mañana en la mañana, ya no abrirla nunca más. Ah, si supieras qué tan difícil fue para mí decirte que no podías saber quién era yo. Y todavía más cuando vio ese matiz de desesperación en tus ojos. Pero tal vez fue lo mejor. ¡Qué tal si yo no era como tu Dauphine! Me hubieras mandado al carajo, me habrías roto mis sueños, y tanto tiempo de verte desde lejos… No lo habríamos soportado, realmente ni tú ni yo lo habríamos soportado, ¿no lo crees, Peugeot mío?